CINCO

CINCO

VIEJAS HERIDAS

LO IMPENSABLE

EL PINTOR ATRIBULADO

Kai y Athena bajaron por la torre hasta descender a la altura de las instalaciones de los comedores, situadas cerca de la base de la misma torre. No habían hablado nada desde que interrumpieron su conexión más reciente al nuncio. Ambos estaban agotados por el esfuerzo de mantener un espacio onírico compartido. La evaluación de aquella mejora podía esperar hasta que tuvieran el solaz de unas cuantas bebidas y la barrera de una mesa entre ellos.

Los comedores de la torre tenían paredes de hierro y eran lugares de escasa iluminación y menos decoración, algo que le recordaba a Kai las zonas de servicio de una nave estelar. Se preguntó si quizá aquello era algo deliberado, dado que la mayoría de los astrópatas pasaban casi toda su vida encerrados en sitios semejantes. Había figuras dispersas a lo largo de la cámara de ecos resonantes, todas perdidas en sus propios pensamientos, recorriendo con los dedos un libro abierto o añadiendo nuevos símbolos interpretativos a sus propias oneirocríticas. Buscaron una mesa vacía y se quedaron sentados en silencio durante unos momentos.

—Entonces, ¿me estoy recuperando? —le preguntó Kai.

—Ya conoces la respuesta a esa pregunta —respondió Athena—. Lograste enviar un mensaje a un astrópata que se encontraba en la Torre de las Voces, y eso casi te deja agotado.

—Pero al menos es una mejora, ¿no?

—Intentar conseguir un halago no te servirá de nada —le contestó Athena—. No pienso aceptar nada por debajo de la recuperación total de tus habilidades completas.

—Eres una mujer muy dura.

—Soy una mujer muy realista. Sé que puedo salvarte de que acabes en la montaña hueca, pero necesito que tú también lo sepas. Tienes que ser capaz de enviar mensajes fuera del planeta, a naves espaciales que se encuentren a un sector galáctico distante, y necesitas que esos mensajes sean precisos. Para esto último dispondrás de un coro, pero sabes tan bien como yo que los mejores entre nosotros actuamos sin ayuda. ¿Estás preparado para eso? A mí me parece que no.

Kai se removió incómodo en la silla. Sabía muy bien que Athena tenía toda la razón.

—No me siento seguro si dejo que mi mente se aleje demasiado —dijo al cabo de un momento.

—Lo sé, pero no le servirás de nada al Adeptus Astra Telephatica si no lo haces.

—Es que… yo quiero, pero… no sabes…

Athena se inclinó hacia adelante en su silla, y la descarga electromagnética de las placas gravitatorias hizo que a Kai le rechinaran los dientes.

—¿Qué es lo que no sé? ¿Qué nos arriesgamos y que nos enfrentamos a horrores que ni siquiera el más heroico de los soldados del ejército o de los legionarios del Astartes será capaz de comprender? ¿Qué todos y cada uno de los días de nuestra vida podríamos acabar corrompidos por los mismos poderes que nos hacen ser útiles? ¿Qué actuamos dentro de un Imperio que se desmoronaría sin nosotros pero que, al mismo tiempo, nos teme casi tanto como a los enemigos que se encuentran en nuestras fronteras? Vaya si lo sé. Lo sé muy bien, Kai Zulane.

—No quería decir que…

—No me importa lo que quisieras decir —lo cortó Athena—. Mírame bien: soy un engendro contrahecho que cualquier médico merecedor de ese nombre dejaría morir en cuanto me viera. Pero soy útil, y por eso me mantienen con vida. —Athena dio unas palmadas con la mano abrasada en el metal de la silla—. No es que a esto se le pueda llamar realmente vida, pero todos tenemos una carga que soportar. Yo tengo la mía, y tú, la tuya. Yo me hago cargo de la mía. Ya va siendo hora de que tú hagas lo mismo con la tuya.

—Lo intento —contestó Kai.

