ONCE
ONCE
EROSIÓN DEL YO
UNA PUERTA ABIERTA
AELIANA
El tiempo se volvió intrascendente para Kai. En sus mundos de ensueño pasaron días, semanas y meses, un paso del tiempo que no guardaba relación alguna con el del mundo consciente. Recordaba salas con baldosas de cerámica, pasadizos rocosos y los muros azul glaciar de su celda, pero decir cuáles de estas experiencias eran reales estaba más allá de sus capacidades. La enfermedad psíquica lo había abandonado, arrastrada por los ejercicios diarios de su habilidad para entrar en un estado receptivo del nuncio.
Lo alimentaban y lo aseaban, ya que había perdido el control de sus funciones corporales en el momento de separarse de sus rutinarios ciclos de existencia. Tanto tiempo pasaba en los planos de los sentidos situados más allá de los accesibles a los mortales bendecidos con la ausencia de poderes psíquicos, que Kai era cada vez más incapaz de distinguir lo que era real de lo que era imaginario.
Pensó que había visto a su madre, de pie junto a la puerta de su celda, con una mirada nostálgica. Sus ojos verdes lo atrajeron, pero en cuanto abrió la boca para decirle algo, una figura negra se cernió sobre ella por detrás y le rebanó el cuello con una cuchilla. Un océano de sangre manó de su desgarrado cuello. Un millar de voces gritaron en la oscuridad.
En otra ocasión, mientras vagaba por una llanura desolada de cenizas grises, a Kai le pareció ver una figura con armadura roja y marfil. La figura lo estaba llamando en una lengua que Kai no conocía, pero se desvanecía y reaparecía al compás de un viento que se levantaba y luego se calmaba. Kai quiso correr hacia el guerrero, pensando que representaba algún tipo de salvación, pero cada vez que se dirigía hacia él, el guerrero se retiraba como si todavía no estuviera preparado para hacerle frente.
Una y otra vez los neurolocutores penetraban en la mente de Kai. A veces era Scharff, a veces Hiriko, pero cada vez eran expulsados por la aceitosa cosa negra y los aullantes espectros de la Argo. En los pocos instantes de lucidez que Kai reconocía, escupía su odio y admiración hacia Aniq Sarashina. Ocultar su mensaje en sus recuerdos de la nave condenada había sido un golpe maestro. Por muchos progresos que Kai hubiera realizado, sabía que todavía no era capaz de enfrentarse a los horrores desatados en la nave fantasma.
Podía sentir la creciente frustración de sus captores, y se deleitaba en ella.
Éstos abandonaron rápidamente los ataques directos a su psique y lo intentaron de una forma más sutil, con una aproximación menos invasiva. Mientras Scharff trataba de razonar con él, Hiriko usaba la seducción. Sueños placenteros, sueños de poder y un millar de deseos gratificantes fueron desfilando ante Kai tomando diversas formas. Algunas imitaban la realidad, otras eran fantasiosas, pero ninguna logró alcanzar los enterrados secretos contenidos en los siniestros horrores de la Argo.
—No podemos extraerlo —admitió Hiriko tras una sesión particularmente desagradable.
La cara de Kai brillaba por el sudor, su cuerpo ya no era más que una cáscara de piel apergaminada colocada sobre una colección de huesos, músculos atrofiados y carne hundida.
Un gigante se cernió sobre Kai, y sus implantes oculares chirriaron mientras lo enfocaban. Las amplias mejillas de Saturnalia y su afilada mandíbula lo miraron con el desprecio escrito en todos sus rasgos.
—¿Por qué no?
—Está profundamente enterrada en un recuerdo al que no puede enfrentarse —explicó Scharff.
—¿La Argo?
—Exacto —le confirmó Hiriko—. Sarashina, o quien sea que está actuando a través de ella, sabía lo que estaba haciendo. Es realmente agraviante.
