7
Volví a Patusan hace pocos años y aquello está increíblemente cambiado. Ahora, más allá del recodo del río, hay un soñoliento y cálido pueblecito de cabañas y chozas de bambú, rodeado por los enormes árboles de la selva, sesteando a la luz del sol; pollos que escarban en el suelo, mujeres cocinando, y como única actividad algún niño que se cae y llora. Por más vueltas que di a su alrededor y aunque lo miré desde todos los ángulos imaginables, no podía hacer corresponder aquello en mi imaginación con las puntiagudas empalizadas a lo largo de las orillas, los cinco poderosos fuertes de madera bordeando el gran claro. La selva debe de haber avanzado desde entonces, e incluso el río ha cambiado: es ancho y plácido ahora, cuando yo recuerdo que era estrecho y caudaloso. Todo estaba más cercano y encerrado; incluso el cielo parece mucho más lejano ahora, y hay una gran paz donde hubo un pandemónium de humo y cañonazos y maderas rotas y agua ensangrentada.
Estaban esperándonos cuando bordeamos el recodo todos en fila, de lado a lado, el Phlegethon a la cabeza y los praos con cohetes, y nuestros barcos de exploración escondidos subrepticiamente esperando para atacar. Aunque había amanecido ya del todo, no se podía ver el agua en absoluto; había una capa de niebla a un metro de su superficie, impidiendo no sólo la vista, sino también el sonido, de modo que incluso la rueda del Phlegethon producía sólo un ruido ahogado al golpear en el agua, y el salpicar de los remos era un sordo y continuo gorgoteo mientras atravesábamos la niebla.
Había una gran barrera de troncos visible por encima de la neblina, a cincuenta metros de nosotros, y más allá de ésta, en una visión que podía helarle a uno la sangre, de lado a lado, una hilera de grandes praos de guerra, atestados de hombres armados, gallardetes colgados de sus mástiles e hileras de calaveras balanceándose. Cuando llegamos a su vista, de cada cubierta se elevó un espantoso aullido, los gongs de guerra empezaron a resonar y aquella horda demoníaca sacudió los puños y blandió sus armas. Se inició también el escándalo desde las empalizadas en la orilla derecha, y los fuertes de madera que había detrás. Entonces los cañones del fuerte y los cañones de proa de los praos empezaron a vomitar humo, y el aire se espesó con los ensordecedores disparos que silbaban por encima de nuestras cabezas y lanzaban chorros de agua desde la neblinosa superficie, o acertaban de lleno en el maderamen de nuestras embarcaciones. Los praos con cohetes dispararon como respuesta, y enseguida el aire tranquilo se vio cruzado por los rastros humeantes de vapor, y los piratas en línea de batalla se vieron sacudidos por el golpeteo de los cañones Congreve, las explosiones que destrozaban sus puentes, estallidos de llamas y humo y hombres que caían desde la obra muerta. Luego su cañón volvió a retumbar, convirtiendo el estrecho río en un infierno de ruido y destrucción.
—¡Fuera los barcos de exploración! —aulló Brooke desde la barandilla del Phlegethon, y desde su escondite salieron rápidamente media docena de barcos de Paitingi, dirigiéndose hacia la barrera, sólo los remeros visibles por encima de la niebla, así que las tripulaciones no eran sino una hilera de cabezas y hombros abriéndose paso a través de aquella manta de algodón. Más allá de la barrera, el agua neblinosa estaba repleta de canoas enemigas, sus fusiles disparando a nuestros barcos exploradores. Vi cabezas desaparecer aquí y allá cuando los disparos daban en el blanco, pero los barcos espía avanzaban con ímpetu, y ahora los piratas estaban acercándose al propio dique, trepando a los grandes troncos, con espadas y parangs en la mano, para impedir que hicieran pie nuestros hombres. Y por encima de ambos lados continuaba el gran duelo de cañones entre nuestros praos y los suyos, con un estrépito infernal de explosiones y madera volando por los aires, puntuado por gritos de hombres heridos y órdenes estridentes.
No se podían oír ni siquiera los propios pensamientos, pero en estos casos es mejor no pensar, de todos modos. Yo estaba pegado a Brooke, con todos los nervios en tensión para mantener su cuerpo entre el mío y el fuego enemigo sin que resultase demasiado obvio. Ahora estaba dirigiendo el fuego de nuestros fusileros desde la proa del Phlegethon, para cubrir a los hombres de los barcos exploradores, que luchaban con furia para apartar a los piratas de la barrera y así cortar las grandes ligaduras y deshacer la barrera flotante, y dar paso a nuestros barcos. Me lancé hacia abajo, gritando tonterías, entre dos hombres con escopetas, tomé una yo mismo y la cargué con gran ostentación. Brooke iba de hombre a hombre, señalando posibles blancos.
—Aquel del pañuelo amarillo. ¡Deprisa, ahora! ¡Dale! El tipo grande con la lanza. El malayo detrás de Paitingi... Allí, ahora, el gordo en la popa de aquella canoa. ¡Disparad, chicos! Están retrocediendo... ¡Vamos, Stuart, dadle a las hachas en esos cables! ¡Adelante, Flashman, vamos!
Me dio una palmada en la espalda cuando yo acababa de esconderme la mar de bien detrás de los sacos de arena del lastre, y por fuerza tuve que precipitarme tras él por encima de la borda del Phlegethon hacia el Jolly Bachelor, que se balanceaba, repleto de hombres del Dido. Oí un disparo rebotar en las paletas del Phlegethon por encima de mi cabeza y caí a cuatro patas en la chalupa; unas manos me levantaron, y un marinero barbudo me sonrió y gritó: «¡Aquí estamos, señor! ¡Dos veces la vuelta al faro por un penique!». Yo me lancé detrás de Brooke, pasando a trompicones por encima de los hombres que maldecían y vitoreaban agachados en el puente, y me coloqué detrás de él junto al cañón de proa, desde donde trataba de hacerse oír por encima del estruendo y señalaba hacia delante.
Nos dirigíamos hacia la barrera, bajo un dosel de humo de cohetes, y los disparos estaban dispersando ya la niebla, y sólo se podía ver el agua aceitosa, llena de maderas rotas e incluso algún que otro cuerpo, rodando desmadejado. En la barrera había un cuerpo a cuerpo entre las canoas piratas y los tripulantes de nuestros barcos exploradores, una refriega de tajos, reveses, brillantes parangs que acuchillaban y lanzas clavadas, con disparos de fusil a bocajarro por encima de los troncos. Vi a Paitingi de pie en la barrera, lanzándose hacia adelante con un remo roto; a Stuart, defendiéndose de un pirata desnudo con su machete, escudándose de dos chinos que balanceaban sus hachas en los grandes cables de roten que aseguraban la barrera. En aquel momento los cables se partieron y los troncos rodaron, mandando a amigos y enemigos de cabeza al agua. En el Jolly Bachelor resonó un gran alarido de triunfo y nos dirigimos hacia el hueco, entre el humo, mientras en nuestra proa se alzó una luz azul para señalar los praos.
Pasaron cinco minutos frenéticos mientras ciábamos por el espacio entre los lados rotos de la barrera, Brooke y la tripulación que manejaba el cañón de proa echando metralla ante nosotros y el resto disparando a cualquier cosa que pareciera una forma hostil, o en la propia barrera o en las canoas que había más allá. Yo usé mi Colt con precaución, agachado debajo del baluarte y manteniéndome tan bien escondido entre la multitud de marineros como me fue posible. Surgió una canoa del humo, con un gran demonio amarillo con casaca acolchada y un casco con púas en la parte delantera, blandiendo una lanza con púas, tomé puntería y le disparé dos veces. Fallé, pero mi tercer disparo le dio de lleno cuando se preparaba para trepar por nuestra barandilla, y cayó al agua.
—¡Bravo, Flashman! —gritó Brooke—. ¡Aquí, venga a mi lado! —y allí estaba yo de nuevo, con la cara roja de pánico, cayendo junto a él mientras se inclinaba por encima de la borda y ayudaba a sacar a Stuart del agua. Él se había echado a nadar desde la barrera rota, y estaba jadeando en el puente, empapado, con un hilo de sangre que corría desde su manga izquierda.
