DOCE

DOCE

EL ENEMIGO INTERIOR

LA COMPAÑÍA DE LA VANIDAD

UNA PROMESA CUMPLIDA

Aunque su armadura lo aislaba del tremendo frío del interior de las montañas, Uttam Luna Hesh Udar sintió como un escalofrío insidioso le calaba todos los huesos mientras observaba cómo los soldados mortales movían el dispensador de nutrientes a lo largo del puente que conducía hacia la isla flotante situada en el corazón de Khangba Marwu. Una fina cortina de lluvia caía desde los oscuros huecos del techo de la caverna, y las gotas de humedad se condensaban en la cuchilla de su lanza guardiana. Las gotitas silbaban cuando el campo de energía las vaporizaba de forma instantánea, y el sonido era semejante al de unas serpientes que flotaran en el aire.

Su energía se agotaría con mayor rapidez, y cuando había enemigos a su alrededor, los segundos que tardaría en recargarse podrían costarle la vida. Sumant Giri Phalguni Tirtha estaba a su lado, y su lanza guardiana también emitía el mismo ruido silbante en el aire húmedo. Miró hacia arriba, y varias gotitas rodaron por las placas doradas de su casco como si fuesen lágrimas.

—Lluvia bajo las montañas —comentó—. Nunca había visto nada por el estilo.

—Hace frío en el mundo de arriba —le contestó Uttam—. ¿Qué importa la lluvia?

—La montaña llora —añadió Tirtha.

—¿Qué?

Tirtha se encogió de hombros, como si lo avergonzara continuar.

—Vamos, dilo ya —le ordenó Uttam—. ¿Qué es lo que te preocupa?

—He leído la historia de Khangba Marwu —respondió Tirtha—. Se dice que la montaña lloró el día que escapó Zamora.

—Nadie va a escapar hoy —le replicó Uttam—. No en nuestro turno de guardia.

—Como tú digas —contestó Tirtha con un gesto de asentimiento, y aunque su cara estaba oculta tras la visera del casco, Uttam sintió que persistía la inquietud en su lenguaje corporal.

—Vamos, no dejemos que una coincidencia de precipitaciones subterráneas aparte a los guerreros de la Legio Custodes de sus obligaciones.

—Por supuesto —respondió Tirtha mientras los soldados introducían el dispensador de nutrientes en la isla celda.

El voluminoso contenedor se deslizó un poco cuando su campo repulsor interactuó con una emanación de ondas extraviadas procedentes de los poderosos generadores que mantenían la isla celda a flote. Un soldado vestido con el tabardo gris de los Señores de la Tormenta Uralianos maldijo cuando los campos en intersección lo golpearon y perdió asidero.

—Mira lo que haces, maldita sea —dijo con brusquedad, dirigiendo su ira hacia el exterior.

—Agárralo bien y no se te soltará —le respondió el hombre que tenía enfrente, un sargento veterano de los Exploradores Gitanen, una unidad de élite de aerodeslizadores con base en los cráteres aéreos de Baikonur.

—Yo llevo la mitad de tu peso —le replicó el primero que había hablado.

Se llamaba Natraj, y Uttam lo había considerado hasta ese momento uno de los miembros más sólidos y fiables del personal bajo su mando.

—Silencio —les ordenó Uttam—. No se puede hablar estando de servicio.

—Os pido disculpas, custodio —le contestó Natraj—. No volverá a suceder.

—Todos somos uno —añadió el explorador, pero Uttam sospechaba que cualquier hostilidad que existiera entre ellos comenzaría de nuevo en cuanto estuvieran más allá de los confines de la montaña.

—Cuando hayamos terminado aquí, regresaréis a la superficie y recogeréis vuestras órdenes de destitución. No me sirven de nada unos soldados que no saben acatar las instrucciones que se les dan —les dijo Uttam.

—¿Mi señor custodio? —preguntó, asombrado, Natraj.

—Mi señor, por favor…

—Cerrad la boca, los dos —les ordenó Uttam—. No voy a tolerar la desobediencia. No sois capaces de entender por lo que estáis aquí, lo peligrosos que son los prisioneros que vigiláis. Los oficiales al mando serán informados de esta falta de disciplina.

