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Madrugada. El oficinista se adentra en la bruma de la madrugada. Los pasos rengos. Se alza las solapas del sobretodo. Un farol, su sombra, los charcos. Es demasiado tarde. O demasiado temprano. A esta hora de la madrugada, los subtes pasan espaciados. Debería volver cuanto antes a su hogar.
A sus compañeros les comenta que su hogar y su familia representan todo un valor en estos tiempos de crisis moral. Se refiere a la mujer y los hijos, sus seres queridos, herederos de una buena educación, cifrada en el sacrificio y el afecto. Se deleita hablando de su hogar y su familia. El hogar es un departamento alquilado en las inmediaciones de una terminal suburbana, un tres ambientes contrafrente, penumbroso, estrecho y hediondo. El clima familiar que describe en la oficina no tiene nada que ver con la verdad. Su mujer, una mole con facciones equinas, es una tipa agria y despótica, y sus hijos una cría de obesos malcriados.
Le exigen electrodomésticos, ropa de moda, zapatillas astronáuticas, un auto, viajes. Los muy desagradecidos deberían contentarse con que su sueldo alcance para que puedan irse a la cama atragantados, con los estómagos reventando de hamburguesas, salchichas, papas fritas y gaseosas. Le cuesta a veces distinguir a unos de otros. Todos tan parecidos a su madre. Cada vez más parecidos. A menudo imagina que los liquida.
A todos menos al viejito, el único que se diferencia de esa masa chillona, ese chico albino, pálido, con un ojo blanco, la cara cruzada por unas venitas azules, consumido, con su esqueleto que parece conformado por alambres en vez de huesos. Siempre encorvado, mirando desde abajo, este hijo suyo, el más enfermizo. Con su timidez extrema, el viejito anda siempre calladito cubriéndose de una zurra que pueda lloverle. Al oficinista no se le escapa que, de la cría, este chico enclenque es quien más se le parece. Como su padre, el viejito padece una renguera.
En una revista de viajes y divulgación científica ha leído un artículo acerca del hallazgo en el sur de un cráneo prehumano de dieciséis millones de años. Se calcula que el cráneo corresponde a una subespecie de mono del tamaño de un gato pero cabezón, sorprendentemente cabezón, dato que, según la revista, lleva a suponer la dimensión extraordinaria de su cerebro. El vivir en los árboles impidió a este monito caminar erguido. El oficinista no puede mirar al viejito sin acordarse de ese mono. El viejito es también la excepción que le inspira, al revés de sus hermanos de la cría, un sentimiento distinto a la repulsión: el viejito le da lástima. Más que su hijo el viejito es un compañero de celda. Cada vez que piensa en el viejito siente una rabia impotente. Le hubiera gustado que al menos uno de sus hijos, uno solo, fuera diferente. No un superhombre, piensa, pero al menos alguien normal. Lo que no es demasiado pedir. Quizá hay un mal en su sangre. Y ese mal la vuelve inferior. El viejito es el ejemplo.
Si lo llama el viejito es porque no hay otro calificativo que le cuadre más justo al pobre pibe. Lo angustia no pensar en el viejito todo el tiempo. Es que no se puede pensar en las víctimas todo el tiempo si uno quiere seguir viviendo, se dice.