VEINTIDOS
VEINTIDOS
HISTORIA VIVA
TEMPLO DE SANGRE
UN DIGNO ENEMIGO
Era imposible que tuviera ante él a aquel guerrero. Todos los de su especie habían muerto y desaparecido, habían fallecido en la última guerra de la Unificación. La heroicidad de su sacrificio radicaba en que todos hubieran muerto para ganar la victoria más impresionante del Emperador, la última. Y sin embargo, allí estaba, imponente, grandioso, terrible e impactante. Tenía la tez grisácea y cadavérica, los ojos inyectados en sangre y el aura demasiado brillante como para poder mirarlo. Su presencia tenía una fuerza de atracción propia, que exigía atención e imponía temor.
—¿Eres Babu Dhakal? —preguntó Atharva, aunque ya sabía la respuesta.
—Por supuesto —contestó el Señor del Trueno.
Como si Babu Dhakal y Ghota proyectaran algún tipo de fuerza ante ellos, todos los hombres, mujeres y niños retrocedieron hasta el final del templo y se apiñaron a la sombra de la estatua sin rostro. Atharva vio a Kai y a una mujer con un pañuelo atado en la frente. La reconoció en seguida, y quiso sonreír por la suerte que le había propiciado un astrópata y una navegante. El misterio cósmico del universo se le estaba desvelando poco a poco.
Tagore se estremeció a su lado, y notó la descarga de rabia que amenazaba con estallar en cualquier momento. Subha y Asubha siguieron a su sargento, aunque su rabia no era de ningún modo tan volátil como la de Tagore. No sintió la presencia de Severian, así que confió en que hubiera podido escapar del templo.
—Tú mataste a un guerrero de las Legiones Astartes —afirmó Tagore ante Ghota, pronunciando las palabras como una especie de ladrido gutural—. Te arrancaré el corazón por eso.
Ghota enseñó los dientes en una sonrisa.
—Te vencí una vez. Y puedo volver a hacerlo, hombrecillo.
Babu Dhakal levantó la mano anticipándose a la rabia de Tagore.
—No he venido aquí para luchar contra las Legiones Astartes —dijo—. Quiero ofrecerte una cosa. ¿Estás dispuesto a escuchar lo que tengo que decir?
Las palabras del guerrero cogieron a Atharva por sorpresa. No tenía intención de negociar con Babu Dhakal, pero temía que si lo atacaba con toda la furia de sus sentidos físicos, Babu Dhakal lo aplastaría.
—¿Qué quieres? —preguntó con un tono de voz que no dejaba entrever su inquietud.
—Detrás de este edificio hay hombres que quieren matarte —aseguró Babu Dhakal.
—Lo sé —repuso Atharva, y desde la garganta destrozada de Babu Dhakal se oyó una risotada que se convirtió en un borboteo húmedo y animal.
—Lo sabes porque yo te permito saberlo —replicó el guerrero.
—En cuanto acabe contigo, terminaré con todos los demás —le prometió Tagore.
—Son cien, por lo menos: un custodio, un clado asesino y un hombre que posee algo tan letal que ningún guerrero puede hacerle frente.
—¿Un arma?
—No, la verdad.
—¿Quién eres? —quiso saber Atharva—. Tu nombre no significa nada. Babu era «padre» en la antigua lengua de Bharat, y Dhakal no es más que una región de esta parte de las montañas. Dime, ¿quién eres?
—He tenido muchos nombres durante todos estos años —reconoció Babu Dhakal—, pero no te refieres a eso, ¿verdad? Tú quieres mi nombre real, como me llamaban en las guerras que libramos para conquistar este planeta.
—Sí —asintió Atharva.
—Muy bien. Ya que he venido para negociar, te diré cuál es mi nombre como un gesto de buena fe. He olvidado mi nombre mortal, pero cuando mi cuerpo renació con esta nueva forma, me llamaba Arik Taranis.
Aquel nombre tenía fuerza en sí mismo, un poder que apagó la rabia de los devoradores de mundos y dejó a Atharva sin habla por su resonancia histórica. No había nadie que no conociera ese nombre, las victorias que había conseguido, los enemigos que había derrotado y los grandes honores que se había ganado.