Ambos hombres lo miraron, y las glándulas estimulantes de Uttam se expandieron al producir una serie de compuestos químicos en respuesta a sus reflejos de combate, que reconocieron de forma instintiva la ira y la amenaza de un posible acto violento. Su puño se cerró con fuerza alrededor de la lanza, pero la ira desapareció tan repentinamente como había aparecido y se desvaneció sin dejar rastro, apagada como si alguien hubiera pulsado un interruptor.

—Seguidme —les dijo Uttam.

Se dio media vuelta y guió a los soldados entre las celdas. Los restos de los estimulantes de combate todavía le corrían por las venas, y Uttam examinó los espacios entre las celdas en busca de posibles enemigos. Los únicos que quedaban en la isla estaban encerrados, pero el breve enfrentamiento entre los mortales lo preocupaba. El nunca había creído en los presagios, pero aquel desencuentro unido a la llovizna lo había puesto muy nervioso, alerta para el combate y reaccionando de forma instintiva.

No era un buen estado de ánimo en el que encontrarse cuando la precaución y minuciosidad eran la clave de la situación.

—¿Cuál será el primero? —preguntó Tirtha.

—Tagore —respondió Uttam señalando en dirección a un pabellón a su derecha.

Uttam despreciaba a Tagore. Había matado a trescientos cincuenta y nueve hombres antes de que lo sometieran, y eso lo hacía ser casi tan peligroso como un custodio. Los soldados arrastraron el dispensador de nutrientes hacia la parte posterior mientras Uttam se colocaba frente a la puerta.

El guerrero que había en el interior paseaba a lo largo y ancho de la celda como un depredador enjaulado. La tensión le anudaba los músculos y le hacía mantener la mandíbula apretada como si fuera un lobo rabioso. El cuerpo del prisionero era impresionante. Se trataba de un gigante vestido solamente con un taparrabos andrajoso. Aquel atuendo había sido una vez el mono ceñido de una sola pieza habitual en los prisioneros, pero éste lo había desgarrado hasta convertirlo en harapos.

Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices sobre unos músculos abultados y huesos más densos gracias a las modificaciones genéticas, mientras que su piel era un lienzo de tatuajes entrelazados. Había hachas y espadas mezcladas con calaveras y dientes afilados que se tragaban mundos enteros.

La parte posterior de la cabeza del individuo era una imagen de pesadilla, llena de placas de metal incrustadas en ranuras irregulares abiertas en el mismo hueso del cráneo. El guerrero tenía un aspecto enloquecido que ni siquiera un poderoso autocontrol podía enmascarar.

—Aléjate de la puerta, traidor —le ordenó Uttam.

El guerrero gruñó enseñándole los dientes y se estremeció al oír la palabra «traidor», pero cumplió la orden. Pegó la espalda a la pared más alejada, pero sus músculos estaban tensos ante la expectativa de la violencia. Tagore era un devorador de mundos, y Uttam nunca lo había visto en otra actitud que no fuera la de atacar. Los demás guerreros de su legión eran iguales, y Uttam se preguntó cómo podían soportar estar preparados para la violencia en todo momento. Algunos consideraban que los Devoradores de Mundos eran unos asesinos sin disciplina, simples psicópatas que tenían permiso tácito para actuar como unos carniceros despiadados, pero Uttam sabía la verdad. Después de todo, ¿qué clase de disciplina debían tener para ser capaces de mantener semejante nivel de agresividad tan cerca de la superficie y tenerlo dominado como si lo llevasen sujeto de una correa?

Los Devoradores de Mundos eran más peligrosos de lo que la gente creía.

Tagore lo miró con una sonrisa salvaje, pero no dijo nada.

—¿Tienes algo que decir? —le preguntó bruscamente Uttam.

Tagore hizo un gesto de asentimiento.

—Algún día te mataré. Te sacaré la espina dorsal por el pecho.

—¿Una amenaza vacía? Esperaba algo más de ti —le replicó Uttam.

—Eres más tonto de lo que pareces si piensas que lanzo amenazas vacías —le contestó a su vez Tagore.

—Y sin embargo eres tú quien está encerrado en una prisión.

—¿Esto? —dijo Tagore mientras el dispensador de nutrientes dejaba caer un par de bolsas con paquetes de alimentos en el interior de la celda—. Esto no me va a mantener encerrado durante mucho tiempo.

Uttam sonrió, divertido muy a su pesar por la actitud de Tagore.

—¿De verdad te lo crees, o es solamente esa abominación que tienes clavada en el cráneo lo que te hace pensar así?

