VEINTE
VEINTE
COLORES Y MATICES
EL FINAL DE TODO LO BUENO
EQUIPO DE ELIMINACIÓN
Cuando Kai despertó, sintió una sorprendente falta de dolor y una casi abrumadora sensación de alivio. Alzó la cabeza, y notó unos duros bordes de metal hundiéndose en su estómago. El mundo que contemplaba a su alrededor brillaba con contornos de luz y sombra, emanaciones físicas y espacio muerto. Todo eso dibujaba un retrato claro de los edificios y las calles, una representación del mundo tan clara y viva como la que pudiera percibir cualquier persona con ojos.
—Para —dijo con voz ronca y seca—. Para, por favor. Bájame.
El gigante sobre el que iba se detuvo y unas manos rugosas lo dejaron cuidadosamente en el suelo. Un gigante vestido con placas de metal pulido estaba de pie delante de él, un guerrero de enormes proporciones al que hacían parecer incluso más grande las placas de chapa de acero crudo atadas a su enorme cuerpo y las afinadas líneas de las pistolas metidas en su cinturón. Una tenue neblina dorada lo envolvía, como espirales de humo atrapadas en los timones de cola de una nave.
La imagen despertó el recuerdo del espacio de su sueño, pero su sustancia se esfumó justo antes de alcanzarla, aunque estaba seguro de que algo de vital importancia había ocurrido allí. Tenía un vago recuerdo de un tablero de regicida y de un oponente encapuchado, pero aún no había podido comprender su significado.
—¿Atharva? —preguntó Kai, mientras encajaba la fría realidad de esta palabra.
—Sí —dijo el gigante—. Me tenías preocupado. No creí que sobrevivieras.
—No estoy seguro de haberlo hecho —gimió Kai mientras se ponía en pie con las piernas temblorosas, sorprendido de poder sostenerse sobre ellas después de un viaje tan pesado—. Me siento como si uno de vosotros me hubiera dado un puñetazo en la cara.
—No estás muy equivocado —admitió Atharva, mirando a la forma fuertemente armada de Asubha. Los Muertos Exiliados habían cambiado desde la última vez que Kai los había visto. Llevaban puestas unas armaduras que tenían una placa pectoral de hierro fundido, hombreras curvas y yelmos arcaicos, y parecían los guerreros bárbaros de la época anterior a la Unificación, los sanguinarios miembros de las tribus que gobernaron la Vieja Tierra antes de la llegada del Emperador. Subha incluso llevaba un escudo de madera.
Kai siempre había sabido que sus compañeros de huida eran guerreros, pero verlos vestidos para la guerra era un duro recordatorio de que solamente eran sus protectores porque eso era algo que estaba en consonancia con sus propósitos. En caso de que eso cambiara, él ya no les sería útil.
—¿Dónde conseguisteis las armas y las armaduras? —preguntó él, mirando la extraña colección de pistolas y espadas que llevaban, suficientes para equipar a un grupo tres veces más numeroso.
—De unos idiotas que se nos cruzaron en el camino. Pero ya están todos muertos.
Unas siluetas luminosas rodeaban a cada guerrero y le recortaban el perfil, que contrastaba contra el negro del hierro, el gris del acero y el ladrillo rojo del trasfondo. Reconocía a cada uno de ellos por sus colores y tonos: Tagore, Subha y Asubha de rojo intenso, púrpura y un plata asesino; Atharva, de color oro, marfil y carmesí, y Severian envuelto en una gris neblina. Kai vio a Argentus Kiron y a Gythua apoyados contra unas rocas caídas, los últimos rastros de sus auras se disipaban en el aire frío como el calor de un cadáver.
—Perdimos a Gythua y a Kiron —dijo Subha con gran dolor—. Los acompañaba un cabrón muy grande que sabía cómo luchar.
—Y nosotros lo vencimos como a un perro apaleado —añadió Tagore.
—Pero volverá —dijo Asubha—. Alguien como él no se rendirá.
—Entonces, en la próxima ocasión lo mataremos de una vez por todas —gruñó Tagore enseñando los dientes.
Kai vio que el aura que le rodeaba el cráneo brillaba con el resplandor del hierro frío, como la correa del dueño de un perro de presa que tirara con fuerza. Los músculos de Tagore se tensaron y se hincharon previendo violencia, pero el devorador de mundos exhaló con fuerza y se volvió antes de perder el control.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kai, agudizando sus sentidos.
—Todavía estamos en la Ciudad de los Suplicantes —le informó Atharva—. Pero estamos casi en su borde oriental.