—No, no lo intentas. Te escondes detrás de lo que te pasó. He leído el informe de lo que ocurrió a bordo de la Argo. Sé que aquello fue terrible, pero ¿de qué sirve que te dejes vaciar en la montaña hueca? Vales más que eso, Kai, y ya ha llegado el momento de que lo demuestres.

Kai se recostó contra el respaldo de la silla y se pasó una mano por la cabeza. Sonrió y colocó las dos manos sobre la mesa.

—¿Sabes que eso casi ha sonado como un elogio?

—Pues no pretendía serlo —le contestó ella, pero le devolvió la sonrisa.

La piel tensa de la mandíbula impidió que la comisura derecha de la boca se moviera, por lo que el gesto pareció más bien una mueca. Un servidor vestido con una túnica les sirvió dos tazas de cafeína cargada con vitaminas. Kai tomó un sorbo y torció el gesto cuando el sabor amargo le llenó la boca.

—¡Por el Trono…! Me había olvidado de lo mala que es la cafeína aquí. No es tan fuerte como la que hacen en las naves del ejército, pero se le acerca bastante.

Athena asintió para mostrar que estaba de acuerdo y apartó la taza que tenía delante de ella.

—Ya no bebo cafeína —le dijo.

—¿Por qué no? —quiso saber Kai—. Aparte de porque este brebaje sabe igual que el agua de las sentinas y que con él se podrían reparar los daños de impactos de proyectiles en el casco de una nave espacial.

—Le tomé gusto a la buena cafeína en la Fénix. Sus intendentes y el personal de cocina eran los mejores, y cuando se prueba lo mejor, es difícil acostumbrarse a lo demás.

—¿La Fénix? Suena a nave de los Mil Hijos del Emperador.

—Lo era.

—¿Lo era?

—Resultó destruida durante la campaña contra los diasporex. Sufrió el impacto de una lanza de energía en la zona central del casco y se partió en dos.

—¡Por el Trono! ¿Estabas a bordo cuando sucedió?

Athena hizo un gesto de asentimiento.

—La sección de los motores se vio arrastrada casi de inmediato hacia el núcleo de la estrella Carolis. La proa tardó un poco más. Una explosión secundaria acabó con la zona del coro, y los chorros de descarga de los cilindros de plasma invadieron los compartimentos ventrales en cuestión de segundos. Mis guardianes me sacaron de la cámara del coro, pero no antes de que… No muchos logramos escapar.

—Lo siento mucho —le dijo Kai, quien comprendía en parte todo aquello—. Me alegro de que consiguieras salir.

—Yo no me alegré —le contestó Athena—. Al menos durante bastante tiempo. Todos los días tenía que convivir con un dolor que parecía el equivalente a toda una vida de sufrimiento, pero eso fue hasta que lady Sarashina y lord Zhi-Meng me enseñaron los rituales tántricos que lo hicieron soportable.

—¿Rituales tántricos?

—Ya sabes cómo trabaja Zhi-Meng —le respondió Athena con un tono neutro de voz.

Kai pensó en ello durante un momento.

—Quizá podrían enseñarme a mí.

—Lo dudo mucho. No tienes heridas tan graves como yo.

—¿No? Pues a mí me lo parece —le refutó Kai con amargura.

—Tu cuerpo sigue intacto —le señaló Athena.

—Tu mente sigue intacta —le replicó Kai.

Athena soltó un gorgoteo que era una carcajada.

—Entonces, entre los dos completamos un astrópata funcional.

Kai asintió. El silencio que se produjo a continuación entre los dos no fue incómodo, como si el hecho de compartir sus sufrimientos hubiera establecido un vínculo que hasta ese momento no había existido.

—Por lo que parece, los dos somos supervivientes —comentó Kai.

—¿Esto es sobrevivir? Entonces, que el Trono nos ayude… —le contestó Athena.