—Soy un devorador de mundos —le gruñó Tagore con un tono de voz lleno de orgullo—. No trato con abstracciones teóricas, trato con la realidad más absoluta. Y sé que voy a matarte.

Uttam se dio cuenta de la inutilidad de seguir discutiendo y meneó la cabeza en un gesto de negación antes de adentrarse en el complejo de la prisión. Los otros presos lo miraron con frialdad o con una hostilidad venenosa, pero, como siempre, fue Atharva quien más inquietó a Uttam.

El brujo estaba de pie en el centro de su celda, con las manos extendidas a lo largo del cuerpo y la barbilla ligeramente levantada, como si estuviera esperando algo. Tenía los ojos cerrados y sus labios se movían como suplicando en silencio. La lluvia caía más fuerte en ese punto y goteaba desde los rectilíneos bordes de permacemento del pabellón de celdas. Uttam entrecerró los ojos cuando el escalofrío que sintió al entrar en la cámara aumentó todavía más. Sus instintos de combate, ya a punto gracias a la ayuda de los estimulantes químicos, se agudizaron cuando sintió el peligro.

La lanza giró en sus manos cuando los ojos de Atharva se abrieron, y Uttam se quedó boquiabierto al ver que ya no eran de color ámbar y azul, sino del blanco brillante del sol de invierno.

—¡Retirada! —ordenó al mismo tiempo que se apartaba de la puerta de la celda—. ¡Evacuad inmediatamente!

—Es demasiado tarde para eso —dijo Atharva.

Una ráfaga de aire hipercaliente resonó como el chasquido de un látigo y Uttam giró sobre sus talones. Natraj, de los Señores de la Tormenta Uralianos, tenía apoyada la culata de su rifle de plasma contra el hombro, y por las rejillas de ventilación del cañón salían los gases de la combustión.

El custodio Sumant Giri Phalguni Tirtha cayó de rodillas con un agujero humeante en el centro del estómago.

—La montaña llora —dijo antes de desplomarse de bruces en el suelo.

La sala de interrogatorios estaba helada, como siempre, pero Kai notó una atmósfera tensa que nada tenía que ver con el continuo fracaso de Scharff y Hiriko por conseguir la información que Sarashina había colocado en su interior. Aunque la fragilidad física de Kai hacía que fueran innecesarias las ataduras, lo habían inmovilizado como medida de seguridad a la silla amoldable situada en el centro de la habitación. La adepta Hiriko estaba sentada delante de él, y Kai observó unas manchas oscuras bajo sus ojos que no estaban allí la última vez que se encontraron en el mundo de la vigilia. El interrogatorio la estaba consumiendo a ella tanto como lo estaba consumiendo a él.

—Por favor, ¿tenemos que hacer esto de nuevo? No puedo darte lo que quieres.

—Te creo, Kai, de verdad —le aseguró Hiriko—. Sin embargo, si la Legio Custodes no puede sacarte los secretos que tienes dentro de la cabeza, se conformarán con matarte. Son una organización implacable. Y si no quieres darme de forma voluntaria lo que quiero, entonces no tendré más remedio que arrancártelo.

—¿Qué significa eso?

Hiriko lo atravesó con una mirada en parte melancólica y en parte de exasperación.

—Significa exactamente lo que piensas que significa, Kai. No vas a sobrevivir a esto.

—Por favor —gimió Kai—. No quiero morir. No quiero morir de esta forma.

—Eso ya no importa —le respondió Hiriko—. Otros han decidido que debes morir, pero, por si te sirve de consuelo, quiero que sepas que pronto estarás inconsciente y que no sentirás nada.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió antes de que Kai pudiera responder. Era el adepto Scharff, quien parecía no haber descansado bien desde hacía semanas. El hombre le dirigió una débil sonrisa a Kai e Hiriko lo miró con preocupación.

—Llegas tarde —le dijo—. Nunca llegas tarde.

—He dormido muy mal. Soñé con una figura equipada con una armadura de color rojo y marfil —dijo Scharff, y algo sobre aquella descripción despertó un recuerdo vago en la mente de Kai—. Me estaba llamando.

—¿Qué decía? —quiso saber Hiriko.

—No lo sé, no logré oír nada de lo que decía.

—Quizá se trate de restos de umbra —apuntó Hiriko—. ¿Debería estar preocupada?

Scharff negó con la cabeza.

—No, creo que es algo que procede del trauma psíquico provocado por la llegada del primarca Magnus. Los colores rojo y marfil de la armadura de la figura sugieren una conexión con los Mil Hijos, después de todo.

