PRÓLOGO

PRÓLOGO

Abir Ibn Khaldun exhaló una bocanada que se enfrió en el aire y captó una miríada de pautas en el vaho arremolinado que se formó con su aliento. Eran demasiadas para examinarlas todas, pero de todas maneras fue algo entretenido. Una curva inversa auguraba un peligro, mientras que una densa hélice genética doble indicaba la presencia de los guerreros de las Legiones Astartes en el asunto, situado en un planeta cuya civilización había quedado arrasada hasta convertirse en simple arena negra debido a una guerra de proporciones cataclísmicas y al paso de incontables eones.

La sala mental estaba tranquila, con el aire de sabor metálico inmóvil y frío, pero se notaba la tensión.

Era algo comprensible, pero eso hacía que la ya de por sí difícil comunión fuese mucho más complicada.

La presencia del coro de miles de astrópatas que rodeaba a Ibn Khaldun era semejante al sonido de un océano lejano, o eso se imaginaba él. Jamás había oído el sonido de ninguna superficie de agua que fuera mayor que una de las enormes cisternas excavadas en el interior de las profundidades carentes de toda luz de las escarpaduras de los Urales y los Alpes, pero era un astrópata, así que toda su vida estaba envuelta en metáforas.

La presencia psíquica del coro estaba aletargada en esos momentos y creaba una inmensa reserva de energía que utilizaría para filtrar la visión que se avecinaba desde el confuso estado primitivo de las imágenes y formar un mensaje coherente que fuera fácilmente comprensible.

—¿Tienes ya una comunión? —le preguntó el señor del coro.

La voz sonó como si estuviera en un lugar increíblemente lejano, aunque en realidad estaba al lado de Ibn Khaldun.

—Dale tiempo, Nemo —dijo lady Sarashina con voz maternal y tranquilizadora—. Sabremos el momento en que se establece la conexión. Los astrópatas de los Manos de Hierro no son sutiles.

—Lo sé muy bien, Aniq —le contestó el señor del coro—. A la mayoría de ellos los he formado yo en persona.

—Entonces deberías saber muy bien que no hace falta meterle prisa.

—Yo lo sé muy bien, pero lord Dorn se muestra muy impaciente y ansia recibir noticias de la flota de Ferrus Manus. Y tiene una pistola.

—Ninguna pistola ha conseguido jamás acelerar proceso alguno —declaró Sarashina.

Ibn Khaldun sonrió en su fuero interno ante la suave reprimenda, aunque la mención del señor de los Puños Imperiales le recordó lo importante que era aquella comunión para el Imperio.

La traición de Horus Lupercal le había dado la vuelta por completo al orden natural del universo, y los emisarios procedentes del Palacio Imperial se mostraban ansiosos por obtener información fiable. Las flotas expedicionarias de las Legiones Astartes, con ejércitos de miles de millones de soldados mortales y con naves de combate capaces de destruir planetas enteros, estaban dispersas por toda la galaxia, y nadie sabía con certeza su localización exacta o a qué bando eran fieles. A Terra había llegado una declaración tras otra de planetas que proclamaban su adhesión al señor de la guerra, pero si eso era cierto o simplemente se trataba de mentiras de los rebeldes, ero algo que se desconocía.

Había un viejo aforismo que decía que, en una guerra, la primera baja era la verdad, y nunca era más cierto que en mitad de una guerra civil.

—¿No es peligroso conectarse a través de una distancia tan extrema? —preguntó Maxim Golovko. Ibn Khaldun notó la hostilidad innata de aquel individuo en el color carmesí brillante de su aura—. ¿No deberíamos desplegar Sentinels en el interior de la sala mental?

Golovko era asesino de psíquicos, carcelero y verdugo todo en uno. Su presencia en la Torre de los Susurros se debía a las nuevas normas que se habían decretado tras el Cónclave de Nikaea. Ibn Khaldun contuvo una punzada de resentimiento por aquella hipocresía. La amargura que podía provocarle no haría más que nublarle la percepción, y si había algo que exigía aquel momento, era claridad.