En el corazón de la red de torres que se extendía por el interior de la Ciudad de la Visión se encontraba el Conducto, el nexo de unión de todas las comunicaciones intergalácticas. Aquellas cámaras de altos techos que habían sido excavadas en la piedra caliza de las montañas por un ejército de servidores ciegos estaban llenas de infocitos vestidos de negro conectados a teclados de bronce y dispuestos en cientos de filas de forma escalonada. Cada vez que un mensaje telepático era recibido, interpretado y filtrado por los criptoestesianos, se procesaba y se transmitía a través del Conducto a su receptor previsto a través de medios más convencionales. Los tubos neumáticos bajaban desde los techos envueltos en sombras igual que lianas de plastek. Los tubos no dejaban de estremecerse y resoplar con el envío de cilindros de información desde y hacia los teclados repiqueteantes de los infocitos.

Los encargados de túnicas grises y máscaras de plata desprovistas de rasgos se deslizaban entre las filas de escribas anónimos sobre placas gravitatorias flotantes que a su paso removían los papeles mnemónicos descartados que cubrían el suelo. El olor a tinta de impresora, a desinfectante quirúrgico y a monotonía llenaba el aire junto a un olor de cable eléctrico recalentado.

Los miembros del Administratum que visitaban el Conducto lo consideraban un espectáculo terriblemente inhumano y monstruosamente deprimente. Trabajar como administrador ya era bastante malo de por sí. Eran cargos ocupados por hombres y mujeres completamente anónimos que eran tan sólo unas voces solitarias entre varios millones, pero al menos existía una ínfima posibilidad de que el talento hiciera ascender a alguno de ellos de la tarea de rellenar, sellar y archivar datos y documentos. La tarea repetitiva del Conducto no permitía ni siquiera esa escapatoria, y pocos administradores regresaban jamás allí. Preferían hacer caso omiso de la absoluta y dura necesidad de aquel departamento.

Vesca Ordin se deslizó por el Conducto sobre su placa gravitatoria. La información bajaba por el interior de su máscara de plata formando una cortina de datos mientras sus ojos pasaban de un infocito a otro. Cada vez que su mirada se posaba en uno de los puestos de control, un halo noosférico aparecía sobre el operador en cuestión y mostraba un grupo de símbolos que indicaban la naturaleza del mensaje que se estaba retransmitiendo. Algunos eran transmisiones interplanetarias, otros eran cuadernos de bitácora de naves, comprobaciones rutinarias preestablecidas, pero la mayoría estaban relacionados con la rebelión de Horus Lupercal.

Vesca siempre se había enorgullecido a lo largo de los treinta años que llevaba de servicio en el Conducto de no haber juzgado jamás los mensajes que pasaban bajo su supervisión. El no era más que un medio insignificante, uno más entre los millares que el Emperador utilizaba para controlar el emergente Imperio. No era posible que un mensajero se involucrara de un modo inapropiado. Era una parte diminuta del gran esquema general de las cosas, un engranaje de tamaño infinitesimal que formaba parte de una maquina increíblemente inmensa. Siempre se había sentido satisfecho con la certeza de que el Emperador y sus lugartenientes tenían un plan para toda la galaxia que se estaba llevando a cabo con una precisión geométrica.

La traición del señor de la guerra había provocado que esa sensación de certidumbre se estremeciera desde sus cimientos.

Vesca vio el símbolo rojo brillante que indicaba un mensaje más urgente de lo habitual y movió los guanteletes hápticos para llevar una copia del mensaje a su visor. Era otra comunicación procedente de Marte, donde las fuerzas leales se esforzaban por establecer una cabeza de puente en el cuadrante Tharsis después de que la insurrección hubiera destruido por completo la infraestructura del planeta rojo.

La campaña de Marte no avanzaba bien. Los señores de los diferentes clados de asesinos se habían ocupado en persona de insertar numerosos agentes en un intento por decapitar a la cúpula dirigente de los rebeldes, pero para los asesinos había resultado prácticamente imposible traspasar los rigurosos filtros biológicos y sistemas verificadores que rodeaban a los círculos internos de los magi rebeldes del Mechanicum. El mensaje urgente era otro aviso de agente fallecido dirigido a uno de los templos de los clados. En esta ocasión, el Callidus.