Kai asintió lentamente con la cabeza. Por el sonido de trasfondo formado de pensamientos y de vida ya sabía que aún estaban en la Ciudad de los Suplicantes. El dolor de cabeza que sentía era intenso pero soportable, y se sintió curiosamente liberado al haber prescindido de los caros implantes oculares. Hacía mucho tiempo que no usaba sus habilidades psíquicas para navegar y entender el mundo de su alrededor.
Las montañas que se elevaban por encima de Kai parecían tan enormes como si no fueran a acabar nunca. Aunque los picos eran de roca inanimada, acumulaban la riqueza de emociones y la experiencia de aquellos que habían trepado por sus abruptas laderas en las dolorosas épocas desde que surgieron del fondo de un antiguo lecho marino. Una permanente neblina rodeaba las montañas, dividida por el ardiente torrente de energía psíquica que manaba desde la montaña hueca hasta los confines de la galaxia. Ahora que el temor de ser enviado al interior de sus peores pesadillas había desaparecido, Kai encontraba su presencia curiosamente tranquilizadora, como la voz apagada de un viejo amigo de confianza.
En lo más profundo de la ciudad el aire estaba compuesto por una sofocante mezcla de sudor, grasas hirviendo, carne podrida, especias y perfumes, pero en esa zona el aire era puro, y los vientos que bajaban de las cordilleras eran refrescantes en vez de escalofriantes.
Tagore alzó el cuerpo de Gythua y se lo colocó sobre un hombro, mientras que Subha cogió el cuerpo de Kiron con algo más de respeto por su hermano muerto. Severian se volvió y se encaminó hacia una abertura en la roca que conducía a una enorme escarpadura que ascendía casi verticalmente hasta coronar la cima.
—Vamos —dijo Atharva—. Ya falta poco.
—¿Qué es eso? —preguntó Kai.
—El Templo de la Aflicción —le comunicó Atharva.
El Templo de la Aflicción resultó ser algo mucho menos siniestro de lo que su propio nombre sugería. Construido sobre lo que parecían mil pedazos desiguales de mármol jaspeado, era una construcción extraordinaria que se elevaba por encima de sus vecinos más cercanos. Situada hacia el final de un estrecho cañón, su fachada estaba adornada con una gran cantidad de hermosas estatuas que representaban a ángeles llorando, madres con sus hijos recién nacidos en brazos y esqueléticos mensajeros de la muerte.
Los segadores acechaban ocultos en nichos, mientras los dolientes lloraban sobre el granito pulido alrededor de los ataúdes de los héroes caídos, y los porteadores de féretros llevaban a los muertos a su lugar de descanso final. Cualquiera de los gremios constructores rivales hubiera despreciado su caótica belleza con una simple mirada, pero poseía una grandeza y un aire acogedor que las grandes construcciones de palacio sólo podían soñar.
El camino que conducía hacia el templo estaba adornado con ofrendas, muñecos infantiles, pictografías de hombres y mujeres sonrientes, coronas de flores de seda y trozos de papel que contenían elogios poéticos y despedidas sinceras. Había cientos de personas arrodilladas en actitud de súplica, reunidas en grupos que lloraban alrededor de barriles con hogueras encendidas en su interior y colocados a lo largo del amplio camino que llevaba hacia unas pesadas puertas de hierro que daban paso al interior. Los faroles de petróleo que colgaban de las paredes exteriores del templo proyectaban sombras parpadeantes que hacían que pareciera que las estatuas se movían.
—¿Qué lugar es éste? —inquirió Subha.
—Un lugar de recuerdo y despedida —le explicó Kai.
Sintió una tremenda oleada de emoción cuando su ceguera se encontró con la colección de auras en conflicto que giraban alrededor, dentro y a través del edificio. Una enorme tristeza lo invadió mientras el peso del dolor que llenaba la calle amenazaba con aplastarlo.
—Tantas pérdidas… La tristeza y el dolor… Es demasiado… no creo que pueda soportarlo.
—Sé fuerte, Kai —lo animó Atharva—. La pena y la culpa son emociones muy intensas. Lo sabes demasiado bien. Has mantenido a las tuyas a raya durante mucho tiempo para que esto represente ahora un problema para ti.
—No, hay algo más —susurró Kai—. Hay algo allí dentro que es más poderoso que cualquier culpa que yo haya conocido jamás.
Atharva se le acercó de forma que sólo Kai pudiera oír lo que iba a decirle.
—No digas nada de esto —le advirtió—. Nuestras vidas dependen de ello.
