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En el último tiempo, al anochecer, empieza a vencerlo una somnolencia espesa. Cuando la siente venir, cabecea. Mira alrededor. Nadie reparó en su somnolencia, el sueño fugaz. El agotamiento. Por suerte nadie se dio cuenta de ese cabeceo. El escritorio de la secretaria sigue vacío. Muchos de sus compañeros apagan las computadoras, ponen llave a los cajones de sus escritorios, se despiden hasta mañana. Pero él no. Esta noche no abandonará su puesto mientras ella permanezca en el despacho. No volverá a tolerar una humillación como la de noches atrás, cuando ella se fue con el jefe. Si ella piensa marcharse con el jefe, antes deberán pasar por delante de su escritorio. Entonces él le clavará los ojos. A ver si ella tiene el tupé de sostenerle la mirada.

Se dedica a un expediente, revisa los cheques una y otra vez. El trabajo es una fuga. Si le fuera posible separar la cabeza del cuerpo, aflojaría sus tuercas y analizaría los circuitos, sus conexiones. Se imagina a sí mismo como un robot capaz de corregirse que, al quitarse la cabeza, ponerla sobre el escritorio y con la ayuda de destornilladores y pinzas, puede aflojar una pieza tras otra, acomodar los conductos por los que debe fluir el deseo. El muñeco mecánico descabezado pone la cabeza en el escritorio, revisa una válvula, cambia un fusible quemado, conecta de nuevo dos cables y repara su propio mecanismo. Después, al volver la cabeza a su sitio, ajustándola de nuevo al cuerpo, se siente satisfecho: ningún deseo, por frenético que sea, alterará su funcionamiento normal.

Pero la desesperación lo puede. Una jaqueca insoportable. Se le nubla la visión. La boca arenosa, las palmas húmedas. Taquicardia, un mareo nauseoso. Se incorpora despacio, con una naturalidad fingida. Va al baño. Y en el baño se afloja el cuello de la camisa, se remanga, se moja las muñecas, la cara, y después traga unas aspirinas. Cada vez que esto le ocurre, evita mirarse en el espejo. Pero después de un momento largo le toma el gusto a su imagen en el espejo: un gusto turbio lo atrae. No es fuerte quien devuelve los golpes sino quien los asimila, se dice.

Tiene razón el otro. Si su debilidad es su fuerza, la aplicará para conseguir que, mediante la piedad, la secretaria cambie de idea. Le dará tanta lástima a la joven que terminará entregándose. Piensa en un famoso cantante ciego, en su éxito con las mujeres. Si el ciego ejerce ese hechizo no se debe a su voz estridente de cantante de subte. Se debe a su ceguera. La falta le garantiza el poder. Pero él no es ni cantante ni ciego. Es rengo. No cree que con su renguera pueda lucirse en un vals. Mira la hora.

El despacho. Ella sigue ahí. Los dos siguen ahí.