Vesca suspiró y devolvió el mensaje al puesto de control. Le parecía poco apropiado que el Imperio recurriera a unos agentes encubiertos como aquéllos. ¿Acaso la amenaza del señor de la guerra era tan importante que requería el uso de unas tácticas tan deshonrosas? Las flotas de las siete legiones enviadas para aplastar a Horus Lupercal ya debían de estar enfrentándose en combate contra los rebeldes en Isstvan V, aunque la confirmación de la victoria todavía tenía que atravesar los distintos filtros de estaciones astrópaticas situadas entre Terra y el escondrijo del señor de la guerra.

Los anuncios diarios que se oían en los comunicadores hablaban de un golpe definitivo a gran escala que aplastaría por completo a los rebeldes, que era inevitable que la traición de Horus resultara aplastada.

Pero, entonces, ¿por qué utilizar a los asesinos?

¿Por qué aquella repentina oleada de mensajes urgentes enviados desde la Torre de los Susurros a las flotas que formaban la segunda oleada de ataque tras los Manos de Hierro, los Salamandras y la Guardia del Cuervo? Aquel tipo de asuntos no solían preocupar a Vesca, pero los comunicados asegurando que todo iba bien y que se oían por todo el Imperio sonaban algo estridentes, quizá demasiado desesperados para parecer sinceros.

Cada vez se enviaban más y más mensajes con encriptaciones del nivel más elevado desde Terra a las flotas expedicionarias para determinar cuáles eran sus localizaciones exactas y sus órdenes de actuación. Vesca era un miembro veterano del Conducto, y había comenzado a darse cuenta de que los señores del Imperio intentaban de un modo desesperado determinar los puntos de la galaxia donde se encontraban todas y cada una de las fuerzas militares y a quién le debían lealtad. ¿Acaso la traición del señor de la guerra se había extendido más allá de lo que nadie había llegado a sospechar?

Vesca se acercó flotando a una terminal cuando un icono de solicitud de confirmación se activó encima de uno de los infocitos. A pesar de que cada uno de aquellos operarios estaba conectado mediante cables a su propia terminal, el personal que se ocupaba del funcionamiento del Conducto no lo componían servidores lobotomizados. Todos eran capaces de desarrollar pensamientos independientes, aunque ese tipo de actuaciones no estaban bien vistas.

Una tarjeta noosférica apareció encima de la cabeza del infocito.

—Operario 38932, ¿cuál es el asunto de tu petición?

—Bueno… yo…

—Suéltalo ya de una vez, operario 38932 —le exigió Vesca—. Si se trata de algo importante, la claridad y la rapidez deben ser tus objetivos principales.

—Sí, señor, es que es tan… increíble.

—Claridad y rapidez, operario 38932 —le recordó Vesca.

El infocito levantó la vista para mirarlo, y Vesca se dio cuenta de que el hombre se estaba esforzando por encontrar las palabras adecuadas para transmitirle el asunto del mensaje. Le fallaba la capacidad del habla, y fuera lo que fuera lo que tenía que decirle, le resultaba imposible articularlo y darle forma verbal.

Vesca suspiró y tomó nota mentalmente de que debía asignarle al operario 38932 un mes de revisión de formación. Su disco gravitatorio descendió suavemente hacia el infocito, pero antes de que tuviera tiempo de reprender al operario 38932 por su falta en la disciplina de comunicación, en otra terminal de la misma fila apareció un nuevo icono de solicitud de confirmación. Luego se encendieron otros dos en otra fila, después otros tres, seguidos de una docena más.

Al cabo de pocos segundos, había más de un centenar encendidos por doquier.

—¿Qué está pasando? —musitó Vesca mientras se elevaba para observar a los miles de infocitos que se encontraban bajo su autoridad.

Al igual que si se tratase de la representación visual de un contagio vírico, las luces blancas se extendieron por toda la cámara con una rapidez temible. Los infocitos miraron a sus respectivos supervisores, pero Vesca siguió sin tener ni idea de lo que estaba ocurriendo. Bajó de nuevo hacia la terminal del operario 38932 y arrancó la hoja de papel con dedos temblorosos.

