TRES
TRES
EL MEJOR MOVIMIENTO
RUB’ AL-JALI
ARZASHKUN
—Tu emperatriz está al descubierto —dijo el señor del coro con una sonrisa torcida.
—Lo sé muy bien —le contestó Sarashina mientras movía la pieza de coral, procedente del mundo oceánico de Laeran, hacia el otro lado del tablero—. ¿Crees que es la primera vez que juego al regicida?
Nemo Zhi-Meng sonrió y negó con la cabeza.
—Por supuesto que no, pero no quiero ganar porque no estés prestando atención.
—Das por hecho que vas a ganar.
—Suelo hacerlo.
—Hoy no lo harás —le contestó Sarashina mientras Zhi-Meng le arrebataba un castellano con su caballero y lo dejaba en la alfombra.
El tablero y las piezas habían sido un regalo personal del propio Fénix, y la decoración de cada una de las figuras era algo espectacular. Todas mostraban un nivel de acabado obsesivo, cada una de ellas con sus propios rasgos, como cabía esperar de la obra de un primarca que era el paradigma de la atención a los detalles. El tacto que ofrecían era extremadamente agradable, y tocarlas era un placer comparable a jugar con ellas.
—Creo que te equivocas —le replicó Zhi-Meng cuando Sarashina movió su divinitarca sobre el tablero.
—Pues deberías pensártelo mejor —le respondió a su vez Sarashina mientras se recostaba contra el montón de elegantes cojines que había esparcidos por el suelo del aposento del señor del coro—. ¿Todavía no lo ves?
Zhi-Meng se inclinó sobre el tablero y se echó a reír cuando se percató de la disposición de las piezas.
—¡Inconcebible! —exclamó a la vez que daba una palmada con sus delgadas manos de escultor.
En el dedo corazón de la mano izquierda llevaba un anillo de ónice que tenía grabada una serie de símbolos entrelazados que quizá provenían de un lenguaje desconocido, aunque más bien parecían un simple elemento decorativo. Zhi-Meng le había contado una vez que le compró el anillo a un individuo que proclamaba haber viajado al Cuarto Dominio, pero Sarashina sospechaba que se trataba de otra de las bromas maliciosas del señor del coro. Si todavía conservara los ojos, habría parpadeado al contar la anécdota. Sin embargo, los párpados de sus ojos de forma almendrada estaban cerrados y cosidos. Aquel detalle indicaba a cualquiera que fuera conocedor de este tipo de cuestiones que Zhi-Meng se había quedado ciego más de cien años atrás, cuando esas técnicas eran las habituales.
El señor del coro meneó la cabeza en un gesto de incredulidad y miró de nuevo el tablero, como si quisiese comprobar que de verdad lo habían derrotado.
—Me ha derrotado el cuchillo de un asesino escondido en una manga de terciopelo. Y yo que pensaba que había planeado suficientes jugadas con antelación como para ganar con facilidad.
—Un buen jugador de regicida piensa cinco movimientos por delante —le dijo Sarashina—. Pero un gran jugador de regicida…
—Sólo piensa un movimiento por delante, pero es el mejor movimiento posible —terminó la frase Zhi-Meng mientras se acariciaba las dos puntas que remataban su barba—. Si me vas a citar a Guilliman, al menos ten la bondad de dejarme ganar antes.
—Quizá la próxima vez —le contestó Sarashina al mismo tiempo que un servidor cegado entraba en los aposentos del señor del coro.
El servidor vestía una túnica blanca y carecía de pensamientos propios, por lo que su entrada fue semejante a una aparición fantasmal. Su presencia sólo era detectable como un borrón de luz turbia. Del cerebro del servidor se habían eliminado ciertos elementos con unas cizallas de remembranza, y sólo quedaban las funciones cognitivas más básicas.
—¿Sabes por qué insisto en que juguemos al regicida? —le preguntó Zhi-Meng.
—¿Para fanfarronear?
—Sí, en parte —admitió Zhi-Meng—. Pero hay algo más. El regicida nos ayuda a desarrollar la paciencia y la disciplina necesarias a la hora de elegir entre varias alternativas cuando una decisión impulsiva parece la mejor opción.
—Siempre enseñando, ¿verdad?
—La lección siempre es más fácil cuando el alumno no sabe que le están enseñando.
—¿Me estás impartiendo una lección?
—A nosotros dos —le contestó Zhi-Meng mientras el servidor depositaba a su lado una tetera de acero llena de tisana. El olor a miel caliente y dulce llenó las fosas nasales de Sarashina.
—Qué goloso eres.
—Es mi debilidad, lo confieso.
Zhi-Meng indicó al servidor con un simple gesto de la mano que se retirara y luego la alargó para servir dos pequeñas tazas del líquido tibio. Le ofreció una taza a Sarashina, quien sorbió con cuidado y disfrutó del sabor dulce.
—Me proporciona solaz —le comentó Zhi-Meng con una sonrisa—. Y en unos tiempos como éstos, debemos disfrutar del solaz allá donde podamos, ¿no te parece?
