QUINCE

QUINCE

LA REUNIÓN DE CAZADORES

SUPLICANTES RETICENTES

EL SEÑOR DEL CLAN

Yasu Nagasena es bien conocido, y nadie impide su paso cuando cruza bajo el Arco de Obsidiana de camino hacia la torre que se encuentra en el centro de la ciudad. Hacía ya mucho tiempo que no pisaba estas calles vacías y contemplaba con admiración las magníficas construcciones que nadie más allá de sus muros sabía ni siquiera que existen. Los arquitectos de palacio, tal vez sabiendo que los habitantes de la Ciudad de la Visión rara vez se aventuraban más allá de los muros de su prisión, no repararon en gastos y emplearon todas las sutilezas de su arte para levantar una ciudad tan bonita y armoniosa como aislada.

—Me pregunto quién le dio el nombre a este lugar —reflexiona Nagasena mientras contempla los capiteles dorados y el adornado frontón del Osario Esmeralda.

Los huesos de los astrotelépatas de Terra se encuentran enterrados en su interior, junto con los de aquellos que no sobrevivieron a los rituales finales para hacerlos plenamente capaces para el servicio. Es un lugar de tristeza revestido de una alegre arquitectura.

—¿El Osario? —le pregunta Kartono.

—No, la Ciudad de la Visión.

—Alguien con un sentido del humor perverso.

—Tal vez —contesta Nagasena—. O tal vez alguien que apreciaba el verdadero valor de lo que hacen aquí estas pobres y ciegas almas.

Kartono se encoge de hombros, indiferente ante ese detalle e incómodo por estar aquí. Nagasena no lo culpa. Para su siervo, este lugar está maldito. Kartono es odiado por la mayoría de la gente por razones que nunca ha llegado a expresar completamente, pero en este lugar, aquellos que se lo encuentran le muestran su odio y saben exactamente cuál es el motivo.

Kartono los deja realmente ciegos.

Las calles están desiertas. Todo el mundo en la Ciudad de la Visión sabe que están aquí, ya que sienten el vacío en la charla constante que atesta el aire con voces invisibles. Ellos son un silencio en una ciudad de voces, y no pasan desapercibidos.

Nagasena los ve primero, pero es Kartono quien les pone nombre.

—Centinelas Negros —dice al ver al escuadrón armado que marcha hacia ellos con los rifles colgados de los hombros—. Los hombres de Golovko.

—Dirigidos por el propio Golovko en persona —añade Nagasena al distinguir la voluminosa forma de Maxim Golovko a la cabeza del destacamento—. Tenemos el honor de contar con su presencia.

—De honores como éste podría prescindir.

—Maxim tiene sus técnicas —comenta Nagasena—. Algunos tipos de caza requieren sigilo, otros requieren que los cazadores hagan salir a sus presas a la luz con… medios menos sutiles para eliminarlas.

Kartono asiente con la cabeza, y espera detrás de Nagasena mientras Golovko ordena a sus hombres detenerse al unísono delante de ellos con un fuerte pisotón de sus pesadas botas. Son unos soldados formidables, bien entrenados, disciplinados y sin piedad, son unos instrumentos contundentes comparados con la aguja de precisión que es Nagasena.

—Maxim —lo saluda Nagasena, con una reverencia lo suficientemente profunda como para indicar respeto pero con la despreocupación necesaria para transmitir su superioridad. Es un pequeño gesto, pero a Kartono lo divierte, y Maxim nunca se dará cuenta de su significado.

—Nagasena —lo saluda a su vez Golovko—. ¿Por qué estás aquí?

—Estoy aquí por la caza.

—¿Has recibido acaso una invitación?

Nagasena hace un gesto negativo con la cabeza.

—No, pero me necesitáis, ¿verdad?

—Podemos atrapar a esos traidores sin tu ayuda —declara Golovko—. Estoy reuniendo un equipo en este momento, y para cuando acabe el día todo esto habrá acabado.

Nagasena mira hacia arriba para observar como un banco de nubes cubre el sol.

—Enséñame ese equipo —le dice.

Hay tres miembros de renombre en el equipo, y Nagasena los estudia a todos con detenimiento.

Saturnalia es de la Legio Custodes, y su ira sólo es comparable con su deshonra. El astrópata, Kai Zulane, y los guerreros de la Hueste Cruzada escaparon de su prisión, y un error tan grave sólo puede ser borrado con su inmediata captura. Está enfadado, pero parece tranquilo. Nagasena sabe que puede contar con un custodio para que cumpla sus órdenes, y Saturnalia es el único que tiene una oportunidad de sobrevivir contra los guerreros que buscan si éstos deciden dar media vuelta y luchar.

La adepto Hiriko no se siente cómoda, y Nagasena sabe por qué. Tiene el cuello magullado y los ojos salpicados de rojos puntitos de sangre provocados por su antiguo colega cuando intentó estrangularla. Aunque finge indiferencia, Nagasena nota que su muerte la ha afectado más de lo que ella misma admitirá. Ella no es cazadora y sólo tiene una habilidad que puede ser usada en la caza. Hiriko es una extractora psíquica, y cree que puede obtener los secretos que hacen que Kai Zulane sea tan valioso.

