DIECINUEVE

DIECINUEVE

EMPERADOR ENEMIGO

CAE LA NOCHE

EJECUCIÓN

Kai sintió el calor en la cara y una fresca brisa que le acariciaba la piel con fragancias de los brillantes océanos, de las altas hierbas y de las exóticas especias diseñadas para encender los sentidos. Quiso abrir los ojos, pero alguna clase de persistente ansiedad lo obligaba a mantenerlos cerrados por miedo a que aquel precioso momento de paz pudiera serle arrebatado.

Sabía que estaba soñando, y darse cuenta de ello no le importó excesivamente. La vida que había dejado en el mundo de la vigilia era una vida de dolor y miedo, emociones con las que no se tenía que enfrentar en su estado actual. Kai desplegó sus sentidos para poder disfrutar del suave suspiro del agua en una playa, del susurro del viento en las copas de los árboles y de esa sensación de vacío que sólo se puede sentir en los desiertos más grandes.

—¿Vas a moverte, Kai? —le preguntó una voz que venía justo de delante de él. Reconoció de inmediato a la persona que le estaba hablando: la figura dorada que había estado persiguiendo por los claustros de mármol de Arzashkun. Confuso, abrió los ojos, sorprendido, por alguna razón, de haber podido hacerlo.

El individuo estaba sentado en un taburete de madera delante de un pulido tablero de regicida en las orillas de un lago más allá de los muros de Arzashkun. La partida ya estaba comenzada, y las piezas de plata esperaban colocadas delante de Kai, las de ónice se habían dispuesto delante de una figura alta vestida con una larga túnica de color negro intenso. Su oponente tenía la cara cubierta, pero en el interior de la más profunda oscuridad brillaban dos ojos dorados. Unas palabras bordadas con fino hilo negro estaban pegadas en cada costura y pliegue de la profundamente negra toga, pero Kai no fue capaz de leerlas, y dejó de intentarlo cuando la figura le habló de nuevo.

—Has recorrido un largo camino desde la última vez que hablamos.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Kai.

—Para jugar a un juego.

—El juego ya ha comenzado —señaló Kai.

—Lo sé. Pocos de nosotros tenemos el privilegio de estar presentes en el comienzo de los acontecimientos que dan forma a nuestras vidas. Uno debe mirar al tablero donde está representado y hacer de ella lo que pueda. Por ejemplo, ¿qué ves de mi posición?

—No soy muy experto en el regicida —admitió Kai, mientras su oponente se echaba atrás la capucha para dejar ver una cara que brillaba en la bruma de la luz del sol que se movía a través de las ondulantes hojas de este oasis. Era una cara amable, paternal, aunque tenía la esencia de algo indefinible, o tal vez indefinido, detrás de esa máscara.

—Pero ¿conoces el juego?

Kai asintió con la cabeza.

—El señor del coro nos hacía jugar —dijo él—. Trata sobre algo así como hacernos apreciar el valor de invertir el tiempo necesario para tomar una decisión.

—Nemo Zhi-Meng es un hombre sabio.

—¿Lo conoces?

—Por supuesto, pero mira al juego —insistió su oponente—. Dime qué es lo que ves.

Kai examinó el tablero, y observó que una serie de piezas estaban encapuchadas, lo que hacía imposible averiguar su lealtad. Por lo que pudo comprender de las complejidades del juego, parecía que sólo podía haber un resultado.

—Creo que vas perdiendo —dijo Kai.

—Eso es lo que parece —señaló la figura, quitando la capucha de una de las piezas. Sin embargo, las apariencias pueden ser engañosas: la pieza descubierta era un guerrero, uno de los nueve que quedaban de ónice, que estaba representado como un antiguo soldado con su reluciente armadura de combate.

—Uno de los tuyos —dijo Kai.

—Entonces, haz tu movimiento.

Kai vio que la pieza descubierta había sido colocada hacia adelante como parte de una apertura agresiva, pero sus compañeros la habían dejado sin apoyo. Kai movió su divinitarca desde un recuadro cercano y tomó la pieza, colocándola en un lado del tablero.

—¿Eso significaba que ibas a sacrificar a tu guerrero? —quiso saber Kai.

—Un buen sacrificio es un movimiento que no es necesariamente prudente, pero que deja a tu oponente aturdido y confuso —dijo la figura.

—Me habían dicho que siempre es mejor sacrificar las piezas de tu oponente.

—En la mayoría de los casos estaría de acuerdo, pero un sacrificio real implica un cambio radical en la naturaleza de un juego, que no sería efectivo sin la previsión y la voluntad de asumir grandes riesgos.

Y tras decir esto, la figura movió su fortaleza a través del tablero y derribó el divinitarca de Kai. La pieza en la mano de su oponente brillaba bajo la luz del sol, parecía que se tornaba de negra a plateada y de nuevo en negra.

