OCHO
OCHO
APÁRTATE LO MÍNIMO
EL VELO QUEDA ROTO
SUEÑOS DE LA CÁMARA ROJA
El día había empezado mal para Aniq Sarashina. Se despertó al amanecer con los residuos todavía latentes de un sueño que no era capaz de recordar y que le provocaban un dolor nauseabundo e incesante en el estómago. Se parecía a la sensación que se sufría a bordo de una nave estelar que se encontraba a punto de efectuar una traslación, pero ésta era mucho más persistente. También le preocupaba el hecho de ser incapaz de recordar el sueño. La señora del Vatic debería tener un recuerdo claro de todas sus visiones, ya que, ¿quién sabía qué claves del futuro se albergaban en ellas?
El resto de la mañana la pasó envuelta en una cierta ofuscación, con su visión ciega algo embotada, como si hubiera bebido mucho o hubiera ingerido narcóticos desinhibidores de la mente con Nemo. Habían pasado muchos días desde que no tomaba nada más fuerte que la cafeína, por lo que era más injusto todavía sentirse tan mal. Por primera vez desde que se unió a las filas del Adeptus Astra Telephatica, Aniq Sarashina se vio obstaculizada por la falta de ojos.
Notó sobre ella una opresiva sensación de claustrofobia mientras pasaba la mañana asimilando el contenido de la última comunicación urgente y secreta que había llegado a la Ciudad de la Visión. Tras la Matanza del Desembarco, como muchos comenzaban a llamarla, las fuerzas imperiales se encontraban tambaleantes, todavía sorprendidas y confundidas mientras las expediciones de los Astartes y de los grupos de ejército se esforzaban por reorganizar sus líneas de batalla y distinguir quién era aliado y quién enemigo.
No se sabía prácticamente nada de las fuerzas que habían sido traicionadas en Isstvan V.
No se había recibido ningún mensaje de la Guardia del Cuervo, lo que reforzaba los rumores insensatos de los adivinos del Er, quienes decían que el primarca Corax y su legión habían quedado completamente destruidos. Se creía que unas cuantas unidades de los Salamandras habían conseguido escapar de Isstvan V, aunque completamente desorganizadas. Sin embargo, los informes recibidos a ese respecto eran de tercera mano, y eso, en el mejor de los casos. Se desconocía el destino que había sufrido el primarca Vulkan, aunque muchos temían que también hubiera muerto.
Los Manos de Hierro habían desaparecido prácticamente por completo. Sus capítulos devastados habían quedado dispersos tras la huida que se había producido a continuación de la muerte de su primarca. A pesar de la magnitud de la traición del señor de la guerra, a Sarashina le seguía costando trabajo aceptar la idea de que un primarca podía morir. Por muy espantoso que hubiera sido enterarse de la traición de Horus Lupercal, los acontecimientos posteriores no habían hecho más que amontonar una imposibilidad tras otra, por lo que ya nada estaba más allá de su capacidad de creer.
Los emisarios que Rogal Dorn enviaba a la Torre de los Susurros exigían respuestas, pero el señor del coro apenas disponía de información que ofrecerles. Las flotas traidoras habían cortado todas las rutas de escape que salían del quinto planeta, y aquel sistema estelar se encontraba a todos los efectos tan a oscuras como el lado oculto de una luna. Nada entraba o salía del sistema Isstvan, ni información ni, por supuesto, guerreros leales.
La derrota en Isstvan había tenido otra consecuencia todavía peor: decenas y decenas de planetas y sistemas estelares cobardes de todo el Imperio se habían declarado abiertamente a favor del señor de la guerra. Una sensación de traición y de incomprensión había paralizado la capacidad de respuesta del Imperio ante semejante acto de felonía inigualable en un momento en que lo que se necesitaba más que nunca era una serie de actos decisivos.
Fue entonces cuando llegó un rayo de esperanza, un mensaje procedente desde el mismo límite del sistema Isstvan.
Era una comunicación fragmentada e inconexa, pero que mostraba todos los códigos sinestésicos de la XVIII Legión.
Los Salamandras.
Sarashina se apresuró a dirigirse hacia la sala mental de mayor tamaño de la Torre de los Susurros.
Abir Ibn Khaldun ya estaba en su puesto, rodeado por el Coro Primus. Sólo la luz difusa de los lúmenes apenas encendidos iluminaba la estancia. Las paredes cubiertas de placas de hierro y completamente sordas al ruido de estática psíquica que albergaban.
