11
Ese sentimiento no duró mucho tiempo, por supuesto; nunca lo hace. Se oyen noticias, algún rumor o un comentario enigmático como el de Laborde, y tu imaginación cobra alas con salvaje optimismo... y luego no ocurre nada, y tus ánimos decaen, sólo para revivirlo unos momentos, y luego de nuevo abajo, y arriba y abajo, mientras el tiempo transcurre casi sin darnos cuenta. Me alegro de no ser uno de esos tipos fríos que pueden tener siempre una visión realista de las cosas, porque cualquier valoración lógica de mi situación en Madagascar me habría conducido al suicidio. En cambio, mis esperanzas y desesperanzas probablemente fueron mi salvación, mientras los meses iban pasando.
Porque pasaron meses... seis, aunque volviendo la vista atrás es difícil creer que se tratara de algo más que unas pocas semanas. Los recuerdos se adhieren con fuerza a los incidentes horribles, pero se anulan con la sombría y prolongada desesperación, especialmente si las ayudas se deben a que bebes en cantidad. En Madagascar existe un fino licor anisado, al que yo me aficioné de verdad, así que entre el sueño y el estupor alcohólico supongo que no estaba consciente más que la mitad del tiempo.
Tal como he indicado antes, cuando es necesario, uno cumple el trabajo que lleve entre manos. Yo entrenaba y acosaba a mis tropas, y atendía a la reina cuando me llamaba, y cautelosamente alargaba mi círculo de amistades entre los militares de graduación, y cultivaba la amistad del señor Fankanonikaka, y averiguaba todo lo que pudiera serme útil cuando llegara la ocasión, si es que lo hacía alguna vez. ¡Pero tenía que llegar, tenía que llegar! Porque si bien a cada semana que pasaba mi esclavitud en Madagascar empezaba a parecer más natural e inevitable, había momentos en que me rebelaba violentamente, como cuando acababa de ver a Elspeth o me sentía abatido por alguna nueva atrocidad de la reina, o el almizclado olor de madera y polvo se hacían insoportables a mi nariz, o cuando no había nada que hacer salvo caminar solo por el campo de maniobras y mirar a las montañas distantes, y decirme a mí mismo orgullosamente que Lord’s estaba todavía allí en algún lugar, con Félix lanzando sus lentas pelotas mientras la multitud aplaudía y los cuervos graznaban en los árboles; y allí había campos verdes y lluvia inglesa, párrocos con sus sermones, campesinos arando, niños jugando, estudiantes siempre jurando, vírgenes rezando, caballeros bebiendo, putas follando, polis patrullando... Aquel era el hogar, y siempre habría un camino abierto hacia él.
Así que mantuve los ojos abiertos y aprendí que Tamitave, pese a tardar días desde allí con los esclavos, estaba apenas a doscientos veinte kilómetros; los barcos extranjeros llegaban dos veces al mes, porque Fankanonikaka, cuya oficina visité con frecuencia, solía recibir noticias de ellos: el Samson de Toulon, el Culebra de La Habana, el Alexander Hamilton de Nueva York, el Mary Peters de Madrás... Estos son los nombres que vi, y mi corazón casi se me paró. Los barcos se limitaban a anclar en los fondeaderos y cambiar su carga... Si yo pudiera calcular el tiempo de mi huida desde Antan con precisión y alcanzar Tamitave cuando un barco extranjero estuviera por allí, nadaría desde la costa, y llegaría a bordo... ¡y que intentaran llevarme a otra tierra maldita de nuevo! ¿Cómo llegar a Tamitave, sin embargo, sin que me alcanzaran? El ejército tenía algunos caballos, un poco pencos, pero bastarían. Uno para cabalgar, tres de refresco... ¡Oh, Dios, Elspeth! ¿Debía llevármela conmigo o no? A menos que escapara y volviera a por ella por la fuerza... ¡Por Dios, Brooke daría saltos ante la oportunidad de hacer una expedición contra Ranavalona, si Brooke seguía todavía vivo! No, no podía enfrentarme de nuevo a otra de sus campañas... ¡Maldita sea Elspeth! Y así corrían mis pensamientos, sólo para volver al polvoriento calor y agotamiento de Antan, y la desesperación de la existencia.
Había algunas cosas buenas, sin embargo. Mi trabajo con el ejército me iba interesando cada vez más, y disfrutaba haciendo maniobrar a las tropas, enseñándoles pasos complicados, marchas lentas y cosas así; me hice bastante amigo de altos oficiales como Rakohaja, que empezaron a tratarme como un igual, e incluso aquellos simios condescendientes me invitaron a sus casas. Fankanonikaka se dio cuenta y se mostró encantado.
—Haciendo mucho bien, ¿eh? Comida de su señoría, mucha comida, feliz licor como el infierno, alta sociedad, encantado de conocerle, ¿eh? He visto que usted va junto conde Rakohaja, barón Andriama, canciller Vavalana, otros muy elegantes. Cuidado con Vavalana, sin embargo, astuto perro, mirando o espiando poco poquito para la reina. Así que cuidadito, eso es lo que hace falta, buen pájaro Vavalana, con él odiar a viejo amigo Fankanonikaka, odiándole también a usted, muy celoso porque usted monta a la reina, no le gusta su bum-bum ni la mitad, quizá hacer niño pequeño no lo sé, Vavalana no le gusta eso, destruir usted si posible. Vigílelo, digo. Mientras tanto usted está gustando a la reina todo el rato, amantes, ella admirar, ¿no está bien eso, sin embargo?, ¡ja, ja, ja!
