9
Nadie que no haya estado de pie en el tablado de subastas puede entender realmente el horror de la esclavitud. Ser empujado en público, ante una multitud de maliciosos negros, esperando tu turno, que tus compañeros de fatigas sean vendidos uno a uno al mejor postor, y tú allí como un animal en un corral, sin dignidad, sin hombría e incluso sin humanidad. Ah, eso es espantoso. Pero aún es peor cuando nadie te compra.
No podía creerlo... ¡ni siquiera una puja! Imagínenselo: «Aquí está Flashy, caballero, joven y en plena forma, sin dueños anteriores, garantizado contraviento y marea, sin pulgas ni garrapatas, altamente recomendado por superiores y damas de calidad, bien parecido cuando está afeitado, habla como un libro, ¡y un fenómeno cabalgando! ¿Quién da cien? ¿Cincuenta? ¿Veinte? ¡Vamos, vamos, caballeros, el pelo de su cabeza vale ya más que eso! ¿He oído diez? ¿Cinco, entonces? ¿Tres? ¿Por una ganga como ésta que puede durar muchos años? ¿He oído uno? ¿Ni siquiera por un tipo que ganó a Felix, Pilch y Mynn en tres lanzamientos? ¡Oh, Ikey, vuélvelo a poner en el estante, y di a los tratantes que vengan y lo recojan!».
Yo estaba completamente humillado, especialmente al ver que la puja de mis compañeros negros iba tan rápida como la brisa de la mañana. La idea de ser comprado por uno de aquellos desagradables malgaches era asquerosa y, sin embargo, no podía sino sentirme decepcionado cuando me devolvieron al almacén solo, como caballo perdedor que nadie ha querido. Era de noche antes de que averiguara la razón..., porque la noche me trajo a Laborde, después de sobornar a guardias y oficiales, con sopa, un poco de agua, una navaja y las suficientes malas noticias para toda una vida.
—Es muy sencillo —dijo, apenas deslizó una moneda en la mano del centinela y nos quedamos encerrados solos. Hablaba francés, cosa que temía hacer en público por los espías—. No tenía tiempo de decírselo. Los otros esclavos han sido vendidos por deudas o delitos. Usted, como náufrago, es propiedad de la corona; su exhibición en la subasta era una simple formalidad, pero nadie se atrevía a pujar. Usted pertenece a la reina. Como yo cuando naufragué hace años.
—Pero... ¡pero usted no es un esclavo! ¿No puede irse?
—Nadie se va —dijo él, y comprendí muchas cosas de las que me habían contado antes: la monstruosa tiranía de la reina Ranavalona, su odio a los extranjeros causa de que Madagascar estuviera apartada del mundo, la diabólica práctica de la «pérdida» que es su palabra para esclavizar a todos los extranjeros.
—Durante cinco años serví a esa terrible mujer —concluyó Laborde—. Yo soy ingeniero. Habrá visto mis pararrayos en las casas. También soy diestro en la fabricación de armas, y fundo cañones para ella. Mi recompensa fue la libertad —rió brevemente—, pero no libertad para irme. Nunca podré escapar. Ni usted tampoco, a menos que... —él se calló, y se apresuró—. Pero tome algo, amigo mío. Lávese y aféitese al menos, mientras me cuenta sus desgracias. Tenemos poco tiempo —miró hacia la puerta—. Estamos a salvo de los guardias por el momento, pero la seguridad dura poco en Madagascar.
Así que le conté toda mi historia, mientras me lavaba y afeitaba a la vacilante luz de su linterna, y me limpiaba la suciedad de los harapos con los que estaba vestido. Mientras hablaba le miré detenidamente. Era más joven de lo que yo había pensado, de unos cincuenta años, y casi tan alto como yo, un tipo atractivo, de aspecto agradable, rápido y activo, pero también nervioso como un gato; siempre estaba acechando los ruidos del exterior, y cuando hablaba lo hacía en susurros entrecortados.
—Preguntaré acerca de su mujer —dijo cuando terminé de hablar—. Es casi seguro que la han traído a la costa. No pierden la oportunidad de esclavizar a cualquier extranjero. Conozco a ese hombre, Solomon... comercia con cañones y bienes europeos, a cambio de especias malgaches, bálsamo y goma. Le toleran, pero se verá impotente para proteger a su esposa. Averiguaré dónde está ella, y... ya veremos. Puede llevar mucho tiempo, ¿sabe?; es peligroso. Es tan suspicaz esta gente... Corro un gran riesgo viniendo a verle a usted, incluso.
—¿Entonces por qué lo hace? —dije yo, porque me siento inclinado a no fiarme de los regalos ofrecidos con peligro para el que los da; para él yo no significaba nada, después de todo. Murmuró cuatro vulgaridades sobre la amistad a un compañero europeo y la camaradería de los militares, pero no me engañó. La amabilidad podía ser uno de sus motivos, pero había otros sin duda, que él no me contaba, o yo me equivocaba mucho. Sin embargo, podía esperar.
—¿Qué harán ahora conmigo? —pregunté, y él me miró de hito en hito, y luego miró hacia un lado, incómodo.
—Si a la reina le gusta usted, puede que le dé una posición de favor como hizo conmigo —dudó—. Por esa razón le he ayudado a ponerse presentable, porque usted es muy alto y... atractivo. Como es usted soldado, y la gran pasión de ella es el ejército, es posible que lo emplee en su instrucción, ejercicios, maniobras, ese tipo de cosas. Ya ha visto a sus soldados, así que es consciente de que han sido entrenados con métodos europeos. Hubo aquí un director de banda británico, hace muchos años, bajo los antiguos convenios, pero ahora tales gangas caídas del cielo son raras. Sí. —Me dirigió aquella extraña y cautelosa mirada de nuevo y dijo—: su futuro puede estar asegurado, pero le ruego, si valora su vida, que tenga cuidado. Ella está loca, ¿sabe? Si le ofende lo más mínimo, de la manera que sea, incluso si ella lo sospecha o llega a saber que yo, un extranjero, he hablado con usted, esa podría ser suficiente... Por eso le he golpeado públicamente hoy...