—Así pues, si vosotros no podéis extraerlo, ¿quién puede? —les preguntó Saturnalia, y Kai percibió los deseos del hombre de simplemente matarlo y dejar correr el asunto.
—Tan sólo una persona tiene la llave para abrir la información que queréis —dijo Hiriko.
—¿Quién?
Hiriko colocó una mano sobre el hombro de Kai.
—El propio Kai.
Kai se echó a reír, pero el protector de goma en su boca lo convirtió en un sollozo gorgoteante.
La crudeza de sus métodos era lo que más lo enfurecía. Al igual que si fueran cirujanos tratando de hacer una cirugía cerebral con una sierra de leñador y el cincel de un picapedrero, lo golpearon en las delicadas estructuras etéreas de la arquitectura mental sin ninguna esperanza o posibilidad de éxito. Atharva sintió cada golpe brutal de los psicotaladradores, sus torpes intentos para extraer la información que buscaban, y las infantiles lisonjas con las que esperaban seducir la mente del cautivo. Como un guantelete con pinchos clavado en una madera, los aullantes berreos de sus toscos métodos le dolieron a todos los niveles.
Como el auténtico artesano que era, el trabajo de aquellos aficionados lo ofendía, y aunque no podía estar en absoluto seguro de que pudiera sacar algo enterrado tan profundamente en la mente del cautivo, él habría tenido más posibilidades que los dos carniceros que lo estaban intentando.
Se sentó con las piernas cruzadas en el centro de la celda, dejando que su mente vagara por el laberinto de pasadizos de Khangba Marwu, probando los límites de su confinamiento con gran facilidad. Lo divertía dejar que sus carceleros pensaran que estaba confinado en su celda, volviéndose lentamente loco por el aislamiento, como sus hermanos. Habían pasado meses desde que Yasu Nagasena había venido a por ellos, y en ese tiempo los guerreros cautivos de la Hueste Cruzada no habían visto a nadie excepto a los dos custodios y su increíblemente inadecuada compañía de soldados mortales.
Atharva había tocado todas y cada una de las mentes en su prisión subterránea; algunas ligeramente, otras menos. Una mente era como una delicada cerradura, los contenedores de cada psique requerían la presión adecuada antes de revelar todos sus secretos. El truco consistía en reconocer los puntos adecuados donde aplicar esa presión, los recuerdos, deseos o promesas exactos que permitían abrir una mente como los pétalos de una flor.
Para un adepto del culto Athanaean, era una habilidad menor el hacer aflorar a la superficie los recuerdos de una mente. Lo que era un reto mayor era profundizar en las capas de la consciencia mortal, sumergirse más allá de la aleatoria superficie, sobrepasar los deseos y motivaciones, ir más allá de los vicios secretos y las pequeñas depravaciones; buscando en las alcantarillas de cada individuo era donde podía encontrarse la verdad, un lugar sin luz en el que la bestia desnuda de la existencia acechaba y cada pensamiento quedaba expuesto.
Alcanzar ese lugar sin ser detectado era un talento que pocos poseían, pero que Atharva había perfeccionado en sus muchos años como buscador de la verdad. Desde que el Rey Carmesí había rescatado a la legión de su destrucción, los buscadores de la verdad habían sido los primeros en servir en sus filas, escudriñando las mentes durmientes de aquellos que se habían salvado del horror del «cambio de carne» en busca de cualquier signo latente de debilidad.
Atharva conocía a sus carceleros mortales mejor que ellos mismos. Conocía sus miedos, sus deseos, sus secretos de culpabilidad y sus ambiciones. Lo sabía todo de ellos, y le divertía saber lo simples que eran sus mentes. ¿Cómo un ser viviente que se consideraba autoconsciente podía funcionar con unas facultades cognitivas tan básicas?