—El sacrificio de un guerrero es llevado a cabo la mayoría de las veces con el propósito de atraer a tu oponente —dijo la figura con una sonrisa triste—. Contra los jugadores más duros puede llegar a ser muy útil, y una de las ventajas de usar una táctica tan arriesgada es que la mayoría de los rivales no saben cómo defenderse contra esto.

—¿Y qué pasa si estás jugando con alguien que sí sabe cómo defenderse? —preguntó Kai—. ¿Qué pasa si estás jugando con alguien tan inteligente como tú?

El oponente de Kai asintió con la cabeza y se cruzó de brazos.

—Si permites que la timidez guíe tu juego nunca alcanzarás la victoria, Kai. Todo lo que te encontrarás serán nuevos fantasmas a los que temer. Con demasiada frecuencia permites que el temor de lo que tu oponente ni siquiera ha considerado te aleje de la grandeza. Ésa es la verdad del regicida.

Kai miró al tablero, disfrutando de este momento de calma dentro de la dolo rosa pesadilla en que se había convertido su vida. Se trataba de una ficción temporal que no se hacía menos real en este punto, y Kai no tenía intención de correr a abrazar la locura de su vida de vigilia.

—¿Tengo que volver? —preguntó él, moviendo su templario hacia adelante.

—¿A la Ciudad de los Suplicantes?

—Sí.

—Eso depende de ti, Kai —dijo la figura, volviendo a colocar en su lugar a su emperador—. No puedo decirte qué senda debes elegir, aunque sé la que desearía que escogieras.

—Creo que la advertencia que tengo es para ti —dijo Kai.

—Así es —señaló la figura—. Pero aún no puedes decírmelo.

—Quiero decírtelo —insistió Kai—. Si eres quien supongo que eres, ¿no puedes simplemente, no sé, sacarlo de mi mente?

—Si pudiera hacerlo, ¿no crees que ya lo hubiera hecho?

—Supongo que sí.

—He visto muchas grandes cosas, Kai, pero algunos secretos permanecen escondidos incluso para mí —dijo la figura, señalando hacia un puñado de piezas encapuchadas que Kai habría asegurado que no estaban ahí hacía un momento—. He visto este momento muchas veces y repetido nuestras palabras una y mil veces, pero el universo tiene secretos que se niega a revelar hasta que llega la hora señalada.

—¿Incluso para ti?

—Incluso para mí —dijo la figura con un guiño irónico.

Kai respiró profundamente y se frotó los ojos. La piel de alrededor estaba irritada y reseca.

—El señor del coro siempre decía que el regicida siempre trataba sobre la verdad —comentó Kai mientras se turnaban para mover sus piezas a través del tablero.

—Tenía razón —asintió la figura, moviendo a su emperador otro recuadro más adelante—. Ninguna fantasía, por enriquecedora que sea; ninguna técnica, por magistral que sea; ninguna comprensión de la psicología de tu oponente, por profunda que sea, puede hacer del regicida una obra de arte si no conduce a la verdad.

A pesar de que Kai había reconocido su falta de habilidad en el regicida, el juego no parecía estar desequilibrado a favor de ninguno de los jugadores, aunque a él le quedaban más piezas. Después de los movimientos de apertura y las incidencias de la mitad del juego, estaba claro que el final estaba ya cerca. Ambos jugadores habían perdido una gran cantidad de piezas, pero los señores del tablero estaban llegando a sus propias casas.

—Ya llegamos —dijo Kai moviendo a su emperatriz hasta una posición más fuerte para poder atrapar el emperador de su oponente.

Al principio del juego, el emperador de Kai había recorrido el tablero con una arrogante confianza, mientras que el de su oponente se mantenía firmemente a la defensiva, pero ahora el maestro de ónice se acercaba ya a la línea de batalla.

Las piezas competían por conseguir una buena posición, y Kai tenía la sensación de que había sido atraído a ese ataque, pero no veía la forma en que su oponente podría ganar sin realizar el sacrificio final. Al final, hizo un movimiento seguro, convencido de que tenía al emperador de ónice encajonado entre sus piezas cardinales.

Sólo cuando la figura que tenía delante movió audazmente a su emperador se dio cuenta de su error.

—Regicidio —dijo su oponente, y Kai vio con creciente admiración y conmoción cómo había sido hábilmente manipulado para dejar al descubierto su cuello ante la cuchilla del verdugo.

—No puedo creérmelo. Ganaste con tu propio emperador. Pensaba que eso casi nunca ocurría.

Su oponente se encogió de hombros.

—Al principio y durante el transcurso del juego, el emperador es a menudo una pieza molesta que debe ser defendida a toda costa, pero al final del juego se convierte en un jugador importante y agresivo.