—Creí que para eso estaba el qash que quemamos en la pipa hookah.
—El solaz se puede conseguir de muchas maneras —le contestó Zhi-Meng.
El señor del coro se soltó el cinturón y la túnica que llevaba puesta se deslizó hacia el suelo. Tenía un cuerpo delgado y nervudo, pero Sarashina sabía que aquellas extremidades de aspecto frágil ocultaban una fuerza considerable. Su piel tenía la apariencia de un pergamino de color claro que hubiera sido tensado sobre una armazón, y cada centímetro de su superficie estaba cubierto de tatuajes que el mismo se había grabado utilizando una aguja que, según él proclamaba, había sacado de la espina dorsal de una bestia fosilizada que había encontrado en la roca de uno de los páramos radiactivos de Mérica. Sobre el lienzo en el que había convertido su piel se extendía todo un entramado de imágenes de protección: hombres con cabeza de halcón, serpientes que devoraban sus propias colas, cruces apotropaicas, ojos de aversión y gorgoneiones.
Que ese tipo de símbolos constituyeran una afrenta a la Verdad Imperial era algo que le importaba muy poco al señor del coro, ya que era el astrópata de más edad de toda la Ciudad de la Visión, y el conocimiento que poseía sobre los símbolos y los talismanes de protección frente a los peligros del immaterium era superior al de cualquier otro.
Se tendió en el suelo al lado de Sarashina y le acarició un brazo con suavidad. Ella le sonrió y luego se volvió para tumbarse boca abajo y dejarle que le masajeara la espalda. Zhi-Meng comenzó la tarea de relajarle las tensiones que le había provocado otro día arduo que había pasado transmitiendo mensajes cada vez más desesperados desde las salas mentales hasta el Conducto para que continuaran hacia los receptores de destino. El señor del coro había estudiado con los antiguos sabios que vivían en aquellas montañas antes de la llegada del Emperador y su visión grandiosa de un palacio que coronase el mundo, y el contacto de esas manos propagó una calidez reconfortante por todos los huesos viejos y cansados de su cuerpo.
—Te dejaría hacerlo toda la noche —le dijo Sarashina con una voz que casi era un ronroneo.
—Y yo estaría encantado de seguir, pero no es algo que podamos hacer —le contestó Zhi-Meng.
—Una pena.
—Háblame de los mensajes de hoy —le pidió el señor del coro.
—¿Por qué? Tú ya sabes todo lo que ha pasado por la torre.
—Cierto, pero me gusta oír lo que opinas de ellos —insistió Zhi-Meng mientras se esforzaba por relajar un nudo de tensión que se negaba renuentemente a desaparecer en la parte baja de la espalda.
—Hemos recibido muchos mensajes de planetas que exigen la presencia de flotas del ejército para mantenerse a salvo de posibles fuerzas rebeldes.
—¿Por qué no piden unidades de las Legiones Astartes?
—Creo que la gente teme de que si ha sido posible que cuatro legiones hayan tomado el camino de la traición, otras lo hagan también.
—Interesante —comentó el señor del coro. Le masajeó con una mano los músculos tensos de los hombros y del cuello mientras hablaba—. Sigue. Háblame de las legiones. ¿Qué noticias llegan a Terra de nuestros mejores guerreros?
—Sólo asuntos fragmentarios —admitió Sarashina—. Algunas mandan mensajes diarios a la espera de órdenes, otras están demasiado lejos como para comunicarse, y unas cuantas parecen estar actuando de forma autónoma.
—A ver, dime por qué el hecho de que los marines espaciales tomen sus propias decisiones constituye un precedente peligroso —le preguntó Zhi-Meng.
—¿Por qué me haces preguntas de las que ya conoces las respuestas?
—Para averiguar si tú sabes la respuesta, por supuesto.
—Muy bien, te permitiré el capricho, pero sólo porque me estás haciendo sentir humana de nuevo —le contestó Sarashina—. Una vez liberado, el poder que poseen las legiones sería difícil de volver a someter al dictado de Terra.
—¿Por qué?
—Creer que los marines espaciales son simplemente unos asesinos creados mediante la manipulación genética es subestimarlos de un modo terrible. Sus comandantes son individuos muy capacitados y con una gran ambición. Una vez estén libres para actuar según su propia voluntad, no se tomarán a bien ser sometidos a una autoridad ajena, sin importar cuál sea.
—Muy bien —dijo el señor del coro con un gesto de asentimiento.
—Pero no llegaremos a ese extremo —le aseguró Sarashina—. Horus Lupercal quedará aplastado en Isstvan. Ni siquiera él será capaz de enfrentarse y resistir al poder de siete legiones.
—Creo que tienes razón, Aniq. Siete legiones son un poder más allá de lo imaginable. ¿Cuánto tardará la flota que ha enviado lord Dorn en llegar a Isstvan V?
—No mucho —le contestó Sarashina, que sabía que los caprichos del viaje por la disformidad hacían imposible cualquier predicción fiable del momento de la llegada.