—¡Listos todos! —rugió Brooke—. ¡Preparados, remeros! ¿Están todos los mosquetes a punto? ¡Bien, preparados! ¡Esperemos a los praos!
Más allá de la maraña de restos y canoas desfondadas, más allá de los nadadores que luchaban y los cuerpos flotantes, los dos finales de la barrera estaban ahora a unos cincuenta metros de separación, y derivaban lentamente detrás de nosotros en la corriente. Los barcos exploradores habían hecho su trabajo, y nuestros praos se estaban moviendo hacia adelante al impulso de sus remos, dispuestos en línea, media docena a cada lado, mientras los praos de los cohetes, más atrás, todavía cañoneaban la línea pirata, quizás a dos cables de longitud por delante. Tres o cuatro de ellos ardían furiosamente, y una gran columna de humo negro surgía río abajo hacia nosotros, pero su línea era sólida todavía, y sus cañones de proa disparaban insistentemente, enviando nubes de agua en torno a nuestros praos y batiendo su obra muerta. Entre ellos y nosotros nuestras canoas se retiraban, escabulléndose en busca de la seguridad de la embarcación más grande. Brooke meneó afirmativamente la cabeza, con satisfacción.
—¡Muy bien, estupendo! —gritó, y de pie en la proa, agitó su sombrero—. Ahora, vosotros, amigos, ¡vamos a ponerlos en su sitio! Dos luces azules allí. ¡Señalad el avance! Machetes y armas pequeñas. ¡Todo el mundo al ataque!
Los casacas azules chillaron y patalearon, y mientras se alzaban las luces azules el griterío se extendió por nuestras líneas, y a cada lado los praos se dirigieron hacia adelante, con los cañones de proa retumbando, los fusiles que disparaban desde las plataformas, los tripulantes apiñados hacia adelante en las proas. Mientras nuestra línea se estabilizaba, el fuego de artillería aumentó en un nuevo crescendo. Los disparos silbaban por encima de nosotros, agachados, y de repente hubo un ruido estruendoso, un coro de gritos, y yo me encontré de pronto empapado de sangre, mirando con horror dos piernas y medio cuerpo que se agitaban débilmente en el puente frente a mí, donde un instante antes un marinero estaba metiendo balas en el cañón. Me senté de golpe, manoteando en aquel caos horrible, y Brooke me puso de pie de nuevo, chillando para preguntarme si estaba bien, y yo le contesté también gritando que el callo del dedo gordo del pie me dolía horrores... Dios sabe por qué dice uno esas cosas, pero él lanzó una risotada salvaje y me empujó hacia adelante, hacia la barandilla de proa. Me agaché, temblando y a punto de vomitar, paralizado de miedo, pero, ¿quién lo habría reconocido entonces?
De repente, los cañonazos cesaron y durante unos segundos hubo un silencio en el cual se podía oír el agua chapoteando bajo el tajamar del Jolly Bachelor mientras iba deslizándose hacia adelante. Entonces la fusilería estalló de nuevo, nuestros tiradores apostados en los praos vertían su fuego a las líneas piratas, y los piratas nos devolvían andanada por andanada. Gracias a Dios, el Jolly Bachelor era demasiado bajo y estaba demasiado cerca para que pudieran alcanzarnos con los cañones, pero mientras navegábamos hacia ellos, el agua hervía a los dos lados con sus disparos de fusilería, y detrás de mí oí gritos y juramentos de hombres heridos. Nuestra línea entera estaba cargando, los praos en los flancos, el Jolly Bachelor en el centro, hacia los barcos exploradores. Estaban a apenas cincuenta metros y yo miraba con horror el más cercano, justo delante, cuya plataforma se proyectaba por encima de sus parapetos atestados de caras salvajes y brillantes, aceros empuñados y cañones humeantes...
—¡Nos harán pedazos! Nos iremos a pique... ¡Dios mío! —grité, pero nadie me oía en aquella barahúnda infernal. Un marinero que tenía junto a mí gritó y se puso de pie, arrancándose un dardo de sumpitan del brazo; mientras yo me ponía a cubierta detrás de la barandilla, otro se quedó colgado en un cable a un palmo de mi cara; Brooke se inclinó por encima, sonriendo, lo agarró, lo lanzó a lo lejos y luego hizo algo increíble. No di crédito a mis ojos y apenas puedo creerlo ahora, pero es cierto.
Se quedó de pie, en la proa, completamente erguido, con un pie en la barandilla, se quitó el sombrero y cruzó los brazos, mirando directamente hacia arriba a aquella masa de muerte aullante y gesticulante que nos lanzaba nubes de disparos, aceros y flechas envenenadas. Sonreía con serenidad, y parecía estar diciendo algo.
—¡Agáchate, loco estúpido! —grité, pero él no me oyó, y me di cuenta de que en realidad no estaba hablando... estaba cantando. Por encima del estrépito de los mosquetes, el silbido y el ruido sordo de aquellos horribles dardos, los gritos y los alaridos, se podía oír:
Ánimo, muchachos, vamos
Vamos hacia la gloria
Que quede en la memoria
Este año prodigioso
Ahora se volvía, cogido a un estay con una mano para guardar el equilibrio, marcando el compás con el otro puño, la cara iluminada por la risa, animándonos a cantar. De la multitud de detrás vino con estrépito:
Nuestros barcos tienen corazón de roble
Buenos marineros son nuestros hombres
Siempre vigilantes,
seguid, chicos, adelante
¡A luchar y a ganar, una y otra vez!
El Jolly Bachelor se estremecía en el agua al rozar la plataforma del prao pirata, y unas figuras aullantes dando mandobles cayeron entre nosotros. Yo estaba tirado en el puente, alguien me pisoteaba la cabeza, y me levanté para encontrarme frente a una cara contraída, amarilla y que no paraba de aullar; tuve una visión instantánea de un pendiente de jade grabado en forma de media luna y un turbante escarlata, y al momento él había desaparecido por encima de la borda con un alfanje metido hasta la empuñadura en el estómago. Le disparé mientras caía, resbalé en la sangre del puente y fui a parar contra los imbornales, mirando a mi alrededor con pánico. La cubierta era una verdadera barahúnda, llena de casacas azules que luchaban contra un pirata, lo mataban y lanzaban el cuerpo por encima de la borda. El prao que habíamos abordado estaba ahora detrás de nosotros, y Brooke chillaba:
—¡Venga, remeros! ¡Empujad con ganas! ¡Ésa es nuestra presa, chicos! ¡Adelante!
Apuntaba hacia la orilla derecha, donde la empalizada, alcanzada por el fuego de cohetes, estaba caída, convertida en una ruina humeante; más allá, en otro de los fuertes cuya empalizada ardía hecha ascuas, se veían unas figuras diseminándose y unos pocos valientes que trataban de extinguir las llamas. Detrás de nosotros había una increíble carnicería, nuestros praos y los piratas entrelazados en una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo, y a través de los agujeros pasaban nuestras chalupas, siguiendo la estela del Jolly Bachelor, que iba cargado de malayos con espadas y dayaks.
El agua estaba sembrada de humeantes despojos y formas que luchaban; los hombres caían de las plataformas y nuestros barcos los recogían cuando eran amigos, o los remataban y los arrojaban a la sangrienta corriente si eran piratas. El humo de los praos ardiendo subía serpenteando en una gran nube por encima de aquella escena infernal. Recordé aquellas palabras sobre «una sombra de muerte en torno a los barcos» y alguien me sacudió el brazo, era Brooke que me gritaba, apuntando en la costa cercana la brecha humeante en la empalizada.
—¡Tome ese fuerte! —chillaba—. ¡Dirija a los casacas azules! ¡Cargue, me oye, no se cubra, no se detenga! ¡Sólo ábrase paso con el machete! ¡Cuidado con mujeres, niños y prisioneros! ¡Atáqueles, Flashy! ¡Buena suerte!