Y el pequeño y sucio bribón se tocaba la nariz de boxeador y se reía. Yo no estaba demasiado seguro, porque las demandas que me hacía Ranavalona disminuían lentamente a medida que transcurría el tiempo, y mientras aquello, en cierto modo, era un alivio también era preocupante, porque al principio, cuando me llamaban a palacio para el servicio de su majestad, que solía ser casi todos los días, estaba tan exhausto que ni me atrevía a agitar la mano por miedo de que se me cayera. ¿Se estaba cansando de mí? Era un pensamiento horrible, pero me tranquilizó el hecho de que ella todavía buscara mi, compañía, e incluso empezase a hablarme.
No se trataba de ninguna conversación elevada. ¿Cómo están las tropas? ¿Era suficiente la ración de jaka?[59] ¿Por qué no mataba a ningún soldado como castigo? ¿Había visto alguna vez a la reina de Inglaterra? Pueden imaginársela, sentada en su trono con un vestido europeo, con una de sus chicas abanicándola, o reclinada en su lecho con un sari, apoyada en un codo, gruñendo sus preguntas, manoseando sus largos pendientes, sin quitar nunca aquellos ojos negros sin parpadear de los míos. Un trabajo agotador aquél, porque yo estaba en constante temor de decir algo que pudiera ofenderla. No fui capaz nunca de descubrir lo informada o educada que estaba, porque ella no adelantaba ninguna información ni opinión, sólo preguntas, y las respuestas no parecían ni gustarle ni disgustarle. Simplemente se quedaba sentada; callada, y preguntaba otra cosa, en el mismo francés monótono y susurrante.
Era imposible adivinar lo que pensaba, ni siquiera cómo funcionaba su mente. Les daré un ejemplo. Yo estaba solo con ella un día, sumisamente de pie mientras ella estaba sentada en la cama mirando a Manjakatsiroa (su botella de calabaza) murmurando para sí, cuando miró hacia mí lentamente y gruñó:
—¿Te gusta este vestido?
Era un sarong de seda blanca, y no le quedaba mal, pero por supuesto le mostré mi entusiasmo. Ella escuchó sombría, lo tocó un momento y luego se levantó, se lo quitó y me dijo:
—Es tuyo.
Bueno, no era mi estilo, pero por supuesto que me arrastré agradecido y dije que no podía hacerle justicia, pero que lo guardaría como un tesoro para siempre, que lo convertiría en mi ídolo doméstico, que había sido una idea espléndida. Pues no me prestó ninguna atención, echó a andar, desnuda como la palma de mi mano, se paró ante el espejo, y se miró. Luego se volvió hacia mí, se palmeó el vientre pensativa dos o tres veces, se puso las manos en las caderas, me miró fríamente y dijo:
—¿Te gustan las mujeres gordas?
¿Les chocaría si les digo que los pelos de la nuca se me erizaron? Porque si se les ocurre una respuesta adecuada, a mí no. Me quedé con la lengua trabada, el sudor corriéndome por mi cuerpo y con visiones de pozos hirviendo y crucifixiones, sin poder reprimir un gemido de desesperación... que inmediatamente tuve el sentido común de convertir en un gruñido lujurioso mientras avanzaba hacia ella, agarrándola amorosamente y rogando que las acciones fueran más elocuentes que las palabras. Como ella no volvió a tocar el tema, creo que mi respuesta fue la adecuada.
Otra ansiedad, por supuesto, durante aquellas largas semanas, era que ella se enterara de la existencia de Elspeth, o qué mi querida esposa se impacientara y cometiera alguna locura que pudiera atraer su atención. No lo hizo, sin embargo, y en las ocasionales visitas que me permitieron hacer al palacio del príncipe parecía tan animada como siempre. Todavía no lo entiendo, aunque admitiré que Elspeth tiene una disposición serena y estúpida que le permite sacar el mejor partido de cualquier situación. Ella lamentaba que estuviéramos separados, por supuesto, y nunca dejaba de preguntarme cuándo volveríamos a casa, pero como nunca nos dejaban solos, no hubo oportunidad de decirle la espantosa verdad, y de todos modos no hubiera servido de nada. Así que yo le seguía la corriente, y ella parecía bastante contenta.
En la última visita que le hice, vi los primeros signos de preocupación, y comprendí que por fin había penetrado en aquella bella cabecita que Madagascar quizá no fuese el bonito lugar de vacaciones que ella imaginaba. Estaba pálida y parecía como si hubiera estado llorando, pero esta vez no tuvimos la oportunidad de mantener una entrevista privada, porque la ocasión fue un té dado por la princesa, y me vi absorbido por la charla militar del príncipe y Rakohaja todo el tiempo. Sólo cuando ya me iba cambiamos Elspeth y yo unas breves palabras, y ella no dijo mucho, sólo cogió fuertemente mi mano y me repitió la eterna pregunta de cuándo volveríamos a casa. No podía sospechar qué era lo que la había alterado, pero comprendí que estaba a punto de llorar, así que la aparté de sus temores de la única forma que conocía.
—¿Qué es esto, nenita? —dije, con aire enfadado—. ¿Has estado flirteando con ese joven príncipe, acaso?
Ella pareció asombrada, pero su depresión desapareció de inmediato.