—¿Tú eres el Portador del Relámpago? —inquirió Tagore.
—Fue un título que se me concedió después de la batalla del monte Ararat, en el reino de Urartu —le explicó Babu Dhakal—. Tuve el honor de enarbolar el estandarte del Relámpago en la declaración de la Unificación.
Atharva no daba crédito a sus ojos. Aquel guerrero era historia viviente: el Vencedor de Gaduaré, el Último Jinete, el Carnicero de Scandia, el Asesino del Trono…
Centenares de esos títulos, glorias y triunfos le inundaron la memoria, hasta que Atharva recordó la legendaria culminación de la vida del gran guerrero en la cima de una montaña cubierta por una inundación tiempo atrás.
—La historia dice que has muerto —objetó Atharva—. Sucumbiste a las heridas después de izar la bandera. Todos tus guerreros y tú caísteis en aquella batalla.
—Pareces un hombre sensato —replicó Babu Dhakal—. No deberías tomar todo lo que dice la historia al pie de la letra. Todos esos relatos los cuenta el último en resistir, y el Emperador no está dispuesto a compartir la victoria con nadie. ¿Qué mérito tiene conquistar un planeta con el respaldo de un ejército invencible? Para crear una leyenda, lo primero que tienes que hacer es ganar la guerra sin ayuda de nadie, y no puedes permitir que nadie sobreviva para contradecir tu versión de los hechos.
—¿Hay más como tú? —preguntó Subha.
Babu Dhakal se encogió de hombros.
—Puede que algunos escaparan a la masacre, o tal vez no. Pero si lo hicieron, lo más probable es que hayan muerto, víctimas de su propia obsolescencia. Nuestros cuerpos se diseñaron para apoderarse de un planeta, no para conquistar una galaxia, como los vuestros.
Atharva prestaba atención a las palabras de Babu Dhakal, sorprendido por la ausencia de rencor en lo que oía. Si aquello era cierto, el Emperador los había desechado tanto a él como a toda su especie en favor del diseño genético de las Legiones Astartes. Y sin embargo, Babu Dhakal no parecía guardar ningún rencor a su creador por tan monstruosa traición.
—Entonces, ¿cómo es que sigues con vida? —quiso saber Atharva, que ya empezaba a sospechar lo que Babu Dhakal podía querer de ellos.
—Yo soy inteligente —respondió Babu Dhakal—. Durante la guerra, aprendí todo lo que pude de mi creador y llegué a asimilar gran parte de sus conocimientos sobre la ciencia antigua. No lo bastante como para detener mi deterioro, pero sí lo suficiente como para agarrarme a la vida hasta que la fortuna me vuelva a sonreír.
—Habla claro —lo cortó Tagore—. ¿Qué es lo que quieres?
Babu Dhakal levantó el brazo derecho y Atharva vio un dispositivo rectangular sujeto a las placas blindadas del avambrabrazo. No tenía la elegancia de los dispositivos que empleaban los apotecarios de las legiones, pero indudablemente se trataba de un reductor, que, junto con el narthecium, formaba parte del equipo de guerra de cualquier apotecario.
El narthecium curaba las heridas, mientras que el reductor era para los muertos.
Su único fin era extraer la semilla genética de los marines espaciales.
—Quiero que me ayudes a vivir —reveló Babu Dhakal.
Kai advirtió la sorpresa en el aura de Atharva, pero antes de que al marine espacial le diera tiempo a contestar, el techo del templo reventó en una serie de detonaciones que lanzó travesaños de madera y tejas de piedra caliza sobre el suelo como una lluvia de detritos resplandecientes.
—¡Cuidado! —exclamó Kai al tiempo que una viga se desplomaba delante de él y aplastaba a un hombre mayor.
Presas del pánico, Roxanne y él retrocedieron, apartándose de los escombros que caían en picado mientras unos soldados con armaduras negras irrumpían en el templo mediante tirolinas dejando atrás una estela de granadas atronadoras.
