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Así que ya están hablando otra vez de cambiar de nuevo la norma de que la pierna del wicket debe ponerse delante. No sé por qué se preocupan tanto, porque no conseguirán acertar hasta que no vuelvan a la antigua ley que decía que si pones la pierna a propósito delante de la pelota para evitar que golpee las estacas, estás descalificado y se han librado de ti para siempre. Uno puede pensar que aquello ya estaba bastante claro, pero no; todos esos cerebros de mosquito del club Marylebone[1] tienen que devanarse los sesos de vez en cuando y darle a la sinhueso durante días y días sobre la línea de lanzamiento y el punto de recogida y Dios sabe qué tonterías más, y todo queda tan incomprensible como antes. Son un hatajo de Viejecitas chillonas.
Pero la culpa es de esas almohadillas que se ponen hoy día los bateadores. Cuando yo jugaba al críquet, nada protegía nuestras preciosas espinillas salvo los pantalones, y si uno era lo bastante idiota como para poner su tobillo en la trayectoria de uno de los shooters de Alfie Mynn, no importaba que estuvieras delante del wicket o sentado en el reservado del pabellón: tenían que sacarte para enyesarte la pierna, sin duda. Pero ahora se arrastran por la línea de base como paletos con polainas, y el estúpido de Grace gime como un monaguillo herniado si lanzan una bola y le pasa cerca. No me habría gustado tenerle en el wicket del antiguo Lord’s después de un verano seco, con el terreno duro como una piedra, Mynn lanzando sus trimmers[2] desde un extremo y yo corriendo como un gamo al otro... No le habrían llamado «campeón» entonces, se lo aseguro; el viejo bribón seguramente estaría más blanco que la nieve después de dos overs. Y lo mismo sirve para ese gordo nabab negro y ese bisoño de Fry.
De todo esto deducirán ustedes que yo era un lanzador, no un bateador, y tengo que decir que era muy bueno. Ahí están los antiguos resultados para probarlo. Siete a treinta y dos contra los Caballeros de Kent, cinco a doce contra los England XI, y tantas carreras como la fase final de un boxeador antes de ser derribado. No es que me sintiera muy orgulloso de mi bateo. Como he dicho, podía ser un jugador peligroso contra los hombres más rápidos de los viejos tiempos, cuando los wickets eran duros, y puedo decirles confidencialmente que me preocupé de no enfrentarme nunca a un lanzador realmente duro sin unas cintas de lana arrolladas en torno a las piernas (debajo de los pantalones) y una vieja hojalata encima de mis partes nobles; los deportes están muy bien, pero no deben incapacitarle a uno para el juego más viril de todos. No, dejemos la cosa en unos ocho o nueve, cuando los lanzadores de lobbers lentos y twisters practicaban sus estratagemas y yo podía tirar con fuerza y seguridad, y, cuando era el turno del otro... me bastaba con tener la pelota y tomar una carrerilla de treinta pasos para hacerles bailar.
Puede sorprenderles que la aproximación del viejo Flashy a nuestro gran juego de verano no fuera exactamente la de su héroe de la época escolar, tan varonil y con sus lindas mejillas de manzana, jugando generosamente por el honor del equipo y por amor a su galante capitán y recreándose en la gozosa rivalidad del bate y la pelota mientras su despreocupada risa resonaba por encima del verde césped. No, no es eso exactamente. Yo prefería gloria personal y triunfos fáciles dondequiera que pudiera conseguirlos, y al diablo con el honor del equipo. Mi estilo era recoger unas cuantas libras en apuestas y correr después tras las faldas de las damas deportistas que solían coquetear con nosotros, grandes y rudos jugadores, sonriéndonos bajo sus sombrillas en la Semana de Canterbury. Ése es el espíritu que gana partidos, les doy mi palabra, y si no, mediten sobre nuestro reciente y desastroso resultado contra los australianos.[3]
Por supuesto, hablo como uno que ha aprendido a jugar al críquet en su edad dorada, siendo yo un infeliz estudiantillo en Rugby. Me abrí camino en la escuela y traté de conservar intacta la piel en aquella jungla infernal. Uno elige entre sobrevivir a un naufragio moral o a uno físico, y yo estoy orgulloso de decir que nunca dudé, por eso soy hoy el hombre que soy, lo que queda de mí. Con mis llantinas me compraba mi camino a la seguridad cuando era un niño pequeño, y abusé y tiranicé a los demás cuando me hice mayor; cómo demonios no estoy ya en la Casa del Señor, es cosa que no puedo entender. Pero eso no importa; lo importante es que Rugby me enseñó dos cosas realmente buenas: la supervivencia y el críquet, ya que incluso a la tierna edad de once años comprendí que mientras el soborno, la adulación y el engaño podían asegurar la primera, no eran suficientes para ganar una reputación popular, que es una cosa muy necesaria. Para eso uno tiene que destacar en los deportes, y el críquet era ideal para mí.