Los dos mil astrópatas del Coro Primus estaban reclinados en sus arneses amoldables. Cada uno de ellos se esforzaba por destilar un mensaje lanzado desde el mismo límite del sistema Isstvan. Abir Ibn Khaldun se encontraba sentado en el centro de la estancia, donde se esforzaba por encontrar significado en los confusos conceptos alegóricos y símbolos desconcertantes que le estaban enviando.
Sarashina vinculó brevemente su mente con la de Ibn Khaldun, pero no logró encontrar sentido alguno a las imágenes que vio en su interior: un dragón de montaña que bebía de un lago dorado, una orquídea que emergía de una fisura que se abría en mitad de una llanura de obsidiana que se extendía miles de kilómetros en todas direcciones, una espada llameante colgando inmóvil sobre un mundo carente por completo de vida o de accidentes geográficos, unos gemelos unidos por una sola alma que tiraban en direcciones diferentes.
¿Qué podía significar todo aquello?
El Coro Primus lo formaban los psíquicos de segunda fila más poderosos de toda la Torre de los Susurros, y habitualmente eran capaces de destilar sin mucha dificultad la interpretación de un mensaje enviado desde el otro extremo de la galaxia. Sin embargo, lo que le estaban enviando a Ibn Khaldun no tenía ningún sentido.
Una voz educada e intensamente lírica le sonó en la cabeza.
Debo confesaros que me siento perdido, lady Sarashina.
Lo mismo que yo, Abir —le contestó ella—. Da la impresión de que el astrópata haya enloquecido.
Es posible que ése sea el caso. Quién sabe por lo que habrá tenido que pasar para conseguir enviar el mensaje.
A Sarashina se le ocurrió una idea.
¿Es posible que alguien haya interceptado el mensaje mientras se encontraba de camino hacia nosotros?
Quizá, pero ese tipo de interferencias son muy obvias en la mayoría de los casos. Éste mensaje no muestra ninguna distorsión. Creo que sea lo que sea que está distorsionando el mensaje se encuentra aquí, en Terra, pero no tengo ni idea de qué puede ser.
Sigue intentándolo. Lord Dorn espera algún avance de la situación.
Sarashina interrumpió la comunicación con Ibn Khaldun. El telépata necesitaría hasta la más mínima parte de su capacidad de concentración para encontrar un sentido al mensaje. La sinestesia había confirmado que se trataba de un mensaje que tenía como origen uno de los astrópatas asignados a la legión de los Salamandras, pero aparte de esa identificación, nada de lo que contenía tenía sentido.
Dejó escapar un suspiro cuando comenzó a sentir en los senos nasales el inicio de un dolor de cabeza palpitante. Las jaquecas no eran infrecuentes en los astrópatas, sobre todo ante una comunión especialmente exigente. Sin embargo, ya sentía que iba a ser uno realmente intenso. Llevaba todo el día notando una leve irritación en el fondo de la mente, un zumbido chirriante y persistente, semejante al de un insecto desesperado que se encontrara atrapado en el interior de un tarro de cristal.
No era la única que sentía algo así. Todos los habitantes de la torre estaban nerviosos, y no eran sólo los agotados astrópatas. Hasta los miembros de los Centinelas Negros se mostraban agitados, como si la presión latente de los psíquicos agotados estuviese logrando de algún modo atravesar los escudos de sus cascos y les estuviese fomentando la agresividad. La sensación general era la misma que el ambiente previo a una batalla, donde la tensión se elevaba hasta niveles insoportables antes de que se efectuase el primer disparo y comenzara la matanza.
A pesar de la buena noticia que suponía el contacto con una de las legiones leales, Sarashina no fue capaz de quitarse de encima la idea de que aquella comunicación era portadora de algo tan terrible que se encontraba más allá de su capacidad de comprensión. Sabía muy bien que se estaba comportando de un modo melodramático. Después de todo, un acontecimiento de semejante magnitud lo habría visto alguien del Vatic. La predicción del futuro era una disciplina imperfecta, pero ¿era posible que algo tan terrible como lo que se temía le hubiera pasado por alto a sus augures?
No lo sabía, y eso era lo que más miedo le daba.
Sarashina notó algo húmedo sobre el labio superior. Se tocó la piel y las puntas de los dedos quedaron cubiertas de algo pegajoso. La sangre le salía de la nariz de manera fluida y continua, y se le escapó un leve gemido cuando notó que le impregnaba a los labios.
—No… —musitó cuando el dolor que había aumentado sin cesar en el interior de su cabeza estalló para convertirse en una punzada de agonía al rojo blanco que le atravesó los lóbulos frontales del cerebro.