Athena Divos es una astrópata inválida cuya presencia en una caza como ésta Nagasena no hubiera tolerado normalmente. Su cuerpo está roto, y su silla autosostenible lo único que haría sería retrasarlos, pero ella ha estado dentro de la mente de Kai Zulane y esto le proporciona una visión única. Puede conducirlos hasta él cuando se encuentre cerca, y aunque es una participante un tanto reacia en esta cacería, sabe que no tiene mucho que decir al respecto.

Están reunidos en los aposentos del señor del coro, y Nemo Zhi-Meng se pasea por sus suntuosas salas con nerviosismo, con la túnica blanca revoloteando a su alrededor como las alas de un pájaro aterrado.

—Hay que traerlo de vuelta, Yasu —dice, deteniéndose en su paseo frente a Nagasena.

Lleva el pelo blanco suelto y la barba descuidada. Los últimos días se han cobrado un alto precio en él, y el esfuerzo de mantener unida una red de comunicaciones intergalácticas es visible en cada gesto tenso y en cada palabra.

—Lo haré, Nemo —le promete Nagasena con una reverencia de profundo respeto—. Ahora dime por qué ese hombre es tan importante. ¿Por qué siete marines espaciales pusieron en peligro su propia huida para llevárselo con ellos? No tenían necesidad alguna de hacer tal cosa.

Zhi-Meng duda antes de responder, y Nagasena trata de no buscar explicaciones a esa pausa.

—Antes de la pérdida de la Argo, Kai Zulane era uno de nuestros mejores agentes —le explica el señor del coro—. Tiene los códigos de sinestesia de nuestros niveles más altos de comunicación. Si enviara esa información a los traidores al servicio de Horus Lupercal, toda nuestra red se vería comprometida.

—El registro de Zulai indica que es inutilizable como astrópata —argumenta Nagasena, que se ha dado cuenta de que la explicación del señor del coro es una mentira.

Sus dedos se enroscan alrededor de la empuñadura de Shoujiki. La espada es su piedra de toque de la sinceridad, y aunque Nagasena no siempre necesita saber por qué está cazando, no le gusta hacerlo por las razones equivocadas.

—Lo era —aclara Zhi-Meng—. Pero la señora Divos estaba trabajando para restaurar sus habilidades.

Nagasena se vuelve hacia Athena Diyos y se arrodilla delante de ella, barriendo con sus vestiduras el suelo detrás de él. Ella no puede verlo con sus propios ojos, pero él sabe que puede sentir su presencia.

—¿Y has tenido mucho éxito? ¿Puede Kai Zulane enviar algo fuera de este mundo?

Athena Diyos se toma su tiempo antes de contestar, pero Nagasena cree que es sincera.

—No, todavía no. Se está recuperando, pero creo que aún está demasiado asustado como para lanzar su mente hacia la disformidad.

—Eso puede que no importe si está acompañado por Atharva —declara Saturnalia—. La brujería puede ser capaz de arrancar los códigos de su mente.

—¿Es capaz de hacer eso? —inquiere Nagasena dándose la vuelta hacia Nemo Zhi-Meng.

—Se sabe muy poco de las habilidades que poseen los guerreros de Magnus —admite Zhi-Meng—. Sin embargo, yo no descartaría tal posibilidad.

—Entonces debemos detener a Kai Zulane rápidamente —declara Nagasena.

—¿No se puede simplemente cambiar los códigos? —pregunta Kartono.

—¿Tienes idea de lo que eso supone? —interviene bruscamente Zhi-Meng—. Desarrollar nuevas cifras para una red a escala galáctica requiere décadas de preparación, e intentar llevar a cabo esa tarea en medio de una rebelión podría ser una locura. No, debemos encontrar a Kai Zulane antes de que los marines espaciales traidores le saquen la información.

—Si no lo han hecho ya —dice Saturnalia.

—De todos los lugares que tenían para estrellarse, tenía que ser la maldita Ciudad de los Suplicantes —comenta Golovko—. No hay mapas, ni plano, y mil lugares en los que podrían tomar tierra.

—A un astrópata y a siete marines espaciales les resultará difícil pasar inadvertidos, incluso en un laberinto como la Ciudad de los Suplicantes —señala Nagasena.

—Debemos llegar hasta el lugar del impacto, y seguir la pista desde allí —indica Golovko.

—Estoy de acuerdo, pero para que la caza sea un éxito, primero debemos entender a nuestras presas —le responde Nagasena—. Vamos a cazar a un astrópata y a siete marines espaciales. Lo que quiero saber es: ¿por qué son sólo siete? ¿Por qué no liberaron a todo el mundo antes de huir?

—¿Acaso eso importa? —pregunta Saturnalia—. Siete traidores en libertad en Terra ya son siete de más.

—Todo es importante —afirma Nagasena—. Sólo los guerreros de las legiones que se han puesto del lado de Horus Lupercal fueron liberados. Creo que Atharva es el líder de esos guerreros, y sabía lo suficiente como para reconocer a aquellos guerreros encarcelados que podrían seguirlo. Entonces la pregunta es: ¿por qué un guerrero de los Mil Hijos tramó tal fuga? Su legión todavía permanece leal al trono, ¿no?