Ah, pero los custodios…
Sus mentes eran realmente bellas, combinaciones de ingeniería psíquica y perfección genética artísticamente creadas. Como las más complejas máquinas imaginables, ellos eran como trampas de acero preparadas para atrapar a los intrusos incautos. Como un cogitador protegido ante las infiltraciones por un habilidoso infocito, sus mentes eran totalmente capaces de defenderse ellas solas de un ataque, y Atharva ni siquiera había tratado de echar más que una leve mirada a los límites exteriores de sus brillantes consciencias.
Pero a pesar de que los custodios eran realmente fascinantes, los pensamientos de Atharva se veían constantemente atraídos hacia la mente que los psicotaladradores estaban atacando. A primera vista, nada permitía distinguir a esa persona de los centenares encarcelados allí, excepto por su leve habilidad psíquica y la cristalina cicatriz dejada por el proceso de la Atadura de Almas.
Comprendía el egoísmo del hombre, la notoria vanidad alimentada por los años pasados en la legión de Guilliman. Comprensible, pero no propia de su alma. El era mejor de lo que pensaba, pero iba a necesitarse un gran esfuerzo para arrancárselo en un proceso que ya había empezado pero que seguramente no llegaría a su conclusión antes de su muerte.
Kai Zulane era el nombre del individuo, el hombre al que el Ojo le había hablado, pero ése era un nombre desconocido para Atharva. Incluso con todos los recuerdos del hombre al descubierto, había muy poco que indicara el interés que alguien pudiera llegar a tener por él. Y aun así había algo enterrado en su interior, algo que ni siquiera Atharva era capaz de ver, algo envuelto en un horror negro de pura rabia y culpa etéreas que era imposible de eliminar sin las herramientas adecuadas.
La fuerza era inútil, el horror era mucho más fuerte que cualquier amenaza de violencia. Del mismo modo, no se podía recurrir al razonamiento externo o a promesas de recompensas. Era una prueba que tan sólo podía concluirse desde el interior, pero ¿qué tesoros podían ocultarse en el interior de una prisión tan fuertemente protegida?
A Atharva le encantaban los misterios, y ése era uno que exigía ser revelado. Su cerebro de erudito tenía que descubrir ese secreto. El Rey Carmesí había realizado un mal aconsejado paso al dirigirse a Terra, pero su llegada había mostrado a Atharva lo que debía hacerse. Kai Zulane era vital para el futuro de una forma que nadie podía entender, pero si había alguien que podía llegar a tener una oportunidad de abrir su mente, ése era un místico de los Mil Hijos.
Atharva abrió los ojos cuando un grupo de guardias pasaron por delante de la puerta de cristal de su celda. Todos menos uno trataron de evitar mirar en su dirección, y Atharva dedicó un ápice de su consciencia a la mente de aquel hombre.
Se llamaba Natraj, y Atharva sonrió ante lo apropiado del nombre. Natraj era un soldado de los Señores de las Tormentas Uralianos, un regimiento de desembarco de élite que había servido al Imperio desde los primeros días de las Guerras de Unificación junto a los clanes genéticos del sur. Su mujer estaba criando a sus cinco hijos en una hidrogranja colectivizada en las laderas del monte Arkad, y sus hermanos estaban todos muertos. Natraj era un hombre honesto, un buen hombre, pero un hombre que ya no quería seguir sirviendo en los ejércitos del Imperio.
Su devoción hacia sus camaradas y los juramentos realizados ante el Arca de las Alas de su regimiento lo comprometían en su papel de soldado y carcelero, pero Natraj tenía cerca de cuarenta años, y tan sólo deseaba regresar a casa con su familia y ver a sus hijos convertirse en hombres.
Un deseo muy simple. Un deseo comprensible.
Una puerta abierta para un athanaean.
Kai yacía en el suelo de su celda. El sudor le cubría la piel y el corazón le latía como si hubiera subido a la carrera la totalidad de la Torre de los Susurros. Le dolía todo el cuerpo, tenía la sensación de que las suturas que mantenían sus ojos unidos a la piel estuvieran rompiéndose. El bilioso gusto de vómito le llenaba la boca y sus ropas hedían a orina e incontrolables movimientos intestinales.