—Ha sido una partida sangrienta —señaló Kai—. Perdiste a la mayoría de tus piezas más poderosas para derrotar a mi emperador.

—Ésta es a menudo la forma en la que juegan dos jugadores con habilidades parecidas —dijo la figura.

—¿Jugamos otra vez? —preguntó Kai, recogiendo las piezas que había perdido durante el juego.

La figura se acercó y lo agarró por la muñeca. El apretón fue firme, inflexible, y Kai sintió una fuerza que, de haber querido, podía haber roto sus huesos en un instante.

—No, éste es un juego al que sólo se puede jugar una vez.

—Entonces ¿por qué está el tablero preparado para jugar de nuevo? —preguntó Kai, al comprobar que todas las piezas habían vuelto a sus posiciones iniciales sin que él las hubiera tocado.

—Porque hay otro oponente al que debo enfrentarme, uno que conoce cada táctica, cada argucia y cada final de juego. Y sé que es así porque yo mismo le enseñé.

—¿Puedes vencerlo? —preguntó Kai con una creciente sensación de malestar mientras la figura avanzaba hacia las afueras del oasis.

—No lo sé —admitió la figura—. Aún no puedo ver el final de nuestro encuentro.

La figura vestida con la toga miró hacia el tablero, y Kai vio que las piezas se habían movido de nuevo, en un movimiento complicado que desafiaba cualquier interpretación. Miró hacia arriba y vio claramente a su oponente por primera vez, con la carga de toda una civilización entera sobre sus hombros.

—¿En qué puedo ayudar? —preguntó Kai.

—Puedes regresar, Kai. Puedes volver al mundo de la vigilia y traerme el aviso que Sarashina te dio.

—Tengo miedo de volver —confesó Kai—. Creo que podría morir si lo hago.

—Me temo que así será —señaló la figura.

Kai sintió un frío golpe en el centro del estómago, y el miedo que lo había consumido desde lo ocurrido en la Argo regresó con una repugnante sacudida. El cielo se oscureció, y Kai oyó el murmullo de unas voces discutiendo a lo lejos.

—¿Me estás pidiendo que me sacrifique por ti?

—Ningún sacrificio es demasiado grande para derrotar al enemigo del Emperador —dijo la figura.

Una fría niebla se acumulaba alrededor de los muchos bancos que contenían material de laboratorio, y el zumbido de los generadores se podía oír más allá de las aisladas paredes de la habitación de techo bajo. Los bancos de equipamientos, que no se verían fuera de lugar en las salas de un genetista marciano, zumbaban con el giro de las centrifugadoras y el tintineo de los viales de materias primas. Las incubadoras contenían zigotos gestantes, y los contenedores de líquido rico en nutrientes fomentaban el crecimiento de enzimas y proteínas complejas.

Que un laboratorio tan bien equipado existiera en Terra no era sorprendente, pero encontrarlo en el corazón de la Ciudad de los Suplicantes era poco más que un milagro. Era como encontrar una nave espacial en pleno funcionamiento en las ruinas de la prehistoria de la Tierra.

Babu Dhakal manejaba un cilindro de incubación plateado en el que una mezcla de elementos burbujeaba llena de vida. La superficie de la armadura del señor del clan se había empañado a causa de la condensación, y la carne muerta de su cara estaba cubierta de escarcha. El ya no sentía el frío, como tampoco sentía el calor ni el placer. Una a una, las alegrías que convertían una existencia como ésa en un regalo estaban muriendo.

De la misma manera que él también se estaba muriendo.

El antiguo maestro de Dhakal lo había entrenado para ser más rápido, más fuerte y más poderoso que cualquiera de los feroces bárbaros guerreros criados genéticamente que proclamaban su fidelidad sobre la roca natal de la humanidad. Era un soldado pensado para que sacara a su mundo de la anarquía en la que había caído. Aquéllos habían sido días dorados, cuando la bandera del águila y el rayo caminaba delante de los imparables ejércitos de los Guerreros del Trueno.

Al final las batallas duraron semanas, con muertos contados por millones y duelos de titánicos señores de la guerra que rompían montañas y dividían continentes. Aquellas victorias eran ahora consideradas como una espeluznante exageración, y los historiadores modernos se negaban a creer que tales enfrentamientos armados pudieran haberse llevado a cabo. No comprendía por qué sus despreciables pellejos no eran azotados por esa torpe ceguera, pero en lo más hondo de su corazón sabía que esa deprimente nueva era no podría mantener tales leyendas sin burlarse del sturm und drang de aquellos embriagadores y sangrientos días.

Dhakal recordaba cómo derribó la Torre Azurita con sus propias manos, y se preguntaba qué dirían los miserables rememoradores que documentaban aquel imperio de baratijas brillantes de las historias que él podría contarles.