—No, Maxim —lo tranquilizó Sarashina—. Estoy segura de que tu presencia será más que suficiente.

Golovko gruñó por toda respuesta, incapaz de captar el velado insulto. Ibn Khaldun se aisló de la psique disruptiva de aquel individuo.

Poco a poco, Ibn Khaldun notó una desconexión creciente con todos los individuos que lo rodeaban, como si él mismo estuviera flotando en un tanque de gel amniótico semejante al de un princeps de las máquinas de guerra del Mechanicum. Comprendía muy bien la urgencia de aquella comunión, pero tuvo buen cuidado en pronunciar con exactitud sus mantras de incubación. Precipitarse al encuentro de una conexión con un astrópata al que no conocía sería una insensatez más allá de lo descriptible, sobre todo cuando ambos estaban separados por casi una galaxia de distancia y uno de ellos se encontraba en mitad de la disformidad.

Camino de una batalla impensable entre guerreros que antaño habían combatido hombro con hombro como hermanos.

Ni siquiera aquellos con mayores poderes de presciencia del Vatic habrían augurado algo semejante.

El ritmo cardíaco de Ibn Khaldun se aceleró cuando sintió que otra mente entraba en la cámara sellada. Era un destello de luz demasiado intensa como para mirarlo de forma directa. Los demás lo sintieron en el mismo instante y todos volvieron la cabeza para encararse con el recién llegado. Se trataba de un individuo cuyo fuego interior se asemejaba al brillo cegador de una supernova capturado en el primer instante de la detonación. Cada una de sus extremidades estaba repleta de tracerías relucientes como el mercurio, la sangre era luz, con una carne creada a partir de energías incomprensibles y envuelta por capas de músculo, piel y hueso. Ibn Khaldun no fue capaz de ver el rostro de aquel individuo, ya que cada molécula de su cuerpo era igual que una galaxia en miniatura que estuviera llena de estrellas incandescentes.

Sólo un ser había sido creado con una belleza tan exquisita…

—¡Lord Dorn! —exclamó el señor del coro. La sorpresa hizo que elevara el tono de voz y la frase de saludo se convirtiera en una pregunta—. ¿Cómo habéis…?

—Ninguna de las puertas de Terra puede permanecer cerrada ante mí, señor del coro —le contestó Dorn.

Sus palabras salieron como chorros relucientes surgidos roña de una estrella volátil. Se quedaron en el aire bastante tiempo después de que las pronunciara, e Ibn Khaldun sintió cómo su poder se extendía hacia el exterior tras pasar por encima del coro, que estaba paralizado por el asombro.

—Estamos en un ritual aislado —protestó el señor del coro—. No deberíais estar aquí.

Dorn se dirigió al centro de la sala mental, e Ibn Khaldun comenzó a notar una sensación de hormigueo en la piel ante la cercanía de una psique tan poderosa e implacable. La superficie de la mayoría de las mentes corrientes estaba cubierta de pensamientos triviales, pero la mente de Rogal Dorn era una fortaleza inexpugnable, llena de aristas, que jamás revelaba sus secretos. Nadie sabía algo de Dorn si éste no se lo permitía conocer.

—Mis hermanos se acercan a Isstvan V —replicó Dorn—. Necesito estar aquí.

—Todavía no se ha establecido la comunión, lord Dorn —le explicó Sarashina. Era evidente que había comprendido lo inútil que sería intentar desalojar al primarca de la sala mental—. Sin embargo, si queréis quedaros, sólo podréis observar. No digáis nada una vez se establezca el vínculo.

—No necesito lecciones. Sé muy bien cómo funciona la comunión astropática —le replicó Dorn.

—Si de verdad fuera así, habríais respetado el sello de aislamiento que rodea a esta cámara —le contestó a su vez Sarashina.