Saturnalia da un paso hacia adelante y agarra su lanza con las dos manos.

—No.

—¿Te importaría explicármelo con más detalle? —inquiere Nagasena.

—El Emperador ha dictado sentencia en contra de los Mil Hijos y su primarca —lo informa Saturnalia—. En estos mismos momentos, mis camaradas custodios se acercan a Prospero en compañía de Russ y sus guerreros. El primarca Magnus será traído a Terra encadenado.

—¿Por qué? —pregunta Nagasena.

—Por haber incumplido los edictos de Nikaea y emplear brujerías prohibidas por el mismísimo Emperador —dice Saturnalia—. Hasta Valdor ha desenvainado su espada.

—Entonces Magnus tendrá suerte si consigue salir con vida de Prospero —comenta Nagasena, y ve a Saturnalia preguntarse si aquello es un insulto al jefe de los Custodios.

—Estamos perdiendo el tiempo —clama Golovko—. Puedo llenar la Ciudad de los Suplicantes de Centinelas Negros en treinta minutos. Vamos a arrasar ese agujero de mierda, un puñetero ladrillo tras otro, hasta que los encontremos.

Nagasena niega con la cabeza, irritado por la falta de sutileza de Golovko.

—Elige a treinta de tus mejores hombres, Maxim —le ordena—. Más nos estorbarían.

—¿Treinta? Ya viste lo mal que nos dejaron la primera vez que fuimos a por ellos.

—Ésta vez será diferente —afirma Nagasena.

—¿Y por qué lo es?

—Ésta vez a ellos les importa si mueren o viven —dice él.

Una hora antes, Kai se había despertado sometido a un dolor agonizante en el interior de un ataúd de acero en llamas. Sentía el cuerpo destrozado y tuvo que luchar por tomar aliento, como si algo pesado presionara su pecho. Tosió mientras el humo acre flotaba en una suave brisa, y oyó el crujido del metal retorcido y el chispear de los cables rotos en el crepitar de las llamas.

Volvió la cabeza para contemplar lo que lo rodeaba, e incluso ese pequeño movimiento le resultó doloroso.

El interior de la lanzadera había resultado aplastado por el impacto, y el fuselaje era un tubo ovalado atravesado por vigas rotas de metal y tuberías perforadas colgando que escupían gases sibilantes o babeaban fluido hidráulico. Atharva yacía junto a él, y Kai se dio cuenta de que era su brazo lo que tenía sobre el pecho y lo inmovilizaba en el suelo.

La luz se filtraba en el interior de la cabina llena de humo, el pesado fuselaje estaba desgarrado a lo largo de toda la lanzadera, y Kai se sintió sorprendido de haber podido sobrevivir a un impacto tan brutal.

Frente a él, una figura de sucio pelo blanco logró salir de entre los escombros y sacudió la cabeza.

—¿Esto es lo que los Devoradores de Mundos llamáis un aterrizaje? —dijo Argentus Kiron.

Una silueta negra situada en la parte delantera de la nave emergió de entre un montón de paneles rotos y bobinas de cableado.

—Todo aquel aterrizaje del que sales caminando es bueno —declaró Asubha con una amplia sonrisa. Miró a Kai como si hubiera disfrutado estrellando la lanzadera.

—¿Y cuenta si sólo te puedes arrastrar? —preguntó Subha, empujándose con las rodillas y escupiendo un puñado de dientes.

—Estás vivo —dijo Tagore, recogiendo con los dedos la sangre de unos cuantos cortes profundos que tenía en el pecho y haciendo unos trazos sobre los hombros y la cara como si fuera pintura de guerra tribal. Kai intentó apartar el brazo de Atharva de encima de su pecho, pero todavía estaba demasiado débil y el brazo del guerrero era demasiado pesado. Los ojos fríos de Severian aparecieron por encima de él, observándolo como un cazador podría estudiar a un animal caído en una trampa.

—Estoy atrapado —dijo Kai, y Severian levantó el brazo de Atharva de su pecho.

Se marchó antes de que Kai pudiera darle las gracias. El movimiento devolvió la consciencia a Atharva e hizo que rodara sobre uno de sus lados gimiendo de dolor. La sangre se le estaba coagulando sobre la cara y las manos, y extrajo un afilado metal del tamaño de un puñal de su costado.

Un repentino grito de alarma hizo que Kai se sobresaltara y se golpeara la cabeza en la parte curvada del techo de la lanzadera. Vio a Kiron de rodillas en el borde de un agujero abierto en un lado de la lanzadera, presumiblemente causado por el impacto de un misil o por la propia violencia del choque. Pasó por encima de los restos de metal arrugado de la lanzadera y vio a Gythua sentado en un charco de sangre con trozos de chatarra sobresaliendo del centro de su estómago y de su pecho.

—Parecía que Goliat tenía razón —dijo Subha—. El también puede morir.

—¡No digas eso! —gritó Kiron con una mirada cargada de furia.

Severian se arrodilló junto al guerrero de la Guardia de la Muerte y examinó el caos sangriento de sus heridas.

—Está herido de muerte —declaró—. Debemos dejarlo aquí.