La visión ciega de Sarashina se distorsionó igual que un pictógrafo se llenaba de estática al encontrarse demasiado cerca de un magneto potente, y trastabilló al perder por completo el equilibrio. El mundo se volcó con fuerza de un lado a otro, y Sarashina se desplomó en el suelo de mosaico cuando una oleada de energía psíquica de proporciones cataclísmicas invadió la sala mental.
La hecatombe provocada por la llegada del Rey Carmesí y la rotura de los poderosos sellos protectores que rodeaban el portal dorado situado en las profundidades del palacio se extendió por todas las montañas igual que la onda expansiva de una explosión atómica. Un tsunami de energía psíquica surgió rugiente de las entrañas del palacio convertido en un torrente iracundo que llegó a tocar todas y cada una de las mentes de la superficie del planeta.
Las torres doradas del palacio se estremecieron bajo aquella fuerza, y multitud de estatuas irremplazables y de valor incalculable se desplomaron desde sus pedestales cuando la onda expansiva sacudió incluso las propias bases rocosas de las montañas. La locura, el miedo y el pánico que flotaban sobre el palacio resurgieron rugientes como la oleada de una plaga oculta hasta ese momento.
Las hordas de lunáticos armados con garrotes y trozos de ladrillo asediaron los palacios de grandes columnas o se enfrentaron a otras turbas sin ninguna razón, sin que nadie pudiera dar una explicación lógica a todo aquello. La sangre fluyó a raudales por el mármol que pavimentaba las avenidas y paseos dorados. La locura recorrió acechante las galerías iluminadas y la demencia reinó a lo largo y ancho del techo del mundo.
Sin embargo, con la misma rapidez con la que se produjo, la locura de sus actos resultó evidente a los miembros de las turbas, y se apresuraron a retirarse y a desaparecer con expresión culpable a curarse las heridas o para aislarse ante posibles ataques de venganza. Pocos minutos después de producirse el comienzo de la onda expansiva psíquica, ésta ya había pasado por encima de las cimas del palacio para extenderse por toda la superficie del planeta, igual que el avance imparable de una plaga.
Los que se encontraban en la otra cara del mundo sufrieron pesadillas como no se habían tenido desde los peores tiempos de la Vieja Noche. La memoria genética de aquellos horribles tiempos de locura resurgieron en la mente de todos aquellos que estaban durmiendo a lo largo y ancho del planeta y provocó la aparición de sueños en los que aparecían ciudades encharcadas de sangre, exterminaciones a escala planetaria y la esclavitud de la propia especie humana.
Hubo ciudades enteras de Terra que se despertaron chillando, y millones de personas se quitaron la vida con sus propias manos cuando sus mentes resultaron destrozadas por la fuerza de aquel asalto psíquico. Otros se despertaron con las mentes alteradas de un modo tan básico y fundamental que se convirtieron en personas completamente nuevas. Padres, esposas e hijos se olvidaron de quién eran los unos y los otros cuando los recorridos mentales de sus cerebros quedaron borrados, o fueron reorientados de un modo que abocó a familias enteras a la desaparición.
Las manifestaciones físicas de esos sueños y pesadillas fluyeron en aquellos lugares donde la barrera que separaba la disformidad y el plano material era muy delgada. Lobos de pelaje negro con luces ardientes en vez de ojos descendieron de las montañas para arrasar comunidades enteras, y no se encontró arma alguna que fuera capaz de matarlos. Absolutamente toda la población de algunas ciudades y pueblos desapareció por completo cuando los catastróficos derramamientos de energía de disformidad los envolvieron y no dejaron a su paso más que un entorno inquietante de edificios intactos pero vacíos.
La población entera de Terra sufrió debido al orgullo desmedido de Magnus, pero en ningún sitio se padeció más la onda expansiva psíquica de su recuerdo que en la Ciudad de la Visión.
Sarashina cerró la mente a cualquier uso de su don y alzó todas sus defensas psíquicas cuando una cantidad colosal de energía psíquica sin control alguno y en estado puro llenó la estancia del mismo modo que ocurriría con un reactor de plasma momentos antes de que el sistema de refrigeración se sobrecargase. Notó cómo la oleada rugiente de poder psíquico saltaba por encima de las montañas procedente del horrible e inmenso flujo de energía de la disformidad que surgió del mismo corazón del palacio.
Incluso desconectada de sus poderes principales, Sarashina notó cómo la abrasadora oleada de energía psíquica atrapada en la sala mental encontraba un modo de salir a través de las mentes de los astrópatas del Coro Primus. Quinientos de ellos murieron de forma inmediata cuando sus cerebros quedaron reducidos a cenizas ennegrecidas por la colosal descarga de energía mental.