Ibn Khaldun sintió el momentáneo destello de rabia tras las murallas ciclópeas de la fortaleza mental de Rogal Dorn. A aquel sentimiento le siguió casi de inmediato un brillo apagado de aceptación a regañadientes, aunque Ibn Khaldun pudo notarlo sólo porque Dorn permitió que los demás lo sintieran.

—Acepto vuestra opinión, lady Sarashina. Me mantendré en silencio. Tenéis mi palabra —le aseguró Dorn.

Ibn Khaldun alejó todos sus sentidos del primarca. Fue algo realmente difícil, ya que su presencia provocaba una fuerza de gravedad hacia él que atraía a todas las mentes que se encontraban cerca. Sin embargo, en vez de eso, lanzó su mente hacia el exterior, hacia el espacio resonante de la vasta cámara en la que se encontraba.

La estancia tenía la forma de un gran anfiteatro, y estaba emplazada en el corazón de la Torre de los Susurros. Aquella cámara la habían conformado los antiguos cognoscienti, que antes habían construido la Ciudad de la Visión, hacía ya muchos miles de años. Su conocimiento sin parangón de la arquitectura afín a los poderes psíquicos lo habían obtenido con un gran coste durante una era olvidada de devastadoras guerras psíquicas, pero ese arte constructivo se había perdido en un pasado lejano, y el conocimiento necesario para crear unas estructuras resonantes como aquéllas había desaparecido con ellos.

De entre todas las ennegrecidas salas mentales de la Ciudad de la Visión, la Torre de los Susurros era la que llegaba a mayor distancia en las profundidades del espacio que se extendía entre las estrellas, a pesar de las declaraciones jactanciosas que los grandes arquitectos del Emperador proclamaban sobre las torres ornamentadas que habían construido a su alrededor.

Un millar de astrópatas de rango elevado rodeaban a Ibn Khaldun. Estaban sentados sobre las múltiples filas de bancadas que se elevaban hacia el techo, como si se tratara del público de alguna clase de grotesco espectáculo de disección. Cada uno de los telépatas estaba sentado en un trono de seguridad con la forma adecuada para acoplarse a su cuerpo. Ibn Khaldun los veía como manchas de luz reluciente en su conciencia, y concentró la atención cuando un cambio sutil en la resonancia del coro tironeó levemente de su percepción.

La torre estaba atrayendo un mensaje.

Las piedras susurrantes engastadas en las paredes cubiertas de paneles de hierro brillaron con una luz invisible cuando permitieron el paso del mensaje y lo dirigieron hacia el centro de la sala mental.

—Está aquí —avisó Ibn Khaldun cuando la presencia del astrópata que enviaba el mensaje se expandió hasta llenar toda la cámara igual que la ola de un maremoto.

El mensaje estaba completamente desenfocado. Era poco más que un grito lejano que se esforzaba por encontrar alguien que lo escuchara. Ibn Khaldun lo rodeó con la mente.

Al igual que dos desconocidos que se esforzaran por darse la mano en la oscuridad, los pensamientos de ambos se entremezclaron con cierta lentitud. Ibn Khaldun soltó una leve exclamación cuando notó la textura áspera de la mente de su interlocutor al raspar contra la superficie exterior de sus propios pensamientos. Aquel tipo de mensajes toscos y afilados, contundentes y beligerantes, eran típicos de los astrópatas que pasaban largos periodos de tiempo asignados a los Manos de Hierro. Los códigos de cifrado le destellaron en la mente en una compleja serie de colores y de números, una sinestesia necesaria para identificar a ambos astrópatas antes de que pudiera comenzar la comunión propiamente dicha.

—¿Ya lo tienes? —le preguntó el señor del coro.

Khaldun no le contestó. La tarea de captar los pensamientos de otra mente situada en un punto tan lejano exigía toda su capacidad de concentración. Las fluctuaciones de la disformidad, el murmullo de un millón de ecos que se solapaban y las corrientes aleatorias de energía etérea se esforzaban por romper la conexión, pero Khaldun consiguió mantenerla con firmeza.