Parecía completamente aterrorizado, aunque me di cuenta de que no era un hombre que se asustara con facilidad.
—Si usted le disgusta tendrá corvée perpetua, trabajos forzados. Quizás hasta vaya a parar a los pozos, que ya vio ayer —sacudió la cabeza—. ¡Oh, amigo mío, usted ni siquiera ha empezado a entender! Eso ocurre aquí cada día. La Roma de Nerón, comparada con esto, no era nada.
—¡Pero en el nombre del cielo! ¿No se puede hacer nada? ¿Por qué no la destronan? ¿Ha tratado usted de escapar, al menos?
—Ya lo irá viendo —dijo él—. Y por favor, no pregunte esas cosas... Ni siquiera las piense. Todavía no —parecía estar a punto de decir algo más, pero decidió no hacerlo—. Hablaré de usted al príncipe Rakota. Es su hijo, y tan ángel como demonio es su madre. Le ayudará si puede. Es joven y muy amable. Si él pudiera... ¡pero bueno! Y ahora, ¿qué más puedo decirle? La reina habla un poco de francés, algunos de sus cortesanos y consejeros también, así que cuando se encuentre conmigo después, que lo hará, recuérdelo. Si tiene algo secreto que decirme, hable en inglés, pero no demasiado o sospecharán de usted. ¿Qué más? Cuando se acerque a la reina, adelante y retire el pie derecho primero; diríjase a ella en francés como «Dios», «ma Dieu», ¿entiende? O como «gran gloria» o «gran lago que suministra toda el agua». Debe hacerle un regalo, mejor, dos regalos... Siempre deben presentarse de dos en dos. Tenga, le he traído esto —y me entregó dos monedas de plata—. Son dólares mexicanos. Si en su presencia ve un diente de jabalí grabado con un trozo de cinta roja atado (puede estar en una mesa o en cualquier parte) caiga postrado ante él.
Yo le miraba boquiabierto, y golpeó en el suelo con los pies, como hacen los franceses, con impaciencia:
—Tiene que hacer esto... ¡a ella le gustan! Ese colmillo es Rafantanka, su fetiche personal, tan sagrado como ella misma. Pero por encima de todo, sea lo que sea lo que le ordene, hágalo inmediatamente, sin dudarlo un solo instante. No demuestre sorpresa ante nada. Si menciona el número seis o el ocho, está acabado. Nunca, en su vida, diga que una cosa es «tan grande como el palacio». ¿Qué más? —se dio una palmada en la frente—. ¡Ah, tantas cosas! ¡Pero créame, en este manicomio, son importantes! Significan la diferencia entre la vida y una horrible muerte.
—¡Dios mío! —dije yo, sentándome desfalleciendo, y él me dio unos golpecitos en el hombro.
—Vamos, amigo mío. Le digo todas estas cosas para prepararle, para que usted tenga una oportunidad de sobrevivir. Ahora tengo que irme. Trate de recordar lo que le he dicho. Mientras tanto, averiguaré lo que pueda de su mujer... ¡pero por el amor de Dios, no mencione su existencia a ningún otro ser viviente! Eso sería fatal para ambos. Y no pierda la esperanza. —Me miró y durante un segundo la aprensión desapareció de su cara; era un tipo duro, firme cuando quería—.[50] Le he asustado... bueno, es que hay muchas cosas que temer aquí, y quería que estuviera en guardia en lo posible —me dio una palmada en el brazo—. Bien. Dieu vous garde.
Se dirigió a la puerta, llamando bajito al guardia, pero incluso mientras éste abría volvió otra vez, sigilosamente, susurrando.
—Otra cosa, cuando se acerque a la reina, recuerde lamerle los pies, como debe hacer un esclavo. Esto dirá mucho en su favor. Pero no lo haga si están empolvados de rosa. Es veneno —hizo una pausa—. O pensándolo mejor, si están bastante empolvados, chúpelos bien. Ciertamente, será el camino más rápido hacia la muerte. A bientôt!
¿Se extrañarían de que estuviera como loco? Aquello no podía ser cierto. ¿Dónde estaba, lo que había oído, lo que me esperaba? Pero lo era, y lo sabía, y por eso caí de rodillas, balbuciendo, y recé como un metodista borracho, por si hubiera un Dios después de todo, porque si Él no podía ayudarme, nadie más podía. Me sentí mucho peor por aquello; probablemente Arnold tenía razón y las plegarias insinceras son como blasfemias. Así que en lugar de rezar lancé un par de buenas maldiciones, pero aquello tampoco sirvió de nada. Fuera cual fuese el camino que intentara seguir para tranquilizar mi mente, todavía no estaba preparado para encontrarme con la realeza.
Pero al menos no me mantuvieron en suspense. Al romper el día me sacaron, una fila de soldados al mando de un oficial al cual traté de sugerir que si yo iba a ser presentado, por así decirlo, sería mejor que me cambiase de ropa. Mi camisa estaba reducida a un jirón, y mis pantalones no eran más que un taparrabos astroso con una sola pernera. Pero él se limitó a sonreír despectivamente ante mi lenguaje de signos, me golpeó fuerte con el bastón y me hizo subir la colina a través de las calles hasta el gran palacio de Antan, que vi por vez primera.
No hubiera imaginado nunca que nada pudiera distraer mi atención en un momento como aquél, pero el palacio lo consiguió. ¿Cómo puedo describir el efecto que me produjo, si no es diciendo que es el edificio de madera más grande del mundo? Desde su elevado tejado de vertientes pronunciadas hasta el suelo hay cuarenta metros, y en medio una gran extensión de arcos, balcones y galerías, todo como un palazzo veneciano hecho de la madera más intrincadamente grabada y coloreada, con sus macizos pilares formados cada uno por un solo tronco de más de treinta metros de largo. El mayor de todos, me dijeron, tuvieron que levantarlo cinco mil hombres, y lo trajeron desde una distancia de ochenta kilómetros. En conjunto, quince mil personas murieron al construir aquel lugar, pero supongo que eso es una minucia para un contratista malgache que trabaja para la realeza.
