CUATRO
CUATRO
GHOTA
DIOSES ANTIGUOS
ROSTROS DE MUERTE
Trabajar con los muertos era una tarea que daba mucha sed. Palladis Novandio tomó un sorbo de agua sucia del barril de madera que había al lado de la puerta del crematorio. Los hombres que trabajaban metiendo los cuerpos en el incinerador eran unos individuos duros, habituados a aquellos recordatorios fríos y rígidos de su propia mortalidad. Trabajaban sin decir nada. Empujaban las carretas de muertos hasta el gigantesco horno excavado en la propia roca y luego los despojaban de sus ropas y de su dignidad antes de agarrarlos por los tobillos y las muñecas y balancearlos para arrojarlos a las llamas.
En la Ciudad de los Suplicantes no había escasez de muertos. Era una de las pocas materias que existía en abundancia.
Las pilas de ropas eran clasificadas y lavadas por las mujeres del templo antes de ser entregadas a aquellos que pasaban necesidades. Había días en los que parecía que la población de la ciudad nunca cambiaba. De repente, podías parar a alguien pensando que había resucitado milagrosamente, pero que simplemente llevaba el abrigo de un muerto al que conocías. Palladis sentía un leve consuelo al saber que los muertos todavía podían entregar algo a aquellos que dejaban atrás.
Bueno, la mayoría de ellos.
Se limpió los restos de ceniza procedentes del incinerador con una mezcla de agua y de su propio sudor. El sabor a ceniza y a grasa quemada se le había quedado pegado a la parte posterior de la garganta, pero jamás se le ocurrió abandonar aquella tarea. No existía una verdadera autoridad civil, por lo que los cadáveres eran una visión muy común en las calles de la Ciudad de los Suplicantes, tanto los de aquellos que se habían dado por vencidos como los de quienes habían estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. La muerte te podía llegar de muchas maneras, demasiadas como para contarlas todas.
Los millones de personas que acudían a Terra tomaban la ruta montañosa que llevaba al palacio, y sólo una mínima fracción de ellos llegaba hasta esa altura. Eso todavía dejaba a varios miles de personas delante de las puertas clamando a gritos que los dejaran entrar, suplicando a los guerreros sin rostro que hacían guardia a lo largo de las murallas que les permitieran cruzar al otro lado. Las calles de la Ciudad de los Suplicantes estaban abarrotadas de gente que buscaba un significado a su vida, respuestas a las preguntas que tenían, o de aquellos que simplemente acudían para contemplar el maravilloso espectáculo que constituían los dominios personales del Emperador.
Palladis recordó la época en la que la Ciudad de los Suplicantes mostraba cierto parecido con una comunidad civilizada, cuando era lo bastante pequeña como para mantener cierta semejanza al orden y a la estabilidad. Sin embargo, a medida que más y más personas lograban llegar hasta las murallas del palacio, aquella estructura ordenada había comenzado a perder su armonía. Los edificios que prácticamente aparecían de un día para otro y que ampliaban los límites de la propia ciudad a medida que se extendían montaña abajo comenzaron a ser cada vez más precarios, más numerosos y, en conjunto, más sórdidos.
Luego llegaron las bandas, al darse cuenta de la oportunidad que ofrecían las necesidades de los desesperados suplicantes, igual que buitres que sobrevolaran a alguien herido en mitad del desierto. Acudieron bandas de las montañas, bandas de las llanuras y bandas procedentes de los campos de batalla anteriores a la Unidad, todas atraídas a la ciudad en constante crecimiento al saber que allí encontrarían a gente vulnerable a la que se podía explotar. Comenzaron los asesinatos, todos muy violentos y pensados para extender el miedo igual que una plaga.
La banda de Babu Dhakal fue la peor de todas. Sus hombres eran más fuertes, más rápidos y más despiadados que todos los demás, y no había mutilación o acto degradante que no estuvieran dispuestos a cometer. Palladis había visto cómo a uno de los hombres de Dhakal lo apuñalaban en los ojos y luego dejaban que se desangrara en la puerta de una instalación médica. Los asesinos de aquel matón fueron despedazados a su vez y habían dejado los trozos clavados en unas largas lanzas para que los pájaros carroñeros los devoraran. Asesinatos por venganza, asesinatos por honor, asesinatos al azar. Nada de aquello tenía sentido, para cuando pasó lo peor, sólo Babu Dhakal había sobrevivido.
Nadie sabía de dónde procedía el temido caudillo de la banda, pero había muchos rumores al respecto. Algunos proclamaban que se trataba de un miembro de la Legio Custodes que jamás había regresado del juego de sangre que le habían ordenado llevar a cabo. Otros insistían en que era uno de los guerreros de trueno del Emperador que había conseguido sobrevivir de algún modo al final de las guerras de Unidad. Eran muchos más los que se mostraban convencidos de que se trataba de un marine espacial cuyo cuerpo había rechazado los implantes de la última fase de su elevación a ser sobrehumano y que había logrado huir antes de que acabaran con él. Lo más probable era que se tratara de un cabrón despiadado que había demostrado ser más despiadado y más cabrón que todos los demás.