Al igual que dos amantes que aprendieran poco a poco el ritmo y las apetencias de su pareja, la unión entre las mentes de los dos astrópatas se fue haciendo más fácil, aunque definir cualquier asunto de esa naturaleza como «fácil» era subestimar tremendamente la complejidad del proceso. Ibn Khaldun sintió la fría desolación del Immaterium que lo rodeaba y que se agitaba con fuerza como un mar azotado por una tormenta, y al igual que los océanos de la Vieja Tierra, albergaba criaturas de todas las formas y tamaños. Ibn Khaldun las sintió dar vueltas alrededor de la brillante luz de la comunión, al igual que lo harían unos depredadores prudentes que giraran alrededor de una posible presa.

—Tengo la comunión, pero no conseguiré mantenerla durante mucho tiempo —informó.

El perfil espectral de un lugar muy lejano comenzó a entremezclarse con la interpretación sensorial que Ibn Khaldun tenía de la sala mental, igual que sucedería con un pictógrafo defectuoso que emitiera dos imágenes distintas en la misma pantalla. Reconoció la imagen difusa de la cámara de un astro pata que iba a bordo de una nave estelar, una estancia que mostraba la falta de decoración y de comodidades propias de la X Legión. Unas cuantas figuras lo rodeaban, con un aspecto semejante a fantasmas sin rostro que hubieran acudido a observar. Eran unos gigantes de formas neblinosas y relucientes, de metal bruñido y auras de bordes duros, de líneas angulosas y con el sabor frío que tienen las máquinas.

Sí, sin duda, estaba a bordo de una de las naves de los Manos de Hierro.

Ibn Khaldun hizo caso omiso de aquellas presencias inesperadas y dejó que el mensaje fluyera hacia su interior. Entró formando un flujo de imágenes absurdas e ininteligibles, pero algo así era de esperar. La canción psíquica del coro aumentó de volumen en sintonía con sus esfuerzos por procesar las imágenes, y él sacó fuerzas del pozo de energías que le ofrecían. La voluntad y la fortaleza mental podían cohesionar mensajes sencillos enviados desde distancias planetarias, pero para algo enviado desde un punto tan lejano haría falta más poder del que un solo individuo podía albergar.

Khaldun era un individuo especial, un astrópata con unas habilidades en la cognición metafísica que era capaz de convertir unas imágenes sin sentido de un significado oscuro en un mensaje que hasta un novicio sería capaz de descifrar. A medida que el pensamiento urgente y en estado puro del astrópata de la expedición se derramaba en su paisaje mental, la energía que tomaba prestada del coro pulía los bordes más agudos y dejaba que la sustancia del mensaje tomara forma.

Ibn Khaldun interpretó y extrapoló las imágenes y los sonidos al mismo tiempo, formando una aleación de taquigrafía astropática con referencias alegóricas para extraer la verdad del mensaje. En ese proceso existía un elemento artístico, un hermoso ballet mental que en parte era intuición, en parte talento natural y en parte entrenamiento. Al igual que un rememorador de talento creativo jamás sería capaz de explicar cómo lograba la maestría en su arte, tampoco podía Ibn Khaldun expresar cómo conseguía sacar forma de lo informe, un significado del caos.

Las palabras le salieron de la boca a borbotones, transformadas a partir de los símbolos encriptados mediante los cuales habían sido enviadas.

—El mundo de la arena negra. Isstvan. El quinto planeta. La legión avanza a buena velocidad. El castigo de lord Dorn viaja con precisión, pero a pesar de ello, los hijos de Medusa atacarán antes incluso que los Cuervos o los Señores de Nocturne. Lord Manus exige ser el primero en derramar sangre y la cabeza del Fénix.

De su boca salieron más datos del mensaje, e Ibn Khaldun sintió que algunos de los astrópatas sentados en las bancadas del anfiteatro morían al agotarse por completo sus reservas de energía. Tal era la importancia del mensaje que se habían considerado aceptables ciertas pérdidas en el coro.