Pregunté con mucho tacto si estaba completamente loco, pero para entonces él ya se encontraba a diez metros de distancia, metiéndose por entre los bajíos mientras nuestro barco se acercaba a la orilla inclinada. Subió por la costa, haciendo señales a las otras chalupas para que se acercaran a él; ellos iban girando a su señal y allí estaba yo, con el revólver en la mano temblorosa, mirando horrorizado por encima de las proas las ruinas carbonizadas de la empalizada, y más allá, a sus buenos cien metros de tierra apisonada, ya salpicada con víctimas de cañón y más allá todavía, a la ardiente barrera del muro exterior del fuerte. Dios sabe cuántos demonios armados estaban esperándonos listos para dispararnos con sus fusiles y luego desgarrarnos en la lucha cuerpo a cuerpo... si es que llegábamos a eso. Miré a mi alrededor al Jolly Bachelor, repleto de marineros vociferantes, sombreros de paja, caras barbudas, guardapolvos blancos, ojos brillantes, machetes listos, esperando la orden. Y la orden, sin duda alguna, tenía que darla el viejo Flash.
Bueno, se diga lo que se diga de mí, conozco mi deber, y si hubo algo que me enseñó Afganistán fue el arte del liderazgo. En un momento había cogido un machete, enarbolándolo en el aire y volviéndome hacia la enloquecida tripulación que me seguía.
—¡Eh, chicos! —grité—. ¡Vamos, pues! ¿Quién será el primero detrás de mí en ese fuerte de ahí? —salté a la orilla, agité el machete de nuevo y aullé—: ¡Seguidme!
Salieron corriendo del barco pisándome los talones, gritando y dando vítores, blandiendo las armas, y mientras yo gritaba: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Rule Britannia!» ellos corrían en tumulto hacia la costa, dispersando los carbones de la empalizada. Yo avancé con ellos, por supuesto, haciendo pausas sólo para animar a los de la retaguardia con gritos viriles, hasta que calculé que había un montón delante de mí; entonces corrí en persecución de la vanguardia, no dirigiéndola desde atrás, exactamente. Más bien desde la mitad, que es el lugar más seguro para colocarse a menos que se enfrente uno con artillería civilizada.
Cargamos a través del espacio abierto, aullando como lobos; mientras corríamos, vi que en nuestro flanco derecho Brooke estaba dirigiendo a los malayos armados contra otro fuerte. Llevaban esos espantosos kampilans con mechones de pelo en la empuñadura, y detrás de ellos vino desde los barcos una segunda oleada de ibanes medio desnudos, empuñando sus lanzas sumpitan y chillando: «¡Dayak! ¡Dayak!» mientras corrían. Pero ninguno de ellos alcanzaba la velocidad y la furia de mis marineros, que estaban ahora casi encima de la llameante empalizada del fuerte; mientras la alcanzaban, por pura suerte, cayó hacia adentro con un gran exhalación de chispas y humo, y mientras la mayoría trepaba sobre los restos humeantes, pude ver lo listo que había sido al no ponerme en cabeza de la carga. Allí, en una irregular doble línea, estaba una tropa de fusileros piratas presentando sus piezas. Partió su andanada, dio a uno o dos de los nuestros que iban delante y luego el resto se echó sobre ellos, con los alfanjes en alto, el viejo Flash llegó metiendo mucho ruido al punto donde había más de nuestros chicos.
Me pareció que podía obtener los mejores resultados enfrentándome al enemigo con mi Colt, y esto me dio la oportunidad de ver algo que vale la pena, con la condición de que uno pueda encontrar un refugio seguro: el terrible mandoble de hombro a hombro de los casacas azules británicos. Yo diría que la Armada lleva enseñando estas cosas desde los tiempos de Blake, y el señor Gilbert, que nunca lo vio, se ríe mucho ahora de todo eso, pero yo lo he visto, y sé ahora por qué hemos dominado los océanos durante siglos. Debía de haber un centenar de piratas contra nuestra primera línea de veinte, pero los marineros se limitaron a cargar en una sólida cuña, con los machetes levantados para dar un revés. Luego un paso y un mandoble, luego clavar, paso, mandoble y luego clavar, paso-mandoble-clavar, y aquella línea pirata se fundió y cayó en una confusa mezcolanza de caras y hombros cortados, a través de la cual los marineros pasaron rugiendo. Aquellos piratas que aún estaban de pie se volvieron con el rabo entre piernas y casi se arrojaron a las puertas del fuerte, y nuestros chicos les persiguieron y maldijeron por ser unos marineros cobardes... Aquello hizo que me sintiera muy orgulloso de ser británico, se lo aseguro.
Yo estaba bastante cerca de la vanguardia, por entonces, chillando órdenes y dando un mandoble a algún herido que estuviera mirando en otra dirección. Los defensores, obviamente, esperaban que sus fusileros nos mantuvieran fuera de las puertas, pero estábamos dentro antes de que se dieran cuenta. Había una partida de piratas tratando de colocar un cañón para dispararnos en la entrada; uno de ellos cogió un lanzafuegos, pero antes de que pudiera tocarlo, media docena de cuchillos se clavaron en su cuerpo, y él cayó despatarrado encima del cañón mientras los otros se volvían y salían corriendo. Estábamos dentro, y todo lo que quedaba por hacer era perseguir y aniquilar a todos los piratas para que el lugar fuera nuestro.
Esto no presentó ninguna dificultad, ya que no había ninguno, por la sencilla razón de que aquellos malditos cobardes se habían esfumado todos por el camino de atrás, y estaban escabulléndose para dar la vuelta y sorprendernos por detrás en la puerta. En aquel momento yo no sabía todo aquello, por supuesto; estaba demasiado ocupado enviando partidas armadas al mando de pequeños oficiales para conquistar el interior, que no se parecía a ningún otro fuerte que yo hubiera visto. De hecho, era el palacio y cuartel general de bambú de Sharif Sahib, un gran laberinto de casas, algunas de ellas incluso de tres pisos, con escaleras exteriores, pasadizos que las unían, verandas y pasajes con pantallas por todas partes. Acabábamos de empezar el saqueo y habíamos descubierto el guardarropa privado de Sharif —una asombrosa colección que incluía ropa tan variada como turbantes de tela dorada, tiaras enjoyadas, chisteras y trajes occidentales— cuando estalló un verdadero infierno junto a la puerta principal, y hubo un movimiento general en aquella dirección. General, pero no particular. Mientras los marineros leales corrían hacia allí en busca de más sangre, me deslicé sigilosamente desde el guardarropa de Sharif Sahib en la dirección opuesta. No sabía adónde conduciría aquello, pero al menos me apartaba del fuego... ya había visto bastante sangre y horror por un día, y corrí por un puente de bambú hacia la casa de al lado, que parecía estar desierta. Allí había un largo pasadizo, con puertas a un lado, y yo dudaba de cuál sería el escondite más seguro cuando una de ellas se abrió y salió de allí el hombre más grande que había visto en toda mi vida.
Medía al menos dos metros de alto, y era tan feo como grande: una gorda cara redonda y amarilla incrustada entre unos enormes hombros, con un gorro ornamentado en la cima, unos ojos saltones y una gran espada agarrada con sus manos rechonchas. Gritó al verme, retrocediendo en el pasadizo con una carrera extraña, torpe, y entonces agitó su espada por encima de la cabeza, chillando como una válvula de vapor, perdió el equilibrio y desapareció con gran estrépito, cayendo escaleras abajo. Por el sonido que hizo, debió de llevarse consigo dos pisos, pero yo no me quedé allí esperando a que saliera alguno más como él, así que entré por la puerta más cercana y me quedé estupefacto, incapaz de creer lo que veían mis ojos. Estaba en una gran habitación llena de mujeres.
Cerré los ojos y los volví a abrir, preguntándome si estaba soñando o si sufriría alucinaciones después de aquel terrible día. Pero aquello seguía allí, como una escena sacada de las Noches árabes de Burton, el libro ilustrado que sólo se puede conseguir en el continente. Colgaduras de seda, sofás, alfombras, cojines, un intenso perfume que venía en oleadas, y las damas, en buen número, todas hermosas, según comprobé, y evidentemente orgullosas de ello, porque no había ropa suficiente en todo el grupo como para cubrir un solo cuerpo dignamente. Unos cuantos sarongs, jirones de seda, brazaletes, pantalones de satén, un turbante o dos, pero nada que pudiera ocultar aquellos miembros espléndidos, aquellas caderas bien formadas, aquellas nalgas rollizas, aquellas tetas respingonas. Me limité a mirar, incrédulo, y desviar mis ojos de los cuerpos a las caras: todos los tonos desde el café y beige hasta el miel y el blanco, y todas hermosas; labios rojos temblorosos oscuros ojos pintados con kohl abiertos de par en par con terror.