Más allá de las puertas del templo se oyó el ronco quejido de varios vehículos pesados y el chasquido de armas automáticas. Los gritos de terror se sumaron al eco ensordecedor de los proyectiles de gran calibre que impactaban contra las paredes del cañón.
—¡Abajo! —gritó Kai cuando uno de los soldados disparó una ráfaga de proyectiles.
Unos agujeros enormes destrozaron los bancos y desgarraron el mármol de las paredes. Kai tiró a Roxanne al suelo y la apartó del soldado, pero la multitud, que no dejaba de chillar, bloqueaba cualquier vía de escape entre los bancos que se habían volcado por el suelo. Delante de Kai cayó un hombre de rodillas. Tenía el pecho reventado y le habían volado la cabeza.
—¿\1ué está pasando? —chilló Roxanne parpadeando después de la explosión de una granada y tapándose la cabeza para protegerse de los fragmentos de mármol que llovían desde el techo.
—Son los Centinelas Negros —le explicó Kai—. Han venido a por mí.
Se arriesgó a proyectar la mente a su alrededor. El fragor de las armas y el desconcertante estrépito de las detonaciones de las granadas lo estremecieron. La humareda y los bancos de humo que se arremolinaban por todas partes no entorpecían la visión de un astrópata como él, de modo que vio a los soldados que se desplegaban por el interior del edificio, disparando a todos los que se encontraban en su camino con sus letales armas de fuego.
Un grupo de soldados perfectamente coordinados avanzaba hacia él. Apenas le había dado tiempo a uno de ellos a lanzar un grito de alarma cuando un robusto guerrero apareció con una lanza guardiana con el asta quebrada. Tagore cortó a tres de un solo tajo y destripó a otros dos antes de que a los demás les diera tiempo a reaccionar. Otros dos murieron con el cráneo aplastado, y uno cayó al suelo con el cuello desencajado.
Subha combatió al lado de su sargento. Mataba con ferocidad, tratando de imitar la furia destructora de Tagore. Kai apartó la mirada y vio a Asubha, moviéndose como un espectro entre las densas nubes de humo. A diferencia de su hermano, Asubha era un guerrero metódico que sabía escoger su objetivo con gran precisión. El primero en caer fue un centinela negro con un arma de barrena, y luego otro con una pistola de plasma. Asubha mataba siguiendo un orden preciso, un método completamente opuesto a la violencia aparentemente aleatoria de su hermano.
Otras formas se movían entre las confusas llamaradas de luz psíquica. El rojo de la violencia colmó el aire con la eficacia del humo de una granada y se hizo mucho más difícil distinguir a los individuos entre los impulsos de rabia con que funcionaban los soldados en combate.
Unas formas resplandecieron entre la niebla carmesí, las de los que conseguían mantener intacta su energía y vitalidad a pesar de la violencia que se había desencadenado a su alrededor. Sabía que uno era Atharva; y otros dos, Babu Dhakal y su lugarteniente. De Atharva manaban llamaradas cegadoras de energía psíquica. Docenas de soldados murieron en el fuego que hizo surgir del immaterium. Babu Dhakal se movía entre el caos del combate con una rapidez que Kai no había visto jamás en ningún hombre. Era como si sólo necesitara desear deslizarse de un lado a otro. Cuando iban hacia él, los mataba fácilmente, pero si no le hacían caso, les devolvía el favor perdonándoles la vida.
La lluvia de disparos era implacable y la masacre de los suplicantes indiscriminada. Desesperados por escapar, Kai y Roxanne se dirigieron hacia el fondo del templo gateando y trepando por encima de los cuerpos mutilados y los bancos volcados. Kai se dio la vuelta para mirar hacia atrás. Un gigante con una armadura reluciente estaba entrando en el templo. Mientras que los demás iban recubiertos de oro o carmesí, su aura era de plata pura y letal. Kai se sobresaltó cuando reconoció la determinación hostil e implacable de Saturnalia.