Hiriko hizo un gesto de asentimiento.

—Parece probable.

Scharff se sentó al lado de Kai y revisó las numerosas vías intravenosas, cánulas y agujas cargadas de sustancias químicas que perforaban su piel pálida. Kai no podía mover la cabeza para ver lo que estaba haciendo, pero su visión periférica era casi tan clara como su visión binocular. Los ojos de Scharff estaban ligeramente desenfocados, como los de una persona a la que se hubiera despertado bruscamente de un sueño profundo. No logró ver las manos del hombre, pero Kai oyó un suave silbido cuando uno de los dispensadores de medicamentos introdujo otra sustancia extraña en su torrente sanguíneo.

Esperaba caer inconsciente, por lo que Kai se sintió ligeramente sorprendido al notar un hormigueo en la punta de las extremidades. Miró de reojo a Hiriko, pero sus preciosos ojos verdes estaban concentrados en revisar las líneas de un texto que se deslizaba a lo largo de la pantalla de una placa de datos. Kai miró a Scharff girando la cabeza, ya que cualquiera que fuera el producto químico con el que Scharff estaba alimentando su cuerpo, empezaba a contrarrestar los relajantes musculares y la anestesia que lo mantenían inmovilizado.

Kai se mordió los labios mientras recuperaba el control de su cuerpo. Sus extremidades volvían a hacer lo que les ordenaba, pero era algo más que eso. Era un rejuvenecimiento, un estímulo que estaba devolviendo la vitalidad a su cuerpo. Quiso preguntarle a Scharff qué era lo que estaba haciendo, pero el instinto de peligro lo previno y le indicó que debía mantener la boca cerrada. Hiriko no tardaría mucho tiempo en darse cuenta de sus acciones, ya que los monitores que controlaban los signos vitales de Kai registraban un incremento en la actividad mental y una elevación de la frecuencia cardíaca.

Hiriko miró las lecturas biológicas con la suave piel del entrecejo fruncida. Sus ojos pasaron de una lectura a otra. Se dio cuenta de un solo vistazo de que Kai se recuperaba de su estado de inactividad.

—¿Scharff? ¿Has visto esto? —le preguntó al mismo tiempo que dejaba a un lado la placa de datos y se ponía en pie. Al ver que su compañero no respondía, se volvió hacia él. En la expresión de su rostro se mezclaron la sorpresa y la irritación—. ¿Scharff? ¿Qué estás haciendo? Necesitamos que Kai esté inconsciente para este procedimiento.

—No —dijo Scharff.

—¿No? —le replicó Hiriko—. ¿Te has vuelto loco? Deja de hacer lo que quiera que estés haciendo.

—No puedo dejar de hacerlo, adepta Hiriko —le contestó Scharff con una voz que sugería que deseaba mucho poder hacerlo.

Los dedos de Scharff bailaron sobre el teclado de la caja negra que había sido el origen de muchas de las pesadillas que Kai había sufrido en los últimos días. Hiriko rodeó la silla y agarró a Scharff por el brazo. Kai la vio darse cuenta de lo que él ya había comprendido.

—Adepto Scharff —dijo bruscamente Hiriko—. Aléjate del prisionero inmediatamente. Creo que tu mente se ha visto afectada por un elemento externo.

Scharff negó con la cabeza, y las venas de las sienes le palpitaron como un corazón al borde de un infarto.

—El sujeto debe estar consciente y con movilidad si va a abandonar la instalación.

—No se va a marchar, Scharff —insistió Hiriko.

Kai sintió cómo las ataduras de metal que le impedían liberarse de la silla se abrían con un silbido neumático mientras el estruendo de sirenas de alarma sonaba por todo Khangba Marwu.

—Ah, sí, sí que lo va a hacer —le respondió Scharff con una voz que no era la suya.

Natraj ya estaba muerto antes de que Tirtha cayera al suelo. La lanza guardiana de Uttam disparó un proyectil del arma que llevaba acoplada debajo de la cuchilla y el cuerpo del hombre se despedazó convertido en una lluvia de sangre vaporizada y metralla ósea. Dos de los soldados más cercanos cayeron derribados por la fuerza de la explosión, pero Uttam ya se había puesto en movimiento cuando las sirenas de alarma y las señales de aviso resonaron de forma estruendosa en la caverna. Natraj había sido poseído, y la lealtad de sus compañeros también estaba en duda. Por eso todos tendrían que morir.