Leyó las palabras allí impresas, con las letras negras y borrosas por la tinta arrastrada de la terminal. Aquello no tenía sentido. De alguna manera, las letras y las palabras se habían colocado de un modo erróneo en lo que sin duda se trataba de una interpretación equivocada.

—No, no, no —negó Vesca mientras meneaba la cabeza, aliviado al haber encontrado la razón de todo aquello—. Se trata de una visión mal interpretada. Eso es todo. Los coros se han equivocado al recibir el mensaje. Sí, es la única explicación razonable.

Le temblaban las manos. No importaba lo mucho que se esforzara en convencerse a sí mismo de que tan sólo se trataba de una visión mal interpretada: sabía que no lo era. Una visión incorrecta habría provocado dos o tres solicitudes de confirmación. Vesca Ordin notó una sensación de vacío en las entrañas, como si le hubieran sacado todo el aire de los pulmones, y se dio cuenta de que los infocitos no le estaban solicitando que verificase la autenticidad del mensaje.

En realidad, albergaban la esperanza de que les dijera que no era verdad.

El papel de datos se deslizó entre sus dedos, pero el recuerdo de lo que estaba impreso en él había quedado grabado para siempre en las neuronas de su memoria, donde cada frase mostraba un horror mayor que la anterior.

Contraataque imperial masacrado en Isstvan V.

Vulkan y Corax desaparecidos, Ferrus Manus muerto.

Amos de la Noche, Guerreros de Hierro, Legión Alfa y Portadores de la Palabra fieles a Horus Lupercal.

En lo más alto de la ladera occidental de la montaña conocida como Cho Oyu se encuentra una elegante residencia de proporciones armoniosas que se extiende sobre una llanura cubierta de hierba. La luz del sol se refleja en sus paredes blancas y brilla sobre las tejas de arcilla roja del tejado. De su única chimenea sale una leve columna de humo, y una fila de palomas de cría domésticas se encuentra posada a lo largo de un alero del tejado. En la esquina nororiental de la residencia se alza una torre cuadrada y esbelta, con un aspecto parecido al que tendría una torre de guardia solitaria en una gran muralla o un faro preparado para guiar a los navegantes hasta la seguridad del puerto.

Dentro de esa torre se encuentra Yasu Nagasena, de pie delante de una estructura de madera sobre la que ha colocado un rectángulo de seda blanca sujeto con clavos de plata. Cho Oyu es el nombre antiguo de la montaña, y son unas palabras de un lenguaje que fue asimilado milenios atrás en una lengua que a su vez acabó extinguida y olvidada. Los migou dicen que significa «Diosa turquesa», y aunque la poesía de ese nombre atrae a Nagasena, prefiere el sonido de las palabras muertas.

La torre da al Palacio Imperial y ofrece una vista espectacular de la montaña hueca hacia el este. Nagasena nunca contempla la montaña hueca. Es algo feo, algo necesario, pero nunca la pinta, ni siquiera cuando recrea los paisajes que se encuentran al este.

Nagasena moja la punta del pincel en el bote de tinta azul y luego lo aplica con suavidad dentro de las líneas de demarcación que ha establecido previamente para impedir que el color se extienda por todo el tejido. Pinta con el estilo libre mo-shui, y crea diversas profundidades del cielo en la seda antes asentir para sí mismo mientras ve fluir el color.

Está cansado. Lleva pintando desde el amanecer, pero quiere acabar la pintura hoy mismo. Siente que quizá jamás será capaz de acabarla si no lo hace aquel mismo día. Le duelen los huesos de estar de pie durante tanto tiempo. Nagasena es consciente de que ya ha visto demasiados inviernos como para permitirse un exceso como éste, pero sigue subiendo los setenta y dos escalones que llevan hasta la estancia superior de la torre, y lo hace todos los días.

—Bueno, ¿te vas a acercar o no? —pregunta Nagasena sin darse la vuelta—. Me estás distrayendo, ahí de pie.

—Os pido disculpas, mi señor —le contesta Kartono, que se aparta del umbral de la puerta para colocarse al lado del hombro derecho de Nagasena—. Y pensar que algunos criados dicen que estáis perdiendo el oído.