La máquina que tenía delante emitió un repiqueteo y Babu Dhakal dejó a un lado los sueños de sus días de gloria para ponerse manos a la obra. El tubo de acero plateado dejaba salir gases refrigerantes y un tubo acanalado gorgoteaba mientras drenaba fluidos con nutrientes. La parte superior del cilindro siseó al abrirse, dejando ver un cojín de gasa sobre el que había un brillante órgano en carne viva. Una red de capilares artificiales alimentaba de sangre el órgano hiperoxigenado, pero varias manchas negras necróticas veteaban el órgano como a un pulmón enfermo.

—Otro no —susurró Babu Dhakal, cerrando con fuerza las manos—. Estoy tratando de corregir lo que no se puede corregir.

Cerró el cilindro de incubación con suavidad, respirando profundamente para calmar la furia que crecía en su pecho. Se suponía que ya estaba acostumbrado a esos fallos, pero él no era un hombre a quien le resultara fácil de aceptar tales fracasos. ¿Hubiera podido luchar cinco batallas contra legiones de machacadores si hubiera sido de esa clase de hombre? ¿Podría haber derribado el Martillo de Halo del Zar de Hierro si hubiera sido un hombre que aceptara los fallos?

Agarró el borde del banco con sus grandes manos y dobló el metal con su furiosa decepción. Dhakal hubiera querido barrer todos los materiales de los bancos y descargar su imponente furia sobre el laboratorio que lo había desafiado durante tanto tiempo, y sólo con el mayor de los esfuerzos consiguió contenerse. Como cualquier otra persona en su situación, el control sobre sus impulsos era cada vez más débil y él estaba a punto de convertirse en alguien no mucho mejor que el bárbaro que la gente pensaba que era. Sí, había matado hombres desde el amargo día de la Unificación; sí, había sometido toda una ciudad bajo su dominio, pero ¿acaso no había hecho todo esto con un propósito más importante en la mente?

Una luz roja intermitente acompañó al ruido de descompresión del obturador situado detrás de él. Sólo otra persona estaba autorizada para entrar en este lugar de maravillas olvidadas y milagros, y Babu Dhakal se volvió mientras Ghota entraba con una expresión de abatimiento en el rostro. Incluso sus ojos, tan enrojecidos por la sangre, eran un reflejo del fracaso.

—Regresas derrotado —dijo Babu Dhakal, una palabra con sabor a ceniza y ajena a su lengua.

—Sí, mi subedar —admitió Ghota, cayendo de rodillas y alzando la cabeza para dejar a la vista las gruesas venas del cuello—. Mi vida es vuestra para que le pongáis fin. Mi sangre es vuestra para que la derraméis.

Babu Dhakal bajó de la plataforma sobre la que había estado trabajando y sacó una larga daga con una hoja dentada de una vaina que llevaba en el muslo. Apoyó el filo asesino sobre la palpitante arteria del cuello de Ghota, y jugó con la idea de apretarlo contra la carne sólo para sentir la cálida humedad de la sangre del hombre.

—Tiempo atrás te habría cortado la cabeza sin pensarlo.

—Y yo lo hubiera aceptado con agrado.

Babu Dhakal envainó el cuchillo.

—Estamos en una nueva era, Ghota, y quedamos pocos de nosotros vivos para continuar las viejas tradiciones —dijo—. Por ahora, necesito que tu corazón permanezca dentro de tu pecho.

Ghota se puso en pie y golpeó su puño contra el pecho, un saludo que ya no se usaba pero que aún guardaba un gran significado para los guerreros nacidos en un tiempo olvidado.

—Subedar —dijo Ghota—. Ordenadme lo que queráis.

—¿Y los hombres que llevaste contigo?

—Todos están muertos.

—No importa —contestó Babu Dhakal—. Ellos no eran más que experimentos fallidos. Cuéntame cosas de esos marines espaciales. ¿Cómo son?

Ghota hizo un gesto de burla y enderezó los hombros, aunque no tenía derecho a hacerlo.

—Ellos no son iguales que nosotros, pero son guerreros en condiciones de portar el águila.

—Y así es como deben ser —declaró Babu Dhakal—. Los han colocado sobre nuestros hombros para alcanzar la grandeza. Sin nosotros, no existirían.

—No son ni la pálida sombra de lo que éramos nosotros —afirmó Ghota.

—No, ellos son el siguiente eslabón en la cadena de los super-guerreros, nosotros somos las pálidas sombras de lo que ellos son. Sí, somos más fuertes y duros que ellos, pero nunca se pretendió que nuestro legado genético perdurara. La Vieja Noche puede estar acabada, pero para nosotros una nueva noche está llegando. No fuimos construidos para vivir más allá de la Unificación, ¿lo sabías?

