13

Puede que no valga para gran cosa, pero si tengo un talento es el de encontrar la puerta de atrás cuando policías, acreedores y maridos ultrajados llegan por la de delante. Tenía la ventaja de llevar los pantalones subidos y las botas en su debido lugar, y aun con el estorbo de tener que arrastrar a Elspeth, me iba ya como una rata por una tubería antes de que el mayordomo hubiera abierto siquiera la boca. Elspeth dio un grito de asombro mientras yo tiraba de ella a través de un pasadizo debajo de las escaleras.

—¡Harry!¿Adónde vas? ¡Nos hemos dejado mi sombrerera!

—¡Al diablo con tu sombrerera! —exclamé—. ¡Calla y corre!

Volaba. Doblé una esquina. Había un corredor que obviamente conducía a la parte de atrás, y corrí a grandes zancadas por él, con mi protestona compañera sujetándose el sombrero y gritando aterrorizada. Una sorprendida cara negra apareció en una puerta lateral; la golpeé con miedo y Elspeth chilló. El corredor giró a la derecha, yo juré y me metí en una habitación vacía... Un vistazo a una larga mesa y sillas en la silenciosa oscuridad, y más allá, unas ventanas francesas. Corrí hacia ellas, arrastrándola, y las abrí. Salimos al jardín, oscuro a la luz de la luna; agucé el oído y... nada.

—¡Harry! —ella me chillaba al oído—. ¿Qué pasa? Déjame el brazo... No iré a empellones, ¿me oyes?

—¡Irás a empellones o muerta! —susurré—. ¡Silencio! Corremos un peligro de muerte... ¿Lo entiendes? Vienen a arrestarnos... ¡para matarnos! Si quieres conservar la vida, haz lo que te diga... ¡y cállate!

Había un sendero que corría entre dos grandes setos; fuimos por él, ella preguntando en susurros, sin aliento, qué demonios estaba pasando. Al final, conseguí mis propósitos: estábamos a un lado del edificio, en los arbustos, el camino principal giraba a nuestra izquierda, y desde la oculta puerta principal yo podía oír una áspera voz que se alzaba... desgraciadamente, en malgache, pero capté las suficientes palabras para que me helasen la sangre: «sargento general... arresto... buscar». Gruñí suavemente, y Elspeth empezó a balbucear de nuevo.

—¡Oh, se me ha roto el vestido! ¡Harry, esto es horrible! ¿Qué estás... por qué estamos...? ¡Ug! —le había puesto una mano encima de la boca.

—¡Cállate, gilipollas! —susurré—. ¡Estamos huyendo! ¡Los soldados nos persiguen! ¡La reina quiere matarme!

Ella hizo unos ruidos ahogados, y yo le dejé libre la boca.

—¿Cómo te atreves a llamarme esa horrible palabra? ¿Qué significa? ¡Déjame ir ahora mismo! ¡Me estás haciendo daño en la muñeca, Harry! ¿Qué es toda esa absurda tontería de que la rei...? —el impetuoso torrente se cortó de pronto cuando volví a taparle la boca.

—¡Por el amor de Dios, mujer... van a oírnos! —la empujé hasta cerca de la pared—. Baja la voz, ¿quieres? —quité de nuevo la mano, imprudentemente.

—¿Pero por qué? —al menos tuvo el sentido común de hablar bajito—. ¿Por qué tenemos que...? ¡Oh, creo que me estás tomando el pelo! Bueno, es una broma muy mala, Harry Flashman, y yo...

—Por favor, Elspeth —imploré, sacudiendo mi puño ante su cara—. ¡Es verdad, lo juro! ¡Si nos oyen... estamos muertos!

Mis frenéticas muecas parecían haberla medio convencido; al menos su bonita boca se abrió y se cerró de nuevo con un débil «¡oh!» Y entonces, mientras me agachaba, aguzando mis oídos para escuchar cualquier sonido de los perseguidores, llegó el leve susurro: «Pero Harry, mi sombrerera...».

La miré en silencio y aventuré una mirada por la esquina de la pared. Había un soldado hova en el porche, inclinando su lanza; podía oír débiles sonidos de charla desde el vestíbulo... Aquel maldito mayordomo largándolo todo, sin duda. De repente, de detrás de nosotros, en la oscuridad, hacia la parte trasera de la casa, llegó el estrépito de un postigo y una áspera voz que gritaba. Elspeth chilló, yo salté, y el hova del porche debió de oír también el grito, porque fue hacia el vestíbulo... Horrorizado, vi acercarse un suboficial, saltando rápidamente las escaleras del porche espada en mano y corriendo a lo largo de la parte frontal de la casa hacia nuestro rincón.

Sólo podíamos hacer una cosa. Agarré a Elspeth y la empujé hacia abajo con la cara en la espesa sombra, a los pies del muro, echándome encima de ella y susurrándole frenéticamente que se mantuviera callada y quieta. En ese instante... él giraba por la esquina de la casa y se detuvo casi encima de nosotros, sus botas pisando la grava a un metro de la cabeza de Elspeth. Durante un terrible instante pensé que nos había visto... la gran figura negra se alzaba por encima de nosotros, recortada contra el cielo nocturno, la espada brillante en la mano, pero él no se movió, y me di cuenta de que estaba mirando hacia la parte de atrás de la casa, escuchando. Podía sentir las palpitaciones de Elspeth debajo de mi cuerpo, su cara convertida en un débil borrón blanco debajo de mí... «Oh, Dios mío —rogué—, ¡que no mire hacia abajo!» De repente él aulló algo en malgache y dio medio paso hacia adelante... la sangre se me heló cuando su bota descendió a unas pulgadas de la cara de Elspeth... ¡Encima mismo de su mano!

Ella se sobresaltó violentamente debajo de mí... y él debió de cambiar el peso, porque como una pesadilla oí un pequeño crac, y todo el cuerpo de ella se estremeció. Paralizado, esperé su grito... ¡ahora él tenía que mirar hacia abajo! Pero una voz gritaba desde la parte de atrás de la casa, la suya contestaba encima de nosotros, él corrió hacia adelante, su pierna me rozó el pelo y luego se fue por el camino que estaba detrás de nosotros, en la oscuridad, y la respiración de Elspeth volvió a oírse con un pequeño y tembloroso quejido. Me puse en pie de un sello, tiré de ella hasta incorporarla, arrastrándola hacia los arbustos más espesos. Sabía que no teníamos un instante que perder, así que la empujé y esperé ardientemente que ella no se desmayara. Si podíamos meternos rápidamente por entre los arbustos sin ser observados, moviéndonos paralelos al sendero, y así llegar hasta la puerta... ¿habían dejado algún centinela allí?

Afortunadamente, los arbustos tapaban completamente nuestro torpe progreso; nos sumergimos en la vegetación y nos ocultamos jadeando bajo una gran masa de helechos a menos de diez metros de la puerta. Detrás, a nuestra izquierda, el hova estaba todavía en el porche de la casa bajo la lámpara; a través de los arbustos que tenía delante yo podía adivinar el débil brillo de la linterna de la cancela, pero ningún sonido, excepto allá lejos, por detrás de nosotros, donde se oían voces distantes en la parte trasera de la casa... ¿Se estarían acercando? Atisbé cautelosamente a través de la franja de arbustos hacia la cancela... Oh, Dios mío, allí había un enorme hova, a menos de cinco metros de distancia, con la lanza pegada al cuerpo, mirando hacia atrás, hacia la casa. La luz brillaba débilmente en sus macizos brazos y su pecho desnudo, iluminaba sus rasgos de gorila y su brillante lanza... Mis tripas se encogieron ante aquella visión. No podía esperar pasar delante de aquello, no con Elspeth detrás... En aquel momento mi amada decidió hablar otra vez.

—¡Harry! —me susurraba al oído—. Ese hombre... ¡ese hombre me ha pisado la mano! ¡Estoy segura de que me ha roto un dedo! —recuerdo haber notado que había más indignación que queja en su voz, porque añadió una palabra que, francamente, no sabía yo que conociera.

—¡Calla...! —puse mis labios junto a su oído—. ¡Ya lo sé! Ya lo arreglaremos. Hay un guardia en la cancela... ¡tenemos que pasar! —las voces en la parte trasera de la casa aumentaban de volumen... ahora o nunca—. ¿Puedes andar?

—¡Por supuesto que puedo andar! Es mi pobre dedo...

—¡Chitón, por el amor de Dios! Mira, nenita... debemos distraer la atención de ese tipo, ¿ves? ¡El de la cancela, maldita sea! —nunca hubiera imaginado que se pudiera gritar y susurrar al mismo tiempo... Pero tampoco imaginaba que iba a estar metido en unos arbustos de Madagascar intentando escapar con una rubia imbécil cuya mente, lo juro, estaba dividida a partes iguales entre su dedo herido y su sombrerera perdida—. ¡Sí, está ahí fuera! Ahora, escucha, debes contar hasta cinco... cinco, ya sabes... y ponerte de pie y caminar hacia el sendero. ¿Podrás hacerlo, querida? Sólo tienes que salir andando, como una buena chica. ¡Hazlo, maldita sea!