Nagasena suelta un bufido de diversión.

—Eso los mantiene alerta, y te asombraría saber de todo lo que se entera uno cuando la gente cree que no puedes oírlos.

Se quedan en silencio unos instantes. Kartono se da cuenta de forma intuitiva de que será Nagasena quien decida cuándo se debe iniciar de nuevo la conversación. Mantiene la vista apartada de la pintura, ya que sabe que Nagasena detesta a la gente que se dedica a contemplar obras inacabadas. Uno de sus proverbios favoritos es: «No se debería contemplar el arte hasta que estuviera completamente acabado».

En vez de eso, Kartono se dedica a mirar por encima del hombro y a través de las amplias aberturas de las paredes. Nagasena diseñó la cámara que remata la torre de un modo específico para poder pintar, y ante él se extiende el mundo en toda su amplitud.

Los cerramientos de cada una de las paredes mantienen fuera el viento, y Nagasena sube allí a menudo, incluso cuando no quiere pintar, para disfrutar de las vistas que ofrece sobre el paisaje, sobre todo en los momentos que necesita un lugar de serenidad. En este momento, los cierres que dan al norte y al este se encuentran abiertos por completo, y el Palacio Imperial se extiende ante ellos en toda su gloria.

Los tejados de oro, las torres en espiral y los poderosos torreones rivalizan por el espacio disponible, y esa gigantesca ciudad palaciega se estremece llena de movimiento igual que un ser vivo. Los suplicantes, los sirvientes, los soldados y los escribas abarrotan sus inmensos distritos y los llena de vida y de sonidos. El humo se eleva desde las hogueras de la Ciudad de los Suplicantes, pero el aire está más limpio de lo que recuerda Nagasena. Capta los olores que son arrastrados por el viento hasta el palacio igual que si fueran viajeros procedentes de tierras lejanas.

—¿Qué es lo que ves? —le pregunta Nagasena señalándole la abertura.

—Veo el palacio —le contesta Kartono—. Es una vista magnífica. Robusta y saludable, llena de vida.

—¿Y más allá de la ciudad?

—Más montañas, y un mundo reconstruido. El cielo está despejado, como un arroyo primaveral, y alrededor de los picos del Dhaulagiri se agolpan las nubes como el aliento de unos gigantes.

—Describe la montaña —le ordena Nagasena.

—¿Por qué?

—Tú hazlo, por favor.

Kartono se encoge de hombros y se vuelve para mirar mejor a la montaña. Sus laderas altas y escarpadas relucen como la plata bajo la luz del sol.

—Brilla como un escudo pulido que surgiera en mitad del paisaje, y creo que llego a ver las cimas de Gangkhar Puensum detrás de ella.

—¿Puedes ver Gangkhar Puensum?

—Sí, eso creo. ¿Por qué?

—Es un mal augurio, mi querido amigo. Las leyendas de los migou dicen que cuando murió Pangu, el antepasado de su raza, su cabeza se transformó en Gangkhar Puensum, y que por eso es el emperador de todas las montañas. Los antiguos reyes de los migou trepaban por sus laderas para suplicar a los dioses y buscar la bendición de los cielos. Hasta ahora, nadie ha conseguido llegar a la cima, y los migou dicen que por eso siguen siendo como esclavos, en la práctica.

—¿Los reyes de los migou? Los migou no tienen reyes ni antepasados —comenta Kartono—. Son una raza creada genéticamente de criaturas para labores pesadas. No tienen un pasado en el que puedan existir reyes.

—Es posible que así sea —le responde Nagasena—. Yo lo sé, y tú lo sabes, pero me pregunto si acaso los migou lo saben. ¿Es posible que se hayan inventado una historia ficticia y un pasado mitológico para justificar el lugar que ocupan en el mundo? ¿Quizá eso les hace más fácil soportar una vida de servidumbre si creen que se debe a la voluntad de los dioses?

—¿Es que ver la montaña es un mal presagio? —le pregunta Kartono.

—Eso dicen los migou.

—¿Y desde cuándo consultáis los posibles presagios? —inquiere Kartono—. Ése tipo de cosas son para los simplones y para los migou.