Al principio no me gustaba nada, pero el otro gran deporte, el rugby, era extremadamente peligroso. En el único contacto que tuve con él, salí cojeando y aullando después de una melée: «¡Ánimo, chicos, vamos! ¡Oh, qué lástima que tenga la pierna coja!» Y usé el truco de no acertar al cargar contra hombres más grandes que yo por una fracción de centímetro, arrojándome al césped demasiado tarde con heroicos jadeos y bramidos.[4] El críquet era paz y tranquilidad en comparación con aquello, sin más peligro que recibir algún puntapié. Yo acabé por ser inusitadamente bueno en este juego.
Digo esto con toda modestia; como bien saben ustedes, tengo otros tres talentos principales: los caballos, los idiomas y la fornicación, pero éstos son dones de la Providencia, y no puedo reclamar ningún mérito por ellos. En cambio, me esforcé para llegar a ser un buen jugador de críquet, ya lo creo que trabajé, y probablemente por eso cuando ahora recuerdo todas las recompensas y trofeos de una vida llena de acontecimientos: las medallas, la nobleza, el dinero acumulado, la gloria militar, las mujeres satisfechas, en fin, no hay nada de lo que me sienta más satisfecho que de esos cinco wickets por doce carreras contra la flor y nata de los bateadores de los Englands, o aquel glorioso over en Lord’s en 1842 cuando... pero ya llegaré a eso en su momento, porque ahí es donde empieza realmente mi historia. Supongo que si Fuller Pilch hubiera bajado su bate una décima de segundo antes, todo habría sido diferente. Los piratas Skrang no habrían sido expulsados con fuego de su nido infernal, la reina negra de Madagascar habría tenido un amante menos (y no es que ella hubiera echado de menos a uno solo, a la que me atrevo a llamar esa zorra insaciable), los franceses e ingleses no habrían cañoneado Tamitave, y yo me habría ahorrado un secuestro, la esclavitud, las cerbatanas y el riesgo de muerte y tortura en lugares inimaginables... ¡Ay, el viejo Fuller tenía mucho por lo que responder, Dios le haya perdonado! Sin embargo, estoy adelantando acontecimientos. Estaba contándoles cómo me convertí en el lanzador más rápido de Rugby, que es un preliminar necesario.
Fue en los años treinta, saben, aquella forma de lanzar girando el brazo alcanzó merecida fama y tipos como Mynn empezaron a levantar las manos hasta la altura del hombro. Aquello cambió el juego como no se conocía el momento, ya que vimos lo rápidos que podían ser los lanzamientos. Se habla de Spofforth y Brown, pero ninguno de ellos armó un alboroto comparable a aquellos primeros trimmers. Bueno, yo he visto el lanzamiento de Mynn a cinco slips y tres long-stops, y pasar sus lanzamientos por encima de todos ellos, el primer rebote justo debajo de la puerta de Lord’s. «¡Eso es lo que me hacía falta!», pensé yo, y aprendí el nuevo estilo de lanzar, al principio porque era muy divertido mandar zumbando la pelota junto a los oídos de los pusilánimes y cobardicas que no podían devolverla, pero pronto encontré que aquello no funcionaba contra los bateadores serios, que la devolvían y me mandaban corriendo por todo el campo. Así que me perfeccioné hasta acertar con mi pelota más rápida sobre una moneda cuatro de cada cinco veces, ya medida que me hacía más alto me volvía más rápido, y estaba en el buen camino para ser jefe del Gran Equipo Superior... hasta la memorable tarde aquella en que el cerdo puritano de Arnold criticó que me hubieran llevado a casa completamente borracho y me echó de la escuela. Dos semanas antes del partido de Marylebone, además... Bueno, perdieron sin mí, lo cual demuestra que si la piedad y la sobriedad aseguran la vida eterna, no son suficientes para ganar a los MCC.
Sin embargo, aquello representó mi fin para el críquet durante unos cuantos veranos, ya que fui destinado al ejército y a Afganistán, de donde salí temblando todo el trayecto durante la retirada de Kabul y gané una inmerecida pero inmortal fama en el sitio de Jallalabad. Todo esto ya lo he contado en otra parte.[5] Baste con decir que fingí, que me cagué de miedo, que hui para salvar mi querida vida y supliqué misericordia según requería la ocasión, todo en aquella espantosa campaña, de la cual salí con cuatro medallas, el agradecimiento del Parlamento, una audiencia con nuestra Reina y un apretón de manos del duque de Wellington. Es asombroso lo que se puede obtener de un mal asunto si uno juega bien sus cartas y adopta un aire noble en el momento adecuado.