Sin embargo, su terrible reputación no había desalentado a los que ansiaban entrar de un modo desesperado en el palacio, y día a día, año tras año, la Ciudad de los Suplicantes aumentaba más y más de tamaño. Cada cierto tiempo, del palacio salían fuerzas armadas que barrían las calles de la ciudad y se llevaban a la escoria y a los maleantes demasiado estúpidos como para esconderse, pero con eso lo único que se conseguía era tranquilizar las conciencias de los señores nobles de Terra. A todos los efectos, la Ciudad de los Suplicantes era un lugar sin ley.
Los heraldos imperiales, escoltados por cientos de guardias armados, se atrevían a veces a adentrarse en la ciudad, llegando incluso a alcanzar el Arco de la Proclamación, y leían los nombres de aquellos a quienes la suerte por fin les había sonreído y habían recibido permiso para entrar en el palacio. Pocos de los que eran nombrados llegaban a cruzar el arco que llevaba hasta la Puerta del Suplicante. La mayoría yacían muertos en algún callejón sin nombre, o después de abandonar toda esperanza de poder entrar algún día, habían regresado al rincón del planeta que ellos llamaban hogar.
Palladis había sido uno de los afortunados, y había entrado con su familia en el Palacio Imperial cuando la Ciudad de los Suplicantes todavía era un lugar de orden y tranquilidad. Llegaron procedentes de las tierras meridionales de los romanii, donde había trabajado como tallador de piedras y operario del mármol en los palacios de las florecientes casas tecnocráticas que se alzaban a la orilla del cuenco de polvo. Sin embargo, a medida que las megaestructuras se alzaban cada vez más altas y el acero y el cristal sustituían la antigua importancia de la piedra, Palladis se vio obligado a buscar trabajo en otros sitios.
Había cruzado con su mujer y sus hijos recién nacidos un paisaje que todavía mostraba las cicatrices de una guerra mundial que había durado tanto tiempo que ninguno se acordaba ya de cuándo había empezado. Sólo en esos momentos comenzaba a mostrar la gloria potencial de la que habían hablado los heraldos del Emperador. Habían cruzado los picos de Serbis en busca de esa gloria. Luego habían seguido el Arco Cárpato antes de entrar en el hogar de los rus para luego seguir las caravanas comerciales que recorrían la antigua Ruta de la Seda a través de las llanuras de Nakhdejvan. Al llegar allí giraron hacia el este, atravesando Aryana y las tierras nuevamente fértiles de los indoi antes de que el terreno empezara a elevarse y las montañas que marcaban el final del mundo comenzaran a vislumbrarse.
Había sido un espectáculo impresionante, algo que le quedaría grabado para siempre en la memoria, pero que se había convertido en un recuerdo agridulce con el paso de los años.
Palladis dejó a un lado los recuerdos de los asesinatos y atravesó las placas de plastek que impedían que el polvo de ceniza saliera del crematorio. El aire estaba cargado de ella. No tendrían que esperar mucho tiempo antes de que fuese necesario vaciar el incinerador, ya que los restos de los muertos se estaban amontonando en el fondo de la caldera. Colgó de un clavo el mandil de goma y se quitó los gruesos guantes protectores. Lo siguiente fue el paño húmedo que le tapaba la boca y la nariz, seguido por las gafas cubiertas de ceniza.
Se detuvo un momento para pasarse las manos por el cabello enmarañado antes de atravesar la puerta que llevaba a la zona principal del templo. Como siempre, estaba abarrotado de gente que gemía y lloraba, y el suave sonido de los sollozos de los hombres y mujeres se elevaba hacia los ángeles estoicos tallados en los aleros. Palladis sintió que las suaves líneas del Ángel Ausente atraían su mirada, y colocó una mano sobre la fría y pulida superficie de mármol.
La nefrita oscura procedía de Syrya, y su superficie estaba tallada y pulida hasta un punto que sólo podía conseguir el amor de un artesano por su trabajo. Sin embargo, Vadok Singh la había rechazado y había ordenado que se tirara. Cerró los puños al pensar en el arquitecto de guerra del Emperador. Singh estaba tan obsesionado con su propio arte que desdeñaba todo aquello que no se ajustaba a sus rigurosísimas exigencias: materiales, herramientas, planes o personas.
Sobre todo, las personas.
Fijó la mirada en la cara lisa, sin rasgo alguno, y se preguntó una vez más que rostro se habría planeado para aquella superficie sin terminar. Ya no importaba. Jamás quedaría completada, por lo que la pregunta era irrelevante. Apartó la vista del rostro carente de expresión cuando oyó que alguien lo llamaba, y miró al otro lado de la estancia.
Roxanne se hallaba sentada al lado de Maya y los dos hijos que todavía seguían vivos. Ambos habían respondido bien a la medicina que Roxanne había conseguido en el tugurio de Antioch. El marido, Estaben, estaba sentado cerca de ellas, y Palladis notó una punzada de irritación. Le había prohibido que repartiera más panfletos del Lectio Divinitatus, porque sabía muy bien que no era inteligente llamar más la atención hacia un lugar al que la gente insistía en llamar «templo».
Roxanne lo saludó con la mano, y él le devolvió el gesto. Sabía que sólo era cuestión de tiempo que la joven se convirtiera en un problema para todos ellos. Alguien como ella no lograría mantenerse escondida para siempre, ni siquiera en un lugar como la Ciudad de los Suplicantes. Nadie del lugar lo sabía, pero era una mujer excepcionalmente singular, y su familia acabaría por exigir que regresara con ellos. Por la fuerza, si hacía falta.