—Pero, Harry, ¿qué quieres decir? Vaya pregunta...
—¿Qué, no es cierto? —inquirí, severamente—. No sé... me doy cuenta de que le gustas mucho a ese presuntuoso joven cachorro... Sí, y tú no le estás desanimando precisamente, ¿verdad? No estoy demasiado contento, señorita. Sólo porque no pueda estar aquí contigo todo el tiempo, no hay razón para que tú te pongas a tontear con otros tipos... Ah, sí, te he visto mariposeando con él cuando te estaba hablando, y es un hombre casado también. De todos modos —susurré—, eres demasiado guapa para él.
Ella se sonrojó, no porque se sintiera culpable, confusa, sino de placer ante el pensamiento de poder despertar la pasión en otro pecho masculino. Si había algo que podía atraer el interés de aquella zorrita era causar admiración; se habría quedado arreglándose y acicalándose en el camino de una apisonadora si alguien simplemente le hubiera guiñado el ojo. Vi por sus protestas sonrojadas lo encantada que estaba, y que la infelicidad que, por el motivo que fuese, había sentido estaba casi olvidada. Pero ahora me llamaba el príncipe, con Rakohaja a su lado.
—Sin duda le veremos esta noche, sargento general, en el baile de Su Majestad —dijo Su Alteza, y me pareció que su voz era extrañamente chillona, y su sonrisa un poco inexpresiva—. Será una ocasión espléndida.
Ya había oído hablar de los bailes y fiestas de la reina, por supuesto, aunque no había asistido a ninguno. Siendo oficialmente un esclavo, como saben, por mucha autoridad que tuviera en el ejército, yo ocupaba una curiosa posición social. Pero Rakohaja despejó mis dudas.
—El sargento general Flashman estará presente, Alteza —volvió su cara grande, marcada con la cicatriz, para mirarme—. Yo le llevaré con los míos.
—Excelente —tartamudeó el príncipe, mirando a todas partes menos a mí—. Excelente. Eso será... de lo más agradable.
Saludé y me retiré, preguntándome qué significaba todo aquello. No tuve que esperar mucho para averiguarlo.
Las galas de la reina eran unos acontecimientos famosos. Tenían lugar cada dos o tres meses, en los aniversarios de su nacimiento, subida al trono, matrimonio y no me extrañaría que de su primera masacre también. Asistía la flor y nata de la sociedad malgache, todos con sus trajes elegantes, apretujándose en el gran patio ante el palacio, donde bailaban, comían, bebían y se divertían a lo largo de toda la noche. Puras orgías, por lo que había oído contar. Estaba bien preparado, vestido con uniforme de gala, cuando Rakohaja vino a buscarme a primera hora de la tarde.
Cuando entramos había una gran muchedumbre de gente del pueblo congregada ante las puertas de palacio, intentando echar un vistazo a sus superiores, que estaban armando ya un buen escándalo. El enorme patio estaba todo iluminado con linternas chinas que colgaban de unas cadenas; palmeras en macetas e incluso árboles y bancos de flores que habían sido transportados allí como decoración. Los arcos de la fachada del palacio estaban adornados con ramas y cordones de oro, y en el centro del patio se había construido una fuente. El agua caía sobre unas jarras de cristal en las que estaban aprisionados enjambres de las famosas luciérnagas malgaches: brillantes y pequeñas joyas de color esmeralda que parpadeaban y aleteaban entre los chorros con sorprendente efecto.
Entre los árboles y arbustos que se alineaban a lo largo de la plaza estaban colocadas largas mesas llenas de exquisiteces, especialmente el arroz con buey local consumido en honor de la reina. No me pregunten por qué, porque es un simple rancho para llenar la panza. La banda militar estaba cerca, tocando con entusiasmo Auprès de ma blonde equivocándose en la mayoría de las notas; noté que todos estaban medio borrachos, las negras caras sudorosas haciendo muecas y los cuellos de sus uniformes desabrochados, mientras el director, con una bata resplandeciente de cuadros escoceses y un bombín, marcaba el compás cacareando y se le caían sus gafas de montura plateada. Se tiró al suelo para buscarlas sin dejar de menear locamente la batuta, pero la banda seguía tocando incansable, cayéndose algunos de sus asientos, con lo que el estruendo era ensordecedor.
Si estaban borrachos, se podía ver de dónde habían sacado la idea. Allí había varios centenares de representantes de la alta sociedad, cada uno con un galón de licor encima más o menos a juzgar por sus gestos; yo conté cuatro individuos en la fuente cuando llegué, y otros tantos más tambaleándose alrededor. La mayoría estaban de pie, bastante inestables, en grupos desde seis a sesenta, conversando educadamente a voz en grito, gritando y dándose palmadas en la espalda, cogiendo vasos de las bandejas cargadas que los sirvientes pasaban entre ellos, haciendo brindis, salpicándose licor unos a otros, disculpándose trabajosamente, cayéndose y actuando de manera bastante civilizada en conjunto.
Vi el habitual despliegue de vestimentas: hombres con trajes árabes, turcos y españoles o mezclas de todos ellos, mujeres con sarongs de todos los colores imaginables, saris, trajes elaborados y elegantes casacas. Había abundancia de uniformes y calidades, terciopelos, brocados, telas finas y gruesos paños, con trencillas y galones de oro y plata, pero observé que había una nota más hispánica de lo habitual: fracs negros, fajas en la cintura, pantalones estrechos y fajines entre los hombres; mantillas, tacones altos, faldas con volantes, abanicos de encaje y flores entre las mujeres. La razón, como descubrí inmediatamente, es que era el cumpleaños de Rakota, y como a él le gustaba ese tipo de moda, los asistentes iban engalanados en su honor. El calor de aquel chillón y agitado gentío venía como una ola, y la banda coronaba aquel manicomio de estrépitos con su incesante matraqueo.