—Tiene razón —dijo Gythua con una mueca de dolor.

—No voy a abandonarte —le contestó Kiron.

—Me refería a lo de que estoy herido de muerte —dijo Gythua—. Me estoy muriendo, pero ni se os ocurra dejarme aquí a merced de los cazadores.

—No vamos a dejar nadie atrás a merced de los cazadores —le confirmó Tagore.

Kai se sintió sorprendido al oír algo parecido a un sentimiento proveniente del devorador de mundos. Por todo lo que había escuchado, Kai suponía que los guerreros de Angron eran unos asesinos despiadados, sin compasión ni piedad. Era difícil creer que un guerrero que parecía tan fiero y cruel pudiera tener algún tipo de compasión con él, pero el tono de decisión en la voz de Tagore no dejaba lugar a dudas.

Severian observó lo mismo que él e hizo un leve movimiento de hombros para mostrar su aprobación.

—Entonces necesitamos sacarle esos pinchos de metal —dijo.

—Vamos a quitárselos —asintió Tagore mientras indicaba con un gesto a Asubha y a su hermano que se acercaran. Kai se dio la vuelta mientras liberaban a Gythua.

—Hacedlo rápidamente, devoradores de mundos —les dijo el guerrero de la Guardia de la Muerte.

—No te preocupes por nosotros —le respondió Subha—. Sólo preocúpate por ti mismo.

Kai se tapó los oídos con las manos, pero aun así pudo oír el terrible chirrido del metal en el hueso, la escalofriante succión de la carne perforada. Los devoradores de mundos soltaron un bufido por el esfuerzo de liberar a Gythua, pero éste no dejó escapar más que un simple gruñido de dolor cuando quedó libre de los restos de chatarra.

Kai sintió una presión en el brazo, y se dejó guiar a través de los escombros. Gythua dejaba escapar unos suspiros estremecedores mientras su cuerpo trataba de luchar contra lo inevitable, y Kai lanzó un involuntario grito de terror cuando vio el monstruosamente sangriento destrozo en el cuerpo de Gythua.

—No sé de qué te preocupas —le soltó Gythua, poniéndose en pie con la ayuda de Kiron—. Soy yo quien tiene un agujero en mitad del cuerpo.

—Lo siento —dijo Kai, apartándose de los restos de la lanzadera estrellada.

Parpadeó con sus implantes oculares, y sonrió con el simple placer de notar la luz del sol sobre su piel. La lanzadera había aterrizado en un amplio espacio entre una serie de estructuras abandonadas que alguna vez debieron de ser almacenes. El suelo era de tierra compacta y roca desnuda, y los edificios que se encontraban cerca parecían los espectadores curiosos de la escena de un accidente.

No había dos iguales, y todos habían sido construidos con planchas de metal corrugado y piedra de forma tosca. Incluso con el olor del hierro chamuscado y el combustible quemado, Kai fue capaz de captar el deprimente hedor de los desechos humanos, sudor y carne podrida. ¿Cuánta distancia habían recorrido desde que salieron? Éste lugar probablemente no formaba parte del palacio del Emperador.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras Atharva se reunía con ellos.

—Supongo que en la Ciudad de los Suplicantes.

—Es horrible —dijo Kai—. ¿Todavía vive gente aquí?

Atharva asintió con la cabeza.

—Una gran cantidad de personas.

—Un buen lugar para esconderse —dijo Severian, moviéndose hacia el borde del terreno en el que se habían estrellado.

—¿Escondernos? No tengo planeado esconderme de nadie —declaró Tagore.

—¿No? Entonces ¿cuál es tu plan?

—Nos dirigiremos hacia las instalaciones portuarias más cercanas y capturaremos a otro piloto, uno capaz de entrar en órbita sin que le den un tiro en el culo.

—¿Y después qué? —insistió Severian.

Tagore se encogió de hombros.

—Tenemos un astrópata. Haremos que envíe un mensaje a nuestros hermanos.

—Haces que parezca muy simple —le contestó Severian con una sonrisa irónica—. Por un momento me había preocupado lo difícil que sería escapar de Terra.

—Soy un devorador de mundos —le advirtió Tagore con un tono de voz amenazante—. No confundas lo simple con lo estúpido.

Severian hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió mientras Subha y Asubha ayudaban a Gythua a poder salir de la lanzadera. Kiron apareció de entre los escombros con la parte superior del cuerpo desnuda, a merced de los elementos, y a Kai le recordó a las estatuas de mármol de físicos perfectos que flanqueaban los escalones del Circo Athletica en la isla de Aegina. Donde los otros marines espaciales eran corpulentos hasta el punto de resultar grotescos, Kiron era de proporciones bastante más parecidas a las de un mortal, aunque su cuerpo estuviera moldeado de forma idealizada. El tejido desgarrado de su mono ceñido tapaba el agujero en el estómago de Gythua, y Kai vio que la tela amarilla estaba manchada de rojo.

El guerrero de la Guardia de la Muerte tenía los brazos apoyados alrededor de los hombros de los gemelos, y salió al exterior con un gesto estoico.