Se dirigió hacia ella, y mientras lo hacía sonrió levemente en un gesto de comprensión a los dolientes y asintió para mostrar su apoyo a los que se encontraban con ellos. Roxanne levantó la vista cuando se le acercó y puso una mano en la cabeza del niño que Maya sostenía en brazos.
—Parece que la medicina ha funcionado. Creo que se pondrán bien del todo —comentó.
—Me alegra oírlo —respondió Palladis mientras le revolvía el cabello al chico que estaba de pie al lado de Maya.
—Se llama Arik —le dijo su madre al mismo tiempo que acariciaba a su hijo en la mejilla.
—Un buen nombre, un nombre fuerte —respondió Palladis mirando al muchacho—. ¿Sabes lo que significa?
El chico negó con la cabeza.
—Arik era uno de los portadores del relámpago del Emperador durante la primera época de la Unidad. Dicen que era más alto que la montaña hueca y que abrió el paso de Mohán con sus propios puños. Creo que con el tiempo crecerás y serás tan grande como él.
El chico sonrió y cerró la manita en un puño. Maya le puso una mano en el hombro a su hijo.
—Que el Emperador os ame. ¿Habéis sido bendecido con hijos?
Palladis suspiró profundamente, pero asintió.
—Dos niños.
—¿Están aquí? Me encantaría conocerlos y decirles el padre tan maravilloso que tienen.
—Estuvieron aquí. Murieron —le contestó Palladis.
—Oh, lo siento mucho. No lo sabía.
—¿Qué les pasó? —le preguntó Arik.
—¡Arik, no! —le recriminó Maya.
—No, tranquila, no pasa nada. Debería saber y comprender acerca de estas cosas.
Palladis le puso las manos en los hombros al chico y lo miró directamente a los ojos. Quería que entendiera la gravedad y la importancia de lo que le iba a contar.
—Antaño trabajé para un hombre muy poderoso que no quería que yo trabajara para nadie más —le explicó Palladis—. No me gustaban ese tipo de restricciones, así que acepté en secreto el encargo de otra persona, aunque sabía que si me descubrían pagaría un precio muy alto. Mi patrón se enteró de mi otro trabajo y envió a varios hombres a mi casa para expresar su descontento. Yo estaba trabajando en ese momento en una cantera de piedra caliza, pero mi mujer y mis dos hijos estaban en casa. Los hombres le cortaron el cuello a mi mujer y dispararon en el corazón a mis niños. Cuando volví de la cantera, encontré sus cadáveres allí donde habían muerto.
El chico abrió los ojos de par en par, y Palladis supo que lo había atemorizado. Eso era bueno. El miedo lo mantendría vivo frente a algunas de las muchas maneras en que la muerte lo acechaba.
—Pobre hombre… —musitó Maya al mismo tiempo que apartaba a su hijo de su lado.
Palladis logró ignorar la comprensión temerosa de Maya y de su propia ira creciente desviando la mirada hacia Estaben, que estaba sentado un poco más allá. Su rostro no mostraba expresión alguna, estaba hundido y vacío, igual que si le hubieran arrancado la vida.
Palladis conocía muy bien esa cara. A veces creía que era la única que mostraba él mismo.
—¿Estaben? —lo llamó, pero el hombre no levantó la mirada.
Lo llamó de nuevo, y por fin el esposo de Maya lo miró.
—¿Qué?
—Tus hijos se están recuperando, Estaben. Deberías sentirte aliviado.
—¿Aliviado? —repitió Estaben a la vez que se encogía de hombros—. Vali y Chio ya están al lado del Emperador. En todo caso, son ellos los afortunados. Los demás tenemos que vivir todavía en este mundo, con todo este sufrimiento y dolor. Dime, sacerdote, ¿por qué debería sentirme aliviado?
Palladis notó que volvía a enfurecerse.
—Siento tu pérdida, pero todavía tienes dos hijos que te necesitan. Y no soy sacerdote.
—Lo eres —le replicó Estaben—. No lo ves, pero eres un sacerdote. Esto es un templo, y tú eres su sacerdote.
Palladis meneó la cabeza en un gesto negativo, pero antes de que pudiera refutar lo que el otro había dicho, el chasquido de la madera al partirse resonó por todo el edificio, a lo que siguió el retumbar de una puerta al separarse del marco y estrellarse contra el suelo. Por todos lados se oyeron gritos de alarma y la gente comenzó a apartarse de la entrada.
Siete hombres cruzaron el umbral pisoteando los restos de la puerta. Eran unos individuos grandes, unos individuos duros, unos individuos peligrosos.
Llevaban el cuerpo cubiertos de pieles, de cinchas de cuero y de placas de metal batidas para que tuvieran forma de armadura. Dos se cubrían la cabeza con cascos rematados por pinchos, y otro empuñaba un arma de gran tamaño con un cañón levemente acampanado en el extremo y una serie de tubos y alambre de color cobre que lo recorrían desde la boca hasta un cilindro chisporroteante que parecía estar lleno de diminutos relámpagos en miniatura. En los músculos de sus fornidos brazos se veían unos tatuajes que se retorcían con cada movimiento, aunque había uno que todos ellos compartían: un rayo en zigzag sobre el ojo derecho.
—Son los hombres de Babu Dhakal —le advirtió Roxanne con un siseo, pero Palladis le indicó con un gesto que se callara.