Le dolía cada centímetro de su anatomía, y unos microtemblores en los músculos le impedían descansar. Una luz intensa inundaba la celda y una dura estática surgía de un altavoz invisible. Kai quería incorporarse, encararse a sus interrogadores con dignidad y coraje, pero no le quedaba ni un ápice de energía.
Su mano arañaba el suelo, y el fantasma de una sonrisa se marcó en su cara cuando finalmente dejó una marca propia en la superficie de la celda. Su reseca lengua resiguió los agrietados labios y con un parpadeo apartó el legañoso e infectado tejido que se le estaba acumulando en la comisura de los ojos.
Kai no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado yaciendo en un charco de su propia materia rechazada. En realidad había dejado de importarle. Observó los dibujos que su aliento dibujaba en el vómito, como ondulaciones de la superficie de un gran lago sofocado bajo el brillo de un sol rojo.
Entonces se produjo un cambio. Un breve movimiento de aire. Una puerta abriéndose.
Kai trató de volverse, pero ya no era capaz de mover sus extremidades. Vio un par de botas fabricadas con materiales caros, al alcance tan sólo de los ricos e influyentes de Terra. Oyó la voz de una mujer, apagada e indistinguible, y unas manos lo sostuvieron por debajo, agarrándolo y poniéndole en pie. Kai se estremeció ante su contacto, con su cuerpo convertido en un mar de dolor que huía del contacto humano. Arrastrado por el suelo de la celda, fue depositado en el extremo del catre. Dos figuras con una voluminosa armadura negra, con tiras de lo que parecía cuero y placas de ceramita se alejaron un paso de él, y la mujer más exquisita que Kai jamás hubiera visto apareció ante sus ojos.
Kai entrecerró los párpados ante el brillo de las luces de la celda. Su visitante era desconocida para él, una mujer de indudable origen noble y con cirugía cosmética sutilmente aplicada. Sus ojos eran de un color verde intenso, y la estructura quirúrgicamente modificada de sus rasgos encajaba perfectamente en sus prominentes pómulos. Su cabello rubio formaba una pequeña y delicada melena cortada asimétricamente y sujeta con unas cuentas amatista.
Un mono negro cubría su ágil cuerpo, y una pieza de tejido púrpura brillante la envolvía como un tornado congelado. Iba vestida para una de las grandes salas de baile de Mérica, no para una celda bajo una montaña olvidada, y Kai se preguntó qué podría querer de él una mujer como aquélla.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó ella.
Kai se pasó la lengua por los labios con la poca humedad que le quedaba en la boca.
—No —dijo con una voz apenas audible. El polvoriento ruido de un cadáver del desierto.
—¿Y por qué deberías saberlo? Me muevo en círculos mucho más allá de tu limitado discernimiento —dijo la mujer, eligiendo cuidadosamente un camino entre la materia en el suelo de la celda y arrodillándose junto a él.
Su vestido se movió con ella, deslizándose alrededor de su figura como una serpiente y asegurándose de que no tocaba nunca el suelo. Vio que él se daba cuenta y le sonrió.
—Nanotejido programado para permanecer en una posición y distancia determinadas de mi cuerpo en todo momento.
—Caro.
—Monstruosamente —asintió ella.
—¿Qué queréis?
La mujer chasqueó los dedos.
—Dadle a este hombre algo de beber, apenas puedo oírlo.
Uno de los protectores de la dama se arrodilló junto a Kai y le ofreció un tubo de plástico que extrajo de la hombrera de su armadura. Una gota de humedad colgaba del extremo del tubo, y Kai chupó agradecido el frío líquido del sistema de reciclaje del soldado. Que el agua hubiera sido extraída del sudor del hombre y de sus excrementos no le importó un ápice. Kai notó cómo el líquido fluía por su cuerpo y sus extremidades revitalizándolo como una dosis de estimulantes.