El que lo acompañaba no era tan grande como el custodio, pero tampoco menos reluciente ni peligroso. A Kai se le hizo un nudo en el estómago al advertir la presencia de algo abominable, de algo que lo obligaba a pensar en todas las acciones vergonzosas que le corroían la mente. Dejó de gatear y se llevó las manos a la cabeza cuando un terror irracional hizo que se echara a temblar de arriba abajo. No percibía nada que pudiera explicar aquella sensación, pero se acurrucó instintivamente cuando el color y la vida se desvanecieron.
—¡Kai! —oyó gritar a Roxanne, aunque su voz parecía llegar desde muy lejos—. ¿Dónde estás?
Al oír su nombre, el acompañante de Saturnalia se volvió de golpe y desenvainó una espada que relucía con la luz más pura que Kai había visto en su vida.
—¡Kai Zulane! —exclamó Saturnalia—. ¡Acércate!
Dos manchas gemelas de luz feroz y violenta se movieron entre la neblina rojiza. Su resplandor era como el de Saturnalia. Pero la del custodio era una llama controlada, mientras que aquéllas eran como el fuego que recorría las llanuras de Mérica cuando los veranos eran largos y calurosos. Subha y Asubha atacaron a Saturnalia al mismo tiempo, uniendo el control y la furia de ambos en una perfecta combinación para enfrentarse a un guerrero tan disciplinado.
Kai reprimió las náuseas cuando el acompañante de la espada se adentró en el templo con paso ligero y seguro. No quiso saber nada de la batalla entre los devoradores de mundos y Saturnalia. Iba a por Kai, y quería ser el primero en encontrarlo. Kai tuvo arcadas y se volvió hacia un lado. Tenía que escapar, pero ¿por dónde? Los Centinelas Negros seguían disparando en el templo, luchando contra los Muertos Exiliados. Les había perdido el rastro a sus antiguos protectores y ahora se arrepentía de haber querido librarse de ellos.
Kai respiró hondo y se agazapó. Siguió la luz ámbar de la presencia de Roxanne. Una mano lo agarró del hombro con una fuerza implacable. Intentó soltarse pero no pudo. La mano tiró de él hacia arriba, y Kai se encontró cara a cara con el guerrero de la espada de luz blanca.
Oyó que había otro hombre a su lado, pero era completamente invisible a la sensibilidad visual de Kai. Por la náusea que sintió, Kai supo que tenía que haber algo allí. Pero lo que había sentido no era sólo ausencia de vida, sino una presencia que la repelía activamente. Fuera lo que fuera, vaciaba el color del mundo. Por fin entendió el origen del espantoso terror que sentía cuando la oscuridad le engulló inexorablemente la vista.
—Un paria… —dijo.
El acompañante hizo una breve inclinación, un gesto que resultaba tan ridículo en un asesino como él que a Kai le entraron ganas de reír.
—Soy Yasu Nagasena. Y te vienes conmigo —sentenció con un tono entrecortado.
Una sombra inmensa se movió entre el velo de luz y humo. Aunque su visión ciega se había extinguido casi por completo, Kai reconoció a su lado el sabor metálico del aura de la sombra.
—No —dijo Tagore con un gruñido que sonó como una avalancha—. No se irá.
Roxanne no veía nada. Le dolían los ojos y tenía la garganta en carne viva. Los ácidos bancos de humo ocultaban todo lo que estuviera a un metro de distancia, pero ella siguió gateando porque sabía que sería mejor que quedarse quieta en el mismo sitio. Había perdido a Kai, pero no se atrevía a volver. Por más que la asustaran los disparos, le parecía mucho peor la suavidad de los cadáveres por los que había tenido que trepar mientras intentaba escapar, desesperada.
Tenía las mejillas empapadas de lágrimas, en parte por el humo de las granadas, pero sobre todo por la enorme cantidad de muertos. Eran su gente, y los estaban masacrando. Fuera del templo se oían más disparos, y sabía que también estaban matando a los que conseguían llegar al cañón.
Una mano la rozó. Después de soltar un grito la cogió, pero la dejó caer al darse cuenta de que era de un hombre muerto. Tenía el pecho y la barriga llenos de sangre, y los dedos le resbalaron cuando se arrastró hacia adelante. El brazo se había movido porque unos escombros se desplomaron del techo y cayó sobre el cadáver.