Se adentró en el pasillo central con las manos en alto y por delante del resto del cuerpo.
—Por favor, estamos en un lugar de paz y recogimiento —les dijo.
—Ya no —le contestó un individuo de hombros anchos que entró detrás de aquella vanguardia.
Era un hombre más alto todavía que cualquiera de los otros siete, y hacía que éstos parecieran pequeños en comparación. Sobre el pecho llevaba dos bandoleras cruzadas llenas de cuchillos, y tres ganchos de metal para colgar carne tintineaban en su cinto al lado de una funda que contenía una pistola demasiado grande como para que ninguna persona normal la disparara sin perder el brazo por el retroceso. Llevaba ambos bíceps rodeados de alambre, lo que hacía que las venas le palpitaran bajo la piel como serpientes retorciéndose.
La piel del individuo era una completa exposición del arte de los tatuadores. Había centenares de representaciones de rayos, martillos y aves rapaces. Lo poco que quedaba visible de ella mostraba la palidez enfermiza propia de un cadáver. De la comisura de los labios le bajaba un hilillo de sangre.
Sin embargo, fueron los ojos del hombre los que le indicaron a Palladis quién había acudido para ejecutar el castigo. Las pupilas eran tan pequeñas que parecían poco más que dos puntos negros en mitad de sendos mares de hemorragias petequiales. Los ojos del individuo estaban literalmente rojos por la sangre.
—Ghota —murmuró Palladis.
Athena ascendió a lo largo de la espina central de la Torre de los Susurros impulsada por la doble hélice de partículas que desafiaban a la gravedad. Aquello hacía que la piel le picara de un modo incontrolable, y el tejido cicatrizado que remataba sus muslos amputados palpitaba de un modo doloroso en aquel flujo de energía. Nadie había llegado saber nunca por qué los constructores de la Torre de los Susurros pensaron que no sería necesario un elevador neumático, y ella nunca dejaba de maldecirlos cada vez que se veía obligada a desplazarse verticalmente a lo largo de su estructura.
Necesitaba ver urgentemente a lady Sarashina, por lo que ascendió a través de los diferentes niveles de la torre para llegar hasta el ala superior de la Oneirocrítica Alchema Mundi, la gran biblioteca de sueños de la Ciudad de la Visión. Tenía una gran pila de papeles y de registros de sueños en el regazo. Era un archivo volátil de la última incursión que había efectuado en el immaterium y que necesitaba una segunda interpretación. Nadie poseía un conocimiento mayor de los augurios del Vatic que Aniq Sarashina, y si alguien era capaz de aclarar ciertos aspectos de su última visión, ésa era ella.
El flujo de partículas se detuvo por fin desvaneciéndose en el aire. Athena utilizó el brazo robótico para pulsar los botones de control de la silla. El artefacto avanzó de forma brusca cuando se apagó un campo impulsor y se activó otro distrito. Athena torció el gesto en una mueca de dolor cuando el tejido tenso como la piel de un tambor que le cubría las extremidades amputadas se dilató más todavía.
Athena cruzó la entrada arqueada de la biblioteca e hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo a los centinelas negros que montaban guardia al lado de las gruesas puertas blindadas. Notó cómo los espíritus mecánicos engastados en el marco de la puerta zumbaban al posar sus miradas implacables sobre ella para asegurarse de que no introducía nada prohibido en la biblioteca.
Unas estanterías gigantescas que se alzaban cientos de metros hacia el techo llenaban aquella sección del Oneirocrítica Alchera Mundi. Las hileras que surgían de un núcleo central las constituían textos interpretativos, diarios oníricos, registros de visiones y los numerosos libros que contenían las imágenes astropáticas más comunes. Todas y cada una de las visiones recibidas y enviadas en la Ciudad de la Visión estaban allí.
Era un registro completo de todas las comunicaciones que se producían entre Terra y el resto de la amplia galaxia.
Decenas y decenas de astrópatas encorvados caminaban en silencio entre las estanterías igual que si fueran fantasmas de color verde mientras buscaban la aclaración de alguna de las visiones que habían tenido, al mismo tiempo que los telépatas de mayor edad añadían nuevos símbolos a la siempre creciente biblioteca. Cada nuevo elemento añadido a la biblioteca era ratificado por Artemeidons Yun, el custodio de aquel repositorio de incalculable valor. Athena vio al corpulento y anciano telépata recorriendo las estanterías seguido por un grupo de globos luminosos flotantes y de ayudantes abrumados.
Athena rodeó la parte central hasta que sintió la presencia de Sarashina en la sección dedicada a la simbología elemental en las visiones. Flotó hacia ella, y su antigua tutora levantó la mirada cuando Athena se le acercó. Aunque los astrópatas carecían del sentido de la vista corriente, su visión ciega les permitía percibir el mundo que los rodeaba del mismo modo que los individuos con visión normal.
—Athena, ¿cómo estás? —la saludó Sarashina con una sonrisa llena de verdadera calidez.
—Dolorida y cansada —le contestó Athena—. ¿Es que un astrópata se puede sentir de otra manera?
Sarashina hizo un gesto de asentimiento para mostrar que estaba de acuerdo. Athena captó un breve destello de piedad, y se tragó la rabia que sintió al notar la compasión de Sarashina.