—¿Hay algo que te preocupe respecto a la batalla que se avecina? Aparte de lo obvio, claro.
—El primarca de la VIII Legión —le confesó Sarashina.
—He oído de la Guardia del Cuervo que se ha reunido con sus guerreros.
—Exacto, pero lord Dorn ordenó de forma taxativa que no le enviáramos a Konrad Curze las órdenes de encuentro y reunión de la flota para la expedición contra Isstvan, sino sólo a los capítulos de los Amos de la Noche que se encuentran acuartelados dentro del sistema solar.
—¿Y esto ha provocado preocupación dentro de palacio? —dijo Zhi-Meng más para sí mismo que dirigiéndose a Sarashina—. ¿Qué un primarca se reúna con su legión?
—Y eso es quedarse corto —contestó Sarashina—. Nadie parece saber dónde se encuentra Curze desde que se produjo el sometimiento de Cheraut.
—Lord Dorn lo sabe, aunque no lo dirá. Me ordenó enviarle un mensaje a lord Vulkan y a lord Corax.
—¿Qué clase de mensaje?
—No lo sé —admitió Zhi-Meng—. Lo formaban elementos que desconocía por completo. Era alguna clase de canto de batalla que sólo conocen los propios hijos del Emperador. Sólo espero que les llegue a tiempo. Pero ya basta de asuntos en los que ya no podemos hacer nada. Háblame de Prospero. ¿Por qué crees que llevamos meses sin tener contacto con el planeta?
—Quizá Magnus todavía esté dolido por el modo en que se lo trató en Nikaea —apuntó Sarashina.
—Es bastante posible —contestó Zhi-Meng mostrándose de acuerdo—. Lo vi después de que el Emperador pronunciara su veredicto, y es una visión que jamás olvidaré. Su ira fue terrible, sin duda alguna, pero creo que fue peor el dolor que lo embargaba por la sensación de haber sido traicionado.
—Puedo asignar más coros a la tarea de ponerse en contacto con Prospero —se ofreció Sarashina.
Zhi-Meng hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No. Estoy seguro de que Magnus no tardará en ponerse en contacto. Por muy dolido que esté ante el veredicto, ama demasiado a su padre como para mantenerse alejado de él durante mucho tiempo. Ya está, he acabado.
Sarashina se puso boca arriba y luego se incorporó un poco para hacer girar los hombros y el cuello. Sonrió al notar las articulaciones y los músculos flexionarse y moverse con facilidad.
—Sea lo que sea lo que los sabios de las montañas te enseñaron, es poderoso.
Zhi-Meng entrelazó los dedos y los flexionó hacia fuera mientras sonreía.
—Yo te enseñé todo lo que me enseñaron, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo muy bien. Túmbate —le dijo.
Se sentó mientras Zhi-Meng se tumbaba en el lugar que ella había ocupado.
Sarashina se sentó a horcajadas sobre él y le recorrió la espalda tatuada con los dedos. Los hombres con cabeza de halcón y las serpientes devoradoras se estiraron y aumentaron de tamaño bajo los efectos del masaje.
—Háblame de Kai Zulane. Noto la fuerza de sus pesadillas a través de las piedras susurrantes.
—Hay muy pocos en la torre que no lo hayan hecho —comentó Sarashina.
—Tiene la mente dañada, Aniq, muy dañada. ¿Estás segura de que es merecedor del esfuerzo necesario para salvarlo de la montaña hueca? La gran baliza siempre necesita mentes nuevas. Ahora más que nunca.
Sarashina dejó de masajearlo.
—Estoy segura. Fue mi mejor estudiante.
—Antaño quizá lo fue —insistió Zhi-Meng—. Ahora no es más que un astrópata que no es capaz de enviar mensajes. Uno que ha elegido no enviar ni recibir.
—Lo sé. He asignado a mi mejor buscador para traerlo de regreso. Creo que te parecerá bien mi elección.
—¿Quién es?
—Athena Diyos. Posee una habilidad especial para reconstruir mentes dañadas —le contestó Sarashina.
—Athena Diyos —musitó Zhi-Meng con un ronroneo de satisfacción al notar cómo Sarashina le masajeaba los omóplatos con la palma de las manos—. Que el Trono se apiade de ella.
—Lady Sarashina me ha dicho que ya no eres capaz de utilizar el nuncio —le dijo Athena con un tono de voz que desprendía un desprecio feroz—. Es la más básica de las disciplinas telepáticas, sin la que ningún astrópata es capaz de cumplir sus funciones. No es que podamos llamarte astrópata entonces, ¿verdad?
—Supongo que no —contestó Kai mientras se esforzaba por no mirarla fijamente.
—¿Te pasa algo?
—Ah…, bueno, es que no eres lo que me esperaba.
—¿Qué es lo que te esperabas?
—Pues… esto no —contestó Kai, aunque sabía lo ridículo de su respuesta.