Nada de aquello tenía sentido, que tuvieran que morir tantos inocentes porque alguien buscaba a un único hombre.
Nunca había entendido a los que estaban dispuestos a matar a los suyos sólo porque formaba parte de una búsqueda indefinida de un bien mayor. ¿Es que no se daban cuenta de que al matar a los suyos también destruían una parte de sí mismos?
Por un instante, a través de una oquedad que se había formado en el humo, Roxanne entrevió el caos frenético que se había apoderado del templo. Los Centinelas Negros, como Kai los había llamado, seguían combatiendo contra los marines espaciales, y lo estaban pagando muy caro. Ya habían muerto veintenas de soldados. Los guerreros de las Legiones Astartes eran muy minuciosos en sus carnicerías.
Un guerrero que estaba en el centro del templo y que llevaba todo el cuerpo recubierto de placas rojizas mató a sus agresores con rayos de fuego azul y arcos de reluciente tracería. Los disparos láser se curvaban en torno a él como una luz refractada, y las descargas de proyectiles sólidos se detenían a un metro de su cuerpo, como si opusiera algún tipo de resistencia invisible.
Los Centinelas Negros que lo atacaban ardían como teas o estallaban en una erupción de sangre hirviendo. Se veía la locura en sus ojos, la necesidad perversa de vengarse de décadas de frustración en las que lo habían obligado a ocultar su verdadera naturaleza. Roxanne no conocía a ningún guerrero de los Mil Hijos, y al ver lo que aquél estaba disfrutando con la venganza, supo que no quería volver a ver a ninguno más.
—¡Roxanne! —gritó una voz entre el caos—. ¡Por aquí! ¡Rápido!
En cuanto se agachó, una ráfaga de rayos láser acribilló el suelo a su lado y dejó un montón de agujeros chamuscados en la piedra. Escudriñando entre la humareda, vislumbró a Maya y a sus dos hijos apiñados en una trinchera hecha de bloques de piedra y travesaños del tejado. Maya la llamó haciéndole señas y Roxanne se le acercó dando resbalones y tropezando con los trozos de baldosas destrozadas.
—Aquí, aquí —la apremió Maya, que ya estaba tirando de ella hacia la relativa seguridad del refugio que habían podido improvisar a los pies del Ángel Ausente.
—Maya —susurró Roxanne mientras la abrazaba.
Arik y su hijo menor, un niño despeinado que Roxanne no sabía cómo se llamaba, estaban con la cabeza metida entre las manos, sollozando por la matanza que se había desencadenado a su alrededor.
—¿Qué está pasando? —preguntó Maya, intentando tragarse las lágrimas con visible esfuerzo.
—Nos van a matar a todos —dijo Roxanne sin pensar—. Nadie va a poder salir vivo de aquí.
—No digas eso, Roxanne —le suplicó Maya—. Mis hijos son lo único que tengo. ¡No puede ser! No le harán daño a mis hijos.
Roxanne no supo distinguir si era una pregunta, así que se limitó a negar con la cabeza mientras decía:
—No, no les harán nada.
Maya la miró con tanto alivio que Roxanne esperó sinceramente no haber dicho una mentira. Por mucho que estuviera más segura en el refugio, Roxanne sintió las hambrientas miradas que se cernían sobre ella, como si una bestia peligrosa estuviera a punto de saltarle encima.
Se dio la vuelta, aterrorizada. Pero no vio nada.
Aun así, el angustioso terror seguía apoderándose de ella. Al mirar hacia arriba vio el rostro liso del Ángel Ausente, y le dio la impresión de que la cara vacía de la estatua la estaba mirando con curiosidad. Sacudió rápidamente la cabeza para apartar esa sensación, pero luego alargó la mano y le pareció que la estatua se estaba inclinando hacia ella. El estruendo perdió intensidad y sus labios dejaron escapar un suspiro cuando percibió los tenues rasgos de un rostro que se dibujaban en la infinita profundidad de la nefrita.