—El Gorgón de Medusa será el primer guerrero del Emperador en pisar Isstvan. Será la punta de la lanza que se clavará en el corazón de Horus Lupercal. Será nuestro vengador.

Ibn Khaldun se desplomó en su asiento cuando el mensaje se interrumpió de forma brusca. Comenzó a respirar de nuevo con normalidad y su mente empezó el tortuoso proceso de reordenarse a sí misma tras el vacío dejado por el final de la comunión. Tardaría varios días en recuperarse del todo de aquel proceso extenuante.

Como siempre, tuvo ganas de ponerse en pie y de abrir los ojos, pero las cinchas del arnés y el velo de piel suturada que le cubría cada una de las cuencas oculares vacías le impidieron hacer ninguna de las dos cosas.

—Ya se acabó —susurró, y sus palabras resonaron por toda la estancia, como si en vez de murmurarlas las hubiera gritado a pleno pulmón—. Ya no hay más.

Lady Sarashina lo tomó de la mano y le acarició la frente, que brillaba por el sudor que la cubría. Su conciencia ya se estaba apagando tras un esfuerzo mental tan agotador. Lord Dorn se inclinó sobre él. Un nimbo de luz centelleante rodeaba las curvas doradas de su armadura de combate, y la cercanía de un poder tan abrumador tuvo el mismo efecto que la descarga de un desfibrilador. Ibn Khaldun fue incapaz de dejarse caer en un trance recuperativo.

—Maldita sea esa impaciencia tuya, Ferrus. Vas a acabar conmigo —susurró Dorn, y el tono de su voz dejó entrever la tremenda carga que sobrellevaba—. ¡El plan exige que cumplas mis órdenes al pie de la letra! —El primarca de los Puños Imperiales se volvió hacia el señor del coro—. ¿Ya no hay más? ¿Estáis seguros de que el mensaje está completo?

—Si Abir Ibn Khaldun dice que ya no hay más, es que ya no hay más —declaró el señor del coro—. Los criptoestesianos se encargarán de filtrar el flujo en busca de cualquier significado residual o de subtextos ocultos, pero Ibn Khaldun es uno de nuestros mejores astrópatas.

Rogal Dorn se le acercó y casi se le echó encima.

—¿Uno de los mejores? ¿Por qué no se ha empleado al mejor telépata para un mensaje tan crucial?

El señor del coro cruzó la mirada con la de Sarashina, e Ibn Khaldun notó la sensación de incomodidad que los invadía cuando formaron en sus mentes la imagen de un astrópata que había abandonado mucho tiempo atrás la Torre de los Susurros, cuando fue trasladado al elevado rango de telépata asignado a una casa patricia de la Navis Nobilitae.

—Nuestro mejor astrópata no se encuentra entre nosotros ahora mismo —le informó el señor del coro.

—Ordené que se utilizaran todos los medios posibles para conseguir información fiable de la frontera —dijo Dorn al mismo tiempo que ponía la mano sobre la empuñadura de ónice y oro de su espada de pesada hoja—. ¿Es que nadie entiende lo que está en juego? Me veo obligado a librar una guerra que no puedo ver, a enfrentarme a un enemigo al que no puedo valorar, y el único modo que tengo de lograrlo es saber con absoluta exactitud lo que ocurre en el trayecto hasta Isstvan. Para salvar al Imperio necesito que se utilice a los mejores agentes y operativos. La verdad es lo único que importa. ¿Lo entendéis?

—Lo entendemos muy bien, lord Dorn —le contestó el señor del coro tras dudar un momento.

—Nuestro mejor agente está regresando a nosotros en estos mismos momentos —añadió Sarashina—. Sin embargo, no se encuentra en condiciones de ayudarnos. Al menos, no todavía.

—¿Por qué no? —exigió saber Rogal Dorn.

Sarashina dejó escapar un suspiro.

—Porque debemos reconstruir su mente.