De todos modos, volví a casa como héroe popular en el verano de 1842, y fui recibido fervorosamente por el público y por mi bella e idiota esposa Elspeth. Fui agasajado y adulado, aproveché el tiempo perdido yendo de putas y de juerga hasta el exceso, así que no tuve mucho tiempo en aquellos primeros meses para diversiones más ligeras, pero una tarde, casualmente, cuando paseaba por Regent Street haciendo girar mi bastón y buscando algo que llevarme a la boca, me encontré en la puerta de El hombre verde. Me detuve, despistado, y aquel momento de duda me lanzó a la que quizá sea la más extraña de las aventuras de mi vida.
Ya hace mucho tiempo que desapareció, pero en aquella época El hombre verde era un lugar muy frecuentado por los jugadores de críquet, y fue la visión de los bates y las estacas y demás parafernalia del juego en la ventana lo que de repente me trajo algunos recuerdos, y despertó un extraño apetito no por jugar, ya me entienden, sino sólo por oler de nuevo el ambiente, y oír la jerga y los cotilleos de los bateadores y de los lanzadores. Así que entré, pedí un plato de callos y un cuarto de cerveza casera, cambié unas palabras con los alegres fumadores de pipa de la barra y me dejé llevar por la comida casera, la alegre charla, las bromas y el aire limpio y cordial de aquel lugar. Al cabo de un rato hubiera preferido ir a Haymarket y haber pedido un plato bien especiado de pechuga y muslo, pero había tiempo antes de cenar. Acababa de llamar al camarero para pagar cuando vi a un tipo que me miraba desde el otro lado de la sala. Sus ojos se cruzaron con los míos, echó su silla hacia atrás y vino hacia mí.
—Digo —empezó—, ¿no eres tú Flashman? —Lo dijo casi con cierta timidez, como si no pudiera creerlo. Por entonces yo estaba ya acostumbrado a este tipo de cosas, y a tener constantemente a mi alrededor tipos que no dejaban de adular y admirar al héroe de Jallalabad, pero aquel fulano no parecía un mero lameculos. Era tan alto como yo, moreno de rostro y de mentón cuadrado, con un aspecto vehemente en toda su persona, como si no pudiera esperar para tomar un baño frío y correr veinte kilómetros. Un cristiano, seguro, incapaz de fumar el día antes de un partido.
Así que le dije con bastante frialdad que sí, que era Flashman, y qué.
—No has cambiado nada —dijo, sonriendo—. ¿Pero no te acuerdas de mí?
—¿Por qué tendría que hacerlo? —contesté—. Camarero, por favor.
—No, gracias —soltó el tipo—. Ya he tomado mi pinta del día. Nunca tomo más durante la temporada —y se sentó a mi mesa, fresco como una lechuga.
—Bueno, me alegra mucho oír eso —dije yo, levantándome—. Ya me perdonará, pero...
—Espera —rió—. Soy Brown. Tom Brown... de Rugby. ¡No me digas que te has olvidado de mí!
Bueno, la verdad es que, sí, me había olvidado. Ahora este nombre está adornado de vivos colores en mi memoria, y lo ha seguido estando desde que Hughes publicó en los años cincuenta su detestable libro, pero aquello estaba todavía en el futuro, y, ¡por mi vida!, que yo no podía situar al tipo. Ni tampoco quería hacerlo; tenía ese aire viril, ese tufillo de libertad que no puedo soportar, con su chaqueta de tweed (apuesto a que había frotado a su caballo con ella) y su gorra deportiva. No era mi estilo, en absoluto.
—Tú me pusiste a asar en la chimenea de la sala de descanso una vez —dijo, amistosamente, y entonces lo reconocí al instante, y medí la distancia que había hasta la puerta. Ese es el problema de las pequeñas serpientes que siempre están lloriqueando, a las que uno se dedica a martirizar en la escuela: se convierten en corpulentos patanes que practican el boxeo y siempre están en óptima forma. Afortunadamente, éste parecía ser tan cristiano como musculoso, y habría asimilado la lunática doctrina de Arnold de amar a nuestros enemigos, ya que mientras yo murmuraba apresuradamente que esperaba no haberle causado ningún daño grave, se rió de buena gana y me dio una palmada en el hombro.