Sin más explicación, Atharva siguió a Severian hacia el cañón, y Kai sintió sobre ellos las miradas hostiles de los dolientes. La ira que sentían sólo se podía igualar a su miedo, y aunque pareciera que cada uno de ellos quería lanzarles algún objeto o gritarles un insulto, ninguna se atrevió a moverse ni a abrir la boca. Se sentía identificado con su ira, pero sin duda eso era del todo imposible.
—Quienesquiera que fueran esos hombres a los que matasteis, creo que eran muy conocidos por aquí —comentó.
—Posiblemente estés en lo cierto —dijo Atharva mientras las puertas del Templo de la Aflicción se abrían con un chirrido de los rodamientos oxidados.
Del edificio salió un hombre alto con el pelo de color gris y una tez que indicaba una existencia vivida en el exterior. Su aura estaba tan ahogada por la culpa que Kai entró en un sorprendente estado de asombro al ver a alguien que cargaba con un lastre más pesado aún que el suyo.
Kai comenzó a darse cuenta de los cientos de personas que se apiñaban a su alrededor. Antes habían tenido miedo de ellos, pero esas personas sacaban fuerza de aquel hombre y su ira iba creciendo por momentos. Los Muertos Exiliados eran poderosos, pero ¿podrían matar a tanta gente sin ser aplastados antes por ellos? ¿Podrían detener a la multitud antes de que los mataran?
—Marchaos —les dijo el hombre—. ¿Acaso no aprendisteis nada la última vez que estuvisteis aquí?
—Estamos aquí por los muertos —dijo Asubha—. Nos dijeron que éste era el lugar donde traer a los guerreros muertos.
—No sois bienvenidos a este templo —dijo el hombre—. Si estáis buscando a los hombres que dejasteis aquí, le podéis decir a Babu que fueron echados al fuego, como todos los demás.
El siguiente en hablar fue Tagore:
—Quítate de en medio o morirás.
Kai sintió las palpitantes ondas de agresividad que rodeaban al sargento de los Devoradores de Mundos. Su ira era como la de un perro salvaje mantenido a raya por el más fino de los hilos, y el dispositivo de su cerebro iba haciendo ese hilo más delgado con cada latido de ira de su corazón mecánico.
Atharva dio un paso hacia adelante y colocó una mano sobre el hombro de Tagore. La luz dorada de Atharva se infiltraba a través del rojo asesino que rodeaba al devorador de mundos, y su postura tensa y agresiva se apaciguó un poco.
—No estamos aquí para matar a nadie —dijo Atharva, subiendo el tono de su voz para que todos los que estaban reunidos en el cañón pudieran oírlo. La cadencia y el tono de su voz transmitían un efecto calmante que atenuaba la ira que se desprendía de la gente allí reunida—. Y nosotros no somos los hombres de Dhakal. Les quitamos estas armas y estas armaduras a Ghota y a su gente cuando nos atacaron sin que los hubiéramos provocado.
—¿Ghota está muerto?
—No —dijo Atharva—. Salió huyendo como el cobarde que es.
Kai sintió la sutil manipulación psíquica que Atharva estaba usando, asombrado por el poder del guerrero de los Mil Hijos. Como la mayoría de la gente, Kai había oído los rumores relacionados con la legión de Magnus, pero verlo ejercer esas habilidades con tanta facilidad era sorprendente.
El hombre de pelo gris echó un vistazo más de cerca al guerrero de los Muertos Exiliados, y sus ojos se abrieron de par en par cuando se dio cuenta de quienes eran ellos en realidad.
—Los Ángeles de la Muerte —dijo el hombre—. Habéis llegado al fin.
Las lúgubres salas de los criptaestesianos eran desagradables en el mejor de los casos, y los sentidos del señor del coro vibraban como un diapasón mal golpeado. No le gustaba bajar hasta allí, pero Evander Gregoras había hecho caso omiso de todas y cada una de sus citaciones y quedaba mucho trabajo por hacer, de modo que tendría que olvidarse del estudio de su querido patrón.
Un trío de guardias de los Centinelas Negros lo acompañaba desde la intrusión psíquica de Magnus, aunque no podía decidir si Golovko se los había asignado para protegerlo o para matarlo en caso de otro ataque. Probablemente para ambas cosas, decidió.