Pero más sorprendente todavía es el palacio más pequeño que hay junto al grande. Está enteramente cubierto de diminutas campanas de plata, de modo que cuando el sol lo toca, ni siquiera se puede mirar hacia él, por el cegador destello que produce. Cuando cambia la brisa, lo hace también el volumen de ese perpetuo tintineo de millones de lenguas de plata; es indescriptiblemente bello de ver y oír, como un cuento de hadas, y sin embargo albergaba a la Gorgona más cruel de la tierra, porque allí es donde tenía Ranavalona sus apartamentos privados.
Tuve poco tiempo para maravillarme, antes de que nos introdujéramos en el gran vestíbulo del propio palacio principal, con su techo muy abovedado como la nave de una catedral. Estaba atestado de cortesanos adornados con una variedad tan fantástica de ropas que parecía como un baile de disfraces cuyos invitados fuesen todos negros. Había crinolinas y saris, sarongs y trajes de ceremonia, muselinas y tafetanes de todos los estilos y colores. Recuerdo a una mujer larguirucha con un vestido de seda blanco y una peluca empolvada en la cabeza a lo María Antonieta, hablando con otra que parecía estar enteramente cubierta de cuentas de cristal. El contraste y la confusión eran asombrosos: mantillas y taparrabos, pies desnudos y zapatos de tacón, largos guantes y tocados de plumas bárbaros. Podría haber sido exótico, pero se daba el desafortunado hecho de que las mujeres malgaches son feas como demonios en su mayoría, con tendencia a resultar rechonchas y aplastadas, como campesinas rusas negras, para que se hagan una idea. Bueno, vi algún culo gracioso tapado por un sari aquí y allá, Y unos cuantos pares de tetas rollizas sobresaliendo de bajos corpiños, y pensé para mí: «Aquí hay poca cosa que merezca prestarle un poco de atención». Atención de la que ellas probablemente se habrían alegrado, porque nunca había visto una colección de tipos más desgarbada y enana que sus hombres. Es curioso que la nobleza masculina la formen unos ejemplares mucho peores que los hombres comunes; la mezcla de sangres, sospecho. Iban tan fantásticamente vestidos como las mujeres, con el habitual batiburrillo de uniformes, pantalones por la rodilla, zapatos con hebilla e incluso algún sombrero de copa añadido.
Había una orquesta de negros tocando abominablemente en algún lugar, y toda la multitud charlaba como cotorras, como hacen siempre los malgaches, haciendo inclinaciones de cabeza, reverencias, lanzando miradas maliciosas y coqueteando como la caricatura más grotesca de la sociedad educada. No podía evitar pensar en los monos que había visto en el circo en mi niñez, vestidos con ropas humanas. Un hombre blanco en harapos no llamaba la atención allí en medio, y nadie me dirigió más que una mirada mientras yo subía por una escalera, a lo largo de un corto pasadizo y en una pequeña antesala. Allí, para mi asombro, me dejaron solo, cerraron la puerta y eso fue todo.
«Tranquilo, Flashy», pensé yo. ¿Qué era aquello? Examiné la habitación, bastante inocente, repleta de muebles indígenas artísticamente grabados, grandes jarrones con cañas, adornos finos de marfil y ébano, y en las paredes algunas pinturas representando negros de uniforme que yo jamás habría colgado en mi casa. Me quedé escuchando y a través de una amplia ventana interior cubierta con una cortina de muselina oí el murmullo y la música del gran vestíbulo; poniéndome de pie sobre una mesa podía ver por encima del alféizar y a través de la muselina la asamblea de abajo. Mi ventana estaba en un rincón, y desde allí una amplia galería se abría al final del vestíbulo, muy por encima de la multitud. Había una docena de guardias hovas con sarong y casco alineados a lo largo de la barandilla de la galería.
En algún lugar interior en el palacio sonó una campana, e inmediatamente la charla y la música cesaron, toda la multitud de abajo se volvió a mirar hacia la galería. Sonó el quejido de lo que parecía como una trompeta, y una figura apareció en la galería directamente por debajo de mí, un negro fornido con un tocado de metal dorado y una piel de leopardo en los riñones, con unos brazos macizos y musculosos extendidos ante él, llevando una esbelta lanza de plata de ceremonias.[51] La crema de la sociedad malgache que estaba allí reunida le dio un buen aplauso, y mientras él se hacía a un lado, cuatro muchachas con saris floreados aparecieron llevando una especie de tienda de tres paredes de seda coloreada, pero sin techo.
Entonces, con el acompañamiento de címbalos y una baja y sonora cantilena que hizo que se me erizaran los pelos del cuerpo, llegaron un par de viejos con ropas negras ribeteadas de plata, balanceando unos pequeños paquetes al final de unas cuerdas, pero sin darse mucha importancia. Se quedaron a un lado, y con un súbito grito estruendoso de la multitud de «¡Manjaka! ¡Manjaka!» salieron cuatro chicas más, llevando un palio de color púrpura con cuatro esbeltas pértigas de marfil. Debajo caminaba una figura majestuosa envuelta en un manto de seda escarlata, pero no podía verle la cara en absoluto, porque estaba escondida bajo un alto sombrero dorado de paja, atado bajo la barbilla con un pañuelo. «Así que ésta es la jefa», pensé yo, y a pesar del calor, me encontré tiritando.
Caminaba lentamente desde el fondo de la galería y la multitud de aduladores estalló, aplaudiendo y chillando y extendiendo las manos. Ella se detuvo, las chicas que llevaban la tienda de seda la colocaron a su alrededor, protegiéndola de los ojos curiosos menos de los dos que estaban mirándola asombrados e insospechados desde arriba. Esperé, sin aliento, y dos chicas más se le acercaron y le quitaron el manto de los hombros. Y allí estaba, completamente desnuda cubierta únicamente por aquel ridículo sombrero.