—Hombre, esa es una historia muy vieja —exclamó—. Los chicos siempre son los chicos, ¿verdad? Además, ya sabes... Además debería ser «yo» quien te debiera «a ti» una disculpa. Sí —y se rascó la cabeza con un aire avergonzado—. A decir verdad —siguió el asombroso zoquete—, cuando éramos más jóvenes no me caías nada bien, Flashman. Bueno, nos tratabas a los pequeños de una manera bastante dura, ya sabes; por supuesto, me imagino que era simple atolondramiento juvenil, pero, bueno, pensábamos que eras un verdadero sinvergüenza y... y... un cobarde, también —se removió incómodo, y me pregunté si se iba a tirar un pedo—. Bueno, nos engañaste completamente a todos, ¿verdad? —dijo, mirándome de nuevo a los ojos—. Quiero decir, que todo ese asunto de Afganistán..., la manera en que defendiste nuestra vieja bandera... todas esas cosas. Bueno, no he oído hablar de nadie tan heroico en toda mi vida, que haya sido un héroe tan grande, y sólo quería disculparme, viejo amigo, por pensar mal de ti... porque reconozco que lo hice una vez... y pedirte que choques esa mano, si no te importa.
Estaba allí sentado, con su manaza extendida, con un aspecto confuso y noble, la virtud fluyendo de todos sus poros, y yo me quedé atónito. Lo raro del caso es que su queridísimo amigo Scud East, a quien yo había machacado casi con la misma generosidad en la escuela, dijo prácticamente las mismas palabras unos años más tarde, cuando nos encontramos los dos prisioneros en Rusia... Me confesó cómo me había odiado, pero que mi heroica conducta había borrado todos los viejos rencores y todo eso. Me pregunto todavía si creían de verdad todo eso, si fingían sólo para cubrir las formas o si realmente se sentían culpables por haber albergado alguna vez malos pensamientos respecto a mí. Maldito si lo sé; la conciencia victoriana es algo que no he comprendido nunca, gracias a Dios. Sé que si alguien que me hubiera hecho una mala jugada resultase ser el arcángel Gabriel, seguiría odiando al muy hijo de puta; pero bueno, yo soy un desalmado, ya lo ven, carente de sentimientos nobles. Sin embargo, me sentía tan aliviado al comprobar que aquel fornido mocetón estaba dispuesto a olvidar las ofensas, que saqué a la luz todos mis encantos naturales, estreché calurosamente su mano e insistí en que rompiera sus normas por una vez y tomase una copa conmigo.
—Bueno, lo haré, gracias —aceptó, y cuando llegó la cerveza y bebimos por el viejo y querido Rugby (sinceramente por su parte, sin duda) él dejó su jarra y dijo—: Hay otra cosa... de hecho ha sido el primer pensamiento que me ha venido a la cabeza cuando te he visto... No sé qué pensarás al respecto. Quiero decir que quizá tus heridas no están bien curadas todavía.
Dudó un poco.
—Adelante —dije yo, pensando que quizá quería presentarme a su hermana.
—Bueno, a lo mejor no lo sabes, pero en mi último curso de la escuela, fui capitán y tuvimos un partido interminable contra los hombres de Marylebone. Perdimos los primeros innings, pero con nueve carreras más les habríamos ganado, dado un over más. De todos modos, el viejo Aislabie, ¿te acuerdas de él?, estaba tan entusiasmado con nuestro juego que me ha preguntado si me gustaría formar un equipo compuesto de los alumnos y ex alumnos de Rugby para jugar un partido contra Kent. He conseguido ya a algunos buenos elementos... Ya conoces al joven Brooke, y Raggles... y me acuerdo de que tú eras un lanzador muy bueno, así que... ¿Qué te parece jugar con nosotros, si estás en forma, por supuesto?
Esto me decepcionó bastante, y dado que me voy de la lengua con facilidad, me encontré diciendo:
—¿Qué, piensas que tendrás una recaudación mejor si juega el héroe de Afganistán?
—¿Eh? ¡Ah, no, por Dios! —se puso colorado y se echó a reír—. ¡Qué cínico eres, Flashy! Ya sabes —dijo, con voz suplicante—, estoy empezando a entenderte, creo. Incluso en la escuela decías siempre lo más inteligente, cosas que se te metían debajo de la piel... casi como si tú estuvieras deseando que pensaran mal de ti. Es lo contrario... todo lo contrario de la verdad, ¿no es cierto? ¡Oh, sí! —dijo, sonriendo con aire de sabihondo—, Afganistán lo probó, de acuerdo. Los doctores alemanes están trabajando mucho en esos temas... la perversidad de la naturaleza humana, la bondad propensa a destruirse a sí misma, el alma heroica que teme su propia caída de la gracia y trata de anticiparse a ella. Interesante. —Sacudió su cabezota solemnemente—. Estoy pensando en estudiar filosofía en Oxford este curso, ¿sabes? Sin embargo, no quiero ponerme pesado. ¿Qué te parece, viejo amigo? —y maldita sea su desfachatez, me dio una palmada en la rodilla—. ¿Lanzarás para nosotros... en Lord’s?