Decir que Athena Diyos no era lo que Kai se esperaba era quedarse tremendamente corto. Kai había pasado una noche llena de sueños pero sin descanso alguno, y al despertar le habían ordenado que acudiera a una las numerosas celdas de entrenamiento que había en el nivel de los novicios. El único mobiliario de la estancia era una silla, y estaba tan carente de significantes como era posible.
Athena Diyos lo estaba esperando allí, y Kai notó de inmediato la agudeza de su personalidad.
Tenía el cuerpo tendido sobre una silla flotante cuyo respaldo estaba modelado con la forma de su espalda retorcida y lo poco que quedaba de sus extremidades para adaptarse por completo a ella. Sus piernas estaban amputadas a mitad de muslo, y el brazo izquierdo era una masa arrugada de tejido cicatrizado. En vez de brazo derecho tenía un delgado implante manipulador que no dejaba de repiquetear contra el acero pulido de la silla. No le quedaba cabello en el cráneo, y la piel que lo cubría tenía el aspecto de unas viejas ruinas. Las cuencas oculares eran unos huecos cóncavos de piel artificial generada en cubas de crecimiento. Era la única parte de su cuerpo que había escapado a las heridas provocadas por el acontecimiento que la había confinado a aquella silla.
—Utiliza esos estrambóticos implantes oculares para grabar una imagen con un parpadeo —le ordenó Athena—. Así me podrás estudiar con detenimiento cuando hayamos acabado, pero ahora tenemos mucho trabajo por delante, ¿entendido?
—Por supuesto. Sí. Quiero decir, lo siento.
—No lo sientas. No quiero tu piedad —le replicó ella.
Hizo girar la silla en redondo y flotó hacia el otro extremo de la estancia. Kai aprovechó para utilizar un filtro médico de sus implantes ópticos y examinar el brazo que le quedaba. La degradación dérmica y la densidad del tejido cicatrizado le indicaron que había sufrido aquellas terribles heridas hacía pocos años. Las lecturas de la cristalización del tejido le mostraron que los daños que había sufrido se debían en parte al efecto de la exposición al vacío.
Athena había quedado lisiada a bordo de una nave estelar.
Por lo menos, eso era algo que tenían en común.
—Siéntate —le ordenó Athena dando la vuelta para encararse con la única silla de la estancia.
Kai se sentó, y la silla acolchada le rodeó el cuerpo. Los sensores de presión activaron una serie de almohadillas internas para adaptarse a su estructura ósea. Era la silla más cómoda en la que jamás se hubiera sentado.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó Athena.
—No.
—Soy Athena Diyos, y soy una buscadora. Eso supone que voy a encontrar todas las piezas de tu capacidad que todavía funcionan y las voy a montar de nuevo. Si lo logro, volverás a ser útil.
—¿Y si no lo logras?
—Entonces te enviarán a la montaña hueca.
—Ah.
—¿Es eso lo que quieres? —le preguntó Athena, y su extremidad protésica dejó de repiquetear contra el brazo de la silla.
—En este momento de mi vida, ya no me importa —le contestó Kai cruzándose de piernas mientras se pasaba una mano por la barba que había comenzado a salir.
La luz de la estancia era brillante hasta llegar a lo agresivo, lo que dejaba prácticamente todo sin sombra alguna y hacía que el ambiente fuera intimidadoramente clínico. La silla de Athena flotó hasta quedar cerca de él, y le llegó el olor al antiséptico y al ungüento calmante que le cubrían el brazo destrozado. Se fijó en el anillo dorado que llevaba en el dedo corazón, y acercó la visión con su implante para discernir con mayor claridad el grabado que tenía en el centro: un pájaro de plumas brillantes que surgía de un huevo en mitad de una hoguera llameante.
Ella se fijó a su vez en su mirada, pero no dijo nada.
—¿Sabes lo que ocurre en la montaña hueca? —le preguntó Athena.
—Por supuesto que no. Nadie habla de ello.
—¿Por qué crees que no lo hacen?
—¿Cómo iba a saberlo? ¿Quizá por un estricto código de silencio?
—Es así porque nadie que entra en la montaña hueca sale de ella —le replicó Athena. Se inclinó hacia adelante, y Kai tuvo que contener el impulso de hundirse un poco más en su propia silla—. Yo he visto lo que les ocurre a los pobres desgraciados que entran allí. Me dan lástima. Poseen cierto poder, pero no el suficiente como para ser útiles de ningún otro modo. Es un sacrificio muy noble, pero decir sacrificio es un eufemismo para decir que vas a morir.
—¿Qué les ocurre exactamente?
—Lo primero que pasa es que se te agrieta la piel, igual que un papel arrojado al fuego, y se te desprende del cuerpo convertida en polvo. Luego los músculos se consumen hasta que desaparecen, y aunque notas cómo se te escapa la vida, eres incapaz de detener el proceso. Tu mente muere poco a poco: la memoria, la alegría, la felicidad, el dolor y el miedo. Todo se utiliza. La baliza no desperdicia absolutamente nada de ti. Todo lo que eras es absorbido de tu estructura corporal, y lo único que queda es un cascarón hueco, una costra vacía de piel seca y cenicienta y huesos convertidos en polvo. Además, es un proceso doloroso, con un sufrimiento agónico. Debías saber todo eso antes de desdeñar con tanta despreocupación la última oportunidad que tienes de seguir con vida que te estoy ofreciendo.