—¿Has venido a hablarme sobre Kai Zulane? —le preguntó Sarashina sin hacer caso del brusco tono con que le había respondido.
—No, aunque bien sabe el Trono que está dañado.
—¿Más allá de cualquier posible arreglo?
—Es difícil saberlo con certeza. Alberga mucha aversión, y está afectado psíquicamente por ello, pero creo que puedo traerlo de vuelta.
—Entonces, si no has venido a hablarme de Kai, ¿de qué quieres hablar?
—Tuve un precepto relativo a la X Legión. Justo después de ver a Zulane —le explicó Athena.
Sarashina le indicó con un gesto la estantería que estaba más alejada del centro de la estancia. En la cara interior curvada de la torre había desplegadas numerosas mesas de lecturas y placas de datos. Notó la inquietud de Athena, por lo que escogió una mesa vacía lejos de los astrópatas que estaban estudiando los libros de escritura táctil y los manuscritos.
Athena siguió flotando a Sarashina y depositó los registros de sueños en la mesa.
—Éste precepto… ¿lo has archivado ya en el Conducto?
—Todavía no. Antes quería consultarlo.
—Muy bien, pero archívalo en cuanto lo hayamos hablado. ¿Conoces el objetivo de la expedición de la X Legión?
—Por supuesto, y eso es lo que más me asusta, porque no creo que sea un verdadero precepto.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que no es una visión del futuro. Creo que está ocurriendo ahora mismo.
—Cuéntamelo todo. No te dejes ningún detalle —le ordenó Sarashina.
—Me encontraba en un desierto abrasado por el sol y vi que una estatua de obsidiana surgía de las arenas. Era una figura musculosa que llevaba puesta una placa pectoral de acero bruñido y que estaba encadenada a una roca. Los puños de la figura estaban envueltos en plata, y sobre uno de ellos se había posado un halcón de ojos de color ámbar, el plumaje de color verde océano y un pico ganchudo.
—Lo que representa la estatua es bastante obvio: Prometeo —afirmó Sarashina.
Athena asintió. Una visión del titán protagonista de un mito antiguo que representaba la creencia en la humanidad por encima incluso de los decretos divinos era una metáfora visual muy común utilizada por los astrópatas para representar a los primarcas. Los guanteletes plateados eran la confirmación de la identidad del primarca de la visión.
—Sí, es Ferrus Manus, el primarca de los Manos de Hierro —respondió Athena.
—¿Qué ocurría en la visión?
—Una sombra tapó el sol y alcé la mirada para ver una oscuridad que eclipsaba su brillo hasta que se convirtió en algo parecido a un mundo de arena negra y granulosa. Es un símbolo nuevo, pero lo he visto mucho últimamente.
—Isstvan V —dijo Sarashina.
Athena volvió a asentir.
—En cuanto el sol se volvió negro, la estatua de Prometeo tiró de las cadenas que lo tenían sujeto a la roca. El halcón alzó el vuelo cuando los eslabones metálicos quedaron despedazados y una lanza de fuego apareció en el puño del gigante. La estatua se lanzó hacia adelante y arrojó la lanza hacia el corazón del sol negro. La punta del arma se clavó en el mismo centro levantando una lluvia de chispas llameantes.
—Eso es un buen augurio para la flota de lord Dorn —comentó Sarashina.
—Todavía no he terminado —la interrumpió Athena, e inspiró profundamente antes de seguir—. Aunque la estatua había matado al sol negro con la lanza, vi que se había dejado atrás buena parte de su sustancia interior. Los trozos de obsidiana se habían quedado pegados a la roca, y supe que el gigante había atacado antes de tiempo, sin poder descargar todo el peso de su fuerza en el golpe. La estatua se hundió de nuevo en la arena y el halcón regresó a la roca. Se tragó los trozos de obsidiana y luego se elevó por los aires con un graznido de triunfo.
—¿Eso es todo? —le preguntó Sarashina.
—Eso es todo —asintió Athena mientras daba unos golpecitos con el brazo manipulador en los registros de sueños—. Comprobé mi oneirocrítica, y lo que he leído no es nada agradable.
Sarashina extendió las manos y se mostró de acuerdo mientras sus dedos pasaban delicadamente por encima de las palabras.
—Ferrus Manus siempre fue muy impetuoso. Avanza por delante de sus hermanos para lanzar un golpe mortífero definitivo contra los rebeldes mientras deja a buena parte de sus fuerzas detrás.
—Sí, pero es el halcón de ojos de ámbar lo que me preocupa.
—La imagen del halcón tiene una importancia primordial —le confirmó Sarashina—. La implicación más obvia es preocupante. Los elementos que Ferrus Manus deje atrás serán devorados. ¿Qué otra interpretación le das al halcón?
—Es un símbolo de la guerra y de la victoria en la mayoría de las culturas.
—Algo que en sí mismo no es inquietante. Así pues, ¿qué es lo que te preocupa?
—Esto —le contestó Athena al mismo tiempo que abría el más antiguo de sus ejemplares de oneirocrítica con el brazo manipulador para luego darle la vuelta.
Sarashina pasó los dedos con rapidez y facilidad por las páginas, y la expresión serena de su rostro se contrajo en un rictus de preocupación a medida que leía las palabras grabadas en ellas.
—Todo esto son creencias antiguas —comentó.