Vi que sus labios esbozaban un «¿por qué?» pero asintió... y súbitamente me besó en la mejilla. Me deslicé hacia la derecha, buscando la empuñadura debajo del manto... tres... cuatro... cinco. Hubo un susurro mientras ella se ponía de pie, pareció tambalearse durante un momento y luego se abrió paso entre los arbustos y se volvió de cara a la cancela.

El hova se movió un metro más o menos, se enderezó con los ojos como platos y dejó escapar un grito mientras se dirigía hacia ella. Dos pasos le pusieron a mi mismo nivel; yo agarré la empuñadura en un frenesí de pánico (si hubiera sido otra mujer creo que habría corrido derecho hacia la cancela, pero la propia esposa, ya saben...) y me lancé a través de los helechos a su flanco, atacándole mientras saltaba. No hubo tiempo para usar la punta; lancé un desesperado mandoble y mientras él daba la vuelta para encontrarse conmigo la hoja le dio de lleno en la cara con un fuerte ruido. Instantáneamente apareció la sangre, saliendo a chorros de la boca y la mejilla cortadas, y luego él trastabilló y cayó, gritando.

—¡Corre! —aullé yo, y ella pasó junto a él, con el sombrero torcido, las faldas remangadas. Me uní a ella, corriendo hacia la cancela... y fuera, desde las sombras de la caseta del vigilante, apareció otro de esos tipos y se interpuso en nuestro camino, empuñando su lanza y poniéndose en guardia. Me detuve en seco, pero por suerte Elspeth no lo hizo, y mientras él saltaba para esquivarla lancé un tajo a su pecho desnudo. Él lo paró, saltó a un lado y Elspeth pasó por la cancela, chillando, pero ahora él se lanzaba hacia mí, tambaleándose en su precipitación. Su punta pasó por encima de mi hombro, le pinché pero él volvió la hoja rápido como el rayo, y allí estábamos, cara a cara a través de la cancela, sus ojos girando mientras recuperaba el equilibrio y buscaba una abertura.

—¡Vete a los árboles! —grité yo, y vi a Elspeth correr, sujetándose el sombrero. Hubo gritos desde la casa y carreras... El hova lanzó una estocada, con la lanza apuntando a mi cara. Por puro instinto lo paré estirando el brazo en un golpe automático (¡Dios te bendiga, viejo y querido maestro de esgrima del Undécimo de Húsares!) y él gritó como un cochino cuando mi punta le dio en el pecho, y su propia precipitación la hundió en su cuerpo. Su caída arrancó la empuñadura de mi mano, y entonces corrí a toda prisa detrás de Elspeth, siguiéndola a través de los árboles, donde los caballos todavía pastaban pacientemente.

La levanté a peso poniéndola sobre uno de los caballos, con las faldas remangadas; salté al otro y con una mano para sujetarla, espoleé a los animales por el camino. Hubo un tumulto de voces junto a la cancela, pero yo sabía que teníamos vía libre si ella no se caía... Era una amazona bastante buena, y se agarraba a las crines con la mano buena. Salimos rodilla con rodilla, a un suave trote que nos llevó hasta el final de un camino y luego seguimos más allá, y empecé a tranquilizarme un poco. No se oía nada detrás, y si oíamos algo podíamos echarnos a galopar. Atraje a Elspeth hacia mí, jurando aliviado, y le pregunté cómo tenía la mano.

—¡Oh, es muy doloroso! —exclamó ella—. Pero Harry, ¿qué significa todo esto? Esa gente espantosa... ¡pensaba que iba a desmayarme! Y se me ha roto el vestido, y el dedo, y me tiemblan todos los huesos del cuerpo! ¡Oh! —Se estremeció violentamente—. ¡Esos espantosos soldados negros! ¿Los has... los has matado?

—Eso espero —dije, mirando hacia atrás temerosamente—. Y ahora... toma mi manto... tápate la cabeza también. ¡Si ven quién eres, estamos perdidos!

—¿Pero quién? ¿Por qué estamos corriendo? ¿Qué ha pasado? ¡Insisto en que me lo digas de una vez! ¿Adónde vamos...?

—¡Hay un barco inglés en la costa! Vamos a alcanzarlo, pero tenemos que salir de esta espantosa ciudad primero... Si las puertas están cerradas, no sé...

—¿Pero por qué? —gritó ella, como un condenado loro, chupándose el dedo y tratando de arreglarse las faldas, lo cual no era fácil, ya que estaba a horcajadas—. ¡Oh, esto es tan incómodo! ¿Por qué nos están persiguiendo?, ¿por qué tienen que...? ¡Oh! —sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Qué has hecho, Harry? ¿Por qué te están persiguiendo? ¿Has hecho algo malo? Oh, Harry, ¿has ofendido a la reina?

—¡Ni la mitad de lo que ella me ha ofendido a mí! —exclamé yo—. Ella es... un monstruo, y si nos pone las manos encima, estamos listos. ¡Venga, maldita sea!

—¡Pero no puedo creerlo! ¿Por qué, por qué este absurdo? Me han tratado tan amablemente... Estoy segura de que, sea lo que sea, si el príncipe pudiera hablar con ella...

No me tiré de los pelos, pero estuve a punto. La cogí por los hombros, y hablando tan amablemente como pude con los dientes castañeteando, conseguí fijar en ella la idea de que debíamos salir rápidamente de la ciudad, que debíamos dirigirnos tranquilamente, por calles secundarias, hacia las puertas, pero que allí tendríamos que correr como locos; se lo explicaría luego...

—Muy bien —dijo ella—. No tienes que levantarme la voz. Si tú lo dices, Harry..., pero es todo extremadamente raro.

Tengo que decir esto en su favor: una vez hubo comprendido la urgencia de la situación (e incluso una sesos de mosquito como ella tenía que haberse dado cuenta por entonces de que estaba pasando algo fuera de lo normal) se portó como una valiente. No se detuvo a temblar, ni a sollozar, ni siquiera me preguntó más cosas. He conocido a mujeres inteligentes, y muchas como Lakshmibai y La de Seda que eran mejores para cabalgatas duras y situaciones desesperadas, pero ninguna tan valiente como Elspeth cuando las cosas estaban al rojo vivo. Era la mujer de un soldado, ¿comprenden? Lástima que no se hubiera casado con un soldado.

Pero si ella actuaba con frialdad, yo estaba muy agitado mientras nos abríamos camino por callejuelas secundarias hacia las murallas de la ciudad, y las íbamos rodeando hasta encontrar las grandes puertas. Por entonces no había apenas gente, y aunque la vista de dos jinetes podía haber despertado alguna mirada curiosa, nadie nos molestó. Pero yo estaba seguro de que tenía que haber cundido la alarma por todas partes... Yo no sabía que tal como era la organización malgache, la última cosa en la que habrían pensado sería en cerrar las puertas. Nunca lo hacían, así que, ¿por qué preocuparse ahora? Casi grité de alivio cuando llegamos a la vista de las puertas, y vi el camino abierto. Sólo estaban allí los centinelas habituales y un grupo de gente ociosa en torno a una hoguera. Nos limitamos a seguir derechos hacia adelante, no dejándoles ver que yo era el sargento general. Ellos miraron los caballos, pero nada más, y con el corazón saltando en el pecho pasamos a través de las puertas, y luego trotamos hacia adelante entre las dispersas chozas de la llanura de Antan.

Por delante de nosotros, el cielo se estaba iluminando con el amanecer de verano, y mi ánimo se levantó —¡estábamos fuera, libres, en marcha!— y más allá de aquellas distantes colinas púrpura había un barco de guerra británico, y voces inglesas, y comidas cristianas, y seguridad detrás de los cañones británicos. Cuatro días como máximo... si los caballos que había mandado a Ankay estaban esperándonos. En aquel país de paso de caracol, donde toda persecución se hace a pie, nadie podía esperar alcanzarnos, ninguna alarma podía sobrepasarnos... Casi llegué a bajarme de mi silla hasta que pensé en aquella amenazadora presencia todavía tan cercana, aquella espantosa ciudad agazapada detrás de nosotros, y sacudí las bridas de Elspeth y nos lanzamos a galope tendido.

Pero la suerte nos acompañaba. Vimos los caballos de refresco antes del amanecer, levantando polvo. El mozo corría junto al que iba delante, y nunca me había alegrado tanto de ver algo. No eran lo más selecto de la caballería ligera, pero tenían rancho y jaka en sus alforjas y yo sabía que ellos nos llevarían hasta el final si los relevábamos adecuadamente. Treinta millas es lo máximo que puede llevarme un animal, y Elspeth tampoco podría cabalgar mucho más en una sola jornada, de todos modos.