Instantáneamente, sus pensamientos se agudizaron y las náuseas que lo habían afectado desaparecieron.
—Esto está mejor —dijo la mujer—. Ahora no tendré que acercarme tanto para oír lo que estás diciendo.
—Eso no era agua —le respondió Kai señalando al soldado mientras éste volvía a guardar el tubo de plástico en su hombrera.
—No, no lo era, pero ahora te sientes mejor, ¿verdad?
—Mucho mejor —asintió Kai.
La mujer inclinó la cabeza a un lado y recorrió su cara con los ojos. Eran unos ojos magníficos, magníficos y probablemente modificados genéticamente en el útero. Los ojos artificiales de Kai vieron la tenue silueta de un electro tatuaje justo bajo la tercera capa dermal, e inconscientemente hizo que los implantes la mostraran con mayor claridad. Trazada con una cursiva familiar formaba una C mayúscula, y Kai gruñó al tocarse la parte inferior de la muñeca, donde se había aplicado un electro tatuaje idéntico.
—Sois de la Casa Castana —dijo él.
—Yo soy la Casa Castana —le confirmó la mujer—. Soy Aeliana Septmia Verduchina Castana.
—La hija del patriarca —dijo Kai.
—Exactamente —volvió a confirmar Aeliana mientras levantaba su flequillo para mostrar un parche enjoyado en el centro de la frente que ocultaba su tercer ojo—. Y tú eres un problema para mi, Kai Zulane.
—Jamás lo he pretendido, domina —dijo Kai apartando la mirada y utilizando la forma protocolaria de dirigirse a ella. Mirar al ojo de un navegante significaba la muerte, y él se había más que ganado ese destino a los ojos de la familia Castana del Navis Nobilite.
—No estoy aquí para matarte —le aseguró Aeliana—. Aunque el Trono sabe que eso nos ahorraría un montón de problemas. Estoy aquí para darte una segunda oportunidad. Estoy aquí para darte la posibilidad de compensarnos por la pérdida de la Argo y la casi fatal pérdida de prestigio que mi padre ha tenido que sufrir en el Cónclave de Navegantes.
—¿Por qué haríais una cosa así?
—Porque no me gusta desperdiciar nada —le contestó Aeliana—. A pesar de todos los problemas que nos has causado, eres un astrópata hábil y me gustaría recuperar el significativo desembolso que mi padre realizó para asegurar tus servicios para nuestra casa.
—¿Podéis conseguir mi liberación de este lugar? —preguntó Kai.
Aeliana sonrió y meneó la cabeza como si le divirtieran las ingenuas preguntas de un niño.
—Soy Navis Nobilite —dijo ella—. Yo hablo y el mundo escucha.
—¿Incluso la Legio Custodes?
—Incluso los pretorianos —afirmó Aeliana—. Bajo la garantía de que jamás te permitiré regresar a Terra. Un pequeño precio a pagar para ver el fin de todo este… inconveniente. ¿Puedo suponer que estás de acuerdo?
Kai asintió. No volver a ver nunca más el planeta de su nacimiento era un precio ridículo.
—¿Y podéis sacarme de aquí? —insistió.
—Puedo, pero primero debes hacer algo por mí.
—¿Qué? Lo que sea, domina —dijo Kai, inclinándose para tomar las manos de Aeliana.
Su piel era suave, y aun así tenía una consistencia que indicaba la presencia de implantes táctiles subdérmicos. Los ojos de Aeliana lo taladraron, y una vez más se vio golpeado por el verde claro de su iris perfectamente circular.
—Necesito que me mires y que comprendas que la Casa Castana no te hace responsable de lo que sucedió a bordo del Argo. Era una nave vieja que había superado ampliamente la fecha de su remodelación de mantenimiento. Las aspas de sus generadores de campo Geller habían quedado dañadas al pasar por el cinturón de asteroides que envuelve Konot, y sólo era cuestión de tiempo que fallaran. Nada de eso tiene nada que ver contigo.