Me pregunté por un momento en la batalla si me habrían matado y luego transportado a algún paraíso delicioso celestial o terreno y yo no podía dejar escapar una oportunidad como aquélla, y mi pensamiento debió de reflejarse en mi expresión, porque toda la encantadora reunión gritó al unísono, y se dio la vuelta para huir. Quiero decir, que no hay que culparlas, porque ver a Flashy mirando lascivamente desde la puerta, cubierto de sangre y mugre, con la pistola en una mano y el machete ensangrentado en la otra no es lo mismo que si aparece el vicario para tomar el té. Ellas corrieron en desorden, cayendo en los cojines, tropezando unas con otras, dirigiéndose hacia las otras puertas de la habitación, y me pareció una cuestión de simple sentido común agarrar a la que tenía más cerca, una muchachita voluptuosa cuya única vestimenta consistía en un collar y unos pantalones de gasa; quizá fue mi mano o su tobillo o su henchido pecho lo que la hizo perder el equilibrio; el caso es que cayó ya dentro de una alcoba encortinada y por una estrecha escalera que bajaba, trastabillando y chillando, con Flashy persiguiéndola de cerca. Se quedó apoyada contra una pared con una pantalla al final, yo la agarré gozosamente, y en aquel momento recobré el sentido de mi verdadera posición al escuchar un ruido que apartó todos los pensamientos carnales de mi mente: una ensordecedora andanada de fusilería estalló en la calle al otro lado de la delgada pared de la casa, hubo un resonar de acero, un parloteo de voces nativas (piratas, seguramente) y en la distancia una voz inglesa dando órdenes de ponerse a cubierto.
Parecía una idea muy sensata; yo apreté a la chica que se retorcía contra el suelo, blandí mi pistola y le susurré que se callara. Ella se quedó temblando en mi presa, con la cara aterrorizada... una carita encantadora por cierto, entre china, india y malaya, probablemente, con grandes ojos llenos de lágrimas, una breve naricita, labios gordezuelos... Por Dios bendito, estaba muy bien hecha; más por instinto que por propia voluntad me encontré acariciándola, y ella temblaba bajo mis manos, pero tuvo el suficiente sentido común como para mantener la boca cerrada.
Agucé el oído, temeroso; los piratas se estaban moviendo al otro lado de la delgada pared, y súbitamente empezaron a disparar de nuevo, chillando, maldiciendo, gritando agónicamente. Se oyó el ruido de pies que corrían y disparos que silbaban horriblemente cerca... Yo le tapé a ella la boca con la mano y la estreché fuerte, temeroso de que pudiera chillar y atraer a algún salvaje que atravesaría la fina pared y me haría picadillo. Nos quedamos allí quietos, en la sofocante oscuridad al pie de la escalera, con el ruido de la batalla resonando a menos de dos metros de allí, y una vez, durante un segundo en que se calmó el tumulto, oí los gritos y quejas en algún lugar por encima de mi cabeza... Las otras muchachas de la academia de señoritas de Patusan esperando ser violadas y asesinadas, presumiblemente. Me encontré susurrando histéricamente en su oído: «¡Tranquila, tranquila, por el amor de
Dios!» y para mi asombro, ella gimoteó con lágrimas en los ojos como respuesta: «¡Amiga sua, amiga sua!» acariciando mi sudorosa cara con su mano, con una mirada de aterrorizada súplica en los ojos... incluso trataba de sonreír, también, una mueca patética, e intentaba llevar sus temblorosos labios a los míos, haciendo pequeños ruiditos de queja.
Bueno, a menudo he visto a algunas mujeres en las garras del terror, pero no podía explicarme aquel frenesí de pasión... hasta que me di cuenta de que mi temblor era de una naturaleza curiosamente rítmica, de que tenía una teta temblorosa en una mano y un rollizo muslo en la otra, que la parte inferior de nuestras ropas parecía haber desaparecido de forma misteriosa y mis tripas se estaban convulsionando con una sensación muy diferente al miedo. Estaba tan sorprendido que casi perdí el ritmo. Nunca me habría imaginado que pudiera montar a una hembra sin darme cuenta de que lo estaba haciendo, pero allí estábamos, dándole como el rey Hal en su luna de miel, después de todo lo que me había pasado aquel día, y con la batalla, el crimen y la muerte repentina desatados en torno a nosotros. Esto indica que en una crisis siempre prevalece nuestro instinto mejor. Algunos se ponen a rezar, otros llaman a la reina y a la patria, pero aquí había uno, estoy orgulloso de decirlo, que fornicaba instintivamente en las garras de la muerte, farfullando con espanto y atolondrada lujuria, pero dando lo mejor de sí mismo, porque cuando uno se da cuenta de que aquél puede ser su último polvo, procura hacerlo lo mejor posible y, ¿saben?, puede ser verdad que el amor perfecto disipe todo el miedo, tal como el doctor Arnold solía decir; al menos dudo que aquel asunto hubiera podido ir mejor, porque en el último momento de éxtasis mi compañera quedó completamente desmayada, y eso es lo máximo que uno puede hacer por ellas.
Fuera todavía estaban dale que te pego, pero después de un rato la acción pareció calmarse, y cuando por fin oí a lo lejos los inequívocos gritos ingleses de ánimo, juzgué que ya era seguro aventurarse fuera de nuevo. Mi chica ya había vuelto en sí, y estaba allí tirada desmadejada y llorando, demasiado asustada para moverse; tuve que darle con la parte plana de mi espada en las nalgas para mandarla escaleras arriba, y después de un vistazo precavido, salí a escape.
Por entonces ya había acabado todo. Mis casacas azules, que no parecían haberme echado de menos, habían rechazado el ataque pirata, y estaban muy ocupados vaciando el fuerte de sus objetos de valor antes de quemarlo. Brooke estaba decidido a destruir completamente los nidos de los piratas. Les dije que durante la lucha había oído gritos de mujeres en uno de los edificios, y que las pobres criaturas debían ser tratadas con toda consideración. Me mostré muy severo al respecto, pero cuando fueron a mirar, al parecer todo el rebaño había huido a la selva; allí no había ni un alma, así que salí para encontrar a Brooke e informarle.[43]
Fuera del fuerte era una pesadilla. El espacio abierto hasta el río estaba cubierto de cadáveres enemigos, la mayoría de ellos sin cabeza, porque los victoriosos dayaks habían estado muy ocupados con su espantoso trabajo de recolectar trofeos, y el propio río era un revoltijo de despojos humeantes. Los praos piratas habían sido quemados en la batalla o habían huido río arriba. Menos de la cuarta parte pudieron escapar, la mayor parte de sus tripulantes habían sido asesinados o expulsados hacia la selva, y se habían reunido gran número de heridos y prisioneros en uno de los fuertes capturados. Habíamos tomado cinco fuertes, y dos de ellos estaban ya ardiendo. Cuando llegó la noche a Patusan, parecía de día por la luz anaranjada de los edificios en llamas. El calor era tan intenso que por un tiempo tuvimos que retirarnos a los barcos, pero durante la noche los trabajos habían concluido: se encerró y alimentó a los prisioneros, atendimos a nuestros propios heridos, se evaluó y embarcó el botín de los fuertes y reparamos nuestros barcos, llenamos de nuevo las bodegas, sacamos nuevas armas y municiones, contamos los muertos y toda aquella espantosa confusión se convirtió por fin en algo parecido al orden.
Yo había visto ya las consecuencias de una batalla cincuenta veces y volví a verlas una vez más, y es infernal, pero a pesar de los estragos y del agotamiento siempre hay un pensamiento que te anima: sigo aquí. Enfermo, dolorido y agotado, quizá, pero al menos sano y salvo, con un lugar donde descansar. Y con un buen polvo a cambio, aunque algo azaroso. El único inconveniente era que allí no había ni rastro del Sulu Queen, así que todo aquel horrible asunto tendría que empezar de nuevo, cosa que no quería ni imaginar.