Los demás miembros del Coro Primus chillaron al unísono cuando todos y cada uno de ellos sufrió la agonía de una muerte psíquica lenta y abrasadora. Los astrópatas fueron muy conscientes de que sus cerebros se estaban quemando en el interior de sus cráneos, y aullaron como animales heridos a medida que sus funciones mentales superiores quedaban abrasadas, hasta que finalmente sus funciones autónomas enloquecieron y los hicieron entrar en una serie de ataques espasmódicos que les rompieron las piernas, les partieron las espinas dorsales y les reventaron la cabeza, de modo que se provocaron a sí mismos la muerte.
Las defensas mentales que poseía Sarashina se encontraban entre las más poderosas de toda la Ciudad de la Visión, pero hasta ella tuvo que esforzarse al máximo para contener aquel ataque de procedencia desconocida. Las diferentes capas protectoras actuaron como un dique sometido al embate de las olas provocadas por un huracán. Un dolor agónico se apoderó de sus entrañas, y Sarashina lanzó un aullido.
Cuando la pared permeable que existía entre ambas realidades quedaba desgarrada por los impulsores de disformidad de una nave, cualquier psíquico situado a diez años luz de ella notaba una cierta incomodidad.
Aquello era igual que estar encadenada al propio núcleo de un impulsor de disformidad.
El dolor era intensísimo, el dolor propio de una traslación, pero no había razón alguna para sentirlo.
Daba la sensación de que la propia Terra estaba a punto de sumergirse en el caos inmaterial de la disformidad. La idea era absolutamente ridícula, pero se le quedó clavada igual que una astilla en la carne blanda. En el mismo momento que pensó aquello, Sarashina sintió una oleada de dolor atroz invadirle las entrañas. Lanzó un grito y se llevó las manos al vientre cuando un chorro de bilis caliente y de la cena apresurada que había tomado la noche anterior, ya parcialmente digerida, le saltó de la boca en una erupción de vómito ácido.
El torbellino de energía psíquica rugió a su alrededor mientras destrozaba las mentes y los cuerpos de los miembros del Coro Primus con su furia incesante y primigenia. Las luces vitales de los astrópatas fueron apagadas una por una con la misma facilidad que una persona apagaría las velas de una sala de velatorio.
Pero el coro no murió sin lucha, ni en silencio.
Sarashina se esforzó por aislar su mente de los gritos de agonía que aullaban los astrópatas moribundos que la rodeaban, pero algo así era imposible ante semejante chillido de muerte lanzado al unísono. Aquel grito lo componían los recuerdos al desaparecer, las vidas que se desvanecían sin estar completas y el terror de saber que todo lo que uno era estaba quedando destruido de un modo lento y dolorosísimo. El horror de notar cómo se disolvía el cerebro, a sabiendas de que no había nada que se pudiera hacer para impedirlo. Todas y cada una de las defensas que se levantaban eran inútiles, cada mantra aprendido para hacer frente a semejante ataque era fútil.
Sarashina sintió todo aquello, cada emoción, cada sensación de horror, cada brizna de pérdida y de desesperación. Fluyó por su cuerpo y empapó cada una de las células de su organismo con una inenarrable sensación de angustia. Sin embargo, a pesar de estar muriéndose, los astrópatas cumplieron con su último deber. El brillo arrasador y asesino de aquella descarga de energía psíquica impulsó sus poderes hasta que alcanzaron un nivel inimaginable durante un brevísimo instante, lo que los convirtió durante un momento en los astrópatas más poderosos de toda la historia de la galaxia.
Al igual que los dementes y los profetas, que los muertos y los moribundos, bebieron más profundamente del pozo de sabiduría infinita que contenía la disformidad. Tuvieron acceso a todos los acontecimientos que habían ocurrido, y a aquellos que todavía tenían que suceder. Lo que cierto adepto radical de Marte había intentado lograr con la tecnología, ellos lo consiguieron utilizando el mismo poder que los estaba matando.
Era algo embriagador y entumecedor, algo sobrecogedor y mortífero.
El mensaje enviado por los Salamandras quedó hecho añicos y su canción sacrificó a Abir Ibn Khaldun con el trueno de una descarga psíquica. Un poder inmenso e incomprensible quedó destilado con el último aliento del Coro Primus y tomó la forma de una singularidad de energía psíquica que resonó con el último grito de Ibn Khaldun. La luz de un millar de soles relució en el corazón de la cámara.