Kai notó en su piel el calor de su aliento, impregnado del asqueroso olor dulzón de las medicinas.
—No quiero eso —dijo al fin.
—Ya me lo imaginaba —le contestó Athena, y el implante manipulador dio un empujón para alejarla de Kai.
—Entonces, ¿vas a ayudarme?
—¿Cuánto tiempo hace de la última vez que entraste en un trance receptivo? —quiso saber Athena.
La pregunta pilló por sorpresa a Kai.
—No lo recuerdo.
—Si quiero conseguir que no entres en la montaña hueca voy a necesitar algo con lo que trabajar, Kai Zulane. Si me mientes una sola vez, o me ocultas algo o me haces pensar que estás impidiendo mi tarea o que pones en peligro a un solo ser vivo de esta ciudad, no dudaré en acabar contigo. ¿Me he explicado con claridad?
—Con total claridad —le contestó Kai, que se dio cuenta de que su vida estaba en manos de aquella mujer desfigurada—. Han pasado bastantes meses desde la última vez que entré en un trance receptivo.
—¿Por qué? Debe de resultarte doloroso —comentó Athena—. ¿Tienes una afección psíquica?
—Un poco —admitió Kai—. Me duelen las articulaciones y tengo siempre un ligero pequeño dolor de cabeza.
—Entonces, ¿por qué evitas el trance?
—Porque prefiero experimentar ese dolor a sentir de nuevo lo que pasó en la Argo.
—Así pues, no tiene nada que ver con una incapacidad real. Bueno, es un alivio. Al menos tengo algo con lo que trabajar.
La silla de Athena se deslizó de nuevo hacia él y la buscadora alargó una mano. La piel estaba tensa y cubierta de crestas de carne endurecida y descolorida. Brillaba un poco y mostraba un aspecto húmedo. Kai dudó un brevísimo momento antes de tomarla con su propia mano.
—Voy a entrar en un trance nuncio —le advirtió Athena—. Harás lo que yo te diga, pero quiero que seas tú quien forme el paisaje onírico. Sea cual sea el método que utilizas para dejar en blanco el lienzo antes de un mensaje, no lo cambies. Estaré a tu lado, pero lo único que vamos a hacer es formar el paisaje onírico. No vamos a enviar ni a recibir ningún mensaje. Quiero que lo entiendas bien antes de que entremos.
—Lo entiendo. No me gusta, pero lo entiendo —le respondió Kai.
—No tiene por qué gustarte. Sólo tienes que hacerlo.
Kai asintió y cerró los ojos. Respiró con más lentitud y completó todos los mantras preparatorios que expandirían su conciencia hasta llegar al paisaje onírico. Ésa parte era fácil. Cualquiera podía hacerlo, incluso alguien que careciera de poderes psíquicos, y lo único que sentiría sería un gran relajamiento. Era la siguiente parte la que iba a representar un problema, e intentó contener la aprensión que lo invadía.
—Me elevo hasta el paisaje onírico —dijo Athena, y su voz perdió el tono duro y sonó casi agradable.
Una leve sensación de vértigo tiró de la mente de Kai cuando dejó que los mantras elevaran su conciencia por encima de su cuerpo. Le pareció oír un canto, un sonido semejante al de un coro en un escenario lejano. Los astrópatas de la torre estaban muy ocupados, pero era de esperar en una época tan turbulenta como aquélla. Un millón de voces sibilantes llenaban la torre, pero las piedras susurrantes las mantenían apartadas entre sí. Kai se sacó de la cabeza cualquier pensamiento sobre la rebelión que se había producido en la frontera del Imperio, y en vez de eso se imaginó que una luz relajante le rodeaba el cuerpo formando una cubierta protectora.
Ya estaba preparado.
Sintió la presencia de Athena cuando la conciencia de la buscadora fluyó al lado de la suya. En aquel estado mental no existía el arriba o abajo, pero las percepciones humanas no podían evitar intentar dar forma a un espacio que carecía por completo de ella. Cada astrópata entraba a su manera en un trance receptivo. Algunos se rodeaban de imágenes relativas al telépata cuyas proyecciones estaban intentando recibir, mientras que otros se concentraban en elementos simbólicos clave comunes a la mayoría de los que enviaban mensajes.
Kai no utilizaba ninguno de esos dos. Prefería crear su propio lienzo mental sobre el que imprimir la imagen del telépata que enviaba el mensaje. Era muy común que el mensaje quedara distorsionado por la arquitectura mental de la mente receptora, y ese tipo de malinterpretaciones eran la maldición de cualquier astrópata. Kai jamás se había equivocado al interpretar una visión recibida a lo largo de todos sus años de servicio, pero había oído, como todos los estudiantes de la Ciudad de la Visión, de casos horribles en que los astrópatas habían leído de forma errónea mensajes en los que se solicitaba ayuda de forma desesperada o que habían enviado flotas expedicionarias a destruir mundos cuyos habitantes eran fieles siervos del Trono.