—Lo sé. Muchos de los dioses adorados por esas culturas extinguidas consideraban a los halcones un símbolo de su habilidad en combate, lo que confirma el simbolismo más obvio. Pero luego recordé un texto procedente de una escultura de mármol descubierta por el Conservatorio hace un año entre los escombros de la colmena que se derrumbó en Nordáfrika.
—Kairos —dijo Sarashina con un estremecimiento—. Sentí la caída. Seis millones de personas enterradas en la arena. Terrible.
Athena estaba a bordo de Lemurya, una de las grandes placas orbitales que giraban alrededor de Terra, cuando la colmena Kairos se hundió en el desierto. Sin embargo, también sintió la onda de choque etérea provocada por tantas muertes, igual que si fuera la ola provocada por un maremoto, aunque compuesta de dolor y de miedo.
—El derrumbe de la colmena dejó al descubierto una serie de complejos funerarios situados al oeste, y entre las tallas mortuorias había halcones. Se dice que los gypcios consideraban al halcón el símbolo perfecto de la victoria, aunque más en el terreno de un enfrentamiento entre dos fuerzas elementales opuestas, sobre todo de lo espiritual contra lo corrupto, más que una mera victoria física.
—¿Y cómo encaja todo eso en tu precepto? —quiso saber Sarashina.
—Permíteme que te lo explique —le contestó Athena, y empujó una hoja de papel hacia ella—. Éste es el texto de un rollo de pergamino que copié de un cilindro de datos que se recuperó de las ruinas de Neoalejandría. Sólo es una lista, un panteón de dioses antiguos, pero hay un nombre que destaca sobre todos los demás. Si ese nombre se une a los ojos de color ámbar y el color de las plumas del halcón…
—Horus —exclamó Sarashina cuando uno de sus dedos se detuvo a mitad de la página.
—¿Es posible que el halcón de ojos de color ámbar represente al señor de la guerra y sus rebeldes?
—Pasa esto ahora mismo al Conducto. ¡En seguida! —le ordenó Sarashina.
—Por favor —les imploró Palladis—. No le hagáis daño a esta gente. Ya han sufrido bastante.
Ghota dio un paso adelante y entró en el templo. Las pisadas de sus grandes botas con clavos remachados sonaron igual que disparos cuando aplastaron los cristales y la piedra bajo su peso. Paseó la mirada por la muchedumbre aterrorizada hasta que posó finalmente los ojos en Roxanne. Sonrió, y Palladis vio que sus dientes eran colmillos de acero, triangulares como los de un tiburón.
Ghota señaló a Roxanne.
—No me importan los demás. Sólo la quiero a ella —declaró.
La voz de Ghota era increíblemente profunda, como si saliese a rastras de un cañón pétreo situado en sus entrañas. Sonaba igual que dos rocas que se trituraran entre sí, pero de un modo monótono, y curiosamente, no producía eco alguno en las paredes de piedra del templo.
—Mira, sé que se ha derramado sangre, pero tus hombres atacaron a Roxanne. Tenía todo el derecho a defenderse —declaró Palladis.
Ghota inclinó la cabeza hacia un lado, como si nadie le hubiera discutido nunca empleando aquel argumento. Lo divirtió y se echó a reír, o al menos Palladis supuso que el rugido de una avalancha montañosa que surgió de la boca de Ghota eran risas.
—Entró en propiedad privada —gruñó Ghota—. Tenía que pagar el peaje, pero ella decidió que no le tocaba. Mis hombres se limitaron a aplicar la ley de Babu. Ella incumplió la ley, así que ahora tendrá que pagarlo. Es muy sencillo: o se viene conmigo, o mato a todos los demás.
Palladis tuvo que esforzarse para contener la creciente tensión que se apoderaba de él. Sólo haría falta que a una persona le diera un ataque de pánico para que el templo se convirtiera en un matadero. Maya abrazó a sus dos hijos y los protegió con su propio cuerpo, mientras que Estaben cerró los ojos y se puso a musitar algo inaudible con las manos unidas delante de él. Roxanne se quedó sentada con la cabeza inclinada, y Palladis sintió cómo el miedo de la joven lo impactaba como un golpe físico.
«Es tan fácil olvidar lo distinta que es…».
Dio un paso hacia Ghota, pero éste alzó una mano e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Estás muy bien ahí —le advirtió el gigante—. Sin embargo, veo que dudas. Intentas averiguar si existe algún modo de salir de ésta hablando conmigo. No lo hay. También estás pensando si la chica boksi podría repetir lo que le hizo a los tres hombres que mató. Quizá podría matar a un par de los míos, pero no funcionará conmigo, y si lo intenta, me aseguraré de que tarde varias semanas en morir. Sé con tremenda exactitud lo frágil que es el cuerpo humano, y te prometo que sufrirá mucho. De un modo agónico. Me conoces, y sabes que no hablo por hablar.
—Sí, Ghota —admitió Palladis—. Te conozco, y puedes confiar en mí cuando te digo que me creo todas y cada una de las palabras que dices.
—Entonces, entrégamela y nos marcharemos.
Palladis soltó un suspiro.
—No puedo hacerlo.
—¿Sabes lo que es?
—Lo sé.
—Eres estúpido —le replicó Ghota.
El matón desenfundó la pesada pistola que llevaba al cinto con tanta rapidez que Palladis no estuvo seguro de haberlo visto hasta que el estampido ensordecedor del disparo retumbó por todo el lugar. Todos se pusieron a gritar cuando vieron lo que el proyectil le había hecho a Estaben.