Despedí al asombrado mozo y allá fuimos a galope. Un pequeño grupo de caballos no es difícil de manejar, si has aprendido el oficio en Afganistán. Mi principal preocupación ahora era Elspeth. Ella había cabalgado sin parar, y loablemente silenciosa, hasta entonces, pero mientras seguíamos hacia adelante por el interior, vi que iba balanceándose en la silla, con los ojos medio cerrados, el rubio cabello cayéndole por la cara, y aunque yo estaba ansioso por seguir, me sentí obligado a parar en un pequeño bosquecillo para descansar y comer. La bajé de la silla junto a un arroyo, y se me quedó dormida al cogerla entre los brazos. Durante tres horas no se movió siquiera, mientras yo mantenía un ojo vigilante en la llanura, pero no vi señales de persecución.

Sin embargo, cuando se despertó, volvió a ser todo preguntas y parloteos, y mientras masticábamos nuestro jaka y yo le curaba el dedo, que no estaba roto, aunque sí herido, traté de explicarle lo que había ocurrido. De todas las asombrosas cosas que habían ocurrido desde que dejamos Inglaterra, todavía tengo la sensación de que esa conversación fue lo más increíble de todo. Quiero decir que explicarle cualquier cosa a Elspeth es siempre bastante duro, pero había algo irreal, cuando miro hacia atrás, en sentarse allí frente a ella, en un bosque de Madagascar, mientras me miraba con ojos como platos, con su roto y sucio vestido de noche y su dedo entablillado, escuchándome mientras yo le explicaba por qué corríamos para salvar nuestra vida huyendo de una abominable déspota negra que yo había estado conspirando para derrocar. No la culpo por mostrarse escéptica, ¿saben?; fue la forma que tomó su escepticismo lo que consiguió que me echara las manos a la cabeza.

Al principio simplemente no se creía ni una palabra de todo aquello; me dijo que contradecía todo lo que ella había visto en Madagascar, y para probar su punto de vista sacó, de entre su ropa interior, una pequeña y maltratada libretita de notas de la cual procedió a leerme sus «impresiones» del país... Dios me ayude, todo eran comentarios acerca de jodidas mariposas y flores silvestres y materiales de las cortinas malgaches y lo que había tomado para cenar. En aquel punto empecé a darme cuenta de que la idea que yo me había formado en las visitas que le hice en el palacio de Rakota había sido absolutamente acertada. Ella había pasado seis meses en aquel lugar sin tener ni idea de lo que pasaba realmente. Bueno, sabía que era un poco tonta, pero aquello lo superaba todo, y se lo dije.

—Yo no he visto nada de eso —dijo ella—. El príncipe y la princesa eran todo cortesía y consideración, y tú me asegurabas que todo iba bien, así que, ¿por qué iba a pensar yo otra cosa?

Todavía se lo estaba explicando, y ella seguía refunfuñando, cuando volvimos a ponernos en camino. Aquello continuó durante la mayor parte del día, que nos llevó hasta el extremo este de los terrenos bajos, cerca de Angavo, donde acampamos en otro bosque. Por entonces yo le había metido ya en la cabeza que Madagascar era un lugar infernal, y que escapábamos de un destino espantoso. Pensarán que aquello la redujo al silencio, presa del terror, pero eso es que no conocen a mi Elspeth.

Estaba sorprendida... Asustada, no; ni pizca, sólo indignada. Era deplorable, y no debería estar permitido, así es como lo veía ella; ¿por qué nosotros (y con esto creo que quería decir Su Majestad Británica) no tomábamos medidas para evitar tal desgobierno, y qué pensaba de ello la Iglesia? Era bastante desagradable... Yo estaba allí sentado comiendo jaka, pero no pude evitar, al oírla, pensar en la vieja regañona de Lady Sale, tabaleando sus dedos enguantados mientras las balas jezzail silbaban en torno a ella en la retirada de Kabul, preguntando por qué nadie hacía nada al respecto. Sí, es cómico a su manera... y, sin embargo, cuando uno ha visto a las mensahibs fruncir los labios y levantar unas cejas indignadas frente a los peligros y horrores que hacían temblar a sus hombres, empieza a entender su importancia. Tenían una moralidad de sacristía, una disciplina de niñera, y todo ello conseguido con un absoluto sentido de la propiedad y la higiene... y cuando todo eso desapareció, y por tanto también las mensahibs, pues bueno, las cosas ya no han vuelto a ser iguales nunca más.

Lo único que no podía aceptar Elspeth, sin embargo, era que la condición ultrajante de Madagascar fuese culpa de la reina Ranavalona. Las reinas, según su concepción del asunto, no se comportan de esa manera. La madre del príncipe Rakota («un jovencito de lo más gentil y cortés») nunca habría tolerado tales cosas. No, lo que pasaba seguramente era que estaba mal aconsejada, y que sus ministros, sin duda, la mantenían en la ignorancia. Ella había sido bastante educada conmigo, ¿verdad? Eso me lo preguntó de aquella manera ingenua que yo ya conocía. Dije que bueno, que era bastante simplona y malintencionada por lo poco que supe de ella, pero que, por supuesto, apenas había intercambiado algunas palabras con ella (lo cual, como observarán, era verdad; no dije nada de los baños y del piano). Elspeth suspiró satisfecha, y después de un momento dijo suavemente:

—¿Me has echado de menos, Harry?

Mirándola allí sentada en el atardecer, destacada sobre el fondo de hojas verdes, con su vestido polvoriento, el enmarañado cabello dorado enmarcando aquella carita encantadora, tan serena en su estupidez, de repente me di cuenta de que sólo había una forma adecuada de responderle. Y aquello, con la conmoción, la prisa y el miedo de nuestra fuga no se me había ocurrido en absoluto hasta aquel momento. Después, echados en la hierba, mientras ella me acariciaba la mejilla, me pareció la cosa más natural del mundo... como si no estuviéramos en Madagascar, perseguidos por espantosos peligros y con desconocidas pruebas ante nosotros... En aquel delicioso momento soñé con la primera vez, bajo los árboles junto al Clyde, aquella tarde dorada, y cuando hablé de aquello ella empezó a llorar por fin, y se agarró a mí.

—Tú harás que volvamos allí otra vez... a casa —dijo—. Eres valiente, fuerte y bueno, y sabes mantenerme a salvo. —Se secó los ojos, con aire solemne—. Sabes que nunca te había visto luchar antes? Oh, lo sabía, claro, por los periódicos, y lo que decía todo el mundo... que eras un héroe, quiero decir... pero no sabía cómo era eso. Las mujeres no lo saben. Ahora ya te he visto, con la espada en la mano... Eres terrible, Harry... ¡Y tan rápido! —Se estremeció ligeramente—. Pocas mujeres son tan afortunadas de ver lo valientes que son sus maridos...,y yo tengo al hombre más valiente y mejor del mundo entero —me besó en la frente, con la mejilla contra la mía.

Pensé en su dedo, aplastado por aquella bota; la forma en que se había puesto de pie entre los arbustos y había salido caminando, decidida; la agotadora cabalgata desde Antan, todo lo que ella había soportado desde Singapur... y no es que me sintiera avergonzado, exactamente, porque saben que ése no es mi estilo. Pero noté que los ojos me picaban un poco, y levanté su barbilla con mi mano.

—Nenita —dije—, eres estupenda.

—¡Oh, no! —exclamó ella, abriendo mucho los ojos—. Soy muy tonta y débil y... ¡Y no soy estupenda en absoluto! Irresponsable, dice papá. Pero me gusta ser tu «nenita» —apoyó su cabeza en mi pecho— y pensar que te gusto un poco también... más de lo que te gustan la horrible reina de Madagascar, o la señora Leo Lade, o esas señoras chinas que vimos en Singapur, o Kitty Stevens o... ¡bah, querido!, ¿qué más da?

—¿Quién demonios —rugí yo— es Kitty Stevens?

—Ah, ¿no te acuerdas? Aquella chica delgada, morena, de aspecto debilucho y ojos tristones que ella cree que son interesantes... aunque no sé cómo puede imaginar que una simple mirada pueda hacerla hará atractiva... Aquélla con la que bailaste dos veces en el Baile de la Caballería, y le serviste ponche en el bufé...

Habíamos partido de nuevo antes del amanecer, cruzando el Angavo Pass que conduce a la llanura superior de Ankay, con muchas precauciones porque sabía que el regimiento de los guardias hovas que yo había mandado allí no podía estar muy lejos. Seguimos hacia el norte, y seguramente los dejamos a un lado, porque no vimos ni un alma hasta el vado de Mangaro, donde los campesinos se volvían para mirarnos mientras cruzábamos el río con nuestra pequeña reata. Fue fácil seguir hasta que se cerraba la selva y empezaban las montañas, pero íbamos más despacio de lo que yo había esperado. Empezó a parecerme que la cabalgada sería de cinco días en lugar de cuatro, pero no me importaba demasiado. Lo único importante era mantenernos a la cabeza de la persecución; la fragata seguiría estando allí. Estaba seguro de ello porque tenía que esperar una respuesta a la protesta que, de acuerdo con Laborde, habían enviado a la reina hacía sólo un par de días. Su respuesta, aunque la hubiera enviado de inmediato, tardaría más de una semana en llegar a Tamitave, así que si manteníamos el paso estaríamos allí con tiempo suficiente.