—La cena no ha empezado todavía —me dijo Rakohaja—. ¿Nos anticipamos a los demás? —Me condujo bajo los árboles, donde esperaban los camareros, la mayoría de ellos bastante animados, y me hizo señas a mí y a sus asistentes de dirigirnos a las sillas. Había porcelana china y cristalería en las mesas, pero Rakohaja simplemente descorchó una botella, se remangó, agarró un puñado de arroz con buey y procedió a metérselo en la boca, tomando tragos de licor para ayudarlo a bajar. No deseando ser tomado por ignorante, usé los dedos con un pollo entero, y los asistentes, por supuesto, se lanzaron a devorar como caníbales.
A mitad de nuestra colación los asistentes más sobrios de palacio apartaron a los invitados de la plaza principal, y hubo un terrorífico follón de caídas, empujones, pisotones, juramentos y profusas disculpas mientras iban tambaleándose a sentarse junto a los bufés de alrededor. Volcaron mesas enteras, hubo gente caída por el suelo, mujeres que gritaban ebrias y tenían que ser atendidas, vajilla rota y cristal hecho añicos, todo con el acompañamiento de gritos de: «Ah, mademoiselle, perdón por mi absurda torpeza», «permítame, señor, ayudarle, a sus pies», «eh, garçon, coloque una silla debajo de madame... ¡Debajo de su trasero, inútil!», «delicioso, ¿verdad, mademoiselle Bomfomtabellilaba?; compañía selecta, exquisito gusto y decoración», «perdóneme, madame, voy a vomitar un momento», y cosas por el estilo. Finalmente, entre un coro de gritos, golpes, arcadas y corteses susurros, todos quedaron sentados, a diferentes niveles, y empezó la actuación.
Ésta consistía en un centenar de bailarinas con saris blancos y luciérnagas verdes sujetas en el cabello, que ondulaban a través del patio siguiendo el compás de una extraña música negra. En su mayor parte eran jovencitas feas y menudas, pero disciplinadas como soldados, como nunca he visto un coro de pantomima que las igualara. Se movían y se entrecruzaban como piezas de relojería en los más complejos arabescos, y la muchedumbre, en los intervalos libres de atragantamiento por comida o bebida, se sintió capaz de una embriagada apreciación. Les lanzaron flores y cintas e incluso platos de comida, algunos individuos se subieron a las mesas para aplaudir y chillar, las damas arrojaron monedas de sus bolsos y en medio de ese ruido infernal la banda militar recuperó la conciencia como un solo hombre y empezó a tocar Auprès de ma blonde de nuevo. El director cayó en la fuente entre prolongados vítores, uno de los comensales de nuestra mesa cayó boca abajo en un plato de curry, el general Rakohaja encendió un cigarro, unos veinte tipos corrieron entre las bailarinas y empezaron un vals improvisado, el príncipe y la princesa hicieron su entrada en coches forrados con tela de oro y llevados a la altura de los hombros por guardias hovas, toda la asamblea se entusiasmó y se tambaleó en leal saludo, y en la mesa de al lado una buscona amarilla de ojos oblicuos, con los esbeltos hombros desnudos, miró insistentemente en mi dirección, bajó los párpados modestamente y me sacó la lengua detrás de su abanico.
Antes de poder responder con una cortés inclinación de cabeza, hubo un súbito fragor de trompetas ahogando el tumulto; el volumen fue aumentando hasta convertirse en una fanfarria inaguantable, y cuando ésta dejó de tocar, la congregación entera se puso de pie con un renovado estruendo de sillas caídas, rotura de platos, reprimidos juramentos y disculpas, y se quedó más o menos en silencio, apoyándose unos en otros y respirando entre estertores.
En el centro de la primera galería del palacio se encendieron unas linternas, formaron los guardias y un mayordomo forrado de latón gritó unas órdenes. Aparecieron unas doncellas llevando la sombrilla rayada, los címbalos sonaron, una pareja de guardianes de ídolos se deslizaron con sus pequeños envoltorios, apareció la Lanza de Plata y llegó por fin la anfitriona de la fiesta, la invitada de honor, la jefa del cotarro, majestuosa con su traje carmesí y su corona dorada, saludada por un rugido de aclamación que superó a todo lo que se había oído hasta entonces. Esta oleada se alzó y rebotó contra las altas paredes: «¡Manjaka, manjaka! ¡Ranavalona, Ranavalona!», mientras tanto, ella se movía lentamente por la galería, su progreso fijo sólo alterado por el hecho de que estaba también borracha como una cuba.
Se tambaleó peligrosamente al quedarse de pie mirando hacia abajo, una pareja de guardias poniendo un discreto codo a cada lado, y la banda, en un triunfo del instinto por encima de la intoxicación, rompió a tocar el himno nacional: «Que la reina viva mil años», coreado con heroico entusiasmo por los invitados, la mayoría de los cuales parecían acompañarse golpeando con las cucharas en los platos.