Unos colores imposibles, una luz imposible de soñar procedente del comienzo del universo y el conocimiento de todo lo que existía flotaba en el centro de la estancia de un modo muy parecido al que lo haría el palpitar helado de una estrella de neutrones. Incluso aquellos que carecían del don del astrópata habrían visto su belleza centelleante si hubieran conseguido de algún modo sobrevivir a la descarga de la oleada inicial de energía inmaterial.
Los últimos supervivientes del coro chillaron cuando de sus cráneos surgieron erupciones de luz. Unas monstruosidades aullantes y aberraciones de pesadilla salieron impulsadas por esa luz y abrasaron el aire al abrirse paso hasta el universo material a través de aquellos huéspedes vivos. La mayoría de tales engendros informes se marchitaron al surgir al ambiente hostil que suponía para ellos el plano físico, pero otros devoraron los restos titilantes de sus congéneres moribundos y se hicieron más fuertes. Se adentraron en la cámara formando tiras sucias de luz contaminada mientras Sarashina se levantaba del suelo limpiándose la barbilla de los goterones de bilis y de vómito.
Las sirenas de alarma resonaban por toda la Ciudad de la Visión, y le llegó el eco del estampido de varios disparos cerca de allí. Era evidente que aquella sala mental no era la única estancia de la Torre de los Susurros que estaba sufriendo brechas en el tejido de la realidad.
Las criaturas de la disformidad descendieron desde las zonas superiores de la sala mental y rodearon la esfera de luz imposible donde momentos antes se encontraba sentado Abir Ibn Khaldun. Se quedaron allí, igual que unos viajeros cansados que se agruparan alrededor de la hoguera de un campamento. Ninguno de aquellos entes suponía una amenaza para Sarashina, ya que eran demasiado insustanciales y débiles como para que pudieran atacarla. Sin embargo, su presencia no tardaría en hacer entrar a los Centinelas Negros. La astrópata oyó cómo los guardias ya habían comenzado a abrir a golpes los cierres de la sala mental sellada, pero no prestó atención alguna a aquel sonido y se concentró por completo en la luz brillante y centelleante del centro de la cámara.
Giraba sobre sí misma como si fuera una bola rellena de joyas líquidas de color azul, blanco, verde, rojo y cualquier otro color imaginable. Era algo inconsistente e insustancial, con un aspecto tan denso como el de un agujero negro y al mismo tiempo tan leve como una neblina. Sarashina oyó el canto de sirena de su magnífico poder y se sintió atraída del mismo modo que los carroñeros se ven atraídos por la carne podrida. La imagen la inquietó, ya que no era suya, sino que procedía de las profundidades de aquella energía solidificada.
Sarashina había tenido la suerte de no padecer nunca el dolor de la afección psíquica, pero al verse ante aquel increíble poder, su mente sufrió como la de un novicio al que le hubieran quitado su don. Todo su ser ansiaba aquello, y Sarashina supo con cada paso que daba que no sería capaz de resistirse a aquel poder increíble.
Flotaba en el aire delante de ella, y las criaturas de la disformidad le dejaron paso separándose igual que los cortinajes de una obra del Theatrica Imperialis. Sarashina sintió el ansia insensata que los embargaba, el deseo voraz de vaciarla de toda su esencia. Un simple pensamiento los hizo retroceder como perros apaleados. Una explosión rugiente resonó a su espalda, pero Sarashina era totalmente ajena a todo lo que no fuera la maravillosa luz que tenía delante.
Aquella entrada a una dimensión de posibilidades infinitas prometía tanto…
Verdad, conocimiento, poder.
El aspecto de sus poderes dominado por el Vatic vio el potencial que ofrecía conocer el transcurso del futuro con perfecta claridad. Con ese conocimiento sería capaz de advertir a los ejércitos del Emperador y se convertiría en una pieza clave y fundamental en el aplastamiento de la rebelión de Horus. En menos de un latido podría conocer el futuro de todas las cosas.
Un simple contacto sería lo único que iba a necesitar.
A pesar de ello, dudó. Sabía tanto a un nivel consciente como primigenio que no se podía confiar en nada que tuviera que ver con la disformidad. El dolor por la afección psíquica se le acentuó en el estómago, y las tiras impuras de vida procedente de la disformidad revolotearon a su alrededor formando estelas de luz fantasmal. A pesar de todas las advertencias que le estaban gritando sus funciones cerebrales superiores, tenía que tocar aquel poder, sentir durante un instante fugaz el calor del núcleo de la creación.
Sarashina alargó una mano de dedos temblorosos y tocó la energía pura de la disformidad.
Y chilló cuando vio la cámara roja en todo su infinito horror.