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Esta mañana es un robot que avanza con una falla motriz. Tiene la cara desencajada de los que han dormido mal y se han afeitado peor. Los comentarios, las risas. Todos lo miran, todos saben que tiene los minutos contados. El rumor de voces es una sombra que se estira hasta su escritorio. La joven permanece indiferente. Él se reconcilia con el dolor de la ausencia, lo único que conserva de la joven. El dolor le garantiza su memoria en el cuerpo.
Después, otra vez la noche. Deambula por las calles, camina sin parar. Hace frío. El viento bandea una llovizna intermitente. Pero él no se detiene. Caminar lo mantiene en calor. Mueve los labios, murmura. Pero no habla solo. Discute con el otro. Baja la cabeza, niega con vehemencia. Se opone a todo lo que el otro le dice. El otro es el responsable de toda su desgracia. Quisiera sacárselo de encima. Pero no sabe cómo. Está acercándose al puerto cuando tiene una idea: la forma de deshacerse del otro es arrojándose al agua con un adoquín atado al cuello. Al ahogarse, ahogará al otro. La idea es buena, pero tiene un inconveniente: él todavía no quiere morir. La idea, se da cuenta, es una idea del otro. Quiere librarse de él. El otro ha pensado en matarlo, pero él no le dará el gusto. Será mediocre pero no idiota.
Este sector del puerto se convirtió en lugar de moda. Los docks fueron reciclados, los muelles convertidos en amarras. Veleros, lanchas, yates. Automóviles importados, convertibles y limusinas, frenan y arrancan envueltos en las luces de restaurantes, bares, nightclubs y discos. Los neones tienen formas de galera y bastón, dados, tacos de aguja, naipes de pocker, labios rojos. Cada local, cada club, al entreabrirse sus puertas, destila una música de fiesta. Risas, destapes de champagne, ecos de baile. Los valets, los matones trajeados, los choferes con pinta de pistoleros, los guardaespaldas apostados en las puertas son todos simios elegantes. Alguien se ríe de él. Es el otro. Empieza a renegar otra vez con el otro.
De un club sale una joven rubia. El tapado de piel entreabierto deja ver un ceñidísimo vestido negro con strass, escote y mini. Ella ríe colgándose de un gordo canoso de smoking que podría ser su padre. O su abuelo. La pareja espera que venga un vehículo. Un lujoso auto con chofer, piensa. El viejo de smoking prende un habano. La joven tiene el tapado entreabierto. Él puede verla jugar distraída con un collar de piedras. Se pregunta cuánto podrá valer.
Según el otro, con esa alhaja él podría solucionar unos cuantos problemas. Unos cuantos, repite. Un sueldo no le alcanzaría para pagar esas piedras. Saldaría todos los sueldos que debe con esas piedras. La secretaria lo miraría distinto si le regalara una sola. Una sola de esas piedras. Pero él no quiere escucharlo. Si se animara, insiste el otro, podría apoderarse de esa alhaja. Bastaría con que caminara hacia la joven, le sacudiera un golpe al viejo de smoking, arrancara el collar y se esfumara rápido en la bruma. Está harto de escuchar al otro. Ahora verá el otro quién es él, piensa. El viejo de smoking muerde el habano. La joven se cuelga de él con una risita aniñada.
Él toma envión, choca contra el viejo, lo derriba. La joven se sorprende. Él tira de su collar. Algunas piedras del collar saltan, pero él corre con las que pudo manotear. Puteadas del viejo. Corre. Gritos de la chica. Corre. Un silbato. Corre. Si se da vuelta está perdido. Corre. Siente una puntada en el pecho. Corre. Le falta el aire. Corre. El calambre en una pierna. Corre. Alto, le gritan. Corre. Un tiro en la noche. Corre. Otro tiro. Corre. El plomo rebota, un tintineo cerca. Corre. Un guardia le sale al cruce. Lo tumba. Lo golpea en la cabeza con el cañón de la pistola. Cae, la cara contra el pavimento. Le esposan las manos en la espalda. Los zapatos lustrados de los custodios. Brillitos en el asfalto mojado, las piedras del collar. Le pica la nariz y no puede rascarse.
Piensa en lo que dirán en la oficina, piensa en la joven, piensa en su mujer, piensa en la cría, piensa en el viejito. Se reprocha pensar siempre último en el viejito. Se imagina un calabozo de comisaría, los presos mirándolo de reojo. Las sirenas policiales. Aullidos de neumáticos. Abrir y cerrar de puertas de autos patrulla. Unos botines de cuero negro. Una patada en los riñones. Está por vomitar. Lo levantan de los pelos, lo doblan contra el motor del auto, lo revisan, le sacan el documento, la luz de una linterna y, a través de la radio de un auto patrulla, averiguan si tiene antecedentes. No tiene. Los policías comentan algo sobre un juez. Él tarda en darse cuenta de quién hablan. Del viejo de smoking hablan. El viejo es un juez.
Lo interrogan. Dónde vive, en qué trabaja. Contesta casi llorando. Mantener algo de dignidad, se impone. El otro, que lo observa desde atrás de los policías, lo mira socarrón.
Una limusina negra se aproxima. Una de las ventanillas del auto baja y entonces el oficinista puede entrever al juez y su amiguita. De su excelencia, lo tratan al juez. Que lo perdone, ruega el oficinista. Su excelencia, le llora. Que es la primera vez, dice. Que lo hizo por necesidad. Que tiene muchas bocas que alimentar, explica. Que le tenga lástima, solloza. Su excelencia, se arrodilla. Un policía le pega un revés. Pero él no para de implorar.
El juez asiente. La limusina se aleja en la bruma. Y lo liberan. Es que no valía la pena, se ríen los policías. Las piedras no valían nada. No es que el juez haya sido benévolo. Es que esa alhaja era una baratija. Tuvo suerte, le dice el policía. No valía la pena hacer más escándalo por una chafalonía regalada a una mariposita nocturna.