Todo acabó en una furia de vítores, hasta que Su Majestad se retiró a los cinco segundos, diría yo, antes de caer redonda al suelo. La saludamos al apartarse de nuestra vista, y ahora que la leal concurrencia estaba borracha, por decirlo de alguna manera, empezó la fiesta de verdad. Hubo un movimiento unánime hacia el patio y yo me vi arrastrado quieras que no hacia allí. La banda se superaba a sí misma y todo el mundo bailaba una frenética polca. Me encontré emparejado a una mujer gorda como un hipopótamo con crinolina, que me usó como ariete para abrirse paso a través de la multitud, chillando al mismo tiempo como una máquina de vapor.
Debo decir, que para estar a tono con el espíritu de la noche, yo me había aprovisionado bien de bebida por mi parte, y me sentía bastante irresponsable, así que seguí mirando por encima de las cabezas del gentío con la esperanza de ver a la chica amarilla que me había hecho ojitos. Era una locura, por supuesto, pero ni siquiera el pensamiento de una Ranavalona celosa era suficiente contra varias pintas de licor anisado y champán malgache... Además, después de meses de montar a la realeza ansiaba un cambio, y aquella esbelta mujer me lo proporcionaría de forma estupenda... Allí estaba, Con un compañero negro y feo como un sapo agarrado a ella para no caerse; ella captó mi mirada mientras el baile la arrastraba lejos, y al verme abrió los ojos como invitándome.
Fue cuestión de un momento dar unas patadas a las macizas piernas de mi compañera y hacerla caer chillando bajo los pies de la multitud tumultuosa; me abrí camino hacia los lados, arrancando a la chica amarilla del abrazo borracho de su compañero al pasar, y éste cayó torpemente hacia adelante mientras yo me llevaba el premio, con una mano en torno a su ágil cintura. Ella se estremecía de risa mientras yo la echaba bajo los matorrales. Aquello también era un manicomio, porque parecía que la forma habitual de acabar un baile en Antan era escondiéndose entre los arbustos y fornicar; al parecer estaban allí ante nosotros la mitad de los invitados, culos negros por todas partes, pero encontré un espacio libre y estaba ya tumbándome y atragantándome lujuriosamente con el perfume que llevaba mi dama, cuando algún bruto me dio una patada en las costillas, era Rakohaja, de pie ante nosotros.
Estuve a punto de maldecirle con rabia, pero él simplemente sacudió la cabeza y se fue detrás de un árbol, y como mi compañera amarilla eligió justamente aquel momento para vomitar, no perdí el tiempo y me reuní con él, maldiciendo mi suerte. Yo andaba de forma algo vacilante, pero me di cuenta de que él estaba muy sereno. La cara negra y delgada estaba seria y tranquila, y había algo en la forma de mirar a todos lados y el follón del baile y las oscuras formas gruñendo y jadeando en las sombras ante nosotros que me hizo callar mi airada protesta. Él chupó su cigarro un momento y luego, tirándolo a un lado, me cogió del brazo y me llevó debajo de los árboles por un estrecho sendero, y por un pasadizo débilmente iluminado a un pequeño espacio abierto en el jardín, que adiviné debía de estar a un lado del palacio.
La luna iluminaba aquel pequeño espacio, lleno de sombras; y yo estaba a punto de preguntar qué demonios era todo aquello, cuando me di cuenta de que había al menos dos hombres más medio escondidos en la oscuridad, pero Rakohaja no les prestó atención. Se dirigió hacia una pequeña casita de verano, con una rendija de luz ante la puerta, y dio unos golpecitos. Me quedé allí quieto tratando de aclarar la mente, súbitamente asustado; en la distancia pude oír débilmente los sones de la música y de la ruidosa borrachera; entonces la puerta se abrió y me empujaron dentro; me cegó la luz de la linterna mientras miraba a mi alrededor y el pánico me subía por la garganta.
Allí había cuatro hombres sentados, mirándome. A mi izquierda, con una camisa oscura, pantalones y botas, su astuta cara en el haz de la linterna, estaba Laborde; cerca de él, solemne por una vez, con sus gordas mejillas enmarcadas por el alto cuello, estaba Fankanonikaka; a la derecha, esbelto y elegante con su traje de gala, uno de los jóvenes nobles malgaches a quien conocía de vista, aunque apenas había hablado con él, el barón Andriama. Y en el centro, con su hermosa cara juvenil tensa y tirante, estaba el propio príncipe Rakota. Su mirada se posó en mí mientras se cerraba la puerta.
—¿No le ha visto nadie? —su voz era un áspero susurro.
—Nadie —dijo Rakohaja detrás de mí—. Estamos seguros en principio.
Yo lo dudaba... realmente. Borracho o no, podía oler una conspiración cuando me la ponían debajo de la nariz, y pese a la presencia de la realeza y de algunos de los más eminentes ciudadanos, supe de inmediato que allí se estaba cociendo algo malo, pero la mano de Rakohaja estaba apoyada en mi hombro, y me guiaba firmemente hacia un asiento, y cualquier duda se disipó cuando el príncipe hizo una señal a Laborde, que se dirigió a mí.
—Hay poco tiempo —dijo—, así que seré breve. ¿Quiere volver a Inglaterra sano y salvo con su esposa?
La respuesta sincera constituía una falta de alta traición, y ese conocimiento debió reflejarse en mi cara, porque el pequeño Fankanonikaka saltó rápidamente. Mostraba a las claras su agitación el hecho de que hablara no en fluido francés, sino en su bastardo inglés.