Le dije algo así a Brooke, con la débil esperanza de hacerle abandonar. Por supuesto, me mostré angustiado, desgarrado entre el amor de Elspeth y la preocupación por lo mucho que había costado ya su rescate.
—Esto no está bien, rajá —dije, con aspecto piadosamente preocupado—. No puedo pedir este tipo de... sacrificio de usted y su gente. Dios sabe cuántas vidas se perderán... cuántos nobles compañeros... No, no lo aceptaré. Ella es mi mujer, y... bueno, me corresponde a mí, ya lo sabe...
Mi hipocresía era espantosa; insinuar que yo haría el trabajo por mi cuenta, de una forma sin especificar, cuando en realidad, si hubiera tenido la oportunidad, habría corrido hacia Singapur en aquel momento, habría ofrecido una recompensa y me habría sentado a esperar, alejado del peligro. De todo lo cual podía deducirse que el día pasado entre los piratas de Borneo había disipado casi por completo la locura que me había asaltado temporalmente en el cuarto de calderas la noche anterior. Pero yo perdía el tiempo, por supuesto; él se limitó a agarrar mi mano con lágrimas en los ojos y exclamó:
—¿De verdad cree que hay un solo hombre entre nosotros que le vaya a fallar ahora? ¡La recuperaremos a toda costa! Además —y rechinó los dientes—, todavía tenemos que erradicar a esos malvados piratas... ¡hemos ganado una batalla decisiva, gracias a hombres valientes como usted, pero debemos darles el golpe de gracia! Así que ya ve, estoy decidido a seguir adelante, aunque su amada no estuviera en sus asquerosas manos —agarró mi hombro—. Usted es un hombre blanco, Flashman, y yo sé que seguiría adelante solo si tuviera que hacerlo; bueno, puede contar con J. B. para todo, así que, ¡allá vamos! —eso era lo que yo me temía.
Estuvimos otros dos días en Patusan, esperando noticias de los espías de Brooke y encendiendo las piras funerarias de los dayaks a favor del viento en la orilla del río. Entonces nos llegaron noticias de que el Sulu Queen había sido avistado a treinta kilómetros corriente arriba, con una fuerza de praos enemigos, pero cuando nos dirigimos allí el día 10, los pájaros habían volado hasta el fuerte de Sharif Muller en el río Dundup, así que durante dos días más tuvimos que perseguirlos, atormentados por el insoportable calor y los mosquitos. La corriente iba cada vez más rápida y nosotros nos dejábamos arrastrar por ella. Tuvimos que dejar atrás al Phlegethon por culpa de la corriente y los troncos y ramas en el agua, a los cuales los piratas habían añadido trampas de troncos y redes de roten sumergidas para obstaculizar nuestros remos. A cada momento había que parar y sumergirnos para despejar el camino, cortar las trepadoras y luego salir, empapados de sudor y agua grasosa, jadeando para respirar, los ojos volviéndose todo el tiempo hacia aquel muro de verdor humeante que nos rodeaba a cada lado, esperando el silbido de un dardo de sumpitan que de repente saliera de la selva para darle a un remero o quedarse vibrando en las bordas. Beith, el cirujano de Keppel, iba constantemente arriba y abajo de la flota sacando la pus y materia de los miembros y cauterizando heridas; afortunadamente, rara vez eran fatales, pero yo calculé que sufríamos una baja cada media hora.
No habría sido demasiado malo si yo hubiera tenido todavía las láminas de acero del Phlegethon para esconderme detrás, pero había sido asignado al barco explorador de Paitingi, que estaba a menudo en cabeza; sólo por la noche volvía a bordo del Jolly Bachelor con Brooke, y no era demasiado cómodo: tenía que dormir acurrucado a los pies de su escalerilla después de haber esparcido por cubierta unas tachuelas para prevenir los ataques nocturnos, sudando en la oscuridad, sucio y desaliñado, escuchando los chirriantes ruidos de la selva y el ocasional golpeteo distante de un gong de guerra: dum, dum, dum, que surgía de la neblinosa oscuridad.
—Dale al gong, Muller —decía Brooke—, iremos a tocarte una bonita melodía finalmente, y si no, espera y verás. Tendremos un poco de diversión entonces, ¿eh, Flashy?
Para él, supongo que lo que ocurrió al tercer día en el Undup fue divertido: un ataque al amanecer al fuerte de Muller, que era un gran castillo de bambú con empalizada en una empinada colina. Los praos con cohetes lo machacaron, y también a los restos de la flota pirata en su fondeadero, y entonces los hombres del Dido y los dayaks llenaron la costa como hormigas y éstos bailaron la última danza guerrera en el embarcadero antes del ataque, brincando, agitando sus sumpitans y gritando: «¡Dayak!». («Son así», me dijo Paitingi mientras mirábamos desde el barco explorador, «tan pronto gritan como luchan», y me pareció terrible.) El pobre Charlie Wade murió al asaltar el fuerte; después me dijeron que le habían disparado mientras ponía a un niño malayo a cubierto, lo cual muestra adónde te conduce la caridad cristiana.
Yo sólo participé en la lucha, sin embargo, cuando un prao se liberó del fondeadero pirata y se dirigió río arriba, con los remos a toda pastilla y el gong resonando sin parar. Paitingi bailaba arriba y abajo, rugiendo en escocés y árabe que podía ver la bandera personal de Muller en él, así que nuestro barco lo siguió. El prao se fue a pique, alcanzado por un cohete, pero Muller, un villano bastante obstinado con coraza acolchada y turbante negro, subió a un sampán. Le dimos alcance, disparando esporádicamente, y yo sentía horror al pensar en el abordaje cuando el tipo, amablemente, saltó por encima de la borda con su gente y se alejó nadando. Le perdimos al borde de la selva, y Paitingi se tiraba de la barba, maldiciendo como sólo un árabe puede hacerlo.
—¡Vuelve y lucha, hijo de una perra malaya! —gritó, sacudiendo el puño—. Istagfurallah! ¿Así es como prueban su coraje los piratas? ¡Sí, corre a la selva, chulo de Port-Said! ¡Por los Siete Héroes, le daré tu cabeza a mis Lingas, carroña incircuncisa! ¡Ag! ¡Maldita sea su abuela!, ¡es un cobarde, eso es lo que es!
Por entonces el fuerte fue tomado[44] y lo dejamos ardiendo y con los muertos sin enterrar, porque un prisionero nos había dicho que nuestra presa principal, Suleiman Usman, con el Sulu Queen (y presumiblemente mi errante mujer en él) se había refugiado arriba, en el río Skrang, con un grupo de praos. Así que otra vez bajamos el Undup, mucho más rápidamente de lo que habíamos subido, hacia la corriente principal, donde el Phlegethon se había quedado protegiendo la confluencia.
—Puedes correr ahora todo lo que quieras, Usman, hijo mío —decía Brooke—. El Skrang es navegable durante unos cuantos kilómetros como mucho; si lleva al Sulu Queen a alguna distancia hacia arriba, embarrancará. Tiene que quedarse y luchar. Sigue teniendo más hombres y más quillas que nosotros, y mientras nosotros hemos estado persiguiendo a Muller, ha tenido tiempo para prepararse. Debe de saber que estamos bastante cansados y mermados.
Aquello era bien cierto. Las caras en torno a la mesa de la pequeña cámara de oficiales del Phlegethon estaban hinchadas y con ojeras de fatiga. Keppel, el pulcro oficial naval de hacía una semana, parecía ahora un espantapájaros con sus mejillas sin afeitar y su pelo alborotado, la chaqueta de su uniforme rota y desgarrada y las charreteras quemadas. Charlie Johnson, con el brazo en cabestrillo manchado de sangre, daba cabezadas como un títere; incluso Stuart, normalmente un tipo muy animado, estaba sentado allí exhausto, con la cabeza entre las manos y su revólver a medio limpiar en la mesa ante él. (Todavía puedo verlo, con la pequeña baqueta de latón sobresaliendo del cañón, y una gran mariposa nocturna negra posada en el punto de mira, frotándose las antenas.) Sólo Brooke estaba tan ofensivamente jovial como siempre, recién afeitado y alerta, aunque tenía los ojos completamente rojos. Nos miró a todos uno a uno y yo adiviné que estaba pensando que no podríamos seguirle durante mucho tiempo más.