—No, mi subedar.

—Nuestros genes siempre fueron defectuosos, pero no puedo saber si fue algo deliberado o simplemente ignorancia. Me gustaría que fuera lo segundo, pero sospecho que debió de ser lo primero. El señor de este mundo es descuidado con sus creaciones, y me pregunto si sus primarcas sabrán que cuando hayan cumplido con la tarea para la que fueron creados serán desechados a favor de los mortales en cuyo nombre luchan. Como los ángeles de la antigüedad, me temo que todavía no tienen ni idea de tal rechazo.

Ghota no dijo nada. La referencia al texto antiguo lo había desorientado.

—¿Con cuántos guerreros te enfrentaste? —preguntó Babu Dhakal.

—Siete, pero dos de ellos están ya muertos, mi subedar —respondió Ghota—. Sólo quedan cinco.

—¿Mataste a esos dos tú sólo?

—A uno de ellos, el otro estaba ya moribundo.

—Entonces debemos encontrarlos, Ghota —dijo Babu Dhakal, alzando un dispositivo de metal de un banco y colocándolo en la parte superior de su guantelete. Una serie de ruidosas agujas, cuchillas y herramientas quirúrgicas salieron de los soportes con un silbido de aire crioenfriado provocando una sonrisa en Babu Dhakal.

—Estamos muriendo un poco cada día, pero con su material genético todavía puedo encontrar una forma de invertir la lenta decadencia de nuestros cuerpos. ¿Sabes lo que esto significa?

—Lo sé, mi subedar —dijo Ghota.

Babu Dhakal asintió con la cabeza.

—¿Dónde están esos cinco guerreros ahora?

—En el este. Tengo hombres vigilándolos. Nos avisarán.

—Bien —dijo Babu Dhakal—. Haremos esto nosotros mismos, mi jamadar. Tú y yo. Vamos a arrancar las sangrantes glándulas progenoides de su carne viva y tendremos lo que el Emperador nos ha negado.

—Vida —declaró Ghota, saboreando la sensación de aquella palabra.

Los reflejos de la luz de la luna en la plaza la inundan de color, pero ninguna luz del cielo de la noche puede apagar el rojo vivo de la sangre salpicada sobre la desordenada mezcla de adoquines, losas de piedra y tierra desnuda. Nagasena examina las líneas de los tejados buscando alguna amenaza que todavía persista, aunque no espera encontrar nada por allí. Al menos, no de sus presas. Los cuervos de hierro forjado adornan los aleros y las crestas de los edificios, y ve montones de restos que se apilan en los bordes de la plaza.

«Restos de un día de mercado», piensa.

Tirados junto a los restos hay un montón de cuerpos muertos; al menos veinticinco, o tal vez más. Cada uno de ellos ha sido asesinado sin piedad, acribillado o destripado con pistolas, espadas o con las propias manos.

—Así es como matan los marines espaciales —dice, y Saturnalia hace un gesto con la cabeza indicando que está de acuerdo.

Hiriko y Athena miran boquiabiertas y horrorizadas los daños causados por aquellos hombres, sorprendidas por la forma en que un cuerpo humano puede ser tan monstruosamente separado en pedazos. Ninguna de las dos está acostumbrada a la violencia física, y ver las capacidades viscerales puras de las Legiones Astartes las ha impactado en lo más profundo de sus corazones.

—Es muy duro ver todo esto, ¿verdad? —pregunta Nagasena con amabilidad.

La adepta Hiriko levanta la mirada, con la cara pálida y los labios resecos. Asiente con la cabeza.

—Sé qué son los marines espaciales, pero comprobar con mis propios ojos lo meticulosamente que pueden desmembrar el cuerpo de otro hombre es…

—Terrible —continúa Athena Diyos—. Pero es para lo que fueron creados.

—Para eso y para mucho más —remacha Nagasena.

Hiriko lo mira con perplejidad, pero no dice nada.

Athena Diyos los ha conducido hasta esta plaza siguiendo el débil e intangible hilo de la agonía de Kai Zulane, y aunque a ella le resulta duro ayudar a sus cazadores, su lealtad hacia el Imperio es lo primero y más importante. Athena confía en el voto de honestidad de Nagasena, aunque a él le está resultando difícil justificarse a sí mismo esta caza.

Ya sabe que la explicación del señor del coro del motivo por el que Kai Zulane debe ser capturado es mentira, pero esto no le supone ningún consuelo. Especialmente teniendo en cuenta lo que Nagasena oyó que Atharva decía a sus compañeros de huida a través del canal óptico. Saturnalia y Golovko rechazan las palabras de los traidores, pero Nagasena sabe que sólo porque un hombre sea tachado de traidor eso no lo convierte en un mentiroso.