Uttam se echó a un lado para esquivar el disparo de un rifle infernal y clavó la lanza en la placa pectoral de un soldado provisto de una armadura de combate de color carmesí. La sangre le salpicó la visera dorada del casco cuando lo rajó desde la cadera hasta la clavícula. Un rifle rugió a su izquierda, pero el proyectil rebotó en la hombrera de Uttam. Éste se agachó y giró sobre sí mismo impulsando su lanza en un barrido bajo que cortó las rodillas a cuatro de sus atacantes. Una ardiente explosión de plasma lo cegó por un momento, y él se dejó caer adoptando una posición defensiva. Hizo un nuevo barrido con la lanza a su alrededor en un arco borroso de plata y adamantio.

Los disparos rebotaban en la hoja, pero ninguno lograba atravesar sus defensas. Recuperó la visión un momento después, y Uttam se pegó la lanza al cuerpo. Saltó hacia adelante, rodó sobre sí mismo para ponerse de nuevo en pie, y otro disparo alcanzó a un guerrero con armadura de espejo negro y lo hizo salir volando por el aire. Los restos triturados se estrellaron contra la pared del bloque más cercano.

Del protocolo de amenazas escogió los peligros en función de su urgencia.

Un señor de la tormenta uraliano con un rifle infernal: amenaza mínima.

Dos comisarios vitruvianos, uno con un rompedor de iones y el otro con un lanzador de granadas: amenaza moderada.

Tres dragones carmesíes con lanzador de redes, carabina de plasma y aplastamasas: amenaza inmediata.

Disparaban sin dejar de moverse, y eran mejores como atacantes de lo que habían sido como carceleros, pero ni siquiera seis mortales con un entrenamiento excelente y armamento avanzado eran rival para un guerrero de la Legio Custodes. Uttam blandió su arma y mató al dragón armado con el aplastamasas separándole la cabeza del cuerpo con un corte limpio que cauterizó la herida casi al mismo tiempo de infligirla. La carabina de plasma disparó de nuevo. Uttam esquivó el disparo con un golpe de su cuchilla y envió el rayo incandescente al pecho del comisario que tenía el lanzador de granadas. Éste cayó con un grito ahogado que se transformó en un aullido penetrante cuando el aire en sus pulmones entró en ignición.

El disparo de un rifle infernal impactó en un lado de su casco, y Uttam se volvió para enfrentarse al tirador, pero los dos dragones supervivientes ocultaron su objetivo mientras disparaba a su vez, pero Uttam ya estaba entre ellos. Su cuchilla le separó el brazo del cuerpo al primer guerrero, y el ataque de retorno del asta de su lanza hizo pedazos las costillas del pecho de su oponente.

Una niebla caliente de un pegajoso líquido parecido a una mucosidad rodeó a Uttam, y notó la rápida solidificación del gel de la red endureciéndose alrededor de su armadura. Todo aquel que no hubiera sido bendecido con el don de unos reflejos sobrenaturalmente veloces de alguien modificado genéticamente como él habría quedado completamente atrapado por el secado ultrarrápido de la red, pero Uttam salió de su alcance antes de que lo peor del gel hubiera actuado. El brazo que empuñaba la lanza estaba inmovilizado por los hilos pegajosos de esa sustancia, pero el izquierdo todavía estaba libre y era letal.

Un puñetazo brutal se estrelló en mitad de la cara del oponente que le había disparado la red y con un codazo rompió el cuello del que empuñaba la carabina de plasma, quien lo apuntaba de nuevo con el arma dispuesta para disparar una segunda descarga. Eso dejó únicamente al señor de la tormenta de uniforme gris, y Uttam echó a correr en la dirección en la que había huido el hombre mientras se sacudía del brazo las últimas hebras del gel inmovilizador.

—Ahora te toca morir a ti —dijo Uttam, doblando la esquina del bloque.

La conmoción y el horror se apoderaron de él cuando vio al señor de la tormenta uraliano de pie delante de una celda abierta con el valioso anillo ensangrentado de Sumant Giri Phalguni Tirtha apoyado en el panel de control. Una impresionante figura compuesta de ira y tejido cicatrizado estaba junto a la puerta abierta, con los sobredimensionados músculos tensos y retorciéndose bajo su piel.

—Voy a matarte —anunció Tagore de los Devoradores de Mundos—. Te voy sacar la espina dorsal por el pecho.