Roxanne se puso de rodillas, atraída por el cautivador encanto de aquel rostro imposible.
—¿Estás loca? —farfulló Maya a la vez que la cogía de la túnica y tiraba de ella hacia abajo.
El ensordecedor crescendo de la batalla se intensificó, y cuando Roxanne volvió a mirar hacia arriba, el tenue rostro del Ángel Ausente había desaparecido.
—¿Es que quieres que te vuelen la cabeza? —protestó Maya.
Roxanne negó con un gesto y se acurrucó contra ella. Maya era una mujer corpulenta y maternal. A su lado, Roxanne se sintió más segura. Entre tanto, Arik seguía dándole vueltas en los dedos a su anillo de plata brillante.
—Nos van a matar. Por favor, ¡ayúdanos!, ¡ayúdanos! —musitó Arik, y aunque sólo fue un susurro, sus palabras llegaron a los oídos de Roxanne con toda la ansiedad del deseo que expresaban.
Una sombra se movió entre el remolino de humo. Roxanne cogió un trozo de madera de uno de los bancos. Las astillas de la punta parecían afiladas. No era lo que se decía un arma, pero tendría que conformarse con eso.
Se tranquilizó en cuanto distinguió a Palladis Novandio. Tenía la cara llena de sangre y los ojos rebosantes de lágrimas. Se tambaleaba como un borracho, y Roxanne sintió que la rabia se imponía al miedo al pensar en todo lo que estaba pasando.
—¡Palladis! —gritó, y él miró en su dirección con un gesto de desesperado alivio—. ¡Estamos aquí!
—Roxanne… —dijo sollozando justo antes de tropezar y caer muy cerca de ella.
Al abrazarlo, Roxanne notó los desbocados latidos de su corazón. Palladis sollozó en su hombro y la estrechó entre sus brazos mientras la masacre continuaba.
—He fracasado —susurró Palladis—. Nunca era suficiente… No he podido evitarlo y ahora todos los demás tienen que sufrir.
Roxanne lo empujó hacia la endeble trinchera y miró al Ángel Ausente.
—¿Por qué? —le preguntó Palladis a la estatua sin rostro—. ¡He hecho todo lo que he podido para mantenerte satisfecha! ¿Por qué tenías que llevártelos a ellos? ¿Por qué? Mátame a mí. ¡Mátame a mí y deja que ellos vivan! ¡Volveréis a verme! Hijos míos, ¡volveréis a ver a papá muy pronto!
Palladis se levantó y empezó a gritarle al ángel, acusándolo y amenazándolo.
—¡Mátame a mí, hija de puta!
Roxanne quería decirle que se callara, pero sabía que nada de lo que ella pudiera decir sería capaz de contener el gigantesco torrente de angustia que manaba de las profundidades de su alma.
—¡Mátame a mí! —sollozó Palladis, dejándose caer de rodillas—. ¡Te lo ruego!
—Vete —le dice el guerrero que Nagasena conoce como Tagore.
Kai Zulane se pone de pie. Kartono lo persigue de inmediato, y Nagasena lo deja ir. Necesita concentrarse para la batalla. Tagore es un oponente feroz y despiadado, pero Nagasena sabe que tiene que enfrentarse a él. Es una cuestión de honor, y si eso es lo único que puede hacer, tendrá que bastar.
Tagore lleva una lanza larga de hoja ancha. Al darse cuenta de que es una lanza guardiana quebrada, Nagasena confía en que no tenga la punta activada. Nagasena se coloca en posición de ataque y levanta la espada sobre la cabeza, apuntando directamente al corazón de Tagore.
—¿Crees que puedes luchar conmigo, enano? —profiere Tagore con mirada asesina.
Nagasena no contesta. Está observando el enorme físico del devorador de mundos, buscando algún punto débil, alguna cicatriz que pueda proporcionarle una ventaja: una herida de bala en el costado y la señal amarillenta de una contusión que sobresalga por debajo de las placas de la armadura que le cogió a los muertos del patio de Antioch.