Dejó atrás los negros muros de piedra desnuda, sintiendo que lo estaban presionando contra ellos con cada paso que se adentraba en la guarida de los criptaestesianos. Le dolía la cabeza como consecuencia de una comunión particularmente difícil, un mensaje confuso que parecía proceder de un astrópata de la XIX Legión pero que no tenía códigos sinestésicos que verificaran su autenticidad. El mensaje hablaba de la muerte del primarca Corax. Nemo quería creer desesperadamente que era falso, una pieza de desinformación deliberada diseñada para desmoralizar a las tropas leales del Emperador. Aunque el mensaje traía el anillo de la verdad, él había decidido no pasarlo a través del Conducto por miedo al daño que podía causar.
Ésa no era la única comunicación portadora de malas noticias. Habían llegado rumores desde la Franja Oriental sobre una cobarde emboscada que había sufrido la XIII Legión alrededor de Calth, y que dos veintenas de astrópatas se habían vuelto locos intentando contactar con las sanguinarias legiones de los Ángeles Sangrientos. ¿Qué monstruoso destino había caído sobre los vástagos de Baal, y por qué ninguna comunicación podía penetrar en el Racimo Signus sin que los sueños de locura y asesinato afligieran a los que lo intentaban?
Los astrópatas de la Ciudad de la Visión no podían hacer frente a las demandas de información que les exigían desde el palacio. Habían llegado al punto de ruptura, y el señor del coro necesitaba que los criptaestesianos de Evander Gregoras ocuparan su lugar en los coros si querían poner a salvo a toda la red. La revisión de los restos psíquicos o la caza de las verdades ocultas en el ruido de fondo del universo tendrían que esperar.
Finalmente llegaron a la puerta correcta, y el señor del coro golpeó con sus delgados nudillos en la madera, con cuidado de no dañar su anillo del Cuarto Dominio. Esperó, pero nadie le contestó. Frunció el ceño. Sentía la presencia de la mente de Gregoras más allá de la puerta, y oía el sonido del papel al ser rasgado.
—¡Evander! —gritó, aunque odiaba elevar el tono de voz—. Abre la puerta, tengo que hablar contigo.
Los sonidos procedentes del interior de los aposentos del criptaestesiano cesaron durante un momento y un instante más tarde comenzaron de nuevo, más vigorosamente que antes.
—Necesito a tus criptaestesianos, Evander —dijo Nemo—. Los necesito para facilitar el flujo de comunicaciones atrasadas. No tenemos suficientes telépatas, y sin la ayuda de las Naves Negras no tenemos reemplazos. ¡Evander!
Era evidente que Gregoras no tenía intención de contestar, y el señor del coro le hizo un gesto con la cabeza al sargento de los Centinelas Negros.
—Ábrela —le ordenó, irritado por el hecho de que el señor de la Ciudad de la Visión no pudiera abrir cualquier puerta de su ciudad sin el permiso de los Centinelas Negros.
Ninguna puerta estaba prohibida para la guardia de la ciudad, y el sargento agitó una vara de datos frente al panel de bloqueo. La puerta se abrió y Nemo entró en las habitaciones de Gregoras. Le causó una gran impresión ver todo el desorden que había allí dentro.
La naturaleza del trabajo de los criptaestesianos los convertía en seres tristes e introspectivos, pero dados a excéntricas peculiaridades de comportamiento.
Gregoras era un cabrón malhumorado, pero era el mejor que había para filtrar el residuo psíquico, y por eso Nemo le había tolerado su obsesión con el patrón. Había visto el trabajo que Gregoras había llevado a cabo, pero donde los criptaestesianos veían orden y sentido, Nemo sólo veía caos y casualidad. La búsqueda del patrón había inundado la habitación. Cada centímetro cuadrado de pared había estado cubierto de guiones ininteligibles, cada estante doblado por el peso de los libros, con cogitadores de datos, con recopiladores de estadísticas, con mapas, planos y dispositivos que había creado con el único propósito de traducir el latido del corazón del universo.
Todo eso había desaparecido.
Evander estaba sentado en una silla de respaldo alto en el centro de la habitación con un libro sobre el regazo. Tenía una mano sobre la cubierta, como si tratara de evitar que las páginas salieran volando al abrirse. La otra mano le colgaba a un costado, y en ella sostenía una pluma que goteaba tinta en el suelo. El señor del coro dio un paso vacilante hacia el interior de la habitación, sintiendo la presión de una abrumadora presencia psíquica que no tenía nada que ver con Gregoras ni con sus propios poderes.
—Evander —susurró Nemo—. Tus ojos…
Las mejillas del criptaestesiano estaban surcadas por unas lágrimas imposibles, y las tracerías de luz que recorrían el interior de su cuerpo relucían en sus ojos con el brillo propio de los tejidos orgánicos.