Seguí diciéndome aquello a mí mismo al tercer día, cuando nuestro ritmo se hizo tan lento como si fuéramos a pie, porque íbamos trepando trabajosamente por la serpenteante senda que conducía a las grandes montañas. Íbamos cercados por el bosque a ambos lados, y únicamente aquel tortuoso sendero como guía. Lo conocía porque me habían ido azotando por él cuando fui en la cuerda de esclavos, y tenía que tragarme mis miedos mientras nos acercábamos a cada curva... Porque, ¿y si nos encontrábamos con alguien, en aquel lugar donde no podíamos dar la vuelta, donde apartarse diez metros del camino suponía una muerte segura, perdidos y vagando hasta perecer de hambre? ¿Y si aquel sendero iba desapareciendo, o había sido cubierto por la vegetación? ¿Y si unos rápidos corredores hovas nos alcanzaban?

Yo estaba febril de ansiedad, y no me ayudaba el placer infantil que Elspeth parecía encontrar en nuestro viaje. Ella palmoteaba y exclamaba todo el tiempo ante los monos con ojos saltones que nos espiaban, o los pájaros con plumas de encaje que volaban entre las enredaderas; incluso las espantosas serpientes de agua que cruzaban las corrientes, con las cabezas asomando, la excitaban... no le gustaban las arañas, sin embargo, grandes monstruos veteados tan grandes como una mano que correteaban por telas del tamaño de una sábana. Y una vez huyó con terror ante la vista de algo que hizo que nuestros caballos relincharan y retrocedieran en el estrecho sendero: una tropa de grandes simios que cruzaban el sendero dando saltos de increíble longitud, con los pies juntos.[61] Vimos cómo aterrizaban en la vegetación, y por enésima vez maldije la suerte de no tener siquiera un cuchillo conmigo para defendernos, porque Dios sabe qué otras cosas horribles podía haber por allí, arrastrándose en aquel oscuro y siniestro bosque. Elspeth deseó tener su cuaderno de dibujo.

Hay sesenta kilómetros de selva, pero gracias a la buena reina Ranavalona no tuvimos que cruzarlo todo, como lo harían ustedes hoy en día. El camino de la selva corre directo hacia Andevoranto, desde donde uno viaja hacia la costa hacia Tamitave, pero en 1845 había un atajo... El camino de los búfalos de la reina, que cortaba recto a través de la selva montañosa hasta la llanura costera. Era el camino abierto por miles de esclavos que yo había visto a la ida; lo alcanzamos al cuarto día, una gran avenida entre el verdor, y con jirones de niebla colgando por encima de la montaña. Era extraño y sobrecogedor, pero al menos era llano, y como ya habíamos abandonado, exhaustos, a la mitad de nuestros animales, me alegré de poder ir más fácilmente.

Cuando recuerdo aquel memorable viaje, me parece extraño que no fuera tan penoso como podía haber sido. Elspeth todavía jura y perjura que disfrutó bastante; yo me atrevería a decir que si no hubiera sentido tantas aprensiones —miedo a perder nuestras monturas, a equivocar el camino entre la niebla, a ser alcanzado por nuestros perseguidores (aunque yo sabía que había pocas oportunidades de que eso sucediera) o inquietud por no saber cómo íbamos a hacer nuestro trayecto final hasta la fragata— podía haberme maravillado de que lo hiciéramos con tanta facilidad. Pero el caso es que así fue; nuestra suerte nos condujo por selvas y montañas, apenas tropezamos con algún nativo durante todo el recorrido, y al atardecer del cuarto día estábamos galopando por las extrañas colinas cónicas que se alinean en la arenosa llanura de la costa. No había nada ante nosotros, salvo unos pocos pueblos diseminados y una llanura que nos separaba de Tamitave.

Por supuesto, tenía que haber estado en guardia. Tenía que haber sabido que aquello había ido demasiado bien. Tenía que haber recordado el horror que seguía existiendo a poca distancia de nosotros, y la locura de odio y sed de sangre que alimentaba aquella malvada mujer. Tenía que haber pensado en la primera regla del soldado: ponerte en el lugar del enemigo y preguntarte qué habrías hecho tú. Si yo hubiera sido aquella terrible perra, y mi amante ingrato hubiera intentado arruinarme, hubiera rajado a mis guardias y hubiera huido hacia la costa, ¿qué habría hecho yo, teniendo un poder ilimitado y una venganza maníaca que satisfacer? Mandar a mis corredores más veloces, por llanuras, selvas y montañas, para sembrar la alarma, alertar a las guarniciones, cortar la huida: eso es lo que habría hecho. ¿Cuánto pueden viajar en un día unos buenos corredores?, ¿sesenta kilómetros por terreno escarpado? Digamos cuatro días, quizá cinco, desde Antan hasta la costa. Estábamos aproximándonos a Tamitave por la tarde del cuarto día.

Tenía que haber estado en guardia... pero cuando uno se encuentra en el último trayecto hacia la seguridad, cuando todo ha ido mucho mejor de lo que hubiera soñado jamás, cuando uno ha visto el camino de Tamitave y sabe que la costa está sólo a unos pocos kilómetros más allá de las bajas colinas, cuando uno tiene a la chica más valiente y encantadora del mundo cabalgando a su lado, con una sonrisa idiota en su boca y sus pechos saltando maravillosamente, cuando los oscuros terrores han quedado detrás... y, sobre todo, cuando uno casi no ha dormido en cuatro noches y está a punto de caerse de la silla de puro agotamiento, entonces la esperanza nubla tu intelecto, y dejas que tus últimas provisiones se te caigan de la mano, y el crepúsculo empieza a desvanecerse en torno a ti, y tu cabeza se apoya en el césped y tú te deslizas por un largo tobogán a la inconsciencia... hasta que alguien que viene de muy lejos te sacude y te grita con urgencia al oído, y te despiertas sobresaltado, abriendo los ojos aterrados en el amanecer.

—¡Harry! ¡Harry! ¡Rápido! ¡Mira, mira...!

Ella me cogía la muñeca, tirando de mí para que me pusiera en pie. ¿Dónde estaba? Sí, era la pequeña hondonada en la que habíamos acampado, allí estaban los caballos, el primer rayo de la aurora aparecía por encima de las tierras bajas al este, pero Elspeth me estaba empujando hacia otro lado, hacia el borde de la hondonada, señalando algo.

—¡Mira! Harry... más allá! ¿Quién es esa gente?

Miré hacia atrás, frotándome los ojos para despejarme. Las montañas distantes estaban detrás de un muro de niebla, y en el liso verdor de en medio había largos jirones de niebla que colgaban de las alturas. ¿Nada más? ¡No! Había un movimiento en la cima a un kilómetro detrás de nosotros, figuras de hombres que se aproximaban, una docena... quizá veinte, en una línea irregular de lado a lado. Sentí como una espantosa garra en mi corazón mientras miraba, sin creer en lo que veía, porque avanzaban a trote lento, de una forma ominosamente disciplinada: reconocí aquel paso, incluso antes de ver el primer brillo de acero en la línea y adivinar las rayas blancas de las cartucheras... Yo mismo les había enseñado cómo avanzar en orden de batalla, ¿no es así? Pero era imposible...

—¡No puede ser! —Oí cómo resonaba mi voz—. ¡Son guardias hovas!

Si necesitaba alguna confirmación, vino en el débil grito que se alzó en el aire del amanecer, al echar ellos a correr por la colina abajo hacia la llanura.

—Pensaba que era mejor despertarte, Harry —decía Elspeth, pero yo ya estaba saltando hacia los caballos, gritándole que subiera. Ella balbuceaba preguntas todavía mientras yo la levantaba en volandas, y corrí a un segundo caballo. Arreé a los otros tres animales que nos quedaban, y mientras ellos corrían relinchando desde la hondonada, dirigí otra mirada aterrorizada hacia atrás; a tres cuartos de milla de allí la línea de soldados estaba llegando hacia nosotros, cortando la distancia a una espantosa velocidad. Dios, ¿cómo habían llegado a tiempo yendo a pie? ¿Y de dónde venían, por cierto?