—Así que ésta es la Ciudad de los Suplicantes —gruñó—. No creo que haya muchas posibilidades de encontrar al apotecario de alguna legión por aquí, ¿verdad?

Incendiaron la lanzadera accidentada con tres descargas de la carabina de plasma de Kiron y se adentraron en las tortuosas calles de la ciudad. Severian iba delante, intentando poner tanta distancia como fuera posible entre ellos y el lugar del accidente, teniendo en cuenta que Gythua les limitaba la velocidad. Se mantuvieron en las sombras, y cuanto más se adentraban en la ciudad, más sorprendía a Kai la época en la que parecían estar viviendo.

Las calles eran oscuras, frías y llenas de sombras, los edificios entre los que caminaban eran antiguos y en ruinas, las fachadas de piedra estaban desmoronadas y sucias, y mantenidas con las mínimas reparaciones necesarias. Los entramados de cables veteaban las superficies verticales y los tejados de los edificios, una red de energía ilícita que parecía tan frágil como las telarañas de seda.

Entre los cables, el cielo se veía reducido a un trazo de pincel fino de color azul profundo.

Todos los signos de tecnología avanzada empezaron a desaparecer, y en el aire se hicieron más nítidos los olores a especias, a perfumes y a sudor, sin que el olor rancio y metálico típico del Imperio les hiciera perder fuerza. Los sonidos también cambiaron: resonaban las voces de niños recitando versos sin sentido, la intimidante voz de un hombre que sonaba como si estuviera predicando, el zumbido y el rechinar de una piedra sobre otra de los afiladores de cuchillos y de un centenar de vendedores ambulantes.

Llegaron hasta las calles más viejas, tan estrechas que los marines espaciales tuvieron problemas para caminar de frente. Los toldos irregulares y los balcones se sobreponían en el pasaje, de tal forma que a Kai le resultaba muy difícil poder ver más allá de unos metros en cualquier dirección. Su mapa mental giró, volteó y se volvió del revés. Todo a su alrededor se veía tan diferente… pero el conjunto comenzó a desdibujarse hasta que no tuvo ni idea de en qué dirección avanzaban.

Las pocas personas que se cruzaban con ellos miraban con asombro a los gigantes, se pegaban a las paredes de los destartalados edificios o daban la vuelta y echaban a correr temiendo por sus vidas. Los niños vestidos con brillantes togas y caras tatuadas los miraban boquiabiertos, mientras que las mujeres con chales naranja salían huyendo. Una variedad de tonos de piel se congregaba allí, de lo exótico a lo mundano, y Kai vio estilos de vestir de cada rincón del globo: turbantes, holgados pantalones de seda, ajustados vestidos que no dejaban nada a la imaginación, ropas para trabajadores y prendas que parecían hechas para cualquier palacio real. Kai se preguntó qué pensaría aquella gente al ver a los guerreros en medio de ellos, aquellas impresionantes figuras de fuerza heroica que ahora se paseaban por sus barrios.

¿Les temían tanto como los temía él?

Kai seguía a Severian, y al poco dejó de darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Había sido psicológicamente mutilado y químicamente sometido por sus captores, y ambas cosas habían debilitado su cuerpo hasta la casi destrucción. Kai sentía su cuerpo como una enorme herida, y colocaba un pie frente al otro de un modo casi mecánico, demasiado exhausto como para importarle adonde iban o lo que iban a hacer cuando llegaran allí.

Tagore esperaba poder mandar un mensaje astropático a sus hermanos de fuera de ese mundo, pero se iba a llevar una decepción si pensaba que Kai podría ser ese mensajero. De acuerdo con la última prueba a la que Athena lo había sometido, Kai apenas podía arreglárselas para llegar a recibir a un astrópata a una torre de distancia. ¿Qué oportunidad tenía de alcanzar a uno en un mundo lejano? El devorador de mundos no parecía la clase de guerrero que se tomaría bien una decepción, y Kai sintió un temor adormecido que se apoderaba de él con sólo pensar en su ira cuando descubriera sus limitaciones telepáticas.

¿Cómo había sufrido su vida un giro tan extraño?

Kai se había sentido honrado de servir a la XIII Legión, feliz de ser parte de tan vasta empresa como era la conquista de una galaxia, y contento de saber que no había un astrópata mejor al servicio del Adeptus Astra Telephatica. En aquellos momentos, era un hombre perseguido, despojado de sus habilidades y que viajaba en compañía de unos guerreros a los que el Imperio consideraba unos traidores.

Recordó cuando había comenzado todo esto, el momento en que su vida se había convertido en una mierda.

—La Argo —dijo en voz alta.

—Una nave ilota de los Ultramarines —dijo Atharva—. Fue botada en los astilleros de Calth hace ciento cincuenta y seis años.

—¿Qué? —exclamó Kai sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.

—La Argo —repitió Atharva—. Serviste en esa nave durante once años.

—¿Cómo lo sabes?

—Sé muchas cosas sobre ti, Kai Zulane —dijo Atharva, tocándose con el índice un lado de la cabeza.

—¿Has leído mi mente?

—No —negó Atharva—. Mi primarca me habló mucho de ti.