—Estaba transmitiendo justo antes de que fallaran —dijo Kai, tan débilmente que ni siquiera estaba seguro de haberlo dicho en voz alta.
—¿Qué?
—Estaba en el trance nuncio —dijo Kai—. Estaba enviando un mensaje a Terra cuando los escudos fallaron. Yo fui el camino por el que entraron esos… monstruos… esas cosas que viven en la disformidad. Los escudos podían estar dañados y a punto de fallar, pero yo fui el martillo que finalmente los rompió. Toda la tripulación fue masacrada por mi culpa.
Aeliana cogió sus manos con fuerza y lo miró fijamente a los ojos.
—No fue culpa tuya —insistió ella—. Las criaturas de la disformidad son peligrosas, sí, pero no tienes que culparte por lo que sucedió. He visto el informe del naufragio en los restos que emergieron de la disformidad, y es un milagro que la Argo pudiera siquiera regresar al espacio real. Tú y Roxanne fuisteis los que la trajisteis de regreso a casa.
—Roxanne… —musitó Kai—. Sí, ése era su nombre… Lo recuerdo. Nos conocíamos. ¿Qué ha sido de ella?
—Ella está bien —dijo Aeliana, pero Kai captó la vacilación en su voz—. Tras una breve convalecencia regresó a sus deberes. Como puedes hacer tú, pero debes decir a los custodios lo que Sarashina te contó. No hay razón alguna para no hacerlo, y tienes mi palabra como señora de la Casa Castana de que ningún daño recaerá sobre ti, sean cuales sean las palabras que me digas.
Kai inclinó la cabeza hacia atrás y miró a la brillante luz que iluminaba su celda. No podía ver la fuente de donde procedía, pero las paredes brillaban con la luz que se reflejaba en ellas. El seco ruido de estática aumentó, y en ese momento reconoció de qué se trataba: un viento del desierto soplando a través de los valles y depresiones de un mar de dunas, reesculpiendo el paisaje con cada soplo.
—Muy bien —dijo—. Casi me has pillado.
La presión de Aeliana se incrementó, y la perfección de su estructura ósea osciló una infinitésima fracción de segundo. Pero con el conocimiento de su falsedad, el resto de la ficción se desmoronó cada vez con mayor velocidad, y los muros de su celda se derrumbaron como los toscos decorados de un teatro de barrio.
En su lugar, el dolorosamente vacío Rub’ al-Jali se extendía hasta el fin del mundo. Los soldados acorazados se desmoronaron como esculturas de arena azotadas por el viento, y Kai se vio a sí mismo sentado sobre un afloramiento rocoso desde el que se dominaba la fortaleza de Arzashkun.
—¿Qué error he cometido? —le preguntó la adepta Hiriko, con el disfraz de Aeliana desvaneciéndose con rapidez.
—Para empezar, los ojos —le explicó Kai—. Jamás podrás cambiar tus ojos, y aunque cada vez lo olvido, jamás podrás ocultarlos.
—¿Eso es todo?
—Bueno, no —admitió Kai—. Has cometido otro error.
—Ah. ¿Cuál?
—Aeliana Castana es una cabrona de cuidado —afirmó Kai—. Ella jamás sería tan comprensiva con alguien que le ha costado tanto a su casa.
Hiriko se encogió de hombros.
—Ya me lo habían dicho, pero me la jugué a que tú jamás la hubieras conocido.
—Nunca lo he hecho, pero las noticias vuelan.