Evander Gregoras ya no estaba ciego.
El criptaestesiano no le respondió. Tenía los ojos cerrados con fuerza y la cara desencajada por el esfuerzo de mantener a raya algún tipo de miedo. Todo su cuerpo estaba en tensión, y los tendones se le marcaban contra la suave piel del cuello. La mano le temblaba sobre la cubierta del libro, una oneirocrítica con tapas de cuero negro.
—Evander, ¿qué ha sucedido aquí? —le preguntó.
—Lo vi todo —dijo Gregoras dejando caer la pluma y colocando ambas manos sobre la portada del libro—. ¡Necesitaba que yo lo viera y me devolvió los ojos! ¡Por el Trono, me devolvió los ojos para que pudiera verlo!
—¿Para que vieras qué? —quiso saber el señor del coro—. No tiene ningún sentido lo que estás diciendo.
—Es desesperante, Nemo —dijo Gregoras, moviendo la cabeza como si estuviera intentando liberar algún recuerdo horrible—. No puedes pararlo, ninguno de nosotros puede. Ni tú, ni yo, ¡nadie!
—¿De qué estás hablando? —insistió Nemo.
El señor del coro dio otro paso adelante y se puso en cuclillas frente a Gregoras. Una pizca de iluminación espectral, como la luz de las estrellas reflejada sobre la superficie de un río, bailaba bajo sus párpados fuertemente cerrados.
—Todo es en vano, Nemo —insistió Gregoras, con el pecho agitado por los sollozos—. Todo lo que hicimos no ha servido para nada. Todo se estanca. Nada vive realmente, sólo es una muerte lenta que se prolonga durante miles de años. Todo por lo que nos esforzamos, todo lo que nos prometieron… todo era una mentira.
Los nudillos de sus dedos estaban blancos por el esfuerzo de intentar mantener la cubierta de la oneirocrítica cerrada. Apartó una mano el tiempo suficiente como para meterla en el interior de la túnica y sacar una pistola de cañón corto de pequeño calibre.
El señor del coro se puso en pie y se alejó de Gregoras al mismo tiempo que los centinelas negros alzaban sus rifles y lo apuntaban.
—¡Baja el arma! —bramó el sargento—. Baja el arma o te dispararemos hasta que estés muerto.
Gregoras se rió, y el dolor y el alma enferma perdida en aquel sonido le rompió el corazón al señor del coro. ¿Qué podía ser tan terrible como para hacer que de un hombre salieran sonidos tan quejumbrosos?
—Evander —le dijo Nemo—. Sea lo que sea lo que haya sucedido aquí, lo podemos resolver. Podemos manejar cualquier cosa. ¿Recuerdas nuestra época a bordo de las Naves Negras? ¿Recuerdas aquel chico del cuarenta-tres nueve? Mató a casi todos los que viajaban en esa nave, pero logramos contenerlo. Lo contuvimos a él y podemos parar esto, sea lo que sea.
—¿Pararlo? —dijo Gregoras—. ¿Es que no lo entiendes? Ya ha sucedido.
—¿Qué ha sucedido?
—El final de todo lo bueno —dijo Gregoras antes de colocarse el cañón de la pistola en la boca.
—¡No! —gritó Nemo, pero nada pudo evitar que el criptaestesiano apretara el gatillo.
La cabeza se bamboleó y una leve voluta de humo le surgió de la boca cuando la mandíbula inferior cayó flácida, y se quedó abierta. Un chorro de sangre le cayó de la nariz sobre la cubierta de la oneirocrítica. Al morir, los ojos de Gregoras se abrieron, y el señor del coro pudo ver por fin que eran del color del ámbar engastado en oro rosa.
El libro se deslizó sobre las rodillas del cadáver y cayó al suelo. El señor del coro respiró profundamente mientras sentía que la presencia maligna que había ocupado el espacio entre mundos empezaba a disiparse. Se quedó mirando fijamente al cuerpo del que una vez fuera su amigo, tratando de imaginar qué podría haber llevado a un hombre tan racional al suicidio.
Su visión ciega se vio atraída hacia el libro caído. Las gotas de sangre de la cubierta brillaban con las ultimas energías vitales del hombre muerto, y el señor del coro sintió una inmensa tristeza al ver que la destellante luz de la vida se desvanecía en la nada.
—¿Qué es lo que viste, Evander? —dijo, sabiendo que sólo había una forma de saberlo a ciencia cierta, y se preguntó si tendría la fuerza suficiente para mirar.