Si Kai Zulane conoce la verdad, ¿tiene Nagasena algún derecho de ocultarla?

Reconstruyó su vida sobre la base de que la verdad sería la roca sobre la que todas las cosas se sustentarían, y prometió sobre las cenizas de sus viejas costumbres no esconder nunca la verdad ni permitir que otros la oculten. Nagasena se pregunta cómo acabará todo esto al final de la cacería…

—Los cuerpos todavía están calientes —dice Saturnalia—. Estamos cerca.

—¿Quiénes crees que son? —pregunta Athena, haciendo muecas de disgusto mientras Kartono pasa por delante de ella asegurándose de que no la toca.

El servidor de Nagasena saca un brazo desmembrado del húmedo montón de carne desgarrada y limpia la sangre de un bíceps que todavía se contrae con la actividad eléctrica residual. El tatuaje de unos rayos cruzados se ha añadido a una representación artística de la cabeza de un toro. Nagasena sabe que los animales bovinos fueron una vez sagrados para la gente que vivía en esta región, pero sus conocimientos sobre el significado de los símbolos acaban ahí.

—Ésta es una marca del clan de Babu Dhakal —asegura Kartono.

—¿Se supone que significa algo para nosotros? —pregunta bruscamente Hiriko.

Su hostilidad no tiene nada que ver con algo que haya hecho Kartono, simplemente es su propia naturaleza. Durante mucho tiempo ha estado acostumbrada al odio irracional de los telépatas, y deja que su ira la inunde.

—Es un criminal —le explica Kartono—. El jefe de una banda que gobierna la mayor parte de la Ciudad de los Suplicantes. Putas, comida, drogas, armas, lo que sea; ninguno de ellos puede moverse sin que Babu lo diga.

—¿Cómo acabaron estos hombres siendo víctimas de nuestras presas? —se pregunta Nagasena.

—¿A quién le importa? —inquiere Maxim Golovko—. Son unos traidores al Imperio, y si quieren matar a algunos de los hombres de ese señor del crimen, mejor que mejor.

—Mira a estos hombres, Maxim —lo insta Nagasena—. No son hombres normales.

—Son hombres muertos —replica Golovko, como si fuera el fin del asunto.

Saturnalia agarra a Golovko por el brazo y se pega a él. Ser comandante de los Centinelas Negros es una posición de gran respeto, pero incluso él debe inclinarse ante el poder de la Legio Custodes. El custodio hace que Golovko parezca pequeño, y su armadura de oro añade peso a su autoridad.

—Escucha lo que Yasu Nagasena tiene que decir —le sugiere Saturnalia.

Golovko asiente con la cabeza y se encoge de hombros.

—¿Qué hay de especial en ellos? —pregunta.

—Mira su tamaño —insiste Saturnalia.

—Son grandes, ¿y qué?

—Sé que es difícil estar seguro, pero calculo que la mayoría de estos hombres eran tan altos como los hombres a los que perseguimos —dice Nagasena, imaginando esos cuerpos desmembrados convertidos de nuevo en una forma humana—. Y ese tatuaje de un rayo cruzado fue una vez el símbolo de los Guerreros del Trueno, quienes lucharon al lado del Emperador en las primeras guerras de Unificación.

—¿Qué estás diciendo? —pregunta Athena Diyos—. ¿Qué éstos formaron parte de aquellos guerreros?

Nagasena hace un gesto de negación con la cabeza.

—No, ellos hace mucho tiempo que murieron, pero creo que alguien ha reproducido exactamente al menos parte del proceso necesario para transformar a un hombre mortal en esa clase de guerrero.

—Imposible —declara Saturnalia—. Tal tecnología es únicamente dominio del Emperador.

—Evidentemente no —replica Nagasena—. Y la pregunta que nos tenemos que hacer ahora es cómo estos hombres acabaron atacando a nuestra presa. No creo que sea una simple casualidad; creo que los estaban buscando. Y eso significa que quienquiera que sea que haya creado a estos hombres es claramente consciente de la naturaleza de los hombres a los que buscamos. —Bajó la mirada hacia los cuerpos—. Aunque no de su capacidad de combate —añadió.

—En otras palabras, no estamos solos en nuestra búsqueda —dice Saturnalia, alcanzando la conclusión lógica del pensamiento de Nagasena.

Golovko menea la cabeza con impaciencia.

—Entonces estamos perdiendo el tiempo —dice antes de conducir a los centinelas negros al interior de la plaza.

Los guardias se mueven como los soldados profesionales que son, y Nagasena los sigue, sabiendo inmediatamente adonde deben ir mientras sus ojos se posan sobre los restos humeantes de la estructura de un cobertizo que ha sido despedazado por armas de fuego de calibre pesado.