—No estar asustado, no alarma, todo bien, Flashman. Amigos aquí, queriéndole, decir verdad, como buenos compañeros, ¿verdad?
Si el propio hijo de la reina y su secretario y ministro de confianza estaban en aquello, fuera lo que fuese, no había motivos para mentir.
—Sí —dije yo, y el príncipe suspiró con alivio, y rompió a hablar torrencialmente en malgache, pero Laborde le detuvo.
—Perdón, Alteza, no debemos perder tiempo —se volvió de nuevo hacia mí—. Ha llegado el momento de derrocar a la reina. Todos nosotros, los que ve aquí, estamos de acuerdo en ello. No estamos solos; hay otros, amigos de confianza, que están con nosotros. Tenemos un plan... simple, efectivo, que no implica derramamiento de sangre, por el cual Su Majestad será relevada del poder, y Su Alteza coronado en su lugar. Él le da su real palabra de que a cambio de su fiel servicio en esto, les concederá la libertad a usted y a su esposa, y les devolverá a su país —hizo una pausa, sus palabras habían salido en un rápido e incisivo chorro, pero ahora hablaba lentamente—. ¿Se unirá a nosotros?
¿Podía ser una trampa? ¿Algún diabólico plan de Ranavalona para probar mi lealtad? Ella era lo bastante diabólica como para ser capaz de ello. La cara de Laborde no expresaba nada; Fankanonikaka asentía con la cabeza, como queriendo que aceptara. Miré al príncipe, y la anhelante expresión de sus oscuros ojos me convenció... Estaba ya bastante sobrio, y tan asustado como cualquier cobarde decente tiene derecho a estar. Podía ser peligroso aceptar, pero cuando noté la oscura presencia de Rakohaja junto a mí me dije que sería fatal rehusar.
—¿Qué quieren que haga? —dije. ¡Por mi vida!, no podía ver para qué me necesitaban a mí, a menos que me quisieran para estrangular a la vieja en el baño (me eché a temblar al pensarlo), pero no, no podía ser eso... «no habrá derramamiento de sangre», había dicho Laborde...
—Necesitamos a alguien —continuó Laborde, como si me hubiera estado leyendo el pensamiento— que tenga la confianza de la reina, que esté enteramente por encima de toda sospecha, aunque con el poder suficiente para disponer que las fuerzas armadas sean incapaces de protegerla. Alguien que pueda asegurar que cuando llegue el momento, su regimiento de guardias hovas no sea capaz de intervenir. Los guardias dentro de palacio pueden ser reducidos fácilmente... a condición de que no haya refuerzos que les ayuden. Ésa es la clave de todo el plan. Y usted la tiene en su mano.
En ese momento se mezclaban tantas ideas y miedos en mi mente que no pude dar una respuesta coherente. La perspectiva de la libertad, de escapar de la monstruosa Popea y su espantoso país... me hacía temblar por la excitación ante una idea como esa. Pero Laborde tenía que estar loco, porque ¿qué podía hacer yo con aquellos infelices soldados? Podía ser Dios todopoderoso en el campo de entrenamiento, diciéndoles dónde poner sus torpes pies, pero no tenía autoridad fuera de eso. Su plan podía ser de primera, y yo estaba dispuesto a todo, mientras pudiera mantenerme a salvo de todo daño... ¡pero la idea de hacer algo! Un asomo de sospecha en aquellos terribles ojos...
—¿Cómo puedo hacer eso? —tartamudeé yo—. Quiero decir que no tengo poder. El general Rakohaja puede ordenar...
—No posible, no gustar a la reina, todos pensando mal del general, matado sin duda alguna —Fankanonikaka agitaba las manos, y la profunda voz de Rakohaja sonó detrás de mí.
—Si yo o cualquier otro noble intentamos llevar a los guardias hovas a más de un kilómetro de la ciudad, la reina sospecharía de inmediato. Y no tengo que decirle qué suele pasar con sus sospechas. Se intentó una vez antes, y el general Betimseraba sufrió una agonía de días, sin brazos, sin piernas y sin ojos, colgado en una piel de búfalo en Ambohipotsy. Él estaba conspirando, como estamos haciendo nosotros ahora, pero no fue cuidadoso. Olvidó que hay espías de la reina en todos los rincones, espías que ni siquiera Fankanonikaka conoce. Y todo lo que hizo él fue intentar enviar dos compañías de la guardia a Tamitave. No se pudo probar nada..., pero falló el tanguin... y murió.
—Pero... pero yo... no puedo llevarme a los guardias...
—Ya lo ha hecho dos veces —era Andriama, que hablaba por primera vez—. ¿No les llevó a hacer marchas de entrenamiento, una de dos días y la otra de tres? Nadie dijo nada; no se molestó a la reina. Lo que levantaría una sospecha inmediata si lo hiciera un noble de quien la reina está celosa (y está enfermizamente celosa de todos nosotros) puede ser fácilmente cumplido por el sargento general, que es sólo un esclavo, y bien amado por la reina.
Fankanonikaka asentía con ansiedad; sus labios parecían enmarcar las palabras «mete-y-saca». Yo me sentía desfallecer al pensar en el peligro que ya había corrido, sin darme cuenta de ello.