Nemo Zhi-Meng tomó del suelo la última oneirocrítica de Gregoras y comenzó a leer.
Kai seguía a los Muertos Exiliados mientras entraban en el Templo de la Aflicción, sintiendo el peso del dolor y la culpa que impregnaban el aire como un humo invisible. Como la fachada exterior, el interior del edificio también había sido embellecido con estatuas funerarias que representan el duelo en todas sus variadas formas: dolientes que se lamentaban, vigilias en el lecho de muerte, estridentes velatorios y dignas despedidas. Las antorchas que colgaban de candelabros de hierro llenaban el templo de un brillo cálido, y el borde circular de lo que una vez había sido el engranaje dentado de una de las enormes máquinas de guerra del Mechanicum había acabado sirviendo de soporte colgante para cientos de velas de sebo.
Los grupos de dolientes se reunían en sombrías aglomeraciones en bancos de madera, los afortunados a los que les había llegado el turno de llevar a sus muertos al interior. La gente levantó la vista y los miró cuando entraron, algunos con asombro, mientras que otros que estaban demasiado sumidos en su dolor sólo les dedicaron una mirada superficial. Un hombre y una mujer lloraban al lado de un cuerpo que yacía a los pies de la estatua pulida de un ángel sin rostro arrodillado.
Una tenue neblina negra se aferraba a los recovecos y curvas de las alas del ángel, y aunque carecía de rasgos en la cara, Kai sintió algo tras esa superficie inacabada, como un rostro vislumbrado a medias entre las sombras.
—¿Qué es eso? —preguntó, sabiendo que Atharva lo estaba mirando y entendería lo que le estaba diciendo.
—Sospecho que no es una cosa, sino muchas —respondió Atharva—. El Gran Océano es un reflejo de este mundo, y como decían los alquimistas de la antigüedad: como es arriba, así es abajo. No puedes desahogar tanto dolor en un lugar sin atraer la atención de algo de más allá del velo.
—Sea lo que sea parece que es peligroso —comentó Kai—. Y… hambriento.
—Un término adecuado —asintió Atharva—. Y tienes razón al pensar que es peligroso.
Kai sintió que el miedo lo invadía.
—¡Por el Trono, debemos decirle a esta gente que salga de aquí!
Atharva se echó a reír y negó con la cabeza.
—No hace falta, Kai. Su poder no es tan grande como para que pueda escapar de la prisión de piedra en la que reside actualmente.
—¿Te gustan mis estatuas? —preguntó el guardián del Templo de la Aflicción, que tras cerrar las puertas se dirigía hacia ellos.
—Son espectaculares —comentó Kai—. ¿Dónde las conseguiste?
—No las conseguí en ninguna parte, las tallé yo con mis propias manos —respondió el hombre tendiéndole la mano—. Soy Palladis Novandio y os doy la bienvenida a este templo. A todos vosotros.
Kai le estrechó la mano tendida, tratando de disimular su malestar mientras sentía una fuerte punzada de dolor y culpa proveniente del hombre.
—Es un mausoleo —dijo Tagore.
—¿Porqué habéis reunido a tantos muertos en el mismo lugar?
—Son imágenes de aversión —le explicó Palladis.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Subha.
—Al reunir tantas imágenes de muerte y dolor en un mismo sitio, los libras de su pena —dijo Kai con una intuición repentina.
—Exactamente —declaró Palladis—. Y al honrar a la muerte, la mantenemos a raya.
—Traemos a unos guerreros que han recorrido la Senda Carmesí —dijo Tagore—. Sus restos mortales no son para que el basurero o el buitre carroñero los deshonren. Nos dijeron que aquí teníais un incinerador.
—Así es —dijo Palladis, señalando hacia un arco en la parte trasera de la estructura.
Kai notó la sensación de final que existía más allá de esa puerta, una barrera que casi no podía impedir que el olor a carne quemada impregnara el aire del templo.
—Necesitamos usarlo —dijo Atharva.
—Está a vuestra disposición —ofreció Palladis con un saludo respetuoso.
Kai vio cómo los Muertos Exiliados alzaban a sus hermanos muertos entre ellos como si fueran enormes portadores de féretros. Los devoradores de mundos llevaron a Gythua, y Atharva y Severian elevaron a Argentus Kiron por encima de sus hombros.
—El guerrero muerto debe ser honrado en la muerte por sus compañeros de sangre —dijo Tagore—. Pero estos héroes están muy lejos de sus hermanos de legión y nunca volverán a ver sus mundos natales.