Estuve a punto de decirle que se fuera con viento fresco con su oferta y su podrido sermón extranjero y los tirara al Serpentine, pero la última palabra me detuvo. Lord’s... Nunca había jugado allí, pero, ¿qué jugador de críquet no saltaría de alegría ante esa oportunidad? Pueden considerarlo algo pequeño comparado con los campos en que yo había jugado últimamente, pero confesaré que hizo latir alocadamente mi corazón. Yo todavía era joven e impresionable a la sazón, y casi le descoyunté la mano al estrechársela. Acepté. Él me dio otra de sus resonantes palmadas en la espalda (se daban palmadas unos a otros sin parar, esos robustos jóvenes campeones de mi juventud) y dijo que fantástico, y que ya estaba todo arreglado.
—Querrás practicar un poco, sin duda —dijo, y enseguida me dio una conferencia acerca de cómo se mantenía él en forma, con carreras y ejercicios y comida especial, tal como había hecho en la escuela. De eso pasó a los viejos y entrañables días, y cómo había ido a llorar y rezar en la tumba de Arnold el mes anterior (nuestro venerado mentor había estirado la pata aquel mismo año, y no antes de tiempo, según mi opinión). Excitado como estaba yo con la perspectiva del juego en Lord’s, no me daba cuenta de que al mismo tiempo estaba bien harto del piadoso Brown, y mientras nos despedíamos en Regent Street no pude resistir la tentación de desinflar su maldita vanidad.
—No puedo decir lo contento que estoy de haberte vuelto a ver, viejo amigo —dijo, mientras nos estrechábamos las manos—. Encantado de saber que volverás con nosotros, por supuesto, pero, ya sabes, lo mejor de todo ha sido... conocer al nuevo Flashman, ya sabes a qué me refiero. Es curioso —y se metió los pulgares en el cinturón y me guiñó un ojo, a lo búho—, pero eso me recuerda lo que solía decir el doctor en la clase para la confirmación... que el hombre vuelve a nacer... sólo que has sido tú el que ha nacido... para mí, no sé si me entiendes. De todos modos, soy un hombre mejor ahora, lo noto, de lo que era hace una hora. Dios te bendiga, viejo amigo —acabó, y yo escondí mi mano antes de que me hiciera ponerme de rodillas para rezar una plegaria y cantar a coro: «Aleluya, aleluya, levantemos nuestros corazones». Me preguntó en qué dirección iba.
—¡Ah!, voy para abajo, en dirección a Haymarket —dije—. Voy a hacer un poco de ejercicio, creo.
—Fantástico —replicó—. Nada como un buen paseo.
—Bueno... estaba pensando más bien en cabalgar, ¿sabes?
—¿En Haymarket? —frunció el ceño—. Allí no hay cuadras, ¿no?
—Las mejores de la ciudad. Pocas monturas inglesas, pero la mayoría potrancas francesas. Cabalgar seda negra y escarlata es un espléndido ejercicio, pero condenadamente cansado. ¿Quieres probar?
Durante un momento lo vi desconcertado, y luego, cuando por fin comprendió, un color se le iba y otro se le venía hasta que pensé que se iba a desmayar.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró con voz entrecortada. Yo le di unos golpecitos en el chaleco con mi bastón, muy confidencial.
—¿Recuerdas a Stumps Harrowell, el zapatero de Rugby, qué hermosas pantorrillas tenía? —le guiñé el ojo mientras él me miraba con la boca abierta—. Bueno, hay allí una puta alemana con unas tetas más gordas todavía. Es más o menos de tu peso; te lo hace de maravilla.
Lanzó unos ruidos ahogados mientras yo le miraba con gran regocijo.
—Así que bien por el nuevo Flashman, ¿eh? ¿Desearías no haberme invitado a jugar con tus amiguitos de mente casta? Bueno, pues es demasiado tarde, joven Tom; nos hemos dado la mano ya, ¿verdad?
Él se rehízo y tomó aliento.
—Puedes jugar si lo deseas —dijo—. El idiota soy yo por habértelo pedido... pero si fueras el hombre que yo esperaba que fueses, podrías...