Sentado con las piernas cruzadas, Atharva contemplaba el baile de sus títeres con una sonrisa de satisfacción. Un pensamiento le trajo el recuerdo del señor de la tormenta uraliano corriendo hacia su celda mientras Tagore y el custodio se enfrentaban entre sí. El tiempo era fundamental. No podía permitir que el devorador de mundos matara al custodio, ni que esa fuga acabara antes de que hubiera empezado.

Su otro esclavo aún estaba despertando a Kai Zulane, aunque tenía dificultades para mantener el control sobre Scharff. El hombre había sido entrenado en la resistencia a la intrusión mental, un entrenamiento básico comparado con el que tenían que soportar los adeptos de los Mil Hijos, pero él tenía dotes naturales que aseguraban una voluntad escurridiza. Sus intentos de romper el control de Atharva eran graciosamente ingenuos, pero tenía la ayuda de su compañera, y ella era una pequeña cabrona astuta.

Las gotas de sudor corrían por la cara de Atharva como si fuesen lágrimas. Aunque no era algo complicado ejercer control sobre los mortales, mantenerlos psíquicamente dominados a través del hormigón y sin ser capaz de ver a sus esclavos suponía un gran esfuerzo.

Una figura apareció en la puerta de su celda, un hombre vestido con un tabardo gris con un rayo dibujado y una vulgar representación de un ave depredadora lanzada al ataque. La cara del soldado estaba pálida, y lloró mientras su mano temblaba con el esfuerzo de intentar resistirse al control de Atharva.

—No trates de luchar contra ello, Tejas —le dijo Atharva—. No tienes la fuerza necesaria para hacerlo.

Tejas Doznya había servido en los Señores de la Tormenta Uralianos durante seis años y le habían negado un ascenso tres veces. Demasiado imprudente, le dijeron sus superiores, los cuales, en un regimiento que era famoso por saltar desde aeronaves en perfecto estado sin nada más que un endeble paracaídas de gravedad para evitar los resultados que la fuerza de atracción de masas ejercía sobre sus cuerpos, ya era decir mucho. Aquella asignación a la Legio Custodes tenía la intención de atemperar su imprudencia con la disciplina de los pretorianos del Emperador, pero su resentimiento por haber sido marginado no había hecho más que aumentar hasta que prácticamente suplicó que cualquiera lo usara como influencia para abrir su mente al control ajeno.

Con un grito de impotencia, Tejas colocó el valioso anillo del custodio contra la placa de bloqueo y la puerta se deslizó al interior de los muros de la celda. Arrancado de la mano de un hombre muerto, las propiedades del anillo hablaban de la arrogancia de la Legio Custodes, que nunca habían considerado la posibilidad de que uno de sus preciosos anillos cayera en manos enemigas.

Atharva se puso de pie con un movimiento fluido, desenroscándose como una serpiente lista para atacar a su víctima. Salió de la celda jadeando mientras notaba el poder del Gran Océano creciendo a su alrededor. El collar de amortiguación que llevaba alrededor del cuello se agrietó y se rompió como si hubiese sido retorcido por unas manos invisibles. Sus restos cayeron al suelo, y Atharva se echó a reír mientras sentía las corrientes y las mareas del Gran Océano apresurándose a llenar su cuerpo.

—Tejas, el anillo por favor —le pidió Atharva, extendiendo una mano.

El aterrorizado Tejas dejó caer el anillo en la palma de la mano de Atharva, y éste se lo llevó a los labios, como si fuera a besarlo. Usó la lengua para limpiarle la sangre, y el rico sabor de los genes de la esencia del custodio le inundó los sentidos, una ambrosía de la superioridad genética.

—Oh, sin duda esto es una maravilla, Tejas —comentó Atharva—. ¿Qué secretos podrían ser descifrados de su estudio? ¿Qué maravillas y milagros podría hacer un maestro como Hathor Maat con la paleta de un genio?

Tejas no respondió y Atharva le devolvió el anillo ya limpio. Colocó su enorme mano sobre el hombro de su esclavo poniendo las imágenes de cinco guerreros en el primer plano de su mente. Cinco. Todo lo que quedaba de doce. ¡Qué pérdida!

—Tejas, quiero que liberes a estos hombres, y sólo a estos hombres —le ordenó Atharva.