Preguntas interesantes, de las cuales todavía no conozco la respuesta, y que entonces no me ocuparon ni una décima de segundo. Muy a tiempo, sofoqué mi instinto cobarde de galopar furiosamente alejándonos de ellos, y supervisé el terreno por delante de nosotros. Tres, quizás cuatro kilómetros hacia el este, atravesando una llanura arenosa, estaba la elevación desde la cual, estaba bastante seguro, veríamos la costa; el camino de Tamitave estaba a un kilómetro y medio o así a nuestra derecha, y ya circulaban por él unos pocos campesinos. Luché para aclarar mis ideas: si cabalgábamos hacia adelante, iríamos a parar por encima del fuerte de Tamitave, al norte de la ciudad propiamente dicha. La fragata estaría en los fondeaderos... Dios mío, ¿cómo íbamos a alcanzarla, porque no había tiempo para detenerse y trazar un plan, con aquellos demonios pisándonos los talones? Miré otra vez, estaban ya en la llanura acercándose rápidamente. Cogí la muñeca de Elspeth.

—¡Sígueme de cerca! ¡Cabalga recto, mira por donde pisas y, por el amor de Dios, no resbales! ¡No pueden cogernos si mantenemos un galope moderado, pero si nos caemos estamos listos!

Ella estaba blanca como el papel, pero asintió y por una vez no me preguntó quiénes eran los extraños visitantes o qué es lo que querían, o si llevaba el pelo despeinado. Salí corriendo y bajé la colina, con ella bien cerca detrás, y cuando nos vieron girar se oyó un grito bastante claro, un salvaje grito de caza que hizo que yo clavara los talones a mi pesar. Bajamos galopando por la colina, y me obligué a no mirar atrás hasta que hubiéramos cruzado el pequeño valle y llegado hasta la cresta siguiente... Les habíamos adelantado, pero ellos seguían avanzando, y tragué saliva e hice furiosos gestos a Elspeth de que siguiera adelante.

Tendría que contar todas las batallas en las que he estado para decirles cuántas veces he salido huyendo presa del pánico o he hecho algún otro tipo de retirada estratégica, pero ésta fue más espantosa que ninguna. Estaba aquella vez en que Scud East y yo íbamos corriendo por el Arrow de Arabat en un trineo con los cosacos persiguiéndonos, y la pequeña y alegre excursión que tuve con el coronel Sebastian Moran en el carro de municiones después de Isandhlwana, con los Udloko zulúes pisándonos los talones... ¿por qué tenía que pasar siempre lo mismo? Pero en el caso presente, lo que pasaba es que en breve íbamos a alcanzar el mar, y debíamos embarcar inmediatamente (¡cielos, la fragata tenía que estar allí! Eché otra mirada por encima del hombro) porque, aunque estábamos a más de un kilómetro por delante, ellos todavía nos seguían, y aparecieron en una elevación corriendo a buena marcha. Eché un vistazo a nuestros caballos; no estaban agotados, pero tampoco estaban preparados para correr el St. Leger. ¿Aguantarían? Si uno de ellos se hacía daño... ¿Por qué demonios no había pensado en llevarnos también los animales de refresco? Pero ya era demasiado tarde.

—Vamos —dije, y Elspeth me dirigió una mirada temblorosa y picó espuelas, agarrándose a las crines. La última elevación estaba a media milla delante de nosotros; mientras subíamos miré de nuevo hacia atrás, pero no se veía nada a lo largo de un kilómetro entero.

—¡Lo conseguiremos! —grité, y cubrimos los últimos metros hasta la cima a través de la arena resbaladiza. El sol quemaba nuestros ojos pero avanzamos hasta llegar a la cima, donde la brisa nos acarició repentinamente la cara... y allí, debajo de nosotros, abajo, en un largo talud arenoso, se extendía el panorama de la playa y el agua azul, con la espuma de las olas a menos de un kilómetro de distancia. Lejos, a la derecha, estaba la ciudad de Tamitave, el humo alzándose en delgadas columnas por encima de los tejados empinados; más cerca, pero también a la derecha, se encontraba el fuerte, una maciza torre circular de piedra, con su bandera y su empalizada exterior de madera; había unas tropas vestidas de blanco, casi un pelotón entero, que se dirigían hacia el fuerte desde la ciudad, y desde donde nos encontrábamos podía ver gran actividad en la plaza central del propio fuerte, y en torno a los emplazamientos de los cañones que había en su muralla.

El sol brillaba con fuerza en un cielo azul y sin nubes, los rayos pasando por encima de un espeso banco de niebla que cubría la superficie del mar a un kilómetro y medio de la costa. Una vista muy bonita, con el arrecife de coral con sus palmeras, las gaviotas dando vueltas, el suave movimiento del brillante mar azul... sólo faltaba una cosa. Desde la playa dorada hasta el perlado banco de niebla, desde la clara distancia en el norte hasta la vaga neblina de la zona portuaria de la ciudad hacia el sur, el mar estaba tan vacío como la mesa de un avaro. No había ninguna fragata británica en los fondeaderos de Tamitave. Ni siquiera había un maldito bote. Volví mi frenética mirada hacia atrás y vi que los hovas estaban apareciendo en la ladera, a apenas un kilómetro de distancia.

No puedo recordar si grité en voz alta o no; quizás lo hiciera, pero si lo hice fue una pobre expresión de la desesperación absoluta que me asaltó en aquel momento. Recuerdo cuál era el pensamiento que invadía mi mente, mientras me golpeaba la rodilla. Con el puño atormentado por la rabia, el miedo y la decepción: «¡Pero tenía que estar ahí! ¡Tenía que esperar el mensaje de la reina!», y entonces Elspeth volvió sus solemnes ojos azules hacia mí y me preguntó:

—Pero Harry, ¿dónde está el barco? Tú decías que estaría aquí... —y, sumando dos y dos, supongo, añadió—: ¿Y qué hacemos ahora?

Era una pregunta que ya se me había ocurrido a mí, desde que quedé paralizado pasando la vista desde el mar vacío frente a nosotros hasta nuestros perseguidores que estaban detrás. Ellos se habían detenido en la cima lejana, lo cual era una ironía, si quieren. Podían llegar hasta nosotros a gatas, daba lo mismo... Estábamos atrapados, desesperados, no podíamos hacer nada salvo esperar hasta que llegaran tranquilamente, nos cogieran y nos arrastraran de nuevo hacia el abominable destino que nos esperaba en Antan. Podía imaginar aquellos ojos de serpiente, los pozos hirviendo en el Ambohipotsy, los cuerpos que giraban en el aire desde la cima del acantilado, el sangriento rugido de la multitud... Me di cuenta de que estaba dejando escapar un torrente de juramentos, mientras miraba vanamente en torno buscando una vía de escape que yo sabía que no existía.

Elspeth me apretaba la mano, con la cara blanca... y, como era el único camino posible, la empujé hacia abajo por el talud, hacia nuestra izquierda, hacia un bosquecillo de palmeras que empezaba a unos quinientos metros desde el fuerte y corría en la distancia a lo largo de la costa, hacia el norte. Algo tiene de bueno un verdadero instinto de cobardía: te lleva derecho a cubierto, por pobre e inútil que pueda ser. Nos encontrarían enseguida, pero si podíamos alcanzar los árboles sin que nos vieran desde el fuerte, al menos intentaríamos escapar hacia el norte... ¿Hacia dónde? No podíamos ir a ningún sitio, sólo correr ciegamente hasta caer exhaustos, o hasta que nuestros caballos se desplomaran, o hasta que aquellos perros negros llegaran y nos cogieran, y yo lo sabía, pero aquello era mejor que quedarnos donde estábamos y dejarnos atrapar como ovejitas.

—¡Oh, Harry! —Elspeth se quejaba mientras bajábamos a trompicones por el talud, pero no me paré a mirarla. Otro minuto y nos encontraríamos a cubierto en el bosquecillo, si nadie en el fuerte nos había visto antes. Agachado encima del cuello de mi animal, robé una mirada hacia atrás, hacia los edificios de piedra al pie de la colina... La voz de Elspeth detrás de mí lanzó un repentino grito, yo giré en mi silla y para mi asombro vi que ella alzaba a su montura por la crin. Le grité que se agachara, maldiciéndola por idiota, pero ella apuntaba hacia la costa, gritando, y yo detuve a mi animal, mirando adonde señalaba ella... y, saben, no pude culparla.

Fuera, en los fondeaderos, algo se movía en el interior de aquel banco de niebla. Al principio era sólo una sombra alta en el aterciopelado resplandor de la niebla; luego vi sobresalir una larga flecha negra, y detrás de ésta, mástiles y aparejos iban tomando forma. Incrédulo, oí el débil, inconfundible chirrido de las poleas y por fin apareció a la vista un barco alto y esbelto con las gavias desplegadas, derivando lentamente desde la niebla y dando la vuelta ante mis ojos para mostrar su ancho costado pintado de blanco. Sus cañoneras estaban abiertas, los cañones fuera, los hombres se movían en la cubierta, y de su palo de mesana colgaba una bandera —azul, blanca, roja... ¡Dios mío, era un barco de guerra francés!— y allí, a su derecha, aparecía otra sombra, otro barco que se volvía como el primero, ¡también francés, sus cañones y todo!