Incluso desde arriba ya través de una pantalla de muselina no había duda de que era una hembra, y no necesitaba corsés para salir airosa del examen. Se quedó quieta, como una estatua de ébano, mientras las dos sirvientas la lavaban con unas palanganas de agua. Algún vulgar patán gruñó lascivamente, y al darme cuenta de que era yo, me eché hacia atrás con súbita ansiedad temiendo haber sido oído. La rociaron cuidadosamente, mientras la miraba con envidia, y luego sujetaron el manto de nuevo en torno a sus hombros. La pantalla desapareció y ella tomó lo que parecía un cuerno incrustado de ébano de uno de sus ayudantes y dio unos pasos hacia adelante para salpicar a la multitud. Ellos gritaron entusiasmados, y luego se retiró entre aplausos, y me aparté de mi ventana pensando, por Dios, nunca hemos visto a nuestra pequeña Vicky desde la galería de Buck House haciendo esto..., pero vaya, ella no está tan bien equipada como ésta.
Lo que yo había visto, si quieren saberlo, era la parte pública de la ceremonia anual del Baño de la reina. Los procedimientos privados eran menos formales, aunque conviene que sepan que sólo puedo hablar con autoridad de 1844, o como se conoce sin duda en los círculos de la corte malgache, el año de Flashy.
El procedimiento es simple. Su majestad se retira a sus aposentos de recepciones en el Palacio de Plata, que es una cámara asombrosa que contiene un sofá dorado, ornamentos de oro y plata en profusión, un enorme y lujoso lecho, un piano con «Selecciones de Scarlatti» en el atril y a un lado una bañera empotrada en el suelo revestida de madreperla; también hay cuadros de las victorias de Napoleón en las paredes, entre cortinas de seda. Allí concluye la ceremonia recibiendo el homenaje de varios oficiales, que salen arrastrándose hacia atrás, y, con algunas de sus doncellas todavía esperando, vuelve su atención hacia el último tema de la agenda, el extranjero náufrago que le han llevado para su inspección, y allí estoy yo de pie con el estómago encogido entre dos macizos guardias hovas. Una de sus doncellas empuja al pobre idiota hacia adelante, los guardias se retiran y yo trato de no temblar, tomo aliento, la miro y deseo no haber venido nunca.
Ella llevaba todavía el sombrero alto, y el pañuelo enmarcaba sus facciones que no eran ni bellas ni feas. Podía tener cualquier edad, entre cuarenta y cincuenta años, la cara más bien redonda, con una nariz recta y pequeña, unas cejas finas y una boca de piñón, de gruesos labios; su piel era negra como el carbón y rolliza.[52]
Entonces me encontré con sus ojos, y me recorrió una súbita corriente helada de terror y me di cuenta de que todo lo que había oído era verdad, y los horrores que iba a presenciar no necesitaron más explicación. Sus ojos eran pequeños y brillantes como los de una serpiente, no parpadeaban y había en ellos una terrorífica profundidad de crueldad y malicia; sentí repulsión física al mirarlos y, gracias a Dios, tuve el sentido común de dar un paso hacia delante, con el pie derecho por delante, y mostrar los dos dólares mexicanos en mi palma abierta.
Ella ni siquiera los miró, al cabo de un momento una de sus chicas se adelantó y los tomó. Di un paso hacia atrás, el pie derecho primero, y esperé. Los ojos no apartaban nunca su mirada repelente, y eso me ayudó, porque no podía soportarlos más. Dejé caer la mirada, tratando febrilmente de recordar lo que me había dicho Laborde... Oh, demonios, ¿estaba esperando ella que le lamiera sus infernales pies? Miré hacia abajo; estaban escondidos bajo el manto escarlata; no podía ponerme a buscarlos por allí. Me quedé de pie, en silencio y con el corazón saliéndoseme por la boca, notando que la seda de su manto estaba húmeda. Por supuesto, no la habían secado, y ella no llevaba absolutamente nada debajo... Cielos, aquello se pegaba a sus miembros de una manera muy atractiva. Mi visión desde lo alto había sido velada, por supuesto, y yo no me había dado cuenta de lo extraordinariamente dotado que estaba aquel real personaje. Seguí la bruñida línea escarlata de su pierna y de su cadera redondeada, noté la suave curva de la cintura y el estómago, los pechos llenos, delineados en seda. ¡Dios mío, ella estaba húmeda! ¡Al diablo con ella!
Una de las doncellas lanzó una risita, instantáneamente sofocada, y para mi vergüenza me di cuenta de que mis pantalones indecentemente rotos y harapientos eran incapaces de ocultar mi instintiva admiración por los matronales encantos de su majestad... ¡Oh, Dios mío! Ustedes pensarán que el espantoso terror y mi situación peligrosa habrían hecho imposible una reacción lujuriosa, pero el amor lo puede todo, ¿saben?, y yo no podía hacer absolutamente nada. Cerré los ojos y traté de pensar en hielo picado y vinagre, pero aquello no resultó... No me atrevía a darle la espalda a la realeza... ¿Lo había notado ella? Por todos los demonios, no estaba ciega. Aquello era lèse-majesté del tipo más flagrante, a menos que se lo tomara como un cumplido, que es lo que era, se lo aseguro, y no una deliberada falta de respeto, ni mucho menos...
Le dirigí otra mirada, la cara colorada. Aquellos malditos ojos estaban todavía clavados en los míos; y lenta, inexorablemente, su mirada se dirigió hacia abajo. Su expresión no cambió lo más mínimo, pero ella se removió en su sofá, lo cual no hizo nada por apagar mi ardor, y sin apartar la mirada, murmuró una instrucción gutural a sus doncellas. Ellas salieron obedientemente, mientras yo esperaba temblando. De repente se puso de pie, se quitó el manto de seda y se quedó allí erguida, desnuda, deslumbrante; tragué saliva y me pregunté si sería correcto hacer algún ligero avance... cogerle una teta, por ejemplo... Tendría que cogerla con las dos manos... Mejor no; dejemos que la realeza tome la iniciativa.