—¿No lo comprende? —dijo Laborde—. ¿No comprende que desde el momento en que le vi en el mercado de esclavos, hace meses, hemos estado conspirando, Fankanonikaka y yo, para colocarle en una posición en la que pudiera hacer esto? La reina confía en usted... porque no tiene razón alguna para sospechar ya que es sólo un extranjero perdido. Piensa en usted sólo como en el esclavo que le entrena las tropas... y como amante. Usted sabe lo precavidamente que hemos procedido para que ningún atisbo de sospecha pudiera comprometerle; Su Alteza ha mantenido a salvo a su esposa, a salvo incluso de los ojos y oídos de los espías de su madre. Llevamos mucho tiempo esperando... ¡Oh, mucho antes de que usted llegara a Madagascar! Ésta no es la primera vez que conspiramos...
—¡Ella está loca! —explotó el príncipe—. Usted sabe que está loca... y es terrible... ¡Una mujer sanguinaria! Es mi madre y... y... —estaba temblando y se retorcía las manos—. No quiero llegar al trono por codicia ni por poder. Quiero salvar a este país... ¡salvarnos a todos nosotros, antes de que ella nos destruya completamente o atraiga la venganza del mundo entero contra nosotros! Y ella lo hará... ¡lo hará! ¡Las potencias no se quedarán quietas siempre! —miró desde Laborde a Rakohaja y otra vez a Laborde—. ¡Lo sabe! ¡Todos nosotros lo sabemos!
Yo no podía entenderlo, hasta que Laborde lo explicó.
—Usted no está solo, Flashman. El mes pasado un bergantín llamado Mane Laure embarrancó cerca de Tamitave; su capitán, un tal Jacob Heppick, un norteamericano, fue cogido y vendido como esclavo, como usted. Yo hice que lo compraran por mediación de unos amigos. —De repente suspiró—. Hay cinco esclavos europeos que he comprado secretamente este año para salvarlos de lo peor; náufragos, desgraciados como usted y su mujer. Están escondidos con amigos míos. Pero ha habido investigaciones por parte de sus gobiernos, preguntas que la reina ha respondido con insultos y amenazas. Ella ha sido incluso tan idiota como para extorsionar a los pocos comerciantes extranjeros que paran aquí... ha raptado hombres de los barcos y les ha obligado a hacer trabajos forzados, virtualmente esclavizados. ¿Durante cuánto tiempo soportarán esto Francia, Inglaterra y Norteamérica?
»Incluso ahora —se inclinó hacia adelante, palmeándome la rodilla—, hay un barco de guerra británico en aguas de Tamitave, cuyo comandante ha enviado una protesta a la reina. Ella la rechazará, como hace siempre, ¡y quemará vivos a otro centenar de cristianos para mostrar su desprecio a los extranjeros! ¿Cuánto tiempo pasará antes de que un barco de guerra británico se transforme en una escuadra, que desembarque un ejército, que éste marche sobre Antan y la expulse del trono? ¿Cree ella acaso que Londres y París lo soportarán todo siempre?
«¿Y qué demonios tiene de malo todo eso?», estuve a punto de estallar. Nunca había oído nada tan maravilloso en mi vida... Dios, pensar en los regimientos británicos y los casacas azules asaltándola en su asquerosa capital, ahorcándola, con un poco de suerte... Luego se me ocurrió que aquellos caballeros malgaches quizá no viesen aquella perspectiva con demasiado entusiasmo. No les gustaría ser otro dominio británico o francés, eso no, pero dejemos que el buen rey Rakota suba al trono y se comporte como un ser civilizado, y las potencias serán lo bastante felices para dejarles tranquilos a él y a su país. Así que por eso estaban todos tan ansiosos de librarse de mamá, antes de que ella provocase una invasión. Pero, ¿qué le importaba todo aquello a Laborde?, ¿acaso era malgache? No, pero era un francés intrigante, y no le gustaba que ondease la Union Jack en Antan más que a los otros. No se había metido en política por nada, ya saben.
—¡Ella nos destruirá! —gritó de nuevo Rakota—. Nos llevará a la guerra... y, en su locura, no hay horror que ella no...
—No, Alteza —dijo Rakohaja—. Ella no lo conseguirá... porque nosotros no le dejaremos. Esta vez tendremos éxito.
—¿Entiende —dijo Laborde dirigiéndose a mí— lo que hay que hacer? Debe enviar a los guardias a una marcha hacia el Ankay, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Nada más que eso. Una marcha de entrenamiento que dure tres días, al mando de sus oficiales inmediatos, como de costumbre.
—Eso dejará los regimientos de Teklave y Antaware en Antan —intervino Rakohaja—. No harán nada; sus generales estarán con nosotros en cuanto se vea que nuestro golpe tiene éxito.
—Actuaremos la segunda noche después de que los guardias se hayan ido —añadió Andriama—. Yo estaré al servicio de la reina. Tendré a treinta hombres en palacio. A una señal dada, la tomarán como prisionera y dispondrán de sus guardias en el interior del palacio, si es necesario. El general Rakohaja asumirá el mando de los regimientos menores, y con el señor Fankanonikaka podremos proclamar al nuevo rey. Esto deberá hacerse en una hora... Cuando lleguen noticias del golpe a los guardias hovas en Ankay, será demasiado tarde. El entusiasmo del pueblo garantizará nuestro éxito...
—Ellos se unirán a mí —dijo Rakota entusiasmado—. Verán por qué estoy haciendo esto, que seré un libertador y...