—Eso son daños producidos por disparos de bólter —comenta Saturnalia al mismo tiempo que alza su lanza y cuadra los hombros.

Nagasena asiente con la cabeza a la vez que se descuelga del hombro el rifle largo. Quita el seguro del arma mientras avanza hacia la estructura en ruinas. Ve una gran cantidad de señales de batalla esparcidos por el suelo, espadas rotas, tela desgarrada, casquillos de latón lo bastante grandes como para haber sido expulsados de la recámara de un bólter, lo que indica que son mucho más antiguos que los modelos de hoy en día.

Las salpicaduras de sangre y las pisadas muestran signos de una feroz batalla, pero los saqueadores han dejado este lugar limpio y han borrado las pistas o claves para seguir la ruta de su presa. Se mueve al borde de las ruinas, detectando un fragante olor que reconoce como qash quemado. Durante un breve momento, Nagasena recuerda estar perdido en una neblina de qash, tumbado en una de las casas del dragón de seda de Nihon con una pistola en una mano y el impulso de girarla hacia sí mismo.

Sacude la cabeza y aparta ese pensamiento de la mente antes de levantar el rifle cuando ve a un hombre delgado sentado en un taburete alto, la única pieza del mobiliario que ha escapado a la frenética descarga de proyectiles que le ha destrozado la casa. Está fumando una pipa de cánula delgada en medio de un mar de cristales rotos y madera astillada.

El humo fluye desde la cazoleta de la pipa, tentador y aromático, rebosante de placeres prohibidos.

—Tú eres el cirujano —dice Nagasena.

—Soy Antioch —responde el hombre, con maneras distraídas y voz pastosa—. Estoy fumando. ¿Te gustaría acompañarme?

—No —declina Nagasena.

—Vamos —sonríe Antioch—. Veo la forma en que miras la pipa. Eres un amante de la resina.

—Quizá de vez en cuando —admite Nagasena.

—Siempre —se ríe disimuladamente Antioch mientras Saturnalia y Golovko se abren camino entre los escombros.

—Estuvieron aquí, ¿verdad? —le pregunta Nagasena.

—¿Quién?

Golovko le da un revés al hombre que lo hace caer del taburete sobre los destrozados restos de un armario. El cristal le agujerea la piel, pero a Antioch parece no importarle. Escupe sangre y no protesta cuando Golovko lo pone en pie tirando de su sucio pijama.

—Los marines espaciales traidores —gruñe Golovko—. Estuvieron aquí, sabemos que estuvieron aquí.

—Entonces ¿por qué me lo pregunta? —replica Antioch.

Golovko golpea al hombre de nuevo.

—Ya es suficiente —le dice Nagasena—. Está fumando resina de migou, no le importará ni sentirá si lo golpeas.

Golovko no parece muy convencido, pero deja al hombre tranquilo por el momento. Saturnalia levanta una mesa volcada, pegajosa de sangre. Se inclina para olfatear la superficie de la mesa y asiente con la cabeza.

—Sangre de marine espacial —confirma.

—Acudieron a ti buscando ayuda —dice Nagasena.

—¿Qué hiciste por ellos?

Antioch se encoge de hombros y se inclina para recoger la pipa que se le había caído. Golpea suavemente la cazoleta, que brilla con un color naranja cálido y acogedor. Toma una calada y exhala una serie de perfectos anillos de humo.

—Sí, estuvieron aquí, pero ¿qué sé yo de su anatomía? No pude hacer nada por el hombre grande. Se estaba muriendo incluso antes de que yo lo tocara.

—¿Uno de ellos está muerto? —inquiere Saturnalia—. ¿Quién?

Antioch asiente en medio de su ensoñación.

—Creo que lo llamaban Gythua.

—El guerrero de la Guardia de la Muerte. Bien —dice Golovko con un gesto de asentimiento.

—¿Y Kai Zulane? —le pregunta Saturnalia—. También iba un astrópata con ellos.

—¿Eso es lo que era? —contesta Antioch—. El muchacho no tenía ojos, eso está claro. No pensé que fuera un astrópata. Creía que todos vivían en la Ciudad de la Visión.

—Éste no —dice Nagasena—. Estaba gravemente herido. ¿Está vivo aún?

Antioch sonríe y se encoge de hombros, como si el asunto ya no fuera de su incumbencia.

—Y yo que sé. Le limpié los ojos y se los vendé con gasas estériles. Fue todo lo que pude hacer por él.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se está muriendo —dice bruscamente Antioch—. Demasiados traumas, demasiado dolor. Lo había visto antes en el ejército. Algunos hombres simplemente se daban por vencidos cuando ya no podían soportar más dolor.

—Pero ¿está aún vivo? —insiste Nagasena.