Elspeth estaba junto a mí, yo la abrazaba arrancándola casi de su silla mientras nos mirábamos hechizados; nuestra huida, el fuerte, la persecución, todo olvidado... Ella me gritó al oído y una tercera sombra apareció en la estela de los barcos, y aquella vez era la pura realidad, no había error. Me encontré llorando lágrimas de felicidad, porque era la vieja Union Jack la que ondeaba en el mástil de una fragata que llegó deslizándose sobre el agua azul.

Yo gritaba Dios sabe qué, y Elspeth aplaudía; un cañón tronó súbitamente desde el fuerte, sólo a unos metros de distancia, y una blanca nube de humo surgió desde los parapetos. Los tres barcos se dirigían hacia el fuerte. El francés que iba en cabeza viró con un crujido de lona, y de repente su costado entero explotó entre llamas y humo, hubo una serie de tremendos estallidos desde el fuerte, las andanadas hicieron blanco... y allá iban sus dos compañeros, ambos disparando mientras cielo y tierra resonaban con el rugido de sus cañonazos y una espesa nube de humo gris giraba en torno a ellos mientras viraban y entraban de nuevo en combate.[62]

Un disparo mal dirigido silbó por encima de nuestras cabezas y me recordó que estábamos en la línea de fuego. Le grité a Elspeth y los dos corrimos hacia los árboles, metiéndonos entre la vegetación y bajando de nuestras monturas para mirar la extraordinaria escena que se estaba representando en la bahía.

—Harry... ¿por qué disparan? ¿Se supone que vienen a rescatarnos? —ella me cogía la mano, excitada—. ¿Sabrán que estamos aquí? ¿No vas a llamarles, amor mío?

Esto con cuarenta cañones disparando a menos de quinientos metros de distancia, porque desde el fuerte también estaban disparando. El francés estaba muy cerca. Nubes de polvo y humo se elevaron del muro del fuerte; el buque francés pareció temblar en el agua, y Elspeth gritó cuando la cofa de trinquete se rompió y luego cayó lentamente entre el humo, con un estrépito de velas y aparejos. Allá llegó el segundo barco, disparando sus andanadas a lo loco, toscamente, como lo hacen los gabachos, y luego el fuerte les respondió como réplica y les dio de lleno. «Dios mío —pensé yo—, ¿van a vencer a los franchutes?» Porque el segundo barco francés perdió su mastelero de mesana y se desvió ciegamente con los mástiles caídos en la popa... y allá vino la fragata inglesa, y aunque yo, como norma, no concedía demasiado crédito a nuestra gente de la marina la verdad es que se portaron bien frente a los extranjeros, porque corrieron derechos y silenciosos, tomándose su tiempo, mientras desde el fuerte les disparaban y volaban astillas de sus baluartes.

En el aire límpido podía ver todos los detalles: los sondeadores balanceándose en las cadenas, los marineros con camisas blancas en la cubierta, los oficiales de casaca azul en el alcázar, e incluso un pequeño guardiamarina en el aparejo con su catalejo apuntado hacia el fuerte. Silenciosamente, siguió su rumbo hasta que estuve seguro de que iba a acercarse a tierra, y luego una voz llamó desde la popa, hubo un movimiento apresurado de hombres y un aleteo de lona, viraron a sotavento y todos los cañones dispararon como uno solo en un ensordecedor estruendo. La onda expansiva de la andanada nos golpeó como una ráfaga de aire, los muros del fuerte parecieron desvanecerse en humo y polvo y fragmentos dispersos... pero cuando todo se aclaró, el fuerte todavía estaba allí, y sus cañones seguían disparando de vez en cuando.

La fragata se estaba retirando claramente, y ni ese barco ni los averiados franceses parecía que fueran a volver... Me asaltó la idea espantosa de que se estaban alejando, y no pude contenerme ante una conducta tan cobarde.

—¡Volved, hijos de puta! —rugí, saltando de un lado para otro—. ¡Maldita sea, son sólo un puñado de negros! ¡Acabad con ellos, condenados! ¡Para eso os pagamos!

—Pero mira, Harry —chilló Elspeth—: ¡Mira, amor mío, están volviendo! ¡Mira... los barcos!

Sí, unas chalupas surgían de detrás de los franceses, y otra del barco inglés. Mientras los tres barcos viraban de nuevo, disparando al fuerte, los botes llegaron dirigiéndose a la costa, repletos de hombres... Iban a asaltar el fuerte, bajo la cobertura de los cañones del escuadrón. Yo saltaba y blasfemaba de excitación... ¡porque aquélla era nuestra oportunidad! Debíamos correr hacia ellos cuando llegaran a tierra... Corrí hacia abajo a través de la vegetación, mirando a la colina de detrás, para ver cómo iban nuestros amigos los hovas. Estaban allí, bajaban la loma detrás de nosotros, dirigiéndose hacia el lado más próximo a tierra del fuerte. Iban corriendo de cualquier manera, pero un suboficial gritaba en la retaguardia, y me pareció que señalaba hacia nuestro bosquecillo. Sí, algunos de los hovas iban a investigar —les estaba mandando en nuestra dirección—, maldito aquel villano negro, ¿no sabía cuál era su deber cuando unos barcos extranjeros atacaban su asquerosa isla?

—¿Qué vamos a hacer, Harry? —Elspeth estaba junto a mí—. ¿No deberíamos correr hacia la playa? Es peligroso quedarse aquí.

Ella no es tan tonta como parece, ¿saben?, pero afortunadamente yo tampoco lo soy. Los barcos estaban en las rompientes, sólo a un momento de la costa; la tentación de correr hacia ellos era casi más de lo que puede soportar un cobarde como Dios manda, pero si dejábamos nuestro cobijo demasiado pronto, con los doscientos metros de arena desnuda que había entre nosotros y el lugar donde estaba el barco francés más cercano, estaríamos a tiro de fusil desde el fuerte. Debíamos quedarnos escondidos en el bosquecillo hasta que el destacamento de desembarco llegara a la playa y corriera hacia el fuerte..., eso mantendría ocupados a los fusileros negros, y sería más seguro correr hacia los botes, agitando una bandera blanca: al momento, ya estaba yo rasgando las enaguas de Elspeth, acallando sus gritos de protesta y atisbando por entre la vegetación a los hovas que se aproximaban. Tres de ellos trotaban hacia el bosquecillo, con su oficial detrás haciéndoles señas de avanzar; el que dirigía estaba casi en los árboles, con un aire idiota, volviéndose para recibir instrucciones de sus compañeros. Aquella cara chata, brutal, se volvió en nuestra dirección y empezó a dirigirse hacia el bosquecillo, balanceando su lanza y mirando a un lado y a otro.

Le hice un gesto de silencio a Elspeth y la llevé hacia el lado cercano al mar del bosquecillo, debajo de un arbusto, escuchándolo todo a la vez: el continuo estruendo de los cañones, los débiles gritos que venían desde las murallas del fuerte, el lento crujido de los pies del hova en el suelo del bosquecillo. Parecía que se estaba dirigiendo al norte por detrás de nosotros... y Elspeth me puso los labios junto al oído y susurró:

—¡Oh, Harry, no te muevas, te lo ruego! ¡Hay otro de esos nativos muy cerca!

Volví la cabeza y casi me da un ataque. Al otro lado de nuestro arbusto, visible a través de la vegetación, estaba una silueta negra, a menos de diez metros de distancia... En aquel momento el primer hova dio un grito de sobresalto, hubo un relincho frenético... ¡Dios mío, me había olvidado de los caballos, y aquel animal casi los había pisado! La silueta negra al otro lado de los arbustos echó a correr... alejándose de nosotros, gracias a Dios, sonó un estrépito de fusilería desde la playa y recordé la oportuna sugerencia de mi mujercita y decidí que no podíamos quedarnos allí por más tiempo.

—¡Corre! —susurré, y salimos de entre los árboles y corrimos como locos hacia la costa. Se oyó un grito detrás de nosotros, y un silbido en el aire por encima de nuestras cabezas, y una lanza vino a clavarse en el suelo de arena ante nosotros. Elspeth chilló, corrimos, los botes estaban siendo varados, y ya había hombres armados cargando hacia el fuerte... Marineros franceses con jerséis rayados, y un tipo pequeñajo delante de ellos blandiendo un sable y haciendo discursos sobre la gloire, sin duda, mientras la metralla desde los muros hacía saltar la arena entre él y su grupo.

—¡Socorro! —rugí yo, dando tumbos y señalando la posición de Elspeth—. ¡Somos amigos! Alló, mes amis! Nous sommes Anglais, pour l’amour de Dieu! ¡No disparen! Vive la France!