Lo había destruido. Lo había destruido literalmente.
El impacto convirtió en pulpa la parte superior de su cuerpo además de lanzarlo por el aire hasta que se estrelló contra el pecho del Ángel Ausente, donde terminó de destrozarse. De las manos en postura de plegaria de la estatua colgaban goteantes jirones de carne desgarrada, mientras que el rostro sin rasgos estaba cubierto de trozos de cráneo y de materia cerebral pegajosa.
Maya chilló y Roxanne se arrojó al suelo. Los gemebundos dolientes se apiñaron entre los bancos, convencidos de que no tardarían en reunirse con sus seres queridos ya difuntos. Los niños chillaron sin que las madres hicieran nada por impedirlo. Roxanne alzó la vista hacia Palladis y se llevó la mano al borde de la capucha, pero Palladis negó con la cabeza.
Ghota movió la muñeca y Palladis se vio de repente mirando el enorme cañón de aquella arma capaz de despedazarlo. De la boca del cañón salían unas volutas de humo, y a Palladis le llegó el hedor químico de un propelente de alta potencia. La escasa luz del interior del templo se reflejó en el águila estampada en el cañón del arma.
—Tú eres el siguiente. Vas a morir y me voy a llevar a la chica de todas maneras —lo amenazó Ghota.
Palladis sintió que su temperatura corporal bajaba de repente, como si alguien hubiera abierto una cámara frigorífica cerca de él y se hubiera escapado una tremenda bocanada de aire ártico inundando el lugar. Se le erizó el vello de los brazos al mismo tiempo que se estremecía, igual que si alguien ya estuviese caminando sobre su tumba. El sudor le perló la frente, y aunque todos sus demás sentidos le decían que en el interior del templo no hacía frío, el cuerpo le temblaba del mismo modo que lo había hecho las noches que había pasado en las llanuras abiertas de Nakhdjevan.
El rumor de la gente atemorizada se desvaneció quedando como trasfondo perdido, y Palladis oyó la respiración ahogada y gorgoteante de algo húmedo y podrido. El mundo que lo rodeaba perdió todo color, y hasta los coloridos tatuajes de Ghota le parecieron apagados y carentes de todo interés. El aire helado llenó el lugar. Fue una bocanada de aire frío exhalado por algo, una respiración que dio la impresión de arremolinarse alrededor de todos y cada uno de los seres vivos del lugar y rozarlos con una caricia paternal repugnante.
Palladis vio cómo uno de los matones de Ghota se puso rígido y se llevó las manos al pecho, como si un puño gigantesco se le hubiera metido entre las costillas y le hubiera aplastado el corazón. La piel del hombre se puso del mismo color que la nieve vieja y se desplomó contra uno de los bancos, donde se quedó jadeando en busca de aire y el rostro contraído en una máscara de dolor y de pánico.
Otro de los matones se derrumbó igual que si lo hubieran golpeado con una alabarda, sin el dramatismo mostrado por su camarada. Su cara quedó desfigurada por una expresión de horror, pero el resto de su cuerpo no mostró cambio alguno. Ghota lanzó un gruñido y apuntó con la pistola a Roxanne, pero antes de que pudiera abrir fuego, otro de sus hombres lanzó un aullido de terror tan intenso, tan primario y tan escalofriante que hasta un monstruo inhumano como Ghota se sorprendió.
El mundo recuperó el color de repente, y Palladis saltó hacia un lado a la vez que la pistola de Ghota bramaba con un tronar ensordecedor. Palladis no vio a qué disparaba, sólo oyó un restallido chasqueante cuando impactó contra algo. Al otro extremo del templo sonaron más chillidos, unos gritos aterrorizados, angustiosos, frenéticos. Palladis se arrastró por el suelo entre los bancos. Sabía que estaba ocurriendo algo horrible, pero no tenía ni idea de qué era.
El aliento se le condensó en el aire y vio que en el respaldo del banco de madera que tenía al lado comenzaba a formarse escarcha. Se encogió de miedo cuando Ghota disparó de nuevo y comenzó a rugir con una furia terrorífica por su inmenso poder. El rugido atravesó por completo a Palladis y le penetró hasta la médula de los huesos, lo que lo dejó paralizado y con el estómago revuelto.
Ningún guerrero mortal era capaz de desencadenar esa rabia de combate.
Palladis se quedó pegado al suelo, inmovilizado por el terror, y se colocó las manos sobre la cabeza mientras intentaba ahogar el sonido de los gritos de pavor. Mantuvo la cara contra las losas de piedra del suelo del templo, donde aspiró una bocanada de aire helado con cada respiración. Los gritos parecían no acabarse nunca, sin pausa alguna. Eran chillidos de terror y de sufrimiento que tenían como contrapunto los rugidos furiosos lanzados en un cántico de batalla desconocido que sonaba igual que la rabia de un antiguo dios de la guerra.
Palladis se quedó completamente inmóvil hasta que sintió que le caía una gota de agua helada en la nuca. Alzó la mirada y vio que la escarcha del respaldo del banco había comenzado a derretirse. La sensación de frío se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido. Notó una mano en hombro, y se le escapó un grito al mismo tiempo que comenzaba a manotear contra su atacante.