—¿Retirarme graciosamente... y ahorrarte la contaminación de mi compañía? No, hijo, no... estaré allí, y tan dispuesto como tú. Pero te apuesto a que yo disfruto más de mi entrenamiento.
—Flashman —gritaba él, mientras me alejaba—, no vayas... a ese lugar, te lo suplico. No es respetable...
—¿Cómo lo sabes? —repliqué—; Nos veremos en Lord’s.
Y le dejé hundido en ese mar de angustia cristiana ante el empedernido pecador que se encaminaba derecho hacia el infierno. Lo mejor de todo es que probablemente él estaba tan sumido en santa indignación ante el pensamiento de mis indecentes fornicaciones como si hubiera sido él mismo quien galopase con aquella puta alemana; eso sí que es altruismo. De todos modos, dejarla con él hubiera sido malgastarla.
Sin embargo, sólo porque yo rompí las santas ensoñaciones de Tom no imaginen que tomé mi entrenamiento a la ligera. Mientras la suripanta alemana recobraba el aliento y pedía unos refrescos, yo hacía ejercicios de calentamiento en la alfombra, ensayando mi viejo lanzamiento girando el brazo. Incluso pedí a alguna de sus colegas que me tiraran naranjas para coger práctica, y nunca habrán visto a nadie más alegre que aquellas pelanduscas pintarrajeadas correteando por allí con sus corsés, arrojando frutas. Organizamos tal escandalera que los otros clientes asomaron la cabeza y todo aquello se convirtió en un improvisado juego en el rellano, putas contra clientes (debo establecer las reglas para el críquet de burdel algún día, si alcanzo a recordarlas; el cover point tomó un significado que no se encuentra en el reglamento, desde luego). Todo el asunto se nos fue de las manos y acabó con golpes en los muebles, las chicas chillando y llorando y yo al final echado por los matones de la madam por alborotar su desordenada casa, cosa que me pareció excesivamente fuerte.
Al día siguiente, sin embargo, volví a intentarlo en serio con una pelota en el jardín. Para mi satisfacción, mis viejas habilidades parecían no haberme abandonado, el muslo que me había roto en Afganistán no me dio ni una punzada, y coroné mi ejercicio rompiendo la ventana del comedor cuando mi suegro acababa el desayuno. Estaba leyendo algo sobre los tumultos de Rebecca[6] mientras comía el porridge, al parecer, y como pasaba su miserable vida exprimiendo y explotando a sus trabajadores y tenía una espantosa mala conciencia por ello, su primera reacción ante el cristal roto fue pensar que la multitud hambrienta se había levantado al fin y estaba llegando para darle su merecido.
—¡Maldita sea! —farfulló, quitándose los trozos de cristales de las patillas—. No te importa mutilar o asesinar, ¿verdad? ¡Me podías haber matado! ¿No tienes nada mejor que hacer? —y refunfuñó algo acerca de esos holgazanes desagradecidos que derrochaban su tiempo y su dinero en placeres egoístas, mientras yo besaba a Elspeth y le deseaba buenos días por encima del servicio de café, asombrado, al contemplar su radiante belleza de cabellos dorados y piel de melocotón, por haber desperdiciado mis energías con aquella sebosa alemana la noche anterior, cuando ella me estaba esperando entre las sábanas en casa.
—Vaya familia en la que has entrado —dijo el encantador de su papá—. El hijo armando barullo por doquier, destruyendo las propiedades ajenas, y el padre echado ahí arriba, idiotizado por la bebida. ¿No hay más tostadas?
—Bueno, es nuestra propiedad y nuestra bebida —repliqué yo, sirviéndome unos riñones—. Las tostadas también son nuestras, si se pone así.
—¿Con que eh, muchachito? —dijo, con más aspecto de gnomo malicioso que nunca—. ¿Y quién paga todo esto? Ni tú ni tu vago papá. ¡Ah, puedes guardarte tus malhumorados desdenes para ti, jovencita! —siguió, dirigiéndose a Elspeth—: Digamos las cosas sin tapujos, bien a las claras. Es John Morrison quien paga las facturas, con buen dinero escocés, ganado con el sudor de su frente, para ese maridito tuyo y el mantenimiento de su casa y su familia, acuérdate de esto. —Estrujó su periódico, que estaba salpicado de café—. ¡Ah! Todo esto me ha echado a perder el desayuno. «Nuestra propiedad y nuestra bebida» acababa de decir, ¿verdad? ¡Muchos humos! —y salió, para volver al momento refunfuñando—. Y ya que se supone que tú diriges esta casa, hija mía, debes procurar que tengamos mermelada, y no esa asquerosa confitura francesa. ¡Confitura! ¡Bah! ¡Porquería pegajosa! —y dio un portazo después de salir.