No nos prestaron ni la menor atención, entretenidos en aquel momento en abrirse camino por la empalizada exterior de madera del fuerte. Salimos de la fina arena para buscar un suelo más firme, dirigiéndonos a los botes, varados en la misma orilla. Miré hacia atrás, pero los hovas no estaban a la vista, tipos listos; empujé a Elspeth y nos fuimos a un lado para quitarnos de la línea de tiro del fuerte. Por entonces la playa estaba llena de figuras que corrían delante de nosotros, franceses y británicos, atacando y lanzando vítores. Había una lucha encarnizada en la empalizada exterior, jerséis blancos y rayados por un lado, pieles negras por otro, machetes y lanzas que relampagueaban, fusiles que disparaban desde el fuerte interior y la respuesta de nuestra gente abajo en la playa. Entonces sonaron algunos gritos de británicos y de franceses excitados, y entre el humo pude ver que estaban encima del muro interior, subidos cada uno a hombros de otro, disparando con pistolas y obviamente haciendo carreras para ver quién subía primero, si los franceses o los británicos.

«Que os vaya bien —pensé—, porque yo ya estoy cansado.» En el mismo momento, Elspeth gritó:

—¡Oh, Harry, Harry, querido Harry! —y se agarró a mí—. ¿Crees que deberíamos sentarnos ahora? —susurró ella débilmente. Y al momento se desvaneció y nos dejamos caer en la arena húmeda uno en brazos del otro, entre los botes y el destacamento de desembarco. Estaba yo demasiado agotado y mareado para hacer cualquier cosa menos quedarme allí sentado, sujetándola, mientras se libraba una furibunda batalla en la playa, y yo pensaba, «Dios mío, al fin estamos a salvo, y pronto podré dormir...».

—¡Usted, señor! —gritó una voz—. Sí, sí, usted... ¿de dónde sale, señor? ¡Dios mío! ¿Ésa que tiene usted ahí es una mujer?

Un grupo de marineros ingleses llevaba unas parihuelas vacías y corría cerca de nosotros en dirección al fuerte, y con ellos aquel tipo de cara roja con una raya dorada en su casaca que había puesto sus ojos en nosotros. Blandía una espada y una pistola. Le grité por encima del estruendo de disparos que éramos prisioneros de los malgaches y que habíamos escapado, pero él se limitó a ponerse todavía más rojo.

—¿Qué es lo que dice? ¿No está usted con el desembarco? Salga de la playa, señor..., ¡salga ahora mismo! ¡No tiene nada que hacer aquí! ¡Esta es una operación naval! ¿Qué es eso, contramaestre? ¡Ya voy, malditos! ¡Adelante, adelante!

Salió corriendo, enarbolando sus armas, pero no me preocupé. Sabía que estaba demasiado cansado para llevar a Elspeth a los botes que estaban a un centenar de metros de distancia, pero estábamos fuera del alcance de los tiros de fusil del fuerte, así que me contenté con quedarme sentado y esperar hasta que alguien tuviera tiempo de atendernos. Estaban bastante ocupados por el momento. La tierra delante de la empalizada estaba sembrada de muertos y heridos que aullaban, y a través de las brechas que habían abierto se veía disparar a la artillería mientras los que escalaban trataban todavía de subir el muro de diez metros que había detrás. Tenían escalas, llenas de marineros franceses e ingleses, y sus aceros relampagueaban en la cima del muro, donde los defensores luchaban a espada y seguían disparando.

Por encima del estrépito de la fusilería hubo un grito de júbilo, la gran bandera malgache blanca y negra en el muro del fuerte cayó de su mástil roto, pero un malgache en las almenas la cogió. La lucha se encarnizó en torno a él, pero en aquel momento un grupo que volvía con unas parihuelas cargó a través de mi línea de visión, llevando hombres heridos de vuelta a los botes, así que no vi qué le ocurrió.

Nadie nos prestaba atención todavía a Elspeth y a mí. Estábamos algo apartados del tráfico principal que corría de un lado para otro por la playa, y aunque una partida de marineros franceses se detuvo para mirarnos curiosamente, pronto fueron azuzados por un oficial que no cesaba de aullar. Traté de levantar a Elspeth, pero ella estaba todavía inconsciente contra mi pecho, y me arrastré como pude y vi que el destacamento de desembarco estaba empezando a retroceder desde el fuerte. Algunos heridos vinieron cojeando primero, ayudados por sus compañeros, y luego las partidas principales todas mezcladas y juntas, británicos y franceses, con los oficiales inferiores jurando y aullando órdenes mientras los hombres trataban de encontrar sus divisiones. Se empujaban y luchaban con gran desorden, los marineros británicos maldiciendo a los franceses, y los franceses haciendo muecas y gesticulando.

Busqué ayuda, pero era como hablar en un manicomio... Entonces, por encima de todo el jaleo y parloteo, los cañones distantes de los barcos empezaron a disparar de nuevo, y los disparos silbaron por encima de nuestras cabezas para estrellarse en el fuerte, porque nuestra retaguardia estaba despejada ahora, retirándose en buen orden y cambiando fuego de fusilería con los muros que no habían conseguido escalar. Todo lo que parecía haber conseguido era capturar la bandera malgache. Entre los tiradores que se retiraban, con los disparos enemigos hostigándoles, una desordenada multitud de marineros franceses e ingleses se daba de bofetadas por la posesión de aquella maldita cosa, gritando: «Ah, voleur!», y «¡alto, malditos!», los franceses dando patadas y los ingleses golpeándoles con los puños, mientras dos o tres oficiales trataban de separarlos.

Finalmente el oficial inglés, un tipo alto y larguirucho con la pernera izquierda del pantalón desgarrada y un vendaje ensangrentado en torno a la rodilla, consiguió apoderarse de la bandera, pero el oficial francés, de poco más de un metro de altura, agarró una punta y vinieron peleándose en mi dirección, gritándose el uno al otro en sus respectivas lenguas, con sus tripulaciones detrás.

—¡No la tendrán! —gritó el francés—. ¡Devuélvamela, monsieur, en este mismo momento!

—¡Aparte, retaco seboso! —rugió John Bull—. ¡Quite inmediatamente su zarpa o lo sentirá!

—¡Condenado ladrón inglés! ¡La han cogido mis hombres, le digo! ¡Es un botín de Francia!

—¿La soltará de una vez, mono comedor de ranas? ¡Maldita sea, si usted y sus cobardes hubieran luchado con tanto entusiasmo como chilla ahora, habríamos tomado ya ese fuerte! Déjeme en paz, ¿me oye?

—Ah, con que se resiste, ¿eh? —gritó el francés, acercándose más al inglés—. ¡Ya basta! ¡Suelte esa bandera o le pego un tiro!

—¡Déjela, maldito gusano! —estaban casi encima de nosotros, el obstinado sajón sujetando la bandera por encima de su cabeza y el pequeño francés saltando para cogerla y dándole patadas en las espinillas—. Le voy a aplastar con el ancla, patán saltarín, si... ¡Buen Dios, es una mujer! —se quedó con la boca abierta al verme allí a sus pies, con Elspeth en mis brazos. Me miró, sin habla, olvidado del francés, que ahora estaba golpeándose el pecho con sus pequeños puños, con los ojos cerrados muy apretados.

—Si tiene un momento —dije yo—, le agradeceré que ayude a subir a mi mujer a sus botes. Somos británicos y hemos escapado del cautiverio en el interior.

Tuve que repetírselo hasta que lo captó, soltando una variedad de juramentos, mientras el francés, que había dejado de golpear con los puños, miraba con suspicacia.

—¿Qué dice este hombre? —exclamó—. ¿Está conspirando, el bribón? Ah, pero yo tendré la bandera... demonios, ¿qué es esto? ¿Una mujer a nuestros pies?

Se lo expliqué en francés, y él me miró con los ojos como platos y se quitó el sombrero.

—¿Una dama? ¿Una dama inglesa? ¡Increíble! ¡Y además una dama tan hermosa, y en una condición tan desvanecida! ¡Ah, pobrecilla! ¡Doctor Narcejac! ¡Doctor Narcejac! Venga rápidamente... Usted, señor, tranquilícese —él casi bailaba de agitación—. ¡Esperad, vosotros, y proteged a la señora!

Estaban todos agrupándose a nuestro alrededor, con la boca abierta, y mientras el matasanos francés se arrodillaba junto a Elspeth, cuyos párpados empezaban a aletear, una pareja de marineros me ayudó, y el oficial inglés quiso saber quién era yo, se lo dije y él preguntó: «¿No será el Flashman de Afganistán?», y repliqué, «el mismo en persona», y él dijo que vaya sorpresa, y que él era Kennedy, segundo de a bordo en la fragata Conway, muy orgulloso de conocerme. Mientras tanto, el pequeño oficial francés saltaba excitado y me decía que era el teniente Boudancourt, del Zelée, que se auxiliaría en todo a la señora y se le proporcionarían sales, que la marina francesa al completo estaba al servicio de ella, y que él, Boudancourt, personalmente supervisaría su tranquilo traslado sin perder ni un momento...

—¡Alto ahí, franchute! —rugió Kennedy—. ¿Qué está diciendo? ¡Jenkins, Russell! ¡La señora es inglesa y subirá en un barco inglés, por Dios! ¿Puede usted andar, señora?