Así que allí me quedé completamente quieto durante un minuto entero, mientras aquellos malditos, fríos ojos, me inspeccionaban; entonces ella se adelantó y acercó su cara a la mía; me husmeó cautelosamente como un animal y frotó suavemente su nariz aquí y allá por mis mejillas y mis labios. «El aperitivo —pensé yo—, un tirón y mis pantalones serán un trapo en el suelo.» Me agarré a sus nalgas y la besé de lleno en la boca... ella forcejeó y se soltó, escupiendo y tocándose la lengua, con los ojos relampagueantes, y me cruzó la cara con la mano. Yo estaba demasiado sorprendido para evitar el golpe; me dio en el oído, tuve una visión de aquellos pozos de agua hirviendo y la furia murió en sus ojos, para ser reemplazada por una mirada asombrada. (No tenía ni idea de que el beso era desconocido en Madagascar; ellos se frotan la nariz, como la gente de los mares del Sur.) Puso su cara junto a la mía de nuevo, tocando mis labios precavidamente con los suyos; su boca sabía a anís. Me lamió vacilante, así que yo froté mi nariz contra la suya un momento, y luego la besé en toda regla, y esta vez ella entró en el espíritu de la cosa como una buena chica.
Entonces me cogió de la mano y me condujo por la habitación hacia un baño, se desató el pañuelo y el sombrero y los tiró a un lado, revelando un largo cabello tieso atado muy tirante, y unos pesados pendientes de plata que colgaban hasta sus hombros. Se metió en la bañera, que era lo bastante profunda como para nadar, y me empujó a seguirla, lo cual hice, ardiendo por dentro. Pero ella nadó y jugó en el agua de una manera muy provocativa, persiguiéndome y frotándome con la nariz y besándonos, pero ni una sonrisa ni una palabra ni el menor suavizamiento de esos ojos de basilisco. De repente ella me atrapó entre sus largas piernas y allá fuimos, rodando y sumergiéndonos como condenados, un momento en la superficie y el siguiente a un metro por debajo. Ella debía de tener unos pulmones como fuelles, porque podía aguantar debajo un tiempo que para mí era una agonía, moviéndose como un delfín lujurioso, y luego saliendo a la superficie para coger aire y abajo de nuevo para realizar más extáticos movimientos en el fondo. Bueno, aquello era nuevo, y altamente estimulante; la única vez que he completado el acto carnal mientras hacía la voltereta con la nariz llena de agua fue en el baño de Ranavalona. Después me sujeté al borde, jadeando, mientras ella nadaba perezosamente de arriba abajo, volviendo aquellos feos, relampagueantes ojos hacia mí de vez en cuando, con aquella cara como de piedra.
Pero lo más sorprendente estaba aún por llegar. Cuando ella salió del baño y yo la seguí obediente, se dirigió hacia el lecho y se echó en él, contemplándome sombríamente mientras yo me quedaba allí de pie, dudando, preguntándome qué hacer. Quiero decir que normalmente uno suele darle a la chica un cachete en el trasero como felicitación, pide un refresco y mantiene una agradable charla, pero no podía imaginar qué estilo era el de ella. Se quedó allí quieta, desnuda, toda negra y brillante, mirándome mientras yo trataba de tiritar de una forma indiferente, y gruñó algo en malgache y señaló hacia el piano. Le expliqué, humildemente, que no sabía tocar; ella me miró un poco más y tres segundos más tarde yo estaba en el taburete del piano, con mi húmedo trasero posado incómodamente en el asiento, tocando Bebe, cachorro, bebe, con un dedo. La audiencia no empezó a tirarme cosas, así que me aventuré con la otra mitad de mi repertorio: Dios salve a la Reina, pero un gruñido me mandó rápidamente de vuelta a Bebe, cachorro, bebe una vez más. La toqué durante diez minutos, consciente de la implacable mirada en mi nuca, y, a modo de variación, empecé a cantar la letra. Oí crujir el lecho, y desistí; otro gruñido y yo estaba cantando vigorosamente de nuevo, y el Palacio de Plata de Antananarivo resonó con los ecos de:
Allí está el zorro
con su madriguera entre las rocas,
y seguimos su rastro
y aquí están los perros
con la nariz en el suelo
y nosotros gritamos, felices, ¡hurra!
Y el estribillo, con vigor es una cancioncilla muy animada, como probablemente saben; y yo la canté a pleno pulmón hasta quedarme ronco. Cuando pensaba que mi voz iba a romperse, ella vino silenciosamente a mi lado, mirando inexpresivamente mi cara y luego las teclas; «qué demonios, de perdidos al río», pensé yo. Así que mientras seguía golpeando las teclas con una mano la atraje al taburete con la otra, apretándola lujuriosamente y aullando: «Creció y se convirtió en un perro grande, vamos a pasarnos la botella», y después de un momento impasible mirando, ella empezó a acompañarme de la manera más desconcertante. Esta vez, sin embargo, fuimos al lecho para el asunto serio, y sufrí una buena conmoción, ya que cuando esperaba que ella asumiera la posición supina, de repente me cogió en vilo (mido un metro ochenta y peso más de ochenta kilos), me tiró en la cama y empezó a galopar encima de mí con brutal abandono, gruñendo y rezongando e incluso aporreándome como un gorila rijoso, pero comprendí que ella disfrutaba. No es que sonriera o que diera suspiros femeninos, pero al final acarició su nariz contra la mía y gruñó una palabra malgache en mi oído varias veces: «Zanahary... zanahary...»,[53] que después descubrí que era un cumplido.
Así fue mi primer encuentro con la reina Ranavalona de Madagascar, la mujer más horrible que he conocido en mi vida, sin paliativos. Desgraciadamente, no fue en absoluto el último, porque aunque nunca dejó de mirarme con aquella mirada fija de Gorgona, me tomó un cariño inextinguible. Posiblemente fue mi habilidad al piano,[54] porque normalmente ella cambiaba de amante como quien cambia de camisa, y yo estaba en un temor constante en las semanas que siguieron de que se cansara de mí, como lo había hecho con Laborde y con otros cientos más. Él simplemente había sido apartado, pero a menudo sus amantes desechados eran sujetos al espantoso tormento de la prueba tanguin, y enviados a los pozos, o desmembrados, o cosidos en pellejos de búfalo de los que sólo sobresalía la cabeza, y entonces los colgaban hasta pudrirse.