—Sin embargo —dijo, sonriendo astutamente—, no ha sido tan terrible después de todo, ¿verdad? Calculo que hemos gastado la energía de tres días todos los que estamos aquí... y yo la de cuatro. Os diré lo que vamos a hacer. —Apoyó los codos en la mesa—. Vaya dar una fiesta mañana por la noche... Todos vestidos de gala, por supuesto, antes de la que va a ser nuestra última lucha contra esos forajidos...
—¡Bismillah! Me gustaría creer eso —dijo Paitingi.
—Bueno, la última de esta expedición, de todos modos —exclamó Brooke—. Tiene que serlo... o los echamos o acaban con nosotros... pero eso no va a ocurrir, no después de la zurra que les hemos dado. Tengo una docena de botellas de champán allá abajo, y las abriremos para brindar por nuestro éxito, ¿eh?
—¿No sería mejor guardarlas para después? —dijo Keppel, pero entonces Stuart levantó la cabeza y la sacudió, sonriendo con desgana.
—Quizá no todos estemos aquí. De este modo, estamos seguros de compartirlo de antemano, es lo que dijiste la noche antes de que atacáramos a los Lingas con el viejo Royalist, ¿no es verdad, J. B.? ¿Recuerdas?, los diecinueve, hace cinco años. «No se puede beber después de la muerte.» Pues bueno... no quedamos muchos de los diecinueve.
—Sin embargo, tenemos muchos nuevos compañeros —dijo Brooke rápidamente—, y van a cantar ahora, como hicimos nosotros en aquella ocasión, y hemos seguido haciendo desde entonces —le dio un empujón a la cabeza de Charlie Johnson que no paraba de subir y bajar—. ¡Despierta, Charlie! ¡Hay que cantar si quieres tu cena de mañana! ¡Vamos o te meteré una esponja mojada por la espalda! ¡Canta, chico, canta! ¡George te dirigirá!
Johnson parpadeó, pero Brooke empezó a cantar Salud para el rey, y paz duradera dando golpes en la mesa, y Charlie empezó, graznando, con las palabras:
Bebamos ahora que tenemos aliento
que no se puede beber una vez muerto
Y siguió solo hasta el final, con los ojos saltones como un búho, mientras Brooke golpeaba la mesa y gritaba: «Buen chico, Charlie, dales una buena». Los otros parecían avergonzados, pero Brooke se dirigió a Keppel, alentándole para que cantase. Keppel no quería al principio, y se quedó allí sentado con un aspecto fastidiado y avergonzado, pero Brooke siguió insistiendo, lleno de entusiasmo, y ¿qué otra cosa podía hacer el pobre tipo? Así que cantó Las damas españolas —cantaba bien, debo decirlo, con voz de bajo— y para entonces hasta el más cansado de nosotros estaba sonriendo y uniéndose al coro, Brooke dando ánimos, marcando el compás y mirándonos como un halcón. Él mismo cantó La Aretusa, e incluso persuadió a Paitingi, que nos cantó un salmo, ante lo cual Charlie rió histéricamente, pero Keppel se unió a él como un trueno, y entonces Brooke me miró, me hizo un gesto y me encontré cantando: Bebe, cachorro, bebe, y ellos golpearon con los pies y siguieron el compás hasta hacer temblar la cabina.
Era una situación vergonzosa... tan forzada y falsa que resultaba desagradable, aquel alegre lunático animando a sus hombres y haciéndoles cantar; todo el mundo odiaba aquello. Pero cantaban, como habrán observado, y yo con ellos, y al final Brooke saltó y gritó:
—¡Bueno, no está tan mal! Ya tenemos un buen coro. Los barcos exploradores irán delante mañana a las cinco de la mañana en punto, y luego irá la chalupa del Dido, los dos cúters, la falúa, el Jolly Bachelor, luego los barcos pequeños. La cena a las siete, en punto. ¡Buenas noches, caballeros!
Salió y nos dejó mirándonos boquiabiertos como tontos unos a otros. Entonces Keppel meneó la cabeza, sonrió, suspiró, y nos dispersamos, sintiéndonos bastante estúpidos, diría yo. Yo me preguntaba por qué aguantaban a Brooke y sus bufonadas de colegial, absolutamente patéticas. ¿Por qué le seguían la corriente? Porque de eso se trataba. No era miedo, ni amor, ni siquiera respeto; sospecho que ellos sentían que de algún modo habría sido una mezquindad desengañarle, así que le consentían todas las locuras, ya fuera cargar contra un prao pirata con un esquife o cantar salmodias cuando deberían estar curándose las heridas o arrastrándose a algún lugar para sumergirse en un sueño reparador. Sí, ellos le seguían la corriente... sólo Dios sabe por qué. Aunque, por muy loco y peligroso que fuera, debo decir que era difícil negarle algo, cualquier cosa.
Aquella misma noche, más tarde, yo lo hice, aunque admito que no en su propia cara. Yo estaba acurrucado bajo la escalerilla del Jolly Bachelor cuando los piratas llegaron deslizándose sigilosamente en la niebla en sampanes y trataron de tomarnos por sorpresa. Estaban en el puente asesinando a nuestros vigías antes de que nos diéramos cuenta, y si no hubiera sido porque la cubierta estaba sembrada de tachuelas para que se pincharan los pies desnudos, habría sido el fin del barco y de todo el mundo a bordo incluyéndome a mí. Pero en cambio hubo una condenada trifulca en la oscuridad, Brooke chilló para que todo el mundo se levantara... y yo me hundí aún más, intentando cubrirme y sujetando con fuerza mi pistola, hasta que los piratas fueron eliminados, y entonces me escabullí rápidamente y salí tropezando aquí y allá, lanzando miradas feroces y fingiendo que había estado allí todo el tiempo. Hice un poco de trabajo pesado ayudando a tirar piratas muertos por la borda, y luego nos quedamos despiertos hasta que llegó la luz del día, pero no nos volvieron a molestar.
Al día siguiente empezó a llover con ganas y subimos por el Skrang bajo una perfecta lámina de agua que reducía la visibilidad casi del todo y formaba agujeros en el río como fuego graneado. Todo el día nos movimos lentamente en la oscuridad, y el río se fue estrechando hasta quedar reducido a doscientos metros de ancho, y no vimos ni un maldito enemigo. Me senté en el barco explorador de Paitingi, empapado, reducido al grado más bajo de la desesperación, achicando agua constantemente hasta que todo mi cuerpo gritaba de dolor. Al anochecer estaba desfallecido, y entonces anclamos, y maldita sea mi estampa si no tuvimos que afeitarnos y lavarnos y sacar trajes limpios para la fiesta de Brooke en el Jolly Bachelor. Recordando aquello, no puedo imaginar por qué lo soporté. No intento comprender tampoco las mentes de los demás. Todos ellos se vistieron lo mejor que pudieron, empapados de humedad, y yo no podía llevarles la contraria, ¿verdad? Nos reunimos en la cabina del Jolly Bachelor, chorreando, y allí estaba la mesa puesta para la cena, con plata, cristalería y todo, Brooke con su frac azul con botones de latón, dándonos la bienvenida como un maldito gobernador general, tomando vino con Keppel, señalándonos nuestros asientos y frunciendo el ceño porque la sopa de tortuga estaba fría.
«No puedo creer que esto esté ocurriendo de verdad —pensaba yo—; todo es una terrible pesadilla, y Stuart no está sentado frente a mí con su levita negra y su corbata de cordón atada con un nudo de fantasía, y no es champán real lo que estoy bebiendo a la luz de unos humeantes candiles, todo el mundo reunido en torno a la mesa en la pequeña cabina, y no están escuchando sin respirar mientras yo les cuento lo de coger a Alfred Mynn con la pierna delante en Lord’s. No hay piratas, realmente, y no estamos brindando a kilómetros de distancia de cualquier apestosa bahía de Borneo, mientras fuera resuenan los truenos y caen chuzos de punta por la escalera, y Brooke pasa unos cigarros mientras el asistente malayo pone el oporto en la mesa.» No podía creer que en torno a nosotros hubiera una flota de sampanes y barcos espía, cargados con dayaks y casacas azules y otros salvajes surtidos, y que al día siguiente estaríamos reviviendo el horror de Patusan de nuevo. Era todo demasiado extraño, confuso e irreal, y aunque debí de haber liquidado por mi cuenta una botella de buen champán y unas copas de oporto, me levanté de aquella mesa tan sobrio como cuando me senté.