Notó calor, y el sudor empezó a cosquillearle la piel.
Era un calor falso, pero lo suficientemente real en aquel sitio de sueños y de milagros.
Kai abrió los ojos y el desierto se extendió miles de kilómetros a su alrededor.
La arena blanca centelleaba bajo el efecto del calor. Era un inmenso espacio vacío en el que no había nada que rompiera la monotonía. Nada interrumpía aquel paisaje dolorosamente vacío a la vista. Daba la impresión de que toda vida hubiera quedado absolutamente borrada del mundo.
El paisaje onírico de Kai siempre había sido así desde que regresó a Terra.
Las drogas hipnopómpicas lo habían mantenido despierto en la lanzadera de salvamento, pero la mente humana no es capaz de evitar la necesidad de soñar. Al no recibir aquellos narcóticos privadores del sueño en las instalaciones médicas de la Casa Castana en Kyprios, la primera noche que había pasado en Terra casi le había destrozado la psique antes de que su entrenamiento actuara por su cuenta y tomara el control de sus sueños. Aparte de la noche anterior, acudía a ese lugar en sus sueños y deambulaba por su maravilloso vacío hasta que se despertaba.
Ésa forma de dormir le dejaba relajado el cuerpo, pero no proporcionaba a su mente ninguna clase de desahogo.
—¿Éste es tu lienzo? —preguntó una voz a su espalda.
Kai se volvió y vio a Athena Diyos caminando hacia él. La larga túnica que llevaba puesta se ondulaba alrededor de su cuerpo bien formado. Sus largos cabellos, de color caoba con un leve tono dorado, le caían hasta los hombros.
—Pareces sorprendido —le dijo Athena.
—Supongo que lo estoy —admitió Kai, tan asombrado como cuando la vio por primera vez.
—No deberías estarlo. Después de todo, estamos en el reino de los sueños. Puedes moldear tu cuerpo para que tenga el aspecto que quieras.
—Pero tú no lo haces —replicó Kai, quien se dio cuenta del hábil intento de engaño—. Ésta eres tú de verdad.
Athena pasó al lado de Kai, y en vez del fuerte olor a medicinas que desprendía su piel, le llegó el aroma a canela y a almendras.
—Eres muy hermosa.
Ella miró hacia atrás por encima del hombro y le sonrió. Su rostro se iluminó.
—Eres muy amable. La mayoría de la gente dice que «era» muy hermosa.
—Te acabarás dando cuenta de que no soy como «la mayoría de la gente».
—Estoy segura de eso. Así pues, ¿éste es tu paisaje onírico?
—Sí. Estamos en el Rub’ al-Jali —dijo Kai.
—No sé lo que eso significa.
—Quiere decir «el lugar vacío» —le explicó él—. Era un desierto de la Vieja Tierra que creció y creció hasta que se unió a otro gran desierto y que acabó llenando el mar y creó el cuenco de polvo.
—Es el paisaje onírico de un soñador que no quiere soñar —le replicó Athena—. No es sano vivir en un nivel de cognición que le niegue a la mente subconsciente alguna clase de válvula de escape. No hay ni un solo símbolo, nada que le recuerde al soñador el mundo de vigilia y nada que revele el más mínimo detalle del propio soñador.
—Bien, ¿y ahora qué hacemos? —inquirió Kai.
—Ahora exploraremos. Necesito captar el entorno de tu mente antes de ser capaz de ver las grietas.
—No hay mucho que explorar en el Rub’ al-Jali.
—Eso ya lo veremos. Dime por qué estás aquí.
—¿En este trance?
—No, en la Ciudad de la Visión. He leído tu expediente. Estabas asignado a la legión de los Ultramarines a bordo de la Argo, una fragata tripulada por ilotas que se dirigía hacia los astilleros de Júpiter para sufrir una serie de modificaciones estructurales antes de realizar la traslación a Calth. Dime por qué estás aquí y no de camino a Ultramar.
—No creo que debamos hablar de eso —le contestó Kai.
El horizonte más lejano se onduló como si algo enorme se acabara de mover justo debajo de la superficie. Se esforzó por ignorarlo, pero el desierto sin rasgos destacables de su sueño cambió para acomodar esa intrusión.
Athena siguió su mirada y vio la cascada de arena blanca procedente del risco que se alzaba sobre ellos.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Ya has leído mi expediente —le contestó Kai, esforzándose para que el miedo no se le notara en la voz—. Deberías saber qué es.
—Quiero que tú me lo digas.
—No.
Algo irrumpió a través de la superficie de la arena, algo brillante y metálico, de color azul cobalto y dorado. Era semejante al pellejo escamoso de una serpiente que saliera a la superficie del océano. Se movió con la elegancia de un cazador y la paciencia de un asesino antes de desvanecerse de nuevo bajo la superficie.