—La última vez que lo vi, lo estaba.

—¿Qué sucedió aquí? —quiere saber Saturnalia—. ¿Por qué estos hombres de fuera vinieron hasta aquí?

—¿Los hombres de Babu? No lo sé, pero querían que salieran y se rindieran.

Nagasena asiente con la cabeza. Su sospecha de que los hombres de Babu Dhakal sabían que los marines espaciales estaban aquí y que sabían lo que eran se ha confirmado ya. En un lugar como éste resultaría difícil mantener cualquier secreto, pero ¿cómo puede un hombre como ése buscar activamente involucrarse en un combate con marines espaciales? Probablemente un hombre como él sabe lo mortíferos que pueden resultar estos guerreros. ¿Por qué arriesgarse a un enfrentamiento? A menos que tuvieran algo que necesitaran lo suficiente como para arriesgar la vida de tantos hombres.

—Pero no se rindieron —dice Antioch, estremeciéndose con el recuerdo, incluso a través de la felicidad que produce una niebla de narcóticos—. Nunca había visto algo así en toda mi vida, y espero no volver a verlo jamás. Los vi destrozar a los hombres de Babu como si éstos fueran retrasados. Seis hombres contra treinta y los mataron como si nada. Sólo Ghota salió con vida.

—¿Ghota? ¿Es uno de los hombres de Babu Dhakal?

—Sí —le confirma Antioch—. Es un hijo de puta muy grande, casi tan grande como los hombres a los que estáis persiguiendo. Y si no te importa que te lo diga, no creo que queráis encontrarlos. Aun cuando sólo queden cinco vivos, creo que no tenéis suficientes hombres para acabar con ellos.

—¿Cinco? —pregunta Nagasena.

—Ghota mató al que tenía el pelo blanco —le explica Antioch.

Nagasena intercambia una mirada inquieta con Saturnalia. La pregunta que no se puede formular cuelga entre ellos como un secreto culpable. ¿Qué clase de mortal podría matar a un marine espacial?

—¿Dónde están ahora? —le pregunta Golovko—. ¿Adonde fueron después de que ayudaras a los traidores fugados?

—Ah, os he sido de ayuda, pero no creo que quiera deciros nada más —replica Antioch—. No me parece bien.

—Somos sirvientes del Imperio —declara Saturnalia, quien se alza sobre el frágil cirujano, que lo mira como un niño desafiando a su padre.

—Puede ser, pero al menos ellos fueron sinceros y honestos —le replica Antioch.

Nagasena se coloca entre Antioch y Golovko antes de que el hombre lo golpee. Llama a la adepta Hiriko.

—¿Puedes encontrar lo que necesitas en su mente?

Hiriko camina con cautela sobre los escombros hacia Antioch. El hombre la mira con expresión precavida, pero no dice nada cuando ella le coloca las manos en la cabeza, una a cada lado.

—¿Qué está haciendo? —inquiere Antioch.

—Nada de lo que tengas que preocuparte —le asegura Nagasena.

El cirujano no está muy tranquilo y la mira con desconfiaza, con un tic nervioso en el ojo.

—¿De qué va esto? —insiste.

—Soy una neurolocutora —dice Hiriko, para explicarlo de alguna forma—. Ahora quédate quieto o esto te dolerá.

Antioch se pone tenso a la espera del dolor mientras Hiriko cierra los ojos.

¿Cómo puede ser la mente de un hombre bajo el estupor del qash? ¿Será posible sacar algo útil de él, o su mente será como una fortaleza con las puertas abiertas?

Hiriko no se mueve durante casi un minuto, luego deja salir una largo suspiro mientras sus manos resbalan por la cabeza de Antioch. Tiene la mirada vidriosa y Nagasena se pregunta si los efectos del qash se habrán traspasado a su mente.

—¡Ah! —exclama ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Has sacado algo? —pregunta Nagasena.

Hiriko asiente con la cabeza, purgando todavía los efectos secundarios de profundizar en la mente de Antioch. Ahora el hombre está aterrado, y Nagasena observa que Hiriko lo ha librado de la confusión mental causada por el qash. Forzado a afrontar la realidad sin la reconfortante cortina de la resina detrás de la que esconderse, el mundo es un lugar aterrador.

—Se dirigen a un lugar llamado el Templo de la Aflicción —informa Hiriko.

—¿Sabes dónde está ese lugar? —le pregunta Golovko.

Hiriko mira a Antioch a los ojos.

—Sí, se encuentra al este de aquí, y ahora ya conozco el camino.

—Entonces ya no necesitamos más a este traidor —dice Golovko con un gruñido.

Y antes de que Nagasena pueda impedirlo, el centinela negro empuña la pistola y dispara a la cabeza de Antioch.