—Oh, querido —suspiró Elspeth—. Papá está de mal humor. ¡Qué lástima que hayas roto la ventana, querido!
—Papá es un maldito aguafiestas —dije yo, devorando los riñones—. Pero ahora que nos hemos librado de él, démonos un beso.
Comprended que nosotros éramos una pareja poco corriente. Yo me había casado con Elspeth a la fuerza hacía dos años, cuando tuve la mala suerte de estar destinado en Escocia y me pillaron tirándomela entre los arbustos... Esto suponía el altar o pistolas para dos con su tío el buscavidas. Luego, cuando el borracho de mi viejo se arruinó con acciones del ferrocarril, el viejo Morrison había cargado con la manutención de la casa Flashman, que había tenido que asumir por el bien de su hija.
Una situación estupenda, si me permiten que se lo diga, porque el muy avaro no nos daba ni a mí ni al viejo ni un penique directamente, sino que se lo daba a Elspeth, a quien tenía que pedírselo yo si quería disponer de algo para mis caprichos. Y no es que ella no fuera precisamente generosa, ya que además de ser una belleza asombrosa era también tan estúpida como un plumero, y me idolatraba, o al menos eso parecía, pero yo empezaba ya a tener mis dudas. Ella sentía un apetito voraz por el «monstruo de dos espaldas», y cada vez tenía yo más sospechas de que en mi ausencia arrugaba las sábanas con el primer tipo que tuviera a mano, y que todavía le seguía otorgando sus favores ahora que yo estaba ya en casa. Como digo, no podía estar seguro... en fin, no lo estoy todavía, sesenta años después. El problema era y es que yo la amaba tiernamente a mi manera, y no sólo de forma lujuriosa, aunque ella representaba todo lo que uno pudiera desear como compañera de cama, y por más que yo pudiera hacer el semental por la ciudad y otros lugares, nunca hubo otra mujer por la que me preocupara de verdad aparte de ella. Ni siquiera Lola Montes, o Lakshmibai, o Lily Langtry, o la hija de Ko Dali, o la duquesa Irma, o La-mujer-que-aparta-las-nubes, o Valentina, o... elijan la que quieran, no hay ninguna que esté a la altura de Elspeth.
En primer lugar, ella era la criatura más feliz del mundo, y lastimosamente fácil de complacer. Era feliz con la vida de Londres, que representaba un cambio del cementerio en el que se había criado (Paisley, le llamaban) y con su aspecto, mis laureles recién ganados y (lo mejor de todo) el dinero de su padre, éramos bien recibidos en todas partes, siendo convenientemente olvidados sus orígenes «comerciales». (No existe el héroe pasado de moda ni la heredera inadecuada.) Esto le chiflaba a Elspeth, ya que ella era una exagerada pequeña esnob, y cuando le dije que iba a jugar en Lord’s, ante lo más florido del mundo del deporte, se extasió: tenía una excusa perfecta para hacerse nuevos sombreros y vestidos, y emperifollarse ante la plebe, según pensaba. Siendo escocesa y no teniendo ni idea del asunto, se imaginaba que el críquet era un deporte de caballeros, ya saben. Está claro que un cierto nivel del buen mundo lo seguía, pero no eran precisamente la flor y nata, en aquella época: barones rurales, caballeros aficionados a las carreras de caballos, burguesía acomodada, quizá algún obispo o dos, pero bastante rústicos. No era tan respetable como ahora.
Una razón era que todavía era un juego de apuestas, y éstas podían subir mucho. Yo he visto correr 50.000 libras en un solo juego, con apuestas paralelas de lo más salvaje desde una guinea hasta mil sobre cuántos wickets podía hacer Marsden, o cuántas pelotas cogerían los slips, o si Pilch llegaría a cincuenta (que probablemente lo haría). Con tanto dinero en juego, los movimientos clandestinos que funcionaban entonces habrían hecho que una competición de garañones de Hays City pareciera un inocente juego de parchís. Los partidos estaban vendidos y amañados, los jugadores sobornados y amenazados, los wickets arreglados (yo he visto a los once jugadores de un respetable equipo de la región escabullirse en masa y mearse en los wickets en la oscuridad, para que sus twisters pudieran agarrarse bien en ellos a la mañana siguiente; yo cogí un buen resfriado). Por supuesto, la corrupción no era general, ni siquiera común, pero ocurría en aquellos gloriosos días deportivos, y digan lo que digan los puristas, había una alegría y una vitalidad en el críquet entonces que no existe ahora.