—Primero destrozaré esa aguja que llevas y luego te arrancaré la cabeza —le promete Tagore, y Nagasena sabe que es capaz de hacerlo.
El astartes lo ataca sin avisar, con una embestida feroz e incluso hábil, dispuesto a rajarlo de un tajo con su cuchilla de carnicero. Nagasena se echa a un lado y asesta un golpe con Shoujiki que roza el antebrazo de Tagore, y luego se tambalea por la increíble fuerza del golpe del arma del marine espacial cuando éste responde al ataque. Ya había luchado antes contra los guerreros de las Legiones Astartes en las jaulas de entrenamiento, pero nunca con armas reales, y tampoco había ganado, así que ya podía considerarse afortunado si lograba sobrevivir unos cuantos segundos más.
Tagore interpreta su titubeo como temor y sonríe con desprecio.
Se mueven, se apartan, se atacan y contraatacan con destreza, demostrándose el uno al otro su habilidad con cada acometida. Pese a la cólera, Tagore es un buen guerrero que sabe combatir con un arma de filo, y todo lo que le falta en habilidad lo compensa más que de sobra con determinación e implacable brutalidad. En cada embestida, de la primera a la última, arremete con la misma fuerza e intensidad. Nagasena esquiva los golpes más peligrosos, detiene otros y ataca siempre que puede. Su método es mejor que el de Tagore, pero se han entrenado en dos formas de combate tan distintas que a ambos les cuesta medir la fuerza de su enemigo.
—No está mal, enano —dice Tagore—. A estas alturas pensé que ya estarías muerto.
—Soy una caja de sorpresas —le replica Nagasena.
—Aun así, te mataré —le promete Tagore.
En ese momento, Nagasena gira sobre sí mismo y le asesta un montón de estocadas resplandecientes y potentes sablazos. Tagore detiene algunas y esquiva otras, y también deja que varias lo alcancen. Tiene la armadura abollada y rota en algunos puntos, pero Nagasena no ha intentado asestar un golpe mortal: ha usado sus ataques con astucia, creando un hueco en la armadura a la altura de la herida del costado.
Cuando el devorador de mundos se inclina a la derecha, Nagasena ve el desgarrón y da un giro al tiempo que se agacha para esquivar un golpe que lo habría decapitado. Esgrime la espada lanzándola hacia adelante con toda su fuerza, insertando la hoja en la costra de la herida. El metal toca carne dura y hueso, pero Nagasena aprovecha su impulso y el de Tagore, que se está arrojando contra él, para clavarle la espada en lo más profundo del cuerpo.
Tagore gruñe cuando la punta de la espada le sale por la espalda. El dolor le hace abrir los ojos de par en par y las placas metálicas del cráneo chasquean con fuerza para contrarrestar la agonía del golpe con inhibidores del dolor. Nagasena gira la espada para arrancarla de la carne del marine espacial, pero está tan incrustada que no tiene fuerza para hacerlo. El intento le lleva demasiado tiempo y Tagore le propina un puñetazo con el dorso de la mano en el hombro.
Con el golpe, se le escapa la empuñadura de Shoujiki y ésta cae al suelo.
Al tocarse el hombro se da cuenta de que tiene por lo menos un hueso roto. Rueda hacia un lado en el preciso instante en que un pie de Tagore da un pisotón donde él estaba. Se mueve con presteza para esquivar el ansia de matar del devorador de mundos. Pero no ve un trozo de madera que sobresale de un travesaño roto y da un traspié al chocar con él.
Consigue no caerse, pero Tagore aprovecha el momento de distracción. La lanza guardiana se proyecta sobre él y lo apuñala en el hombro, usando la misma táctica que él había usado. La cuchilla le corta la clavícula en dos, además de los tendones que conectan los músculos con el hueso. La precisión de la estocada está reñida con la ira asesina de los ojos de Tagore, por lo que Nagasena vuelve a darse cuenta de que ha subestimado al devorador de mundos.
Tagore lo levanta del suelo y lo deja suspendido en el aire como un gusano en el anzuelo. Sonríe haciendo una mueca y levanta la otra mano hacia el cuello de Nagasena.