—Quizá, pero yo he pintado el paisaje en busca de guía espiritual.

—¿Pintar el paisaje? ¿Se trata de alguna clase de pronosticación iniciada por los rememoradores? —dice Kartono, y se echa reír—. Confieso que no había oído hablar de ella.

—No seas irrespetuoso, Kartono —lo riñe Nagasena—. No lo toleraré.

—Os pido disculpas, mi señor —le contesta Kartono, quien se muestra contrito de inmediato—. Sin embargo, considero que la idea de adivinar augurios mediante la pintura es algo… inusual en esta época.

—Eso es porque tú no pintas, Kartono —replica Nagasena—. Los antiguos artistas creían que una chispa de lo divino existía en el interior de todos y cada uno de ellos. Estaban convencidos de que a veces era posible discernir una pequeña parte de los planes que las divinidades tenían para los humanos si se tenía la capacidad necesaria para verlos. Se decía que Jin Nong, el gran artista de Zhou, pintó el mejor cuadro de toda la historia del mundo, y cuando lo contempló una vez acabado, vio la voluntad de los cielos y enloqueció, ya que los simples mortales no deben conocer asuntos como ésos. Quemó el cuadro, abandonó por completo la pintura y se convirtió en un eremita que se marchó a la montaña, donde vivió a solas con sus secretos. Aquellos que ansiaban un camino rápido y sencillo a la sabiduría lo buscaban y le suplicaban que les enseñara lo que sabía, pero Jin Nong rechazaba a semejantes necios. Finalmente, una banda de individuos sin escrúpulos lo capturaron y lo torturaron para intentar arrancarle los secretos divinos que conocía, pero Jin Nong se negó a contarles nada, y sus captores acabaron por arrojarlo desde un risco.

—No es un relato con final feliz —comenta Kartono—. Espero que no tengáis pensado seguir los pasos de Jin Nong.

—Tengo cierto talento para la pintura, Kartono, pero no tanto —le contesta Nagasena—. De todas maneras, el relato de lo ocurrido no termina ahí.

—¿No? ¿Qué ocurrió después?

—Cuando el alma de Jin Nong se separó de su cuerpo, los dioses intercedieron en su favor y le permitieron elegir qué tipo de existencia quería en su siguiente vida en la Tierra.

—¿Se reencarnó?

—Eso cuenta la leyenda —le contesta Nagasena.

—¿Y en qué decidió reencarnarse?

—Algunos dicen que volvió a la vida en el árbol de granada del jardín de Lu Shong, mientras que otros insisten que lo hizo en forma de nube. Sea como fuere, consiguió el favor de los cielos, algo de lo que uno debe sentirse orgulloso.

—Sí, supongo que así es —responde Kartono—. Entonces… ¿veis algo en vuestra pintura?

—Dímelo tú —le contesta Nagasena al mismo tiempo que se aparta del bastidor montado en el caballete.

Kartono se da la vuelta para contemplar la pintura, y Nagasena observa cómo sus ojos recorren los colores y las líneas allí plasmadas. Nagasena sabe que tiene un don como artista, y el paisaje que se extiende más allá de las aberturas de la torre está representado sobre la seda con una habilidad poco común.

No busca la aprobación de Kartono, sino la confirmación de algo que le había preocupado todo el día.

—Habla, y sé sincero —le ordena Nagasena cuando Kartono no dice nada tras unos instantes de observación.

Kartono hace un gesto de asentimiento antes de contestar.

—Los tejados de los edificios del palacio se amontonan como una reunión de conspiradores, y las montañas se alzan sobre toda la escena. Su presencia provoca una larga sombra fría sobre la tierra. Creía que las cimas brillaban como la plata, pero las habéis pintado de blanco, el color de luto. La capa de nubes flota muy baja y todas tienen el mismo aspecto sombrío que niños insatisfechos en mitad de un cielo oscuro. No me gusta este cuadro.

—¿Por qué no? —le pregunta Nagasena.

—Siento una amenaza en esta obra, igual que si algo maligno acechara en el entretejido de la seda.