—Aquí estamos muy expuestos —declaró Athena con toda naturalidad.
—Lo sé muy bien —le espetó Kai.
—¿No crees que deberíamos buscar un lugar seguro?
—¿Dónde sugieres tú que vayamos? —dijo él—. Estamos en el desierto.
Notó cómo el corazón le martilleaba contra las costillas y las palmas de las manos le sudaban profusamente. Sintió la boca seca y que la vejiga se quería vaciar por su cuenta. Se protegió los ojos del sol abrasador con una mano y escudriñó el horizonte en busca de alguna señal del depredador subterráneo.
—No, no lo estamos. Estamos en tu mente, donde compartimos tu miedo, sea lo que sea lo que haya allí; es parte de ti, y el único que puede dejar hacernos daño eres tú. Vamos, Kai, ¿has olvidado los principios básicos de la defensa psíquica?
—No puedo impedir que venga.
—Por supuesto que puedes —le contestó Athena al mismo tiempo que lo tomaba de la mano—. Sólo tienes que crear aquello que antes te mantenía a salvo.
Kai captó por encima del hombro de Athena el destello de algo metálico que surgía de la arena, y toda idea de utilizar los recursos incluso más básicos de su formación salió huyendo de su mente. El miedo lo envolvió todo por completo. Oyó el sonido de los gritos. Era una hueste de voces aterrorizadas que parecía surgir de la propia arena, como si se tratara de los chillidos de todo un ejército enterrado vivo.
—Puedes conseguirlo, Kai —insistió Athena, quien bajó la mirada hacia la arena—. Aférrate a mi voz.
Athena comenzó a recitar los ejercicios básicos del nuncio, y la cadencia tranquilizadora de su voz le produjo el efecto de un soporífero calmante.
—Éste es el sueño que creé para mí misma. Es un lugar de tranquilidad. Soy la señora de este dominio. Repítelo conmigo, Kai.
—Soy el señor de este dominio —dijo Kai al mismo tiempo que intentaba convencerse a sí mismo de lo que decía.
La sombra de la criatura que acechaba bajo la arena se extendió por la superficie. Era una oscuridad creciente que no se desvanecía. Se deslizaba en círculos por debajo de ellos y se asomaba a la superficie con movimientos amplios y lentos de su cuerpo metálico. Sabía que su presa era vulnerable, y no tenía prisa por apresurar la caza.
—¡Dilo como si te lo creyeras! —lo urgió Athena en voz baja—. Yo tampoco quiero llegar a ver esa cosa.
—¡Soy el señor de este dominio! —gritó Kai.
—Y ahora, crea un sitio en el que podamos estar a salvo —le ordenó.
Kai intentó despejarse la mente mientras la arena se movía bajo sus pies. Las voces aullantes ya sonaban más cercanas a la superficie. Debajo de ellos se movía un monstruo increíblemente inmenso, que se extendía a lo largo de varios kilómetros alrededor de los dos.
Kai sabía muy bien qué era, pero ese conocimiento sólo consiguió que estuviera más decidido todavía a evitarlo.
—Conozco un sitio seguro —dijo.
—Muéstramelo —le respondió Athena.
Lentamente, piedra a piedra, Kai se imaginó la construcción de una fortaleza luminosa en mitad de la fecundidad sin utilizar de su paisaje onírico. Todo un conjunto ficticio de baluartes, de torres abovedadas, de jardines relajantes y de avenidas bordeadas de árboles surgió de la arena a su alrededor y se alzó a mayor altura a cada momento que pasaba. Los arcos dorados, las balconadas llenas de elementos decorativos y los minaretes de jade, de madreperla y de electro surgían de los bloques constructores de la imaginación y el recuerdo.
Aquélla era una fortaleza del pasado, una de las maravillas del mundo que ya no existían.
Athena abrió los ojos de par en par al ver aquella fabulosa fortaleza, con las murallas cubiertas de escarcha y pulidas hasta el punto de parecer levantadas con arena vitrificada. El suelo se alzó a sus propios pies y se vieron elevados en el aire sobre una muralla gigantesca que los alejó varios cientos de metros del suelo ondulante.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Athena cuando acabaron su ascenso vertiginoso.
Un viento muy fuerte los azotó, y Kai la agarró con fuerza para impedir que el vendaval la lanzara fuera de las murallas.
—Estamos en la fortaleza de Urartu, en Arzashkun —le explicó Kai—. Antaño se alzaba en la cabecera de un gran río, del que se dice que tenía las fuentes de su origen en el jardín que fue la cuna de la humanidad.
—¿Todavía está en pie? —quiso saber Athena mientras más torres, murallas y puertas se formaban a partir de la arena centelleante del paisaje onírico.
—No, fue destruida. Un gran rey la arrasó hasta los cimientos hace ya muchos miles de años.
—Pero ¿sabes qué aspecto tenía?