—Éste es ahora su mundo —declaró Atharva.
—Y nosotros somos sus hermanos —añadió Subha.
—Nosotros los honraremos —dijo Asubha—. Como camaradas de batalla, no debemos lealtad a ninguna hermandad más que a la que nosotros mismos formamos.
Kai se sorprendió de escuchar tales palabras de unos guerreros como ellos. En el breve tiempo que habían pasado juntos, no lo había llegado a pensar, pero esas palabras hablaban de un lazo más profundo de lo que él hubiera imaginado, un lazo que sólo se puede forjar en el sangriento caldero de la batalla y la muerte.
—Vamos —dijo Palladis Novandio—. Os lo enseñaré.
Tagore colocó una mano en el pecho de Palladis e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, no lo harás —dijo él, enseñando los dientes y con una hostilidad apenas contenida que envolvía sus palabras—. La muerte de un marine espacial es un asunto privado.
—Pido disculpas —dijo Palladis, reconociendo la amenaza—. No quise faltaros al respeto.
Los marines espaciales caminaron por el pasillo central del templo, y todos los sonidos de los dolientes se fueron apagando mientras aquellos que eran testigos del solemne desfile inclinaban sus cabezas en silencio y mudo respeto. El poder de Atharva se encendió como el destello de un rayo, y la puerta de la incineradora se abrió girando sobre las oxidadas bisagras.
Kai los vio pasar y dejó escapar el suspiro que había estado reteniendo.
Sólo le tomó un momento comprender el significado de ese instante, pero cuando se dio cuenta de que se encontraba sólo y libre, todo lo que sintió fue una extraña sensación de vacío. Ya no sabía si era un compañero de huida o un prisionero de los Muertos Exiliados, pero sospechaba que todo giraba en torno a lo que él tenía en el interior de su mente.
Kai se volvió hacia la puerta a través de la cual había entrado junto a los marines espaciales en el templo. Los destellos de luz de las antorchas atravesaban su estructura imperfectamente encajada, y ese suave resplandor era la promesa de todo aquello que le había sido negado: la libertad de la responsabilidad, la elección de vivir o morir y, finalmente, la oportunidad de no ser el esclavo de nadie.
La última idea era la más difícil de admitir, ya que Kai siempre había creído que era el dueño de su propio destino. Allí, sólo y perseguido en un templo dedicado a la muerte, se dio cuenta de lo ingenuo que había sido. El valor intrínseco del individuo fue la mayor de las mentiras que el Imperio había hecho tragarse a su propio pueblo. Desde los soldados del ejército a los escribas de palacio pasando por los trabajadores de las fábricas, la vida de cada persona estaba al servicio del Emperador. No importaba si ellos se habían dado cuenta o no, la raza humana había estado sometida al único objetivo de la conquista de la galaxia.
Por primera vez en su vida, Kai vio el Imperio como lo que realmente era, una máquina que podía funcionar a una escala tan enorme sólo porque su combustible de vida humana era una fuente inagotable de energía. Él había formado parte de esa máquina, pero sólo era una pieza pequeña que se había desprendido de su engranaje y daba tumbos sin parar a través de sus delicados mecanismos. Kai conocía lo suficiente de esos mecanismos como para saber que no se podía permitir que una pieza cualquiera permaneciera en el interior del cuerpo de la máquina. O la pieza era devuelta al lugar indicado, o era expulsada y desechada.
—La muerte te rodea, amigo mío —le dijo Palladis—. Has hecho bien en venir aquí.
Kai hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—La muerte me ronda por dondequiera que vaya.
—Eso es cierto —asintió Palladis—. ¿Te refieres a quedarte con los Ángeles de la Muerte?
—¿Por qué tengo el presentimiento de que no lo estás usando como un apodo? —preguntó Kai.
—Las Legiones Astartes son la encarnación física de la muerte —dijo Palladis—. Los has visto matar, así que debes de saberlo.
Kai recordó el derramamiento de sangre en su huida de la prisión de los custodios, y reprimió un escalofrío al recordar la feroz matanza.
—Supongo que es apropiado —admitió—. Los Ángeles de la Muerte. Suena bien.
—No has contestado a mi pregunta —señaló Palladis.
Kai pensó por un momento, dividido entre su deseo de dar forma a su propio destino y la insistente voz que lo obligaba a permanecer con los Muertos Exiliados.