El hombre asintió con la mente batallando con la necesidad de acatar las órdenes de Atharva y el horror de lo que estaba haciendo. Aunque cada fibra de su fuerza de voluntad estaba tratando de rechazar el control de su dueño, él era una hoja arrastrada por la fuerza de un huracán. Atharva lo vio correr hacia las otras celdas, y dejó que su mente flotara en las alturas de nivel medio de las Enumeraciones, que sería la mejor forma de aumentar sus habilidades en manipulación biológica. Los órganos de los sentidos de la parte posterior de su garganta luchaban por analizar el contenido de la sangre del custodio, aunque no era probable que pudieran descifrar algo tan exquisitamente construido. Sin embargo, sería suficiente con lo que lograran comprender.

Aunque las habilidades de Atharva como pavoni no eran iguales que las de Hathor Maat, había llegado a dominar lo suficiente de las inútiles artes de su compañero como para hacer lo que fuera necesario para salir de este lugar de reclusión.

Siempre y cuando Tagore no matara a Uttam Luna Hesh Udar demasiado pronto.

Puños y codos, rodillas y pies. Luchaban en un torbellino de golpes atronadores, de patadas capaces de romper huesos y golpes titánicos. Dos guerreros, diseñados para ser el pináculo de los luchadores, se lanzaban el uno contra el otro con furia, ambos con implantes neurocorticales y con la mejor manipulación genética a ambos lados de la lealtad.

Tagore luchaba con los dientes al descubierto y los ojos le estallaban repletos de locura. Luchaba sin prestar atención y sin moderación, sin importarle dañar o matar. Uttam Luna Hesh Udar luchaba con precisión, elegancia y con los golpes precisos para matar procedentes de las forjas de combate de la Legio Custodes.

Dos guerreros de comportamiento extremo totalmente opuesto, dos guerreros preparados para hacer frente a la muerte de dos formas completamente distintas.

Uttam llevaba puesta una armadura, Tagore tenia la piel desnuda y sangraba.

La lanza guardiana del custodio yacía rota entre ellos, con el mango astillado en la mano de Tagore. La hoja chispeaba y escupía columnas de vapor con la humedad que goteaba del techo de la caverna. Tagore giró alrededor de Uttam y lo golpeó con el talón en la parte posterior de la rodilla. Uttam cayó con un gruñido y bloqueó el siguiente rodillazo dirigido a su cara con los guanteletes. Uttam giró ambas manos e hizo que Tagore cayera volteándolo sobre sus pies. Se levantó, y una de sus botas retumbó contra el suelo cuando intentó aplastarle la cabeza al devorador de mundos.

Tagore rodó, se incorporó y propino un puñetazo a un lado del muslo a su oponente. La placa de la armadura se agrietó y el impacto paralizador lo hizo caer sobre una rodilla. Un derechazo le rompió el casco y un gancho lo tiró de espaldas. Tagore giró en el suelo con las piernas en el aire y se arrojó sobre el custodio caído. Uttam recibió su salto volador con un contundente puñetazo bajo que lanzó a Tagore de nuevo al suelo como un Stormbird derribado. El devorador de mundos rodó hacia un lado para esquivar el previsible golpe de codo con el que Uttam intentaría triturarle la cabeza, y se puso de pie a tiempo de recibir la carga de custodio.

Se agarraron el uno al otro como luchadores callejeros. Se propinaron puñetazos cortos a los riñones, se bloquearon y desbloquearon las piernas mientras cada uno de ellos buscaba una forma de agarrar a su oponente para reducirlo del todo. Las placas de hierro atornilladas a la cabeza de Tagore escupían gruesas chispas rojas mientras bombeaba estimulantes químicos y reforzadores de la ira en su corriente sanguínea e impulsos eléctricos a los centros de la cólera de su cerebro. Su furia había ido aumentando hasta formar una masa crítica desde el primer momento de su encarcelamiento, y ésa fue justamente la lucha que necesitaba para liberarla.

La primera ventaja la consiguió Uttam. Cada golpe que Tagore propinaba chocaba contra una placa forjada manualmente por un artesano, hecha a mano en las armerías entre los picos de Anatolia, mientras que los golpes de Uttam impactaban contra carne sin proteger. La pura fuerza de la onda de choque de un golpe le rompió el escudo óseo del pecho a Tagore, y éste gruñó cuando un tremendo gancho le impactó de lleno en el vientre. Fue apenas un breve estremecimiento; sin embargo, fue una bajada de la guardia.