No, complacer a la reina no era un negocio fácil, y para empeorar las cosas, ella era una amante brutalmente absorbente. No quiero decir con esto que disfrutara infligiendo dolores a sus hombres, como la querida Lola con su cepillo del pelo, o la traviesa señora Mandeville de Mississippi, que llevaba botas de montar con espuelas en la cama, o la tía Sara, la loca fustigadora de las estepas... Vaya, he conocido a algunas palomitas en mis tiempos, ¿verdad? No, Ranavalona era simplemente un animal, tosco e insaciable, y quedabas dolorido después durante días. Sufrí una fisura en una costilla, un dedo roto, y Dios sabe cuántos tirones y dislocaciones en mis seis meses de semental titular, lo cual les da alguna idea.
Pero ya he contado bastante; sólo cabe decir que mi iniciación fue afortunada y fui acogido entre los miembros de su corte como un esclavo extranjero que podría ser útil no sólo como amante, sino también, en vista de mi experiencia de soldado, como oficial y consejero militar. No hubo ninguna duda en las mentes de los oficiales de la corte que me asignaron a mis deberes, ni la más remota sospecha de que yo pudiera dudar, o deseara que me enviaran a casa, o que me considerara otra cosa que afortunado de verme tan honrado por ellos. Yo había ido a Madagascar y allí estaría hasta que muriera, eso estaba claro. Era su filosofía nacional; Madagascar era el mundo, era perfecto, y no podía haber mayor traición que pensar de otra manera.
Tuve una vaga idea de aquello la misma tarde, cuando fui despedido de la real presencia, considerablemente agotado y tembloroso, y me condujeron a una entrevista con el secretario privado de la reina. Éste resultó ser un alegre y menudo negro regordete con un chaqué azul con botones de latón y pantalones de cuadros, que me sonrió cálidamente desde las profundidades de un enorme cuello blanco y me asombró gritando:
—¡Señor Flashman, qué gran placer verle! Yo ser el señor Fankanonikaka, secretario muy personal y especial de su majestad. La reina Ranavalona, la gran nube queda sombra al mundo, ¿estoy en lo cierto? No, ni la mitad, ya lo creo... —se frotó las pequeñas garras negras, riendo ante mi aspecto sorprendido, y siguió—: Cómo hablo yo inglés tan perfecto, eso asombrará a usted, yo ser educado en Londres, en Highgate School, Highgate, en el año de Cristo de 1565, siete años reinado de la Buena Reina Bess. Por favor, sentarse aquí exactamente, y atenderme a mí. Soy un buen compañero —y me indicó una silla.
Estaba aprendiendo a aceptar cualquier cosa de aquel extraordinario país, y... ¿por qué no? En mis tiempos he visto a un alumno de Oxford dirigir un barco de esclavos, a un profesor de griego conducir mulas en la diligencia de Sacramento, y a un galés con sombrero de copa dirigir un impi zulú... Ver a un negro educado en Londres actuando como secretario[55] de la reina de Madagascar no era demasiado extraño aliado de esas cosas. Pero oír hablar en inglés, aunque fuera con aquel lenguaje algo sorprendente, me cogió tan desprevenido que casi cometí la indiscreción de preguntar cómo demonios podía escapar de aquel manicomio, y eso podía haber sido fatal en un país donde una palabra equivocada a menudo significa la muerte por tortura. Afortunadamente, recordé la advertencia de Laborde a tiempo, y pregunté cautelosamente cómo conocía mi nombre.
—¡Ja, ja! Nosotros lo sabemos todo, no trampas o engaños, por favor —gritó él, con su redonda cara brillando como el betún—. Usted venido desde el barco de Suleiman Usman, nosotros hablando con él quizás, averiguando mucho —inclinó la cabeza, examinándome con sus diminutos ojos—. Usted decirme ahora de la vida personal de usted, de dónde es, qué oficio; por así decir, mi viejo camarada.
Así lo hice. Que era inglés, oficial del ejército, y cómo había caído en las manos de Usman. De nuevo, recordando a Laborde, no mencioné a Elspeth, aunque estaba consumido por la ansiedad sobre la que hubiera podido pasar. Él asintió cortésmente y luego dijo:
—¿Venido a Madagascar, conoce alguien aquí, cierto?
Le aseguré que estaba equivocado, levantó un dedo y me dijo: «Monsieur Laborde».
—¿Quién es? —dije yo, haciéndome el inocente, y él sonrió y exclamó:
—Monsieur Laborde hablarle en el mercado de esclavos, golpeado un golpe en la cara, pero luego usted venido tranquilo, con dólares para dar a la reina, afeitado, curioso, ¿no? —lanzó una risita y movió una mano—. Pero no importa, ya que ser buen compañero, Laborde viejo amigo y europeo, buen camarada. Oh, sí, mucho estrechar de manos y hola, viejo amigo. Yo entiendo, buen compañero también, como Highgate, y no importa, porque a la reina, que viva mil años, usted le gusta. ¡Qué felices serán! ¡Mucho dale que te pego y felices polvos! —gritó aquel cantamañanas, haciendo gestos obscenos—. Mucho placer, hurra. Quizás usted esclavo cinco años, seis, gusta a la reina —sus ojos giraron ardientemente—, quizás dar niño pequeño con polvos, ¿eh? De todos modos, cinco años y usted no estar perdido, no más, libre, casado con elegante dama, y será una gran persona como yo, o como otros. Todos gustando a la reina —él sonrió felizmente; tenía mi futuro en sus manos, al parecer—. Pero ahora usted esclavo, ¡perdido! —añadió gravemente—. Debe trabajar duro, no sólo meter y sacar. Los soldados deben trabajar, lo necesitan mucho, mantener mejor ejército del mundo, limpio y pulido, maldita sea, sin errores. A usted le gusta, en Madagascar, ser un buen coronel, quizá sargento mayor, gritar a los soldados, izquierda-derecha-izquierda-derecha, cogerlos, a la mierda todos esos Guardias Montadas, a toda marcha, buen estilo. Yo en Highgate, mucho tiempo, ver los cañones de Hyde Park, cuando era un niño, en el colegio —la sonrisa desapareció de su rostro, y pareció abatido—. El pequeño negrito veía soldados, grandes cañones, caballos, tarará, tarará y a galopar —suspiró y se frotó los ojos—. En Londres. ¿Todavía llover tanto? Mucha pastelería, fútbol, buenos tiempos —suspiró—. Yo hablaré con reina usted ser un gran soldado, conoce los últimos trucos, mantener el ejército muy bonito como Hector y Lysander, a todo trapo, ¿eh? Sí, hablar con reina.