—No estoy seguro —aceptó Kai, sorprendiéndose a sí mismo—. Siento que debo abandonarlos, pero no estoy seguro de que deba hacerlo. Lo cual es estúpido, porque creo que ellos tienen la intención de llevarme a… a un lugar al que no creo que esté predestinado a ir.
—¿Adonde crees que estás predestinado a ir?
—No lo sé —respondió Kai con una triste sonrisa—. Ése es el problema, ¿entiendes?
—Entonces, ¿cómo sabes que no estás ya allí? —dijo Palladis, antes de darle un suave apretón en el brazo y encaminarse hacia el hombre y la mujer que lloraban sobre el cuerpo de un anciano a los pies de la estatua sin rostro.
Antes de que Kai pudiera pensar en las últimas palabras del hombre, la puerta del templo se abrió y entró una muchacha con un aura que le resultaba familiar. Aunque sus sentidos psíquicos le dijeron todo lo que necesitaba, él ya sabía que la mujer tenía un largo cabello rubio bajo la capucha y un pañuelo azul alrededor de la frente. Sonrió, entendiendo finalmente que no había accidentes, ni coincidencias, ni una pieza del rompecabezas del universo que no fuera solamente un eslabón más de una cadena causal que se remontaba al comienzo de todas las cosas.
—Tal vez estoy donde estoy predestinado a estar —dijo él suavemente, mientras la chica lo miraba con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.
—¿Kai? —exclamó—. Por el Trono, ¿qué haces aquí?
—Hola, Roxanne —dijo Kai.
Nagasena observa con irritación los vehículos que se aproximan y tiene la sensación de que los acontecimientos se desarrollan con más rapidez de la que ninguno de los que están allí reunidos es capaz de controlar. Son seis vehículos acorazados, de aspecto cuadrado y que apestan a aceite de motor y metal caliente. Se han visto obligados a esperar a estos tanques por orden de la Ciudad de la Visión. No recibieron ninguna explicación, y durante casi noventa minutos permitieron a su presa poner cada vez más distancia entre ellos.
—No deberíamos haber esperado —le dice Kartono, pero él no contesta.
La respuesta es evidente. No, ellos no deberían haber esperado, pero cada uno de sus sentidos clama contra esta cacería. Se dice a sí mismo que es una tontería poner la fe en los presagios, y que debería haber continuado sin Golovko y Saturnalia.
Sabe hacia dónde ha ido su presa, y que él podría estar ya allí si no fuera por sus compañeros de caza. A pesar de todo, no se ha puesto en camino por su cuenta. Ha esperado. La velocidad y la implacabilidad de la búsqueda son sus mejores armas, y él las ha sacrificado a ambas.
¿Por qué?
Porque esta cacería no sirve a la verdad, está destinada a enterrarla.
Saturnalia se encuentra en un cruce de caminos que lleva hacia el este, ansioso por continuar la cacería pero reacio a desobedecer una orden que viene refrendada por la autoridad de sus propios señores. Golovko se sienta con sus hombres, demostrando una paciencia que Nagasena no sospechaba que poseyera. Es un hombre para quien las órdenes son incuestionables, un hombre que mataría a cientos de inocentes si se lo ordenaran. Ésa clase de hombres son peligrosos, ya que pueden llevar a cabo cualquier acto horrible en la firme creencia de que sirve a un propósito más elevado.
El vehículo que marcha en cabeza se detiene entre una tormenta de escombros y de chirridos de metal. Está pintado de negro y rojo, con el dibujo de la puerta de una fortaleza sobre la que se cruzan una lanza con la cuchilla negra y un rifle láser. Golovko y Saturnalia se reúnen con él mientras la escotilla lateral se abre y sale un subteniente con coraza y casco negro que tiene aspecto de querer estar en cualquier lugar menos en éste.
El teniente camina hacia Golovko y le entrega una placa sellada de mensaje único, de un solo uso.
Una vara de mando codificada surge del guantelete de Golovko y la placa parpadea al activarse. Un texto que brilla levemente aparece en la superficie pulida, y el rostro del hombre se rasga con una sonrisa de feroz anticipación.
Nagasena había visto esa mirada con anterioridad, y no le gusta nada.
—¿Qué dice el mensaje? —pregunta, aunque teme que ya conoce la respuesta.
Golovko entrega la placa del mensaje a Saturnalia, quien examina su contenido con un gesto que confirma lo que Nagasena ya sospechaba. Se da la vuelta cuando Saturnalia le ofrece la placa.
—Ya no somos cazadores —dice Nagasena—, ¿verdad?
—No —le confirma Saturnalia—. Somos un equipo de eliminación.