«Parecía» diferente, incluso; si cierro los ojos puedo ver Lord’s tal como era entonces, y yo sé que cuando los recuerdos de cama y de batallas hayan perdido sus colores y se hayan reducido a una neblina gris, al menos seguirá siendo tan brillante como siempre. Los coches y carruajes apiñados en la carretera fuera de la verja, la multitud elegante desfilando por la casa de Jimmy Dark bajo los árboles, las chicas como vistosas mariposas con sus vestidos de verano y sus sombreros, a la sombra de sus sombrillas, y los hombres conduciéndolas hasta las sillas, algunos con altos sombreros y levitas, otros con chalecos a rayas y gorras, los del campo incómodamente abotonados y los más brutos y los de ciudad en mangas de camisa y sombrero hongo, con sus cadenas de reloj y sus pipas; los corredores de apuestas con sus tenderetes fuera del pabellón, voceando las probabilidades; los chulos con sus poderosas patillas y chaquetillas con adornos; los informadores, corredores y petimetres deslizándose entre la muchedumbre como hurones, los criados del pub de Lord’s con las bandejas cargadas de cerveza y limonada, gritando: «¡Dejen paso, caballeros! ¡Dejen paso!»; el viejo John Gully, el púgil retirado, derecho, fuerte como un roble, con los pies separados, sonriendo amablemente mientras hablaba con Alfred Mynn, cuya faja escarlata y sombrero de paja eran un imán para los ojos de los jóvenes adoradores de los ídolos, que se daban empellones a una distancia respetuosa de esos gigantes del mundo deportivo; los lacayos abriendo camino a su viejo y tembloroso duque, que pasaba haciendo inclinaciones de cabeza y daba golpecitos en su sombrero de copa, con su amiguita ocasional del brazo, ella muy pintada y desafiante mientras las damas se apartaban con un susurro de faldas; la bolera en el césped y la hilera de arcos funcionando sin parar, el silbido de las flechas mezclado con el distante estrépito de la banda de artillería, las charlas y gritos de los vendedores, el chirrido de las ruedas de los carruajes y el cálido zumbido del verano evaporándose a través del gran campo verde donde los chicos de Stevie Slatter reunían a las ovejas para apartarlas y echaban a los niños que jugaban por allí; las multitudes de diez en fondo en las redes para ver a Pilch en sus prácticas de bateo, o a Félix, ágil como un felino, tal como indicaba su nombre, lanzando esas slow lobs que parecían colgar para siempre en el aire.
O lo veo al sol del crepúsculo, los jugadores con sus sombreros de copa blancos saliendo en tropel del campo, con el murmullo del aplauso en las cuerdas, y los golfillos arremolinándose con adoración, mientras los viejos aficionados fuera del pabellón aplaudían y gritaban: «¡Bien jugado, bien jugado!» y alzaban sus jarras de cerveza; y el capitán le tira la pelota a algún muchacho de ojos como platos que la guardará como una reliquia toda su vida, y el marcador cuelga rígidamente de su alto soporte y las sombras se alargan a través de la idílica escena, la verdadera representación de la feliz y deportiva vieja Inglaterra, con los árbitros recogiendo en un manojo las estacas, los pájaros cantando en los altos árboles, el dulce crepúsculo extendiéndose furtivamente sobre la tierra y el pabellón, y los bancos vacíos, y un montón de leña de sauce delante del aprisco donde Flashy, escondido entre la alta hierba, tiene debajo a la hija del propietario. ¡Ah!, es que entonces el críquet era el críquet.
Aparte del último detalle, que tuvo lugar en otra alegre ocasión, todo era exactamente igual aquella tarde en que los caballeros de Rugby, incluyendo a su humilde servidor, salieron para batir a los campeones de Kent (veinte a uno, y sin apostadores). Al principio pensé que todo iba a ser muy frío, ya que mientras la mayoría de mis compañeros de equipo eran bastante corteses con el Héctor de Afganistán, tal como era de esperar, el egregio Brown estaba decididamente gélido, y también Brooke, que había sido jefe de la escuela en mi época y era la niña de los ojos de Arnold. Eso les dice todo lo que deben saber sobre él: era bien proporcionado y atractivo, iba a la iglesia, no tenía malos pensamientos, era amigo de los animales y de las señoras ancianas y guardiamarina; no tengo ni idea de lo que fue de él, pero espero que huyera con los fondos del barco y la esposa del almirante y pusiera un burdel en Valparaíso. Él y Brown hablaban en voz baja en el pabellón y me dirigían miradas furtivas, regocijándose, sin duda, ante el pecador que