Kai miró a la cara a Atharva esperando algún gesto de burla, pero era difícil leer sus rasgos con exactitud. Aunque Kai y Atharva compartían la misma fisonomía básica, los rasgos del marine espacial eran sutilmente diferentes a los de los mortales.

—¿De verdad? ¿El Rey Carmesí te habló de mí?

—Lo hizo —admitió Atharva—. ¿De qué otra forma hubiera sabido yo que debía ir a por ti? ¿De qué otra forma hubiera podido saber que ibas a bordo de la Argo cuando sufrió un fallo crítico en su campo Geller, lo que permitió que una horda de criaturas de la disformidad arrasase la nave y matara a toda la tripulación, dejándoos a ti y a Roxanne Larysa Joyanni Castana como únicos supervivientes?

Kai empezó a sentir que se le revolvía el estómago al mencionarle la masacre que tuvo lugar a bordo de la Argo, y extendió una mano para apoyarse en el muro de un edificio cercano. El aparato digestivo le dio un vuelco, y aunque no podía recordar la última vez que había comido algo sólido, sintió que estaba a punto de expulsar todo lo que tenía en su interior.

—Por favor —le suplicó jadeando—. Por favor no hables de la Argo.

Atharva lo ayudó a enderezarse.

—Confía en mí, Kai, conozco los peligros del Gran Océano mejor que la mayoría, y créeme cuando digo que la pérdida de esa nave no fue culpa tuya.

—Tú no puedes saberlo —replicó Kai.

—Desde luego que puedo saberlo —le aseguró Atharva—. Mi cuerpo etéreo ha volado más allá de las mareas inmateriales y se ha sumergido en los sueños más secretos de las criaturas de disformidad. Conozco su potencial ilimitado y he luchado contra las criaturas que habitan en los lugares más oscuros. Ellas son más peligrosas de lo que puedes llegar a comprender, pero pensar que tú solo podrías haber condenado a una nave entera es de risa. Te das demasiada importancia.

—¿Se supone que eso me va a hacer sentir mejor?

Atharva frunció el ceño.

—Era la simple constatación de un hecho. Si te hace sentir mejor o no me es indiferente.

Kai se agachó hasta quedar en cuclillas antes de pasarse la mano por la frente. Tenía la piel grasienta a causa del sudor y la molesta sensación de su estómago continuaba agobiándolo. Sufrió una arcada y expulsó un grueso chorro de saliva ácida que escupió en el suelo.

—Por favor —gimió—. Necesito parar. No puedo continuar así.

—No, no puedes —le confirmó Atharva—. Descansa aquí un momento.

Kai inspiró profundamente y trató de acabar con el malestar de su estómago. Después de unos cuantos minutos comenzó a sentirse mejor y miró hacia arriba. Severian y Tagore estaban discutiendo, pero no podía oír lo que decían. Asubha sostenía a Gythua, cuya tez cenicienta parecía la de un cadáver. La sangre le manchaba los muslos, y hasta Kai se dio cuenta de que ya estaba viviendo un tiempo prestado. Kiron seguía vigilando los tejados con su rifle mientras Subha examinaba las heridas del guerrero moribundo.

De todas las legiones posibles, Kai supuso que la de los Devoradores de Mundos debía conocer mejor que nadie la mayoría de las lesiones propias del campo de batalla, ya que aquellos que conocían bien la mecánica de separar los cuerpos deberían también entender bastante sobre cómo volverlos a juntar de nuevo.

—Se va a morir, ¿verdad? —preguntó Kai.

Atharva asintió con la cabeza.

—Sí, así es.

El humo y el olor a carne asada llenaban el almacén y se acumulaban formando una capa bajo el tejado que se retorcía entre las vigas de hierro formando una niebla brumosa. Las paredes estaban cubiertas con largas tiras de ropa y con paneles de láminas de metal. Un gran fuego de brasas incandescentes ardía en el interior de una zanja en el centro del espacio, y los espetones de carne de aspecto más que cuestionable giraban mientras el pellejo se agrietaba y dejaba escapar gotas de grasa.

El almacén estaba lleno de hombres duros, sentados en toscos bancos de madera mientras limpiaban sus armas y hablaban en voz baja. Todos ellos tenían un aspecto brutal y enormes hombros, aumentados por el crecimiento artificial de los músculos y un riguroso sistema de lucha y pruebas de fuerza que no habrían estado fuera de lugar en las salas de entrenamiento de las Legiones Astartes. Ellos hacían que los esclavos que los servían pareciesen muy pequeños, aunque ninguno de los miserables individuos ligados al clan de Dhakal era particularmente diminuto.

La mayoría de estos hombres llevaban pistolas de gran calibre, y unas largas espadas colgaban de sus cinturones. Los de mayor tamaño llevaban armas anticuadas: hachas provistas de cuchillas, bracamartes de largas empuñaduras, y flagelos de cadenas. Como aquellos guerreros que una vez habían vagado por los páramos de la Vieja Tierra, había un anacronismo en esta edad dorada de avances científicos y progresos, ya que allí, en el corazón de la Ciudad de los Suplicantes, gobernaban con el puño de hierro de la fuerza.