Sin embargo, fue bastante real, la mañana de aquel último día espantoso en el río Skrang. El tiempo se había despejado milagrosamente antes de amanecer, y la estrecha franja de agua marrón y aceitosa que había frente a nosotros brillaba a la luz del sol entre sus verdes muros de vegetación. Hacía un calor infernal, y por una vez la selva, comparativamente, estaba silenciosa, pero había una excitación en la flota que se podía notar batiendo en olas a través del aire bochornoso y sofocante; no era sólo el hecho de que Brooke hubiera predicho que ésa podía ser la última batalla, creo que también nos dábamos cuenta de que si no llegábamos a alguna conclusión con los piratas que se escondían en algún lugar ante nosotros, nuestra expedición se detendría por puro agotamiento, y no podríamos hacer nada salvo volver de nuevo río abajo. Esto alimentaba una especie de salvaje desesperación en los demás. Stuart ardía de impaciencia mientras se dejaba caer junto a mí en el barco explorador de Paitingi, sacando su pistola y metiéndola en su cinturón y luego haciendo lo mismo una y otra vez. Incluso Paitingi, en la proa, estaba tenso como cuerda de violín, contestando bruscamente a los Lingas y retorciéndose la roja barba. Mi propio estado pueden imaginárselo ustedes mismos.
Nuestro héroe, por supuesto, estaba como siempre en plena forma. Estaba situado en la proa del Jolly Bachelor mientras nuestro barco explorador se alejaba a toda vela, con el sombrero de paja en la cabeza, dando órdenes y bromeando hasta ponerte enfermo.
—Están ahí, amigo —le gritaba a Paitingi—. Está bien, no puedes olerlos, pero yo sí. Nos encontraremos con ellos por la tarde, probablemente antes. Así que mantén una buena vigilancia, y no te alejes a más de un tiro de pistola del segundo barco, ¿me oyes?
—¡Ajá! —dijo Paitingi—. No me gusta esto, J. B. Está muy tranquilo. Supón que ellos están en los laterales... dispersos y escondidos.
—El Sulu Queen no puede esconderse —replicó Brooke—. Tiene que mantenerse en la corriente principal, y el río pierde profundidad enseguida. Es nuestra presa, piénsalo, tómala y cortaremos la cabeza de la serpiente. Toma un mango —le tiró el fruto a Paitingi—. No pienses en los laterales; en cuanto veas el bergantín, pon una luz azul y mantén tu posición. Nosotros haremos el resto.
Paitingi murmuró algo acerca de emboscadas en el agua, y Brooke rió y le dijo que dejara de graznar.
—¿Recuerdas al primer tipo contra el que luchaste? —gritó—. Bueno, ¿qué es un montón de piratas comparado con él? Ve, viejo amigo... y buena suerte.
Saludó con la mano mientras pasábamos los remos adentrándonos en la corriente y hacia el primer recodo, con los otros barcos alineados en nuestra estela y la chalupa del Dido y el Jolly Bachelor conduciendo a las embarcaciones más pesadas detrás. Le pregunté a Stuart qué había querido decir Brooke con eso del primer tipo contra el que había luchado Paitingi, y él se rió.
—Era Napoleón. ¿No lo sabía? Paitingi estaba con el ejército turco en la batalla de las Pirámides.[45] ¿Verdad, viejo?
—¡Ajá! —gruñó Paitingi—. Y fuimos bien derrotados, para mi desgracia. Pero te digo una cosa, Stuart, me sentía mejor aquel día que ahora —se agitó en la proa, apoyándose en los cañones para mirar río arriba—. Hay algo raro, lo noto. Escucha.
Aguzamos los oídos por encima del silbido de los remos, pero excepto los gritos de los pájaros en la selva y el zumbido de las nubes de insectos en la costa, no se oía nada. El río estaba vacío, y por lo que parecía, la selva que lo rodeaba también.
—No oigo nada extraño —dijo Stuart.
—Precisamente por eso —replicó Paitingi—. No se oyen gongs de guerra... y sin embargo hemos venido oyéndolos cada día durante toda la semana pasada. ¿Qué pasa ahora?
—No sé. Pero, ¿no será buena señal?
—Pregúntamelo esta noche —respondió Paitingi—. Espero poder contestarte entonces.
Su intranquilidad se me contagió como la peste, porque yo sabía que él tenía mejor olfato que ningún otro guerrero que haya conocido nunca, y cuando un tipo así empieza a impacientarse, hay que tener cuidado. Tuve vívidos recuerdos del sargento Hudson olisqueando el peligro en el yermo del camino de Jallalabad. Por Dios, tuvo razón, a pesar de todas las señales, y allí estaba Paitingi con la misma historia, inclinando la cabeza, frunciendo el ceño, poniéndose de pie de vez en cuando para escrutar el verde impenetrable, mirando al cielo, tirándose de las patillas... Aquello acababa con mis nervios, y con los de Stuart también, aunque no había ni una señal de peligro mientras nos deslizábamos lentamente corriente arriba por el río silencioso bajo la brillante luz del sol, kilómetro tras kilómetro, por recodos y tramos rectos, y siempre la misma corriente marrón igualmente vacía en toda la distancia que abarcaba la vista. El aire estaba tranquilo; el ruido de un cocodrilo al deslizarse con su pesado chapoteo en un banco de arena nos hizo dar un salto, buscando nuestras pistolas; luego un pájaro lanzó un graznido en la otra orilla, y volvimos a empezar, un sudor frío en aquella humeante soledad... No conozco ningún lugar donde uno se sienta tan desnudo y expuesto como en un desierto río de la selva, con aquella vasta y hostil extensión de vegetación todo alrededor. Como Lord’s, pero sin pabellón hacia el que correr.
Paitingi aguantó aquello durante un par de horas y luego perdió la paciencia. Había estado usando el catalejo para examinar las bocas de las pequeñas ensenadas laterales que pasábamos de vez en cuando, oscuros, silenciosos túneles en la vegetación; entonces miró ceñudamente al segundo barco explorador, a cien metros detrás de nosotros, y gritó una orden a los remeros para que aceleraran el ritmo. El barco salió disparado hacia adelante, temblando debajo de nosotros; Stuart miró hacia atrás ansiosamente al espacio que se iba agrandando.
—J. B. ha dicho que no más lejos de un disparo de pistola —dijo, y Paitingi se volvió hacia él.
—¡Si seguimos las órdenes de J. B., caeremos en la trampa con toda la flota completa! Y además, ¿dónde está él ahora? ¿Crees que sabe manejar un barco explorador mejor que yo?
—Pero teníamos que mantenernos igual hasta que diéramos con el Sulu Queen...
—¡Que el demonio se lleve al Sulu Queen! Está escondido en una de esas ensenadas, aunque J. B. quiera creer otra cosa. No están delante de nosotros, te lo digo. ¡Están a un lado! ¡Siéntese, maldita sea! —me dijo—. ¡Stuart! Pasa la orden... Los remeros estarán listos para ciar a mi señal. ¡Mantén el ritmo! ¡Les ganaremos medio kilómetro de agua para maniobrar, si tenemos suerte! ¡Adelante... y esperad mis órdenes!
Yo no podía entender nada de todo aquello, pero eran noticias completamente espantosas. Por lo que él decía, ya habíamos caído en la trampa, y la selva estaba llena de diablos escondidos esperando para atacarnos, y él se dirigía hacia adelante para hacer saltar la emboscada antes de que el resto de nuestros barcos se metiera en ella del todo. Me senté, muerto de miedo, mirando hacia aquel silencioso muro de hojas, las corrientes que serpenteaban en torno al recodo que se aproximaba, la ancha espalda de Paitingi mientras él se agachaba en la proa. El río se había estrechado notablemente en el último kilómetro, hasta una anchura de apenas cien pasos más o menos; las orillas estaban tan cerca que imaginé que podía ver a través de los árboles más cercanos, a las oscuras sombras que había más allá. ¿Había alguna cosa que se movía allí, se oía alguna espantosa presencia? El barco explorador casi volaba bordeando el recodo, y detrás de nosotros el río estaba vacío durante medio kilómetro, estábamos solos, muy adelante.