Kai oyó el retumbar de algo enorme que se acercaba a la superficie de la arena, pero mantuvo la atención firmemente concentrada en la pregunta de Athena. Si dejaba que sus pensamientos salieran de las murallas de la fortaleza, se desplomarían. En vez de eso, concentró la mente en el pasado, en las paredes de cristal de una biblioteca increíble que se encontraba en el seno de los gigantescos bosques de una cordillera.
—Tuve la suerte, poco después de ocupar mi puesto en la XIII Legión, de que me permitieran acceder a la Biblioteca de Cristal de Prandium —le explicó Kai, concentrándose en el pasado para evitar aquel presente—. Deberías verla, Athena. Decenas de millones de libros, de pinturas, de sinfonías contenidas dentro de los cristales resonantes colocados a lo largo de las paredes del cañón. El encargado me mostró una de las obras de Guilliman, que estaba engastada en el risco simplemente como una más, como si no fuera nada extraordinario. Pero lo cierto era que se trataba de algo increíble, y tampoco era lo que yo me esperaba. No era una obra escrita llena de ilustraciones o con una caligrafía exquisita, tan sólo se trataba de una atención al detalle tan minuciosa que ningún escritor mortal podría igualar.
—¿Y esta fortaleza estaba en el libro?
—Sí, en una página en la que lord Guilliman contaba lo ocurrido durante su estancia en Terra, antes de que partieran las flotas expedicionarias de la cruzada para conquistar la galaxia. Vi un boceto de esta misma fortaleza, y era tan real que fui capaz de sentir la dureza de las piedras y el poder de sus murallas. En realidad era una nota a pie de página, una referencia velada a la época en la que su padre había viajado hasta allí y había estudiado su arquitectura. Yo he estado en esa tierra, y ya no queda nada de Azarshkun, ni siquiera el recuerdo, pero la habilidad de lord Guilliman había conseguido representarla de un modo tan claro como si el mismísimo Rogal Dorn le hubiera entregado los planos.
—Ojalá eso fuera verdad —dijo Athena, y Kai siguió la dirección de su mirada más allá de las murallas.
La respiración se le aceleró y tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio cuando una cúpula de color rojo apareció en la arena, produciendo el mismo efecto que una gota de sangre en mitad de un vaso de leche. El corazón se le aceleró más todavía, y tragó saliva cuando notó un tremendo tirón en su memoria. La voz suplicante de un niño se entrometió en sus pensamientos y la mancha roja se expandió en progresión geométrica.
El cazador oscuro que acechaba bajo el suelo se abalanzó sobre la masa carmesí en expansión impelido por su ansia. Surgió a la superficie al otro lado de las murallas, un conjunto de ángulos agudos, cuchillas y ruido rojo. Era una nave fantasma procedente del océano más profundo. Surgió como un depredador al acecho y volvió a caer sobre la superficie de arena con un estruendo retumbante. Sus costados eran de hierro, de color azul, oro y bronce. Era un asesino de planetas, un monstruo capaz de desencadenar una destrucción inimaginable, y su fortaleza de luz no era rival para aquel terrible poder.
Llegó acompañado de una oleada de aullidos, diez mil voces que chillaban de terror y de dolor. Sabía cuál era su nombre, y quería que Kai se uniera las filas de los muertos cuyos huesos y sangre llenaban sus corredores y cámaras aullantes.
Kai salió despedido de su paisaje onírico con un grito aterrorizado cuando la fortaleza se vio arrasada bajo un terrible crescendo de rostros rugientes, cuchillas negras y colmillos desgarradores.
Abrió los ojos de golpe y se incorporó como un resorte hasta quedar con el torso erguido sobre la silla. Las piedras susurrantes brillaban con un intenso color rojo mientras se esforzaban por disipar el residuo psíquico de su conexión y llevarlo hasta los sumideros de contención situados bajo la torre. Kai se llevó una mano a la cara y presionó con fuerza la palma contra la piel. Notó el tacto frío de la ceramita y el acero de sus implantes oculares. El asco, la culpabilidad, la pena y el terror lucharon entre sí por conseguir espacio en sus lóbulos frontales. Un sollozo estrangulado le surgió de la garganta, al rojo vivo de tanto gritar.
No derramó lágrimas, pero la angustia que lo invadió no fue por ello menos intensa.
El desierto había desaparecido, y las formas geométricas de la estancia de Athena se apresuraron a llenarle los sentidos con la realidad.
—¿Eso era la Argo? —le preguntó Athena.
Kai asintió. Se dio cuenta de que con la otra mano todavía sostenía la de Athena, y que tenía los nudillos blancos por la tensión. Vio unas pequeñas manchas rojas de sangre en los puntos donde sus uñas habían cortado la fina capa formada por la piel recién crecida. Se sintió arrepentido y apartó la mano de inmediato.
—Lo siento mucho. No quería…
Athena cerró los dedos engarfiados con un gesto de dolor.
—Lo sentí —le dijo, tomando la mano de Kai de nuevo—. Todo lo que tú sentiste mientras morían. Lo sentí todo.
Kai lloró sin lágrimas por las almas perdidas a bordo de la Argo.
Pero, sobre todo, lloró por sí mismo.