Los bastidores para las armas se alineaban junto a un muro, y los escudos con forma de cometa fabricados a partir de láminas de hierro batidas rodeaban un pozo poco profundo que se encontraba en un extremo de la sala. Tenía la apariencia de un ruedo, y la tierra estaba teñida de un profundo marrón oscuro de la sangre de cientos de hombres y mujeres asustados que habían sido arrojados a la muerte para diversión de aquellos hombres duros y de su amo.

Pero ese foso de lucha no era el único indicio de que los ocupantes del almacén eran más sanguinarios de lo que se pudiera imaginar. Una docena de largas cadenas unidas a los mecanismos de un molinete de hierro negro colgaban del techo, y sobre cada una de ellas había un cadáver ennegrecido, ensartado en un gancho destinado a que los proveedores de carne colgasen sus reses muertas. Los cadáveres apestaban a putrefacción, pero a nadie de la sala parecía importarle. Con el tiempo serían arrojados a los perros salvajes de la ciudad para que los devoraran, pero siempre habría carne fresca para ocupar un gancho vacio.

El jefe estaba sentado en la otra esquina, sobre un vasto trono de hierro forjado, aunque ninguno de los ocupantes de la sala se atrevía a mirarlo.

Mirar al jefe del clan sin permiso era castigado con la muerte, y todo el mundo lo sabía.

Una tenue luz entró en el almacén cuando una de las puertas del centro de uno de los muros retumbó al abrirse. Los hombres apenas miraron hacia allí, ya que sabían que nadie estaría tan loco como para entrar en ese lugar con intenciones violentas. Ni siquiera los arbitradores de las leyes del Emperador entrarían en un lugar como ése.

Unas cuantas cabezas asintieron en señal de saludo mientras hacía acto de presencia la gigantesca figura de Ghota, quien arrastraba a un hombre lloroso vestido con unas bastas ropas de trabajo. Ghota lo tenía agarrado del cuello con su grueso puño, y aunque se trataba de un trabajador corpulento, el jefe de los matones del señor del clan lo llevaba tan fácilmente como un hombre puede levantar a un niño caprichoso.

Ghota llevaba puesta una pesada capa de piel de oso y un mono acolchado desabrochado a la altura de su musculoso vientre. Las cuchillas de las bandoleras que cruzaban su pecho destellaban con el rojo resplandor de las brasas. Su carne brillaba con la luz rojiza que casi, aunque no completamente, daba un tono más natural a su pálida tez.

Los tatuajes que tenía grabados en la piel se hincharon y se retorcieron cuando se acercó al trono de hierro y escupió una bola de flema cartilaginosa en el suelo. Los hombres evitaban su mirada, ya que Ghota era un hombre con unos estados de ánimo impredecibles, de mal genio y carácter psicótico. Sus ojos, rojos como la sangre, eran imposibles de leer, y hablar con Ghota era bailar con la misma muerte.

Se detuvo delante del trono y se golpeó el pecho con el puño envuelto en alambre de espino.

—¿Qué me traes, Ghota? —dijo la figura que se encontraba sentada en el trono con voz húmeda a causa de la supuración de los tumores cancerosos. Ni un atisbo de luz procedente de la zanja de fuego alumbraba a la figura, como si creyera que algunas cosas era mejor dejarlas en las sombras.

Ghota arrojó al trabajador al suelo frente al trono de hierro.

—Éste hombre habla de que unos guerreros se están aproximando, mi subedar —declaró.

—¿Unos guerreros? ¿De verdad? Me pregunto si la gente de palacio se habrá vuelto más atrevida…

—Estos no son unos guerreros normales —añadió Ghota, asestando una fuerte patada con su bota en el estómago del trabajador.

El hombre dio un tremendo grito de dolor y salió rodando hacia un lado, tosiendo sangre y cerrando con fuerza los ojos. La patada de Ghota le había roto algo por dentro, y aunque el hombre duro no lo matara con sus propias manos o lo echara al foso solamente para disfrutar de un momento de diversión, el individuo estaría muerto al amanecer.

—Habla, desgraciado —ordenó el jefe del lugar inclinándose hacia adelante para que una ligera insinuación de luz se reflejara en el cráneo parcialmente rapado e hiciera destellar los seis clavos de oro insertados en su frente amenazadora—. Háblame de esos guerreros.

El hombre sollozó y se puso de pie apoyándose en un codo. Casi no podía respirar y hablaba en un jadeo sibilante.

—Los vi por las explanadas vacías del este —le informó—. Cayeron del cielo y se estrellaron. Parecía ser un Cargo 9.

—Se estrellaron ¿y aun así salieron ilesos?

El trabajador asintió con la cabeza.

—Uno de ellos sangraba mucho y lo llevaban entre los demás. Era un hombre grande, el hombre más grande que jamás he visto.

—¿Más grande que mi Ghota aquí presente? —preguntó la figura que estaba sentada en el trono.

—Sí, más grande que él, todos ellos eran más grandes que él. Como los marines espaciales de la Puerta de los Suplicantes.

—Curioso. ¿Y cuántos de esos gigantes había allí?

El hombre tosió una bola de brillante sangre arterial y meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Seis, siete, no estoy muy seguro, pero también llevaban a un tipo flacucho con ellos. No se parecía mucho a los demás, pero uno de los hombres grandes tenía especial cuidado con él.