Hiriko todavía le sostenía las manos, y se inclinó hacia él. Su piel olía a jabón de hierbas barato, y la pura cotidianidad de ese aroma hizo que le vinieran ganas de llorar a Kai. Si tan sólo pudiera hacerlo…
—Que te creyeras o no el paisaje onírico es irrelevante —le dijo Hiriko—. Las palabras que pronuncié con sus labios no son por ello menos ciertas. No debes culparte por lo que le sucedió al Argo. Tan sólo aceptando eso podrás ser capaz de liberar lo que guardas en tu interior.
—Tal vez no quiero liberarlo. Tal vez considero que merezco este castigo simplemente por haber sobrevivido. ¿No has pensado en esa posibilidad?
—¿Por qué querrías hacer algo tan autodestructivo? —quiso saber Hiriko—. El sondeo te está matando día a día. Eso ya debes saberlo.
Kai hizo un gesto de asentimiento.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué hacerlo?
—Aniq Sarashina me hizo prometer que diría lo que sé a una persona, y sólo a esa persona.
—¿A quién?
—No lo sé —admitió Kai cogiendo un puñado de arena y dejando que se escapara entre sus dedos abiertos.
El viento recogió los granos al caer, enviándolos por encima de las dunas para que se perdieran en la infinidad del desierto. Kai se imaginó a sí mismo como uno de esos granos, transportado por el cálido siroco para perderse más allá de cualquier esperanza de ser encontrado.
—Eso no tiene ningún sentido —comentó Hiriko.
—No tiene que tenerlo. Pero una promesa es una promesa.
—¿Quieres morir aquí?
Kai consideró detenidamente la cuestión, preguntándose si la muerte era lo que realmente quería. Una liberación de sus pesadillas y de la culpa constante por haber sobrevivido sería bien recibida, pero era demasiado cobarde para dejar que la muerte lo reclamara con tanta facilidad. ¿O era la fuerza que lo mantenía luchando por su vida y la posibilidad de dar un sentido a su supervivencia?
—No —dijo Kai finalmente cuando la respuesta llegó a él—. No quiero morir aquí.
—Contarme lo que Sarashina te dijo es la única forma que tienes de poder sobrevivir —le prometió Hiriko.
—Estás equivocada —replicó él sin saber cómo podía estar tan seguro de ello—. Voy a conseguir transmitir lo que me han dicho.
Hiriko negó con la cabeza.
—Saturnalia te matará primero.
El sangrado de residuos fue tempestuoso, pero ¿qué más podía haberse esperado tras un estallido psíquico tan potente como la llegada del Rey Carmesí? Magnus en persona se había manifestado en Terra desde más de media galaxia de distancia, y Evander Gregoras no podía ni empezar a imaginarse la cantidad de energía que tenía que haber gastado para ello.
«¿Cómo lo ha hecho?», se preguntó.
Magnus era un primarca, cierto, pero incluso una criatura casi divina, con un impensable dominio de las artes psíquicas, sin duda tenía sus límites. Ninguna disciplina psíquica de la que Gregoras tuviera conocimiento podía transportar el cuerpo físico de un individuo a través de una distancia tan grande, así que ¿cómo lo había hecho? Las leyendas decían que los cognoscientes podían abrir caminos a través del espacio y del tiempo, pero hasta los relatos más exagerados hablaban tan sólo de viajes de un extremo a otro del planeta. Para viajar entre mundos se necesitaría la mente más poderosa que la galaxia hubiera visto jamás…
Gregoras le había contado a Zulane que los cognoscientes habían desaparecido, pero ¿era posible que el Emperador hubiera creado otro con el aspecto de Magnus? ¿Era ésa la figura con la que Zulane se había encontrado en su sueño?
«¡Pero viajar de Prospero a Terra!».
Una hazaña así hablaba de hechicería muy poderosa, y era un mal presagio para el Imperio si Magnus había abierto esa puerta prohibida. Como le había contado a Kai, tan sólo podía existir un castigo para un desafío tan descarado al decreto del Emperador.