—Sí, Alteza —cortó Rakohaja—, puede confiar en nosotros para todo eso.
No pude evitar darme cuenta de que trataban a Rakota de una manera bastante campechana para ser su futuro monarca; no pude evitar tampoco preguntarme quién gobernaría realmente Madagascar. Pero aquello eran naderías. Mi mente daba vueltas y vueltas en el torbellino que ellos habían despertado. No eran malos conspiradores, y yo apenas tuve tiempo de recuperar el aliento. Lo tenían todo pensado... pero, demonios, ¡era un riesgo tremendo! Supongamos que algo salía mal, como ya había pasado una vez, como dijeron. El simple pensamiento de la venganza que podía tomar Ranavalona hacía que me zurrearan las tripas... y yo estaría en medio de todo el fregado. Sentía ganas de llorar al pensar que había un barco de guerra británico, en aquel mismo momento, a menos de cuatro días de distancia. ¿Había alguna forma de que yo pudiera...? No, aquello no estaba previsto. ¿Y si Laborde no podía llevar a buen término sus propósitos? ¿Y si la reina se enteraba de algo? Ella tenía espías... incluso miré con sospecha al propio Fankanonikaka, preguntándome... Quién sabe... ella podía haber penetrado en aquella conspiración ya... Ella podía estar anticipándose ya con fruición esperando su momento. Pensé en los horribles pozos, y en el tipo que gritaba ante su trono, con el brazo abrasado...
—¿Entonces está con nosotros? —preguntó Laborde, y me di cuenta de que todos me estaban mirando: Fankanonikaka, con los ojos como platos, ansioso y asustado; el príncipe casi suplicante, Andriama y Rakohaja ceñudos, Laborde con la cabeza echada hacia atrás, sopesándome. En el silencio de la pequeña casita de verano podía oír todavía, débilmente, los sones de la música distante. Flotaba una pregunta absurda, inútil en mi mente... pero por absurda que fuera, tenía que hacerla, aunque la respuesta podía tranquilizar un poco mis terrores.
—¿Están seguros de que la reina no sospecha ya algo? —dije—. He oído que hay treinta hombres metidos en esto... ¿Cómo saben que no hay ningún espía entre ellos? Esos dos centinelas de ahí fuera...
—Uno de los centinelas —dijo Andriama— es mi hermano. El otro, mi amigo más querido. Los treinta hombres que conduciré son hombres de la selva... al margen de la ley, bandidos, personas sobre las que pesa la sentencia de muerte. Se puede confiar en ellos, porque si nos traicionan, se unirán a nosotros en los pozos.
—Ni la reina ni el canciller Vavalana sospechan —añadió Rakota rápidamente—. Estoy seguro de ello —se agitó y me miró, sonriendo esperanzadamente.
—¿Cuándo podremos irnos mi mujer y yo? —pregunté, mirándole a los ojos, pero fue Laborde quien contestó.
—Dentro de tres días. Porque usted debe enviar a los guardias a Ankay mañana, y actuaremos la noche de pasado mañana. A partir de ese momento, será libre.
«Si todavía sigo vivo», pensé. Sabía que tenía la cara roja, lo cual es signo seguro de que estoy paralizado por el terror... pero ¿qué podía hacer sirio aceptar? Ellos lo habían preparado bien, ¿verdad? No habían dejado mucho tiempo al viejo Flash para actuar en falso, si me hubiera mostrado inclinado a ello, los muy astutos. Aun así, pensaron que no haría ningún daño dejar caer un pequeño recordatorio, porque una vez el príncipe hubo pronunciado unas palabras bien escogidas para despedir nuestra pequeña reunión social y nos dispersamos silenciosamente en la oscuridad, y yo seguía mi camino de vuelta temblando hacia el patio, donde todavía estaban armando un jaleo que despertaría a los muertos, Rakohaja de repente apareció junto a mí.
—Un momento, sargento general, por favor —llevaba un cigarro de nuevo; miró a su alrededor, chupándolo, antes de continuar—: He estado vigilándole; yo no creo que usted sea un hombre tranquilo.
Sólo el cielo sabe qué es lo que podía haberle dado esa impresión. Para demostrar mi sangre fría murmuré una falsa queja.
—La calma es necesaria —dijo el gran bastardo, poniéndome una mano en el hombro—. Un hombre nervioso, en su situación, puede dejarse vencer por el miedo. Puede interpretar, absurdamente, que su interés estaría mejor servido traicionando nuestro complot ante Su Majestad —yo empecé a balbucir, pero él me cortó—. Eso sería fatal. Cualquier gratitud que la reina pudiera sentir, suponiendo que sea capaz de sentir alguna, se vería más que sobrepasada por sus celos al descubrir que su amante le ha sido infiel. Mam'selle Bomfomtabellilaba es una mujer atractiva, como ya ha comprobado usted. Parecía encontrarla así cuando se reunió con ella un poco antes, esta noche. La reina se sentiría muy disgustada con usted si lo supiera.
Me cogió el brazo mientras nos acercábamos al patio.
—Recuerdo a uno de sus anteriores... favoritos, que fue lo bastante indiscreto para sonreír a una de las sirvientas de Su Majestad. Nunca volvió a sonreír... Al menos, no creo que lo hiciera, pero es difícil saberlo en un hombre al que le han arrancado toda la piel centímetro a centímetro, de una sola pieza. ¿Buscamos algo para comer? Estoy hambriento.