Se podría decir que así fue como me uní al ejército malgache, y si el señor Fankanonikaka era un maldito agente de reclutamiento, era también inusualmente eficiente. Antes de que cayera la noche yo estaba acuartelado, con el simple rango de sargento general, que sospecho era una invención del propio Fankanonikaka, y no del todo inadecuado, tal como resultó luego. Me dieron dos habitaciones en la parte trasera del palacio principal, con un ordenanza que hablaba un poco de francés (y me espiaba día y noche) Y allí me senté y lloré, con la cabeza dándome vueltas, tratando de pensar qué hacer a continuación.
Pero ¿qué podía hacer yo en aquel nido de intrigas y terror, donde mi vida dependía del capricho de una déspota diabólica que estaba indudablemente loca, y era caprichosa, peligrosa y diabólicamente cruel? (Se parecía a mi primera niñera de alguna manera, excepto en que su idea del baño para el pequeño Harry era un poco diferente.) Sólo podía esperar, desesperadamente, a Laborde, y rezar para que tuviera alguna noticia de Elspeth, y me trajera alguna esperanza de huida de aquel espantoso aprieto. Yo estaba buscando la salida para aquellas desdichadas perspectivas, cuando quién aparece allí sino él en persona. Me sentí asombrado, contento y aterrorizado todo en el espacio de dos latidos de corazón; él estaba sonriente, pero pálido, y respiraba pesadamente, como un hombre que acaba de tener un sobresalto horrible y ha sobrevivido a él, lo cual era cierto.
—Acabo de ver a la reina —dijo. Y hablaba en francés, muy alto—. Mi querido amigo, debo felicitarle. Le ha gustado usted mucho, como yo esperaba. Cuando me llamó, lo confieso —rió con elaborada indiferencia— pensé que había algún malentendido acerca de mi visita a usted la última noche... que le habían informado y ella había sacado falsas conclusiones...
—Frankinosécuántos lo sabía todo —dije yo—. Me lo contó. Por el amor de Dios, ¿hay alguna noticia?
Él me cortó con una mueca y un movimiento de cabeza que señalaba hacia la puerta.
—Creo que he sido llamado a audiencia a sugerencia del secretario de su majestad —dijo él—. Estaba muy impresionado por sus cualidades, y deseaba que yo, como leal sirviente de la reina, añadiera mis recomendaciones a las suyas propias. Le dije lo que pude, que usted era un distinguido oficial del ejército británico, que no se puede comparar, por supuesto, con el glorioso ejército de Madagascar, y que estaba lleno de celo por servirla con su capacidad militar —me hizo un guiño ostentoso, moviendo la cabeza, y capté el asunto.
—¡Por supuesto! —exclamé, elevando la voz—. Es mi más querida ambición. Lo ha sido durante años. No sé cuántas veces el duque de Wellington me dijo: «Flash, viejo amigo, no serás un buen soldado hasta que no hayas pasado un tiempo con los malgaches. Si Boney hubiera tenido un batallón de ellos en Waterloo, Dios mío, lo hubiéramos pasado mal». Y estoy fuera de mí de alegría con el pensamiento de servir a una reina de tal gracia, magnanimidad y belleza sin par —si algún espía estaba tomando notas para el beneficio de aquella horrible perra negra, yo bien podía lisonjearla hasta la exageración—. De buena gana pondría mi vida a sus pies —había una oportunidad bastante buena de que aquello ocurriera, también, si teníamos muchos galopes como el de aquella tarde.
Laborde pareció satisfecho, y se lanzó a arrebatos acerca de mi buena suerte, y lo afortunado que era por tener una gobernante tan benévola. No podía decir suficientes cosas buenas de ella, y por supuesto me uní a él, ardiendo de impaciencia por oír las noticias que pudiera tener de Elspeth. Él sabía lo que estaba haciendo, sin embargo, porque mientras hablaba jugaba nerviosamente con una calabaza que había en la mesa, y cuando apartó su mano, había un papel debajo del recipiente. Esperé cinco minutos después de que él se fuera por si había ojos acechando, lo cogí y lo leí subrepticiamente mientras me echaba en la cama.
«Ella está sana y salva en casa del príncipe Rakota, el hijo de la reina», leí. «La ha comprado. No tema nada. Sólo tiene dieciséis años y es virtuoso. La verá cuando haya seguridad. Mientras tanto, no diga nada, si valora la vida de ella y la suya propia. Destruya este mensaje inmediatamente.»
Así que me comí aquella maldita cosa, especulando febrilmente con el pensamiento de que Elspeth se encontraba indefensa en manos de un príncipe negro que probablemente había estado cubriendo a todas las mujeres que tenía a su alcance desde que tenía ocho años. Virtuoso, ¿eh? ¿Como su querida mamá? Si era tan jodidamente ejemplar, ¿para qué la había comprado, para que le planchara la ropa? Laborde tenía que estar loco... Bueno, cuando yo tenía dieciséis años, sé lo que hubiera hecho si hubiera visto a Elspeth en el escaparate de una tienda con una etiqueta de precio pegada. Era demasiado horrible para pensar en ello, así que me fui a dormir en lugar de hacerlo. Después de todo, fuera lo que fuese lo que estaba ocurriéndole a Elspeth, yo había tenido un día agotador.
[Extracto del diario de la señora Flashman, octubre de 1844.]
Madagascar es una isla muy Singular e Interesante, y me considero muy afortunada por haber sido tan amablemente recibida aquí... lo cual se debe enteramente a la Sagacidad y Energía del querido H., que de alguna manera planeó de lo más inteligentemente la huida a la costa del barco de Don S. e hizo los arreglos para nuestra Excursión y recepción. ¡Oh, qué liberación tan feliz! No sé cómo lo ha conseguido, porque no he visto a mi Bravo Héroe desde que desembarcamos, pero mi Amor y mi Admiración por él no conocen límites, tal como lo dejaré bien claro cuando de nuevo tenga la Dicha de verme envuelta entre sus brazos.