La eliminación de los residuos psíquicos rugió y bulló como una supertormenta atmosférica, sin dejar de bramar con las destiladas pesadillas y visiones de miles de astrotelépatas traumatizados. Habían muerto centenares por la onda de choque psíquica que todavía resonaba en el éter del planeta, y cientos más jamás recuperarían el control total de sus habilidades. En cualquier otro momento eso habría sido una calamidad, pero en medio de una guerra civil a escala galáctica, no podía considerarse menos que catastrófico. La Ciudad de la Visión estaba, a efectos prácticos, ciega, una ironía que no se le escapaba a Gregoras, pero que lord Dorn encontraba mucho menos que divertida.
Aliviar las pesadillas de una ciudad entera no era tarea fácil, y los criptaestesianos estaban sufriendo nuevamente lo que sus compañeros habían sufrido. Las piedras susurrantes estaban rojas de sangre incorpórea, saturadas de las lóbregas visiones y los peores miedos de aquellos que se habían salvado de la sobrecarga psíquica. La cascada de luz procedente del enrejado del domo de cristal estaba sangrando sus horrores hacia Gregoras, y no importaba lo que se hubiera preparado con rituales de aislamiento y mantras de protección, seguía llorando con cada nuevo terror que tomaba forma en la niebla de los restos psíquicos.
Vio seres amados desgarrados, pesadillas de cosas que se arrastraban. Sueños de abandono, pesadillas de dolor y temores al rechazo. Vio traumas infantiles, revivió dolores y terrores imaginarios que no tenían marco de referencia. Todo eso y mucho más rezumaba de las piedras susurrantes como el pus de una herida. Tan sólo expulsando hasta el último fragmento de trauma podría la Ciudad de la Visión ser capaz de volver a funcionar, y tan sólo los criptaestesianos tenían la capacidad de conseguirlo.
Nemo Zhi-Meng le había encargado personalmente a Gregoras purgar la ciudad del poder que se había manifestado en el interior del Coro Primus.
—Haz que las pesadillas desaparezcan —habían sido sus sencillas instrucciones.
Sencillas de decir, pero difíciles de obedecer.
El poder en el interior de Aniq Sarashina que había destruido el Coro Primus era tan vasto que algunas de sus partes se habían abierto paso al interior de la psique colectiva de la Torre de los Susurros. Fragmentos infinitesimalmente pequeños de su determinación se habían alojado en las mentes de todos los que habían escuchado su aullante canto de sirena, y estos fragmentos habían sido absorbidos por las piedras susurrantes.
Y a partir de ellas, habían penetrado en el mundo sombrío de los criptaestesianos.
Para una mente no sincronizada con el patrón secreto que formaba la galaxia, esos fragmentos no habrían tenido significado alguno, tan sólo un ininteligible flujo de imágenes aleatorias, metáforas absurdas y alegorías varias.
Pero Gregoras las conocía mejor, y en cada horripilante imagen que obtenía del sangrado de residuos podía ver tenues referencias al patrón, como si los dementes y profetas repartidos por la galaxia hubieran volcado toda su palabrería y sus sueños en un poderoso grito. El patrón estaba allí, justo delante de sus narices, y la clave para desentrañar el misterio que había estudiado a lo largo de toda su vida adulta estaba oculta en la mente de Kai Zulane.
Sarashina había dicho que se trataba de un aviso, pero ¿un aviso de quién? ¿Y qué tipo de aviso no es preferible gritarlo desde los tejados más altos en vez de ocultarlo en la mente de un telépata desquiciado?
La verdad del asunto estaba allí mismo, en las pesadillas de los astrópatas de la torre, y Gregoras iba a encontrarlo. Los neurolocutores de la Legio Custodes no estaban teniendo éxito tratando de sacar el legado de Sarashina de la mente de Zulane, pero el secreto de lo que le había sucedido a la Torre de los Susurros estaba allí, en los residuos psíquicos, de eso estaba seguro.
Lo único que necesitaba era tiempo para encontrarlo.