—¡Palladis, soy yo! —le dijo Roxanne—. Se acabó, se ha ido.
Palladis se esforzó por asimilar aquella información, pero le pareció algo demasiado increíble como para aceptarlo.
—¿Se ha ido? —dijo por fin al cabo de unos momentos—. ¿Cómo? Quiero decir, ¿por qué?
—No lo sé —le contestó Roxanne mientras se asomaba por encima del banco.
—¿Ha sido cosa tuya? —quiso saber Palladis mientras recuperaba un poco la compostura. Se irguió y también echó un rápido vistazo por encima del banco.
—No. Te juro que no he sido yo —le aseguró Roxanne—. Mira bien. Esto no es algo que yo pudiera haber hecho.
Roxanne no le había mentido. Ghota se había marchado dejando atrás el hedor empalagoso del miedo y una neblina provocada por el humo acre de los disparos.
En la entrada del templo había siete cuerpos caídos en el suelo, los de siete hombres duros y peligrosos. Todos ellos yacían inmóviles, con las extremidades retorcidas en ángulos antinaturales, como si un gigante de poca inteligencia los hubiera doblado por donde no debía hasta romperlos. Palladis ya había visto muchos cadáveres destrozados, y sabía que todos y cada uno de los huesos de esos cuerpos estaban aplastados.
—En nombre de Terra… ¿qué es lo que ha pasado aquí? —se preguntó Palladis mientras se dirigía al centro del templo—. ¿Qué es lo que ha matado a estos hombres?
—No tengo ni idea, pero no voy a negar que me siento muy agradecida sea quien sea, o lo que sea, que lo haya hecho.
—Sí, supongo que sí —le contestó Palladis.
Comenzaron a aparecer cabezas por encima de los bancos, y el miedo de los rostros se transformó en asombro cuando vieron a Palladis en el centro de los cuerpos destrozados. Palladis vio la estupefacción de sus caras y negó con la cabeza al mismo tiempo que levantaba las manos para indicar que no había tenido nada que ver con aquello.
—No he sido yo. No sé qué ha…
Las palabras murieron en su garganta cuando miró hacia atrás, a lo largo del pasillo central del templo, en dirección al Ángel Ausente. Las vísceras que habían salido del cuerpo reventado de Estaben colgaban de la estatua como si se tratara de unos grotescos elementos decorativos. Maya lloraba como un espectro aullante al contemplar su nueva y dolorosa pérdida.
Durante un breve instante le pareció que un halo de luz rodeaba todo el contorno de la estatua. Palladis notó la presencia todavía persistente de la muerte, y no se sintió sorprendido al ver un cráneo de ojos carmesíes y sonrisa cadavérica flotando en la superficie de mármol oscuro del rostro de la estatua. Se desvaneció con tanta rapidez que Palladis no tuvo la certeza de haber visto en realidad lo que creía haber visto.
—Así que por fin has venido a buscarme —musitó.
Roxanne llegó a su lado en aquel momento.
—¿Qué has dicho? —le preguntó.
—Nada —contestó él mientras le daba la espalda a la estatua.
—Quería darte las gracias —le dijo Roxanne.
—¿Por qué?
—Por no dejar que se me llevasen.
—Eres una de los nuestros. No podía permitirlo, lo mismo que no podía permitir que se llevaran a cualquier otro.
Vio en los ojos de Roxanne una mirada decepcionada, y se arrepintió de haber hablado sin pensar, pero ya era demasiado tarde para retirar sus palabras.
—Bueno, entonces, ¿qué es lo que ha ocurrido aquí? —inquirió Roxanne.
—La muerte es lo que ha ocurrido aquí —le respondió Palladis mientras contenía el impulso de mirar por encima del hombro al Ángel Ausente. Alzó la voz para que el resto de la congregación pudiera oír sus palabras—. Unos hombres malvados vinieron para atacarnos, y pagaron el precio de su maldad. La muerte espera cualquier oportunidad para llevarnos en su abrazo oscuro, y caminar por la senda del mal es una forma de llamar su atención. Mirad bien y contemplad el precio que se debe pagar por seguir esa senda.
La gente del templo lo vitoreó y se abrazaron entre sí mientras sus palabras calaban en su interior. Habían salido de la sombra de la muerte y la luz que se extendía al otro lado jamás les había parecido tan brillante. Los colores del mundo eran insoportablemente luminosos, y el calor de la persona amada que tenían al lado nunca les había parecido más dolorosamente deseable. Todos lo miraron como la fuente de esa alegría recién encontrada, y él quiso decirles que no era el responsable de la muerte de esos hombres, que estaba sorprendido de que todos los miembros del templo siguieran con vida.
Sin embargo, una sola mirada a sus rostros extasiados le indicó claramente que nada que pudiera decirles cambiaría la fe inquebrantable que habían depositado en él.
Roxanne señaló con un gesto los cadáveres.
—¿Qué hacemos con ellos?
—Lo mismo que con los demás. Los quemaremos —respondió Palladis.
—Ghota no va a pasar esto por alto —comentó Roxanne—. Será mejor que nos vayamos. Arrasará este sitio hasta los cimientos.
—No —le replicó Palladis antes de agacharse para coger el extraño rifle que había empuñado uno de los hombres de Ghota—. Esto es un templo de la muerte, y cuando ese cabrón regrese, va a encontrar exactamente lo que está buscando.