Ahora estoy residiendo en el Palacio del Príncipe Rakota, en la capital (cuyo nombre extranjero no puedo intentar reproducir, pero suena como si repicara una campanita), habiendo sido traída aquí ayer después de un viaje con muchos Sobresaltos y Aventuras. Me llevaron a la costa desde el barco de Don S. unos Caballeros negros, así debo llamarlos, porque son personas importantes, y realmente todo el mundo es negro aquí. Don S. protestó de la manera más violenta y se puso bastante alterado, así que los soldados negros tuvieron que sujetarle... pero yo no me conmoví demasiado, porque sus inconveniencias últimamente habían sido muy marcadas, y su conducta muy brusca, y estaba ya Realmente Harta de él. Se ha comportado de forma odiosa, porque a pesar de sus protestas de Devoción hacia mí, me ha puesto en una situación muy incómoda, egoístamente... y también a mi querido H., que incluso recibió un horrible Rasguño en su persona.
No diré más de Don S. excepto que siento mucho que un caballero tan Refinado y Agradable haya demostrado ser tan inadecuado de conducta, y que ha sido una gran Decepción para mí. Pero mientras me alegro de haberme librado de él, estaba un poco Incómoda con nuestros anfitriones Negros, el jefe de los cuales no me gusta en absoluto, es tan Zafio y Espontáneo, y me miraba de una forma tan horrible, familiar, e incluso se olvidó de sí mismo de tal modo que me tocó el cabello, gruñendo a sus amigos en su Lengua (aunque habla un Francés tolerable, por lo que oí), así que me dirigí a él en esa Lengua y le dije: «Su conducta con una Dama no es conveniente, señor, especialmente en uno que lleva el tartán del 42, y además estoy segura de que no tiene derecho a ello, porque mi tío Dougal estaba en el 93 Y nunca oí hablar de que una persona de su color estuviera destinada en la Brigada Highland, ni en Glasgow ni en ningún otro sitio. Pero si estoy equivocada, me disculparé. Tengo mucho hambre, ¿y dónde está mi Marido?».
Todo esto fue recibido con un descortés silencio, ellos me colocaron en un coche o palanquín y me llevaron Tierra Adentro, aunque me opuse enérgicamente y hablé de forma bastante dura, pero sin resultado. Estaba con tal preocupación por no tener ni una sola noticia de mi querido H. y por no saber adónde me llevaban, y la gente que pasábamos no paraba de Mirarme, lo cual era desagradable, aunque ellos parecían estar asombrados, y yo decidí que era eso, que nunca habían visto a una Dama de Cabello Rubio y de mi Aspecto antes, ya que eran Primitivos. Pero yo llevé aquella Insolencia con Dignidad y Reserva, y golpeé a uno de ellos con la correa del coche, después de lo cual mantuvieron una distancia más respetuosa. Para ayudar a ahuyentar mis miedos, me dediqué a la Tranquila Contemplación de las maravillas que vi por el camino, siendo el Escenario más allá de toda descripción, las flores de Brillantes Colores, y la vida Animal de una variedad y un interés sin límites, especialmente una pequeña bestia encantadora llamada el Eye-eye, que es medio mono, medio rata, con los ojos más divertidos y pensativos... y supongo que por eso le llaman Eye-eye, y no lo matan. Sus monerías son divertidas.
Sin embargo, escribiré más tarde sobre las Atracciones de este singular país, cuando la Musa Descriptiva venga a visitarme. Igualmente sucederá con la gran ciudad de Madagaskar, y mi Presentación a Su Alteza el Príncipe Rakota por un residente Francés, M. La Board, que está en términos de Intimidad con el Príncipe. Por él supe que el querido H. había estado ocupado en Asuntos Militares de Importancia para un Personaje que era nada menos que Su Majestad la Reina de Madagaskar... y yo imagino que mi amado, inteligentemente, les ofreció sus Servicios a cambio de ser recibidos aquí. Ellos, naturalmente, estarán Ansiosos de contar entre ellos a tan distinguido oficial, lo que sin duda explica la Precipitación con la cual se alejó desde la Costa, sin ni siquiera verme... lo cual me causó un poco de malestar, aunque estoy segura de que él sabe lo que hace. No lo entiendo bien, pero M. La Board me explicó la naturaleza delicada del trabajo, y desde entonces él y el Príncipe insisten en que nada debe perjudicarlo, yo me resigno con Buen Humor y compostura a esperar y ver, como debe hacer una buena esposa, y sólo espero que mi Héroe pronto esté libre de sus deberes para venir a visitarme.
Estoy muy cómoda en el delicioso Palacio del Príncipe, y recibo todo tipo de Consideraciones y Amabilidades. El Príncipe es sólo un chiquillo, pero habla un buen Francés con vacilaciones encantadoras, y es todo amabilidad. Es muy negro, alto y guapo, sonríe fácilmente y me gusta pensar que está más que un poco ilusionado conmigo, pero es tan joven e infantil que una expresión de Admiración que pudiera ser tomada como un poco atrevida en una persona más madura, puede ser excusada en él como una galantería natural de la juventud. Es un poco tímido, y tiene una expresión ansiosa. Me gustaría tener un guardarropa adecuado, porque tengo algunas esperanzas de que, cuando vuelva mi querido H., me lleve a visitar a la Reina, que parece por todo lo que he oído ser una Persona Notable y tenida en gran Estima. Sin embargo, si me veo tan Honrada, tendré que conformarme con lo que tengo, y confiar en mi buena cuna y apariencia para representar adecuadamente a mi País entre esta gente, porque tal como nuestro Amado Bardo ha dicho, el rango no es sino el troquel de una guinea,[56] y estoy segura de que una Dama Inglesa puede moverse sin sentirse Avergonzada en cualquier tipo de Sociedad, especialmente si tiene Gracia suficiente y el Aspecto adecuado para ello.
[Fin del extracto... ¡conque «buena cuna»! ¿Y de dónde la sacó usted, señorita? ¡De Paisley, como todas las demás!— G. de R.]