Uttam giró y le dio un codazo en la mandíbula. Sangre y dientes salieron volando de la boca del devorador de mundos. Uttam se dispuso a asestarle el golpe definitivo, pero el dolor era un estímulo más para un asesino como Tagore. El devorador de mundos escupió otro diente y agarró el puño de Uttam con la palma desgarrada de una mano. Detuvo el otro puño a medio golpe y estrelló la frente contra la cara de Uttam. La nariz del custodio se rompió y los dos pómulos quedaron destrozados. La sangre lo cegó por un instante antes de que pudiera sacudir la cabeza para limpiarse los ojos, pero un instante fue todo lo que necesitó Tagore.

Su puño ensangrentado golpeó el pecho de Uttam impulsado por la rabia y la traición.

La ceramita se destrozó, el adamando se dobló y los huesos se rompieron.

Tagore lanzó un gritó atávico en señal de triunfo mientras su fuerza, el ímpetu y la furia impulsaron el puño hacia lo más profundo del pecho del custodio. La sangre y la carne se separaron ante su mano perforadora hasta que sus dedos se cerraron alrededor de un hueso duro como el hierro.

Los ojos del custodio estaban abiertos de par en par por el dolor agónico. Su cuerpo se esforzaba por vivir incluso mientras Tagore le arrancaba la vida. Tagore le escupió sangre a la cara, sonriendo con la mueca enloquecida de una calavera.

—¿Todavía piensas que lanzo amenazas vacías, custodio? —le gruñó.

Uttam trató de responder, pero sólo consiguió articular un horrible sonido gorgoteante procedente de su ensangrentada cavidad torácica. Tagore notó los huesos aplastados, triturados bajo su poder implacable. Fuerte y resistente, sí, pero no tan fuerte ni tan resistente como un sargento de los devoradores de mundos.

Una figura apareció a su espalda, alta y oliendo a hielo y frío metal.

—Maldito seas, Tagore, lo necesito vivo —dijo una voz que sólo podía pertenecer a Atharva de los Mil Hijos—. Todavía puede sobrevivir a esto, Tagore. No lo mates.

—Sólo Angron y sus capitanes pueden decirme lo que tengo que hacer —siseó Tagore—. Uno de los cabrones de Magnus no puede decírmelo.

Con un crujido horrible que parecía no tener fin, Tagore giró el puño y sacó el brazo del pecho de Uttam. Estaba teñido de color carmesí hasta más allá del codo, y los extremos de unos huesos arrancados sobresalían a ambos lados del puño. La sangre, las mucosidades y el fluido de la espina dorsal goteaban de los extremos de los huesos rotos, y en los últimos segundos de vida que le quedaban a Uttam, éste se dio cuenta de que estaba viendo un trozo de su propia espina dorsal.

—¡Te sacaré la espina dorsal por el pecho! —gritó Tagore arrojando los restos de los huesos de Uttam al suelo—. Y cuando digo que voy a matar, mato.

El custodio cayó hacia un lado mientras su cuerpo todavía luchaba contra la inevitable muerte. Pero ni siquiera su formidable resistencia forjada en un cuerpo tan magnífico podría sobrevivir a unas heridas tan graves, y la vida de Uttam Luna Hesh Udar acabó en un brillante charco de su propia sangre a los pies de un guerrero para el que cada oponente derrotado era una medalla de honor.

—Por el Ojo, Tagore —dijo bruscamente Atharva, cayendo sobre una rodilla al lado del custodio asesinado—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Matar a un enemigo muy poderoso digno de ser recordado —dijo el devorador de mundos.

Atharva rechazó con un gesto las palabras de Tagore.

—Eso es irrelevante —le replicó al mismo tiempo que miraba el techo y los muros de la caverna, donde casi un centenar de torretas esperaban, listas para eliminar toda forma de vida de aquella isla flotante. Ambos guerreros sabían que no podrían sobrevivir a semejante potencia de fuego.

—¡La Senda Carmesí antes que los grilletes de hierro! —gritó Tagore, levantando los brazos para encontrarse de frente con la muerte.

Atharva se rió en la cara de un código de honor tan innecesariamente autodestructivo, sabiendo que sólo había una forma de poder sobrevivir durante los siguientes segundos.

—Te pido disculpas por esta profanación, Uttam Luna Hesh Udar, pero mi necesidad es más grande que la tuya —dijo Atharva, y arrancó la cabeza del custodio de sus hombros.