—¿Dónde están esos hombres ahora?

—No lo sé, podrían estar ya en cualquier parte.

—Ghota…

Ghota se inclinó y levantó al hombre hasta que sus pies quedaron colgando justo por encima del suelo. Tenía el brazo totalmente extendido, pero no daba señales de que este alarde de fuerza le supusiera el más mínimo esfuerzo. Con la mano que le quedaba libre, Ghota sacó una enorme pistola de la funda, un arma que llevaba un águila grabada en el cañón recortado.

—Te creo. Después de todo, ¿por qué ibas a mentir si sabes que vas a morir de todas formas?

—¡La última vez que los vi se dirigían hacia el Patio del Cuervo, lo juro!

—¿Al Patio del Cuervo? Me pregunto qué los habrá llevado a tomar esa dirección.

—¡No lo sé! ¡Por favor! —sollozó el trabajador—. Tal vez quieran llevar al herido a Antioch.

—¿Estás loco? —rió la voz húmeda—. ¿Qué podría saber él de la milagrosa anatomía de las orgullosas Legiones Astartes?

—Alguien lo suficientemente desesperado para estrellarse aquí podría querer correr ese riesgo —apuntó Ghota.

—Sin duda deben de estarlo —agregó la figura del trono—. Y me pregunto qué trae a unos guerreros como ésos a mi ciudad.

La figura se puso de pie y bajó de su trono. El trabajador gimió de miedo sólo con ver al hombre, un gigante deforme, con un físico tan descomunal que le daba un aspecto todavía más poderoso que el de Ghota. Sus músculos parecían grandes montañas que se aferraban a su cuerpo, apenas contenidas por unas cuantas placas de hierro forjado y ceramita apretadas contra su figura en una imitación de las armaduras de combate que solían llevar las Legiones Astartes.

Babu Dhakal se acercó al trabajador sollozante y se inclinó hacia él hasta que sus caras quedaron a unos pocos centímetros de distancia: una, era una cara común y corriente desgastada por toda una vida de trabajo; la otra, la pálida cara de un cadáver con la piel seca y deshidratada agujereada por numerosos tubos de goteo y atravesada por suturas de metal que mantenían en su lugar la carne cancerosa. Una estrecha franja de pelo cortado a cepillo partía desde la frente cubierta de tachuelas del señor del clan y se ensanchaba a medida que le cruzaba el cráneo hasta llegar a la nuca. Unos tatuajes de relámpagos en zigzag bajaban hasta los hombros formando un arco dentado y desigual.

Al igual que Ghota, sus ojos eran una pesadilla de hemorragias petequiales, rojos por la ruptura de los vasos sanguíneos y carentes por completo de toda compasión humana y voluntad de comprensión. Eran los ojos de un asesino, los ojos de un guerrero que ha luchado de un lado a otro del mundo y matado a cualquier hombre que se cruzara en su camino. Ejércitos enteros se acobardaban con una sola mirada de ese hombre, las ciudades habían abierto sus puertas para él y grandes héroes habían caído humillados ante su poder.

Llevaba una espada tan alta como un hombre normal atada a la espalda. La fue sacando lentamente y con mucho cuidado, como si fuese un cirujano preparándose para operar a un paciente.

O como un verdugo poniendo a punto un instrumento de tortura.

Babu Dhakal hizo un gesto con la cabeza y Ghota soltó al hombre.

La espada realizó un barrido convertida en una imagen borrosa de acero, y un chorro carmesí salpicó el suelo del almacén. Silbó y burbujeó al aterrizar sobre las brasas, llenando el aire con el olor de la sangre quemada. El trabajador había muerto antes de que pudiera sentir el impacto de la cuchilla, que lo cortó con una línea perfecta desde la coronilla hasta la entrepierna, como si fuera un trozo de carne de vaca. Las dos mitades del hombre cayeron al suelo, y Babu Dhakal limpió la hoja en la capa de piel de oso de Ghota.

—Colgadlos —dijo, señalando los dos trozos de carne sin vida desparramados por el suelo mientras envainaba su espada. Babu Dhakal volvió a su trono y cogió una enorme arma de un gancho que había soldado a un lado del trono.

El arma brillaba con todo el amor y cuidado que se había prodigado en ella. Se trataba de un rifle de asalto terminado a mano y fabricado en una de las primeras industrias productoras de esa clase de armas. Llevaba un águila tallada en el cañón, y aunque era mucho más grande que la pistola que llevaba Ghota, ambas pertenecían claramente a la misma clase de armas de fuego.

Era un bólter, pero ningún guerrero de las Legiones Astartes había tenido nunca un arma tan brutal, ya que se trataba de un diseño arcaico que se remontaba a la unión entre la Tierra y Marte.

—Ghota —dijo Babu Dhakal sin disimular su ansia—. Encuentra a esos guerreros y tráemelos.

—Eso está hecho —dijo Ghota golpeándose con un puño en el pecho.

—Y Ghota…

—¿Sí, mi subedar?

—Los quiero vivos. La semilla genética no me sirve de nada en cadáveres.