Elspeth, ayudada por el doctor francés, estaba todavía tan débil, fuera por la fatiga o por aquella abundancia de atención masculina, que apenas pudo hacer un gesto desmayado, y Boudancourt gritó su indignación a Kennedy.

—¡No levante la voz, por favor! Ah, ¿lo ve? ¡Ha hecho que vuelva a decaer!

—¡Cierre su bocaza! —gritó Kennedy, y, a un marinero que estaba tirándole de la manga—: ¿Qué demonios pasa?

—Perdón, señor, con los saludos del señor Heseltine, los negros están saliendo, parece ser, señor.

Señalaba hacia la playa: cierto, había unas figuras negras con taparrabos blancos que emergían a través de la empalizada, enfrentándose valientemente a los disparos de los barcos y la fusilería de nuestra retaguardia. Algunos de ellos disparaban contra nosotros; sonaba el alarmante silbido de las balas por encima de nuestras cabezas.

—¡Por todos los demonios! —gritó Kennedy—. ¡Franceses, mujeres y negros! ¡Esto es el colmo! Señor Cliff, le agradeceré que saque a todos estos hombres de la playa! ¡Cúbranles, tiradores! ¡Russell, corra al barco... dígale al señor Partridge que cargue los cañones con metralla y los dispare si se ponen a tiro! ¡Fuera de la playa!

Boudancourt gritaba instrucciones similares a su propia gente; entre ellos, el médico y un marinero estaban llevando a Elspeth al bote más cercano.

—¡Bueno, vaya con ella, no sea idiota! —me gritó Kennedy—. Ya sabe cómo son esos malditos franchutes, ¿verdad?

Iba cojeando con su pierna herida, la bandera malgache arrastrando de su mano, el pequeño Boudancourt hablando con irritación a sus talones.

—¡Ah, pero un momento, monsieur! Se ha olvidado, creo, de que todavía lleva algo que es propiedad legítima de madame la République! ¡Haga el favor de entregarme esa bandera!

—¡Ni por asomo!

—Ah, villano, ¿me desafía aún? ¡No dejará esta costa con vida!

—¡Apártese, pequeñajo!

Podía oír su disputa por encima del estruendo mientras alcanzaba la borda del barco francés, los hombres forcejeando a su alrededor con el agua a la altura de la rodilla. Estaban subiendo a Elspeth a la cámara del bote a través de una gruñona y chillona multitud de franceses... Algunos estaban de pie en la proa, disparando hacia la playa, otros se preparaban para alejarse, había heridos que gritaban o que yacían silenciosos contra los bancos de los remeros, y un guardiamarina gritaba estridentes órdenes a los hombres en los remos. Hubo una explosión ensordecedora cuando el cúter británico cercano disparó su cañón de proa. Los malgaches salían en tropel del fuerte, dirigiéndose hacia la playa mientras disparaban al azar —se habían preparado para la carga en un momento— y Kennedy y Boudancourt, los últimos hombres de la playa, chapoteaban en los bajíos, tirando de la bandera y chillándose insultos uno al otro.

—¡Déjeme, maldita sea su estampa!

—¡Traidor inglés, no escapará!

Pienso en ellos a veces, cuando oigo a los políticos idiotas diciendo tonterías acerca de la entente cordiale. Kennedy sacudiendo el puño, Boudancourt ronco y agotado, con aquel sucio, inútil trozo de tela tirante entre ellos. Y estoy orgulloso de pensar que en aquel momento crítico, con toda aquella confusión en torno y el desastre inminente, mi habilidad diplomática se impuso para salvar la situación. Porque creo que ellos seguirían allí todavía si yo no hubiera sacado un cuchillo del cinturón de un marinero que tenía delante y cortado la bandera en dos, maldiciendo histéricamente. El cuchillo no hizo más que hacer un ligero corte, pero fue suficiente... toda la tela se rasgó en dos con un sonido chirriante, y Kennedy juró, Boudancourt chilló y subimos a bordo mientras los cañones de proa rugían por última vez y los botes rodaban por los guijarros y se sumergían en las olas.

Assassin! —gritó Boudancourt, blandiendo su mitad.

—¡Chulo! —respondió Kennedy, desde el barco vecino.

Así es como salimos de Madagascar. Costó más de un puñado de ingleses y franceses muertos, aquella operación alocada y mal llevada,[63] pero ya que salvó mi vida y la de Elspeth por pura casualidad, me perdonarán si no me quejo. Todo lo que podía pensar, mientras me acurrucaba junto a ella en la popa, con la cabeza dándome vueltas de fatiga y el cuerpo dolorido era: ¡Dios mío, estamos salvados! Reinas negras locas, Solomon, Brooke, hovas, cazadores de cabezas, gángsters chinos, dardos envenenados, pozos hirviendo, barcos con calaveras, veneno tanguin... todo había desaparecido, y navegábamos por el agua azul, mi chica y yo, hacia un barco que nos iba a llevar a casa...

—Perdón, monsieur —Boudancourt, junto a mí, fruncía el ceño ante el trozo de bandera empapada que tenía en las manos—. ¿Puede decirme qué significan estas palabras? —preguntó, señalando la inscripción negra que llevaba la bandera.

No podía leerlas, por supuesto, pero conocía lo suficiente de la heráldica malgache para saber qué eran.

—Dice «Ranavalona». Es la reina de esa maldita isla, y puede darle gracias a su destino por no haberse acercado nunca a ella. Podría contarle... —empecé yo, pero Elspeth se removió contra mí y pensé: «No, cuanto menos diga, mejor». La miré; ella estaba despierta, pero no me escuchaba. Sus ojos parecían estar modestamente abatidos, y yo no entendía por qué, hasta que noté que su vestido estaba tan destrozado que llevaba las piernas completamente al descubierto, y todas las libidinosas caras francesas de aquel barco babeaban mirando en su dirección. ¿Y ella no lo sabía? «Demonios —pensé—, así es como empezó todo este jodido asunto, porque esta zorra coqueta permitió que la miraran con ojos lascivos...»

—¿Le importa? —dije a Boudancourt, y cogiendo la bandera rota de su mano la deposité decentemente sobre las rodillas de ella, mirando con irritación a los decepcionados franceses. Ella me miró, con inocente sorpresa, y sonrió y se acurrucó junto a mi hombro.

—Vaya, Harry —suspiró—. ¡Me cuidas tan bien!

[Extracto final del diario de la señora Flashman, julio de 1845.]

...pero de verdad que es agotador verme separada de nuevo tan pronto de mi querido, querido H., especialmente después de la Cruel Separación que habíamos soportado, y en un momento en que suponíamos que podíamos disfrutar del reposo y alivio de la compañía mutua en Deliciosa paz al fin, y en la seguridad de la Vieja Inglaterra. Pero S. E. el Gobernador de Mauricio estaba muy decidido a que H. fuera a la India, porque parece que allí está creciendo el alboroto entre los Chics, y los regimientos que vuelven a casa tienen que ser enviados allí de nuevo, y todo Oficial de probada experiencia es necesario en caso de guerra.[64] Así que por supuesto mi querido, estando en la Lista Activa, tiene que ir a Bombay, no sin la más Vigorosa Protesta por su parte, tanto que él incluso amenazó con devolver sus Papeles y dejar el servicio por completo, pero eso ellos no lo permitirían en absoluto.

Así que me han dejado aquí lamentándome, como la mujer de Ulises cuando su marido se fue a la guerra, o era su hijo, no lo recuerdo bien, mientras el Esposo de mi Corazón vuelve a su Deber, y en realidad espero que él tenga cuidado con los Chics, que parece que son de lo más desagradable. Mi único Consuelo es el conocimiento de que mi queridísimo habría preferido con toda su alma acompañarme él mismo a casa, y fue su gran Preocupación y Afecto por mí lo que causó que se resistiera tan fieramente cuando le dijeron que tenía que ir a la India (y en realidad se puso bastante violento, y llamó a S. E. el Gobernador muchas cosas desagradables que soy incapaz de reproducir, porque eran demasiado duras). Pero yo no podría haberle apartado nunca a él del Camino del Honor, que ama tanto, y realmente no había razón para que lo hiciera, porque estoy extremadamente cómoda y bien cuidada a bordo del buen barco Zelée, cuyo comandante, el Capitán Feiseck, ha sido tan amable de ofrecerme un pasaje hasta Toulon, mejor que esperar un Indiaman. Es un joven muy Agradable y Atento, con los modales más refinados del mundo, lleno de consideraciones conmigo, igual que todos sus oficiales, especialmente los tenientes Homard y St. Just y Delincourt y Ambrée y el pequeño y querido Boudancourt, e incluso los Guardiamarinas...

[Fin del extracto. ¡Hipocresía, vanidad y afectación hasta el final! ¡Y una preocupación muy propia de una esposa, en verdad! G. de R.]

(Con esta nota de impaciencia de su original editora, el manuscrito del tercer paquete de las memorias de Flashman llega a su fin.)