Kartono aparta la mirada de la pintura y frunce el ceño cuando no ve nada de eso en el mundo que se extiende al otro lado de las aberturas de la torre. El sol brilla con luz dorada sobre las montañas y las nubes flotan perezosas por el inmenso y seductor cielo azul igual que si fueran juglares errantes.

—¿Habéis pintado esto hoy? —le pregunta Kartono.

—Así es —le confirma Nagasena.

—No veo lo que vos veis, mi señor.

—Ni yo esperaba que lo hicieras. Todos vemos con ojos diferentes, y el modo en el que percibimos el mundo que nos rodea queda afectado por el paisaje que conforma en el interior de nuestro corazón. Tú miras el mundo y ves el optimismo de una vida que ha transcurrido lejos de cazas y de ejecuciones, pero lo que yo veo…

—¿Qué? ¿Qué es lo que veis?

—Ah… Ya soy un hombre mayor, Kartono, y mi vista se apaga —le responde, de repente reacio a contestar—. ¿Qué puedo saber en realidad?

—Decidme lo que veis —le suplica Kartono.

Nagasena deja escapar un suspiro y contempla fijamente la pintura.

—Veo una época de oscuridad delante de nosotros. El mundo lo sabe y teme el derramamiento de sangre que se va a producir. Me temo que vamos a adentrarnos en la guarida de un dragón dormido, y que vamos a despertar el peligro más terrible imaginable.

Kartono menea la cabeza en un gesto de comprensión.

—Habláis de Horus Lupercal. ¿Qué tenemos nosotros que ver con el señor de la guerra rebelde? Su ejército ya habrá quedado hecho cenizas a estas alturas. Ferrus Manus y el resto de la fuerza de ataque enviada por lord Dorn deben de estar celebrando la victoria ahora mismo.

—Me temo que te equivocas, Kartono —lo contradice Nagasena—. Creo que el señor de la guerra es una amenaza mucho más terrible de lo que nadie ha llegado a imaginarse, y creo que lord Dorn ha subestimado enormemente hasta dónde han llegado los tentáculos de la traición.

Nagasena deja el pincel a un lado y se dispone a salir de la torre. Baja los setenta y dos escalones y entra en su jardín de rosas. Desearía pasar más tiempo allí, pero sabe que es imposible cumplir ese deseo. Kartono lo sigue, y ambos se mueven como fantasmas a lo largo de las cámaras de proporciones delicadas y decoración armoniosa que componen el edificio.

—¿Qué es lo que planeáis hacer? —le pregunta Kartono cuando Nagasena entra en sus aposentos privados.

Tres de las paredes están pintadas de blanco y adornadas con grandes tapices de seda y mapas antiguos de tierras ya desaparecidas. La cuarta pared está cubierta por grandes estanterías llenas de rollos de manuscritos y de enormes volúmenes de obras clásicas. En el centro de la estancia se encuentra una mesa baja de madera de nogal oscura, y sobre la superficie pulida se ven dispuestos de forma ordenada y elegante una serie de objetos de escritura.

—Me preparo —le responde Nagasena de un modo críptico.

Luego pasa las manos con una serie de movimientos complicados por la única parte de las paredes de la estancia que está libre.

—¿Preparaos para qué?

La pared que Nagasena tiene delante se desliza hacia un lado y deja a la vista un compartimento profundo lleno de armaduras y de armas colocadas en estanterías. Hay generadores de conversión, rifles telaraña, rifles de francotirador, espadas y cuchillos de energía, láseres digitales, pistolas de plasma, guanteletes de energía, escopetas de combate, lanzas de fuego, redes de fotones y granadas de estasis. Todos ellos artefactos necesarios para la persecución y la captura.

—Para la caza —le responde Nagasena.

—¿A quién vamos a cazar? —le pregunta Kartono, y en su voz comienza a notarse la exasperación.

Nagasena sonríe, pero no hay alegría alguna en ese gesto, ya que sabe que con la respuesta a esa pregunta sólo logrará confundir todavía más a su amigo.

—Todavía no lo sé —contesta.