—¡Ahora! —rugió Paitingi, cayendo de rodillas y agarrándose a la borda, y mientras los remeros ciaban, el barco explorador giró sobre sí mismo, y su proa se levantó claramente del agua de modo que tuvimos que agarrarnos como desesperados para evitar ser arrojados fuera. Durante un espantoso e inacabable instante colgó suspendido en un ángulo, con el agua a sus buenos dos metros por debajo de mi codo izquierdo, luego volvió a caer de golpe como si quisiera sumergirse hasta el fondo, onduló, el agua pasó por encima de sus costados y ya estábamos al revés y corriendo río abajo, y Paitingi nos chillaba que achicáramos por lo que más quisiéramos.
El agua nos cubría hasta la altura del tobillo mientras yo la achicaba con el sombrero, tirándola por la borda; los remeros jadeaban como máquinas oxidadas, la corriente nos ayudaba a deslizarnos a una marcha escalofriante, y entonces resonó un grito de Paitingi, levanté la vista y miré, y vi algo que me heló la sangre en mi asiento.
A un centenar de metros por delante de nosotros, río abajo, algo se movía desde la maraña de la orilla: una balsa, empujada con una pértiga lentamente en el fondo de la corriente, repleta de hombres. En el mismo momento sonó un ruido desgarrador desde la selva en la orilla opuesta; la selva parecía moverse lentamente hacia fuera, y entonces se separó un gran árbol, una masa de verde enmarañado, que cayó con estrépito y con un poderoso chapoteo hasta bloquear un tercio de la corriente por babor. Desde la selva del otro lado llegó el súbito estruendo de los gongs de guerra; detrás de la primera balsa, otra estaba colocándose ya. Surgían pequeñas canoas como dedos negros de las orillas de delante, cada una cargada de indígenas. Donde un momento antes el río estaba silencioso y vacío ahora vomitaba una horda de embarcaciones piratas, lanzando sus gritos de guerra, sus barcos llenos de aceros, crueles caras, interceptándonos, acercándose hacia nosotros como un enjambre. Había otros en las orillas, arqueros y lanzadores de cerbatanas; los dardos silbaron en dirección a nosotros.
—Allí, ¿lo veis? —rugió Paitingi—. ¿Dónde está vuestro inteligente J. B. ahora, Stuart? ¡El Sulu Queen, dice él! Sí, bueno, él ha elegido buenas aguas en las que moverse... ¡Muchas gracias! Estos hijos de Eblis querían atrapar una flota y han conseguido una de barcos exploradores. —y se puso de pie, desafiante, riendo a carcajadas—. ¡Dirígete hacia el hueco, timonel! ¡Adelante, adelante! ¡A la carga!
Hay momentos en la vida que se resisten a la descripción. En mis malos momentos parece haber ocurrido al menos una vez por semana, y tengo dificultades en distinguirlos. Los últimos minutos en Balaclava, el momento en que los galeses se abatieron en Little Hand Rock y los zulúes llegaron saltando sobre nuestra posición, la rotura de la puerta del fuerte Piper, la carrera desesperada por Reno’s Bluff con los bravos sioux corriendo entre la turbulenta y aniquilada multitud del Séptimo de Custer... En todos estos casos eché a correr, sabiendo que iba a morir y poco dispuesto ante la perspectiva. Pero en el barco explorador de Paitingi era imposible, así que, deprimido, estuve a punto de rendirme. Observé aquellas caras malignas, planas, mirándonos detrás de sus brillantes puntas de lanza y kampilans, y decidí que no estaban abiertos al diálogo; no había nada que hacer salvo sentarse y disparar sin descanso... y entonces noté un dolor ardiente en el lado izquierdo de las costillas y miré hacia abajo asombrado para ver un dardo de sumpitan en mi costado. Era amarillo, con un pequeño penacho negro de algodón en la punta, y lo agarré, gimoteando, hasta que Stuart me alcanzó y lo arrancó de golpe, con considerables molestias por mi parte. Chillé, me retorcí y caí por encima de la borda.
Imagino que fue aquello lo que me salvó, aunque maldito si sé cómo. Eché un vistazo al relato oficial de los hechos antes de escribir esto, y evidentemente el historiador tuvo una dificultad similar para creer que alguien de nuestra pequeña fiesta acuática sobreviviera, porque asegura convencido que todos los hombres de la tripulación de Paitingi fueron asesinados. Asegura que habían avanzado demasiado, que fueron interceptados por una súbita emboscada de balsas y praos, y cuando la flota de Brooke llegó al rescate, demasiado tarde, Paitingi y sus seguidores habían muerto todos... Se relata gráficamente cómo se unieron veinte barcos en una sangrienta mezcolanza, miles de piratas chillando en la orilla, la corriente teñida de color escarlata, cuerpos descabezados, despojos y embarcaciones volcadas y a la deriva por la corriente, pero ni una sola palabra acerca del pobre Flashy medio muerto, tiñendo el agua con su preciosa sangre y escupiendo: «¡Esperad, malditos bastardos, me estoy hundiendo!». Es bastante doloroso ser ignorado de esa manera, aunque me alegré bastante de aquello en su momento, cuando vi el cariz que estaban tomando las cosas.
Fue, me he dado cuenta más tarde, cuestión de pura casualidad que toda la flota de Brooke no fuera arrasada; en realidad, si no hubiera sido por la carrera desesperada de Paitingi hacia adelante, los piratas habrían cogido a toda la expedición junta, pero tal como fue, Brooke tuvo tiempo para poner en línea sus barcos y dirigirlos en orden. Fue una cosa horrible, sin embargo. Keppel confesó más adelante que cuando vio la horda que estaba esperándole, «por un momento no supe qué partido tomar». Allí había un tipo que iba por el agua corriente abajo con un agujero en el vientre y pidiendo socorro, que compartía exactamente sus sentimientos. Yo veía la acción desde el otro lado, por así decirlo, pero me parecía tan confusa e interesante como a Keppel. Estaba muy ocupado, por supuesto, sujetándome las tripas heridas con una mano y agarrado a una tabla con la otra, tratando de evitar ser arrastrado por barcos llenos de personas mal dispuestas con espadas, pero mientras salía a flote por décima vez, vi los últimos segundos del barco explorador de Paitingi que se estrellaba contra el enemigo, y cómo su cañón de proa explotaba y abría una sangrienta brecha a través de la tripulación de una balsa.
Luego los piratas pasaron por encima de ellos; vi a Stuart, erizado como un alfiletero con dardos de sumpitan, que caía en el agua, un Linga que se abría paso con su kampilan girando en un brillante círculo en torno a su cabeza; otro en el agua, apuñalando fieramente a los enemigos que tenía encima; el timonel, a gatas en la balsa, cortado literalmente en pedazos por una multitud aullante de piratas; Paitingi, un gigante rojo y resplandeciente, sin turbante, rugiendo: «Allah-il-Allah!» con un pirata levantado en sus grandes brazos... y luego sólo el casco del barco explorador, vuelto del revés, en el agua tumultuosa y sangrienta, los barcos piratas que se apartaban de allí y daban la vuelta para encontrarse con el enemigo que se ocultaba corriente abajo.
No tuve tiempo para ver nada más. El agua rugía en mis oídos, podía sentir que mis fuerzas desaparecían a través de la herida torturante de mi costado, mis dedos se soltaban de su presa en el pecio, el cielo y las copas de los árboles giraban lentamente por encima de mi cabeza y a través de la superficie del agua algo (¿un barco? ¿Una balsa?) se acercaba a mí entre un clamor de voces. El aire y el agua estaban llenos de los sonidos de gongs de guerra, y entonces me vi sacudido por un violento golpe en la cabeza, algo rozó dolorosamente contra mi cuerpo, empujándome hacia abajo, me atraganté con el agua, mis oídos me zumbaban, los pulmones me reventaban... Y entonces, como el viejo Wild Bill habría dicho: «Sí, chicos... ¡me ahogué!».[46]