26
Un anochecer, en el silencio de la oficina desierta oye el sonido de una lapicera escribiendo detrás suyo. Después, las patas de una silla raspando el piso al desplazarse. El compañero también se ha quedado después de hora. Le pregunta si quiere tomar un café, que se lo alcanza. El oficinista vacila. Por qué no, piensa. Desde que tomó conciencia de que él también podría llevar un diario, aunque no lo lleve, el compañero empezó a caerle mejor. Quizá no es extraño que los dos, en este combate de todos contra todos y sálvese quien pueda, sean espíritus gemelos. Vaya él a saber qué tribulaciones acucian al compañero. Consulta su reloj de bolsillo. Le dice al compañero que no se moleste. Y lo sigue hasta el dispenser del café.
La quietud del ambiente los envuelve. Y aunque son los únicos dos que se quedaron hasta tarde igual hablan bajo. No sabe cómo entrar en confianza. Se pregunta por qué no ser frontal. Le pregunta al compañero si a esta hora no preferiría estar con su familia antes que en la oficina. No tiene familia, le contesta el compañero. Y hace una pausa. Después, con una expresión de felicidad, le dice que por ahora no tiene familia, por ahora, recalca, pero pronto la tendrá. Porque con su novia tienen proyectado irse a vivir lejos de la ciudad, muy lejos, a la Patagonia. Los dos están ahorrando para emprender un porvenir juntos en un territorio de redención. Porque la Patagonia es curadora, le dice. En la Patagonia se puede empezar de cero.
Busca la billetera. Extrae una foto. Ésta es su novia, le dice. Es una chica pelirroja, de ojos claros, angulosa, delicada, pero que en su estilo, observa, puede ser también un diablito. Tiene el uniforme oscuro de una petrolera y unos guantes negros, enormes. Está parada junto a un surtidor de combustible. El uniforme oscuro realza el color fuego de su pelo. Debe tener su temple, opina él. Si la viera trabajar, dice el compañero, vería lo que es ella. Carga el combustible, mide el aceite, el aire de los neumáticos, limpia los parabrisas. Sabe mucho de mecánica. Es un trabajo duro. Pero no le hace mella. Por más duro que sea el trabajo y por cansada que esté no pierde esa sonrisa. Ella ahorra íntegras las propinas. El carácter es importante, dice el compañero. Para trabajar duro hay que tenerlo. Pero además ella tiene voluntad. Es lo que más le gusta de la chica: que consigue todo lo que se propone. El oficinista le devuelve la foto. Además de ser tenaz, le dice el compañero, la chica es muy mística. Quizá la tenacidad y la mística vayan juntas. Con orgullo se refiere a su novia.
También él se sacrifica. Los tíos alquilan un cubículo en la periferia, en un barrio apartado. Y hay días en que se ahorra el colectivo y el subte y viene y vuelve caminando. Caminar tonifica. Otros días pasa de largo el almuerzo. Entonces va hacia la estación de servicio, que no está lejos de la oficina, toma un café en el 24 horas y desde su mesa contempla a la chica deslomándose entre los autos. Cada tanto, desde los surtidores, ella le sopla un beso. Locos de amor, en efecto. Una vez que reúnan el dinero necesario para comprar un camión viejo lo adaptarán como casa rodante y viajarán al sur, se asentarán en tierras fiscales en un valle entre cerros y montañas, le dice. Construirán una cabaña, tendrán una chacra, tendrán hijos, muchos hijos, vivirán de la naturaleza y cada uno podrá dedicarse a lo suyo, ella al cultivo y él a escribir. Porque él escribe, le confiesa. Está compenetrado en el estudio de la literatura rusa, cuenta. Ha estudiado el idioma y la escritura en cirílico, dice. Y le pregunta si ha leído a los rusos. No, el oficinista no ha leído a los rusos. Lo reconoce, no, no ha leído a los rusos. A él le apasionan las revistas científicas. Cuanto más avanza la ciencia en sus investigaciones sobre el ser humano, más se aleja del conocimiento del alma. Porque al acercarnos a la verdad, nos acercamos al dolor. En vez de infundirle paz, dice, las revistas científicas lo hacen sentir más microbio. Los rusos, dice el compañero. Debe leer a los rusos. Tiene los ojos húmedos. Los rusos saben de la verdad interior. El compañero parece al borde del llanto. Ése es su sueño, dice. Profundizar en los rusos. Un sueño que no se ha atrevido a contar no tanto por miedo a la burla sino al qué dirán, a la sospecha.
El compañero se calla. Lagrimea. Le pide perdón por haberlo abrumado con esta confesión. De pronto está asustado. Que se tranquilice, le dice él. Que no hay nada de malo en su sueño. Además no se lo contará a nadie, promete. Todos tenemos un sueño. Como todos tenemos un secreto. También él, así insignificante como se lo ve, tiene un sueño. Y tampoco se anima a contarlo. Tal vez porque los sueños, al contarlos, si no estamos a su altura, revelan, además de nuestra vanidad, nuestra frustración más recóndita.
No debe angustiarse, le dice el compañero. Todo hombre tiene una necesidad de pureza que lo impulsa a respirar aire limpio. Como prueba de amistad y también como un pacto entre ellos, le dice, le hablará de su sueño. El oficinista se sorprende de estar hablando con la precipitación y la turbulencia de alguien que estuvo atragantado por la culpa. Aunque él no ha cometido un delito. Enamorarse no es un delito. Y él está enamorado. Se sorprende contándole al compañero su tragedia familiar, se sorprende contándole su relación con la secretaria, se sorprende contándole que sueña huir con ella, se sorprende contándole que él tampoco aguanta más. También está por llorar. Y, mientras está contándole, empieza a sentir que se desconoce contando, que no es él quien habla sino otro. El otro.
El compañero lo abraza. La confesión los une, le dice. Abismarse en la confesión es la esencia del alma rusa. Que no tema, lo calma. También él es reservado, dice. No le dirá a nadie lo que le contó. Abrazados, los dos lloran. Pero no lloran por la misma razón.
El oficinista llora de miedo.
Más le vale urdir pronto cómo eliminar al compañero.