—Te dije que te mataría —dice Tagore—. Y lo que digo que voy a matar, lo mato.
Nagasena no contesta. El dolor es tremendo, y sabe que nada de lo que diga podrá salvarle la vida.
Los enormes dedos de Tagore le rodean el cuello sin dificultad. Sólo hace falta un apretón para que le haga polvo la espina dorsal, le reviente la tráquea y se rompa el frágil hilo que lo une a la vida.
Una luz blanco azulada pasa al lado de Nagasena, le abrasa la piel bajo la ropa y lo ciega momentáneamente. Aun así, oye la sangre que gotea de un cuerpo desgarrado y huele la fetidez de la carne quemada. Cuando recupera la vista después del destello, ve que un arma de plasma ha destripado a Tagore.
Tagore cae de rodillas, con un cráter abierto en el cuerpo. La cara se le ha contraído en un retorcido gesto de dolor que ni todo el entrenamiento y la genética de las Legiones Astartes son capaces de soportar. Suelta a Nagasena y se desploma hacia un lado, arqueándose sobre la espalda mientras su cuerpo lucha por mantenerse con vida.
Pero es una pelea que Nagasena sabe que perderá.
Tagore arranca a Shoujiki de su cuerpo con una mueca de dolor. Con la hoja impregnada de sangre, le tiende la espada a Nagasena con respeto.
—Has sido… un digno… enemigo —le dice, jadeando, el devorador moribundo—. Peleas… bien… Para ser un mortal.
Nagasena acepta el cumplido con una inclinación de cabeza y coge la espada.
—Tú también has sido un digno enemigo —le contesta Nagasena con intención de corresponder, aunque sabe que no será un gran consuelo.
—He… recorrido… la Senda Carmesí —dice Tagore a la vez que asiente lentamente con la cabeza; luego cierra los ojos y añade—: Mi guerra… ha… terminado.
Pese a ir en contra de todas sus creencias, Nagasena envaina su espada impregnada de la sangre de su enemigo. Cuando se da media vuelta, ve a Maxim Golovko con un rifle de plasma aún caliente. La bobina de carga sigue brillando débilmente y del cañón todavía gotea líquido humeante.
—Iba a matarte —dice Golovko, encantado—. Puedes darme las gracias más tarde.
Kai se apartó del guerrero de la espada y salió corriendo, al tiempo que se le iba pasando la sensación de calambre en el estómago y su visión ciega convertía el interior del templo en tenues matices de colores apagados. Estaba empapado en sudor por el encuentro con el paria. Se dejó caer sobre una rodilla cuando por fin lo atrapó la oleada de terror que lo acechaba.
Había oído las historias y rumores que corrían sobre los parias en la Ciudad de la Visión, pero nunca había llegado a creer en su existencia hasta ese momento. La abyecta vacuidad de aquel hombre era horripilante. La vida, la memoria y la energía vital con las que cualquier humano trataba de colmar el vacío infinito estaban totalmente ausentes en él.
Kai volvió a sentir náuseas sólo con pensar en el vacío de su presencia.
—Oh, no… —susurró.
Se volvió para buscar la causa de su angustia. No veía nada, pero como ya sabía lo que tenía que buscar, intentó rastrear la vacuidad del paria.
¡Allí, un vacío en la neblina roja de la violencia!
Kai se dio media vuelta y echó a correr, pero el paria fue más rápido. Por más que Kai percibiera el vacío de su presencia, no podía eludirlo. Una mano lo aferró por la nuca y lo levantó con fuerza. Lo estaba agarrando con la firmeza de una máquina sólida y poderosa.
—Hasta aquí has llegado —dijo una voz que lo crispó como unos clavos oxidados clavados en el espinazo.
Kai tenía ganas de vomitar. Le temblaba todo el cuerpo por el horror de la absoluta iniquidad de aquel hombre, un hombre que no debería existir.
—¿Quién eres? —boqueó.
—Me llamo Kartono —dijo el que lo había apresado—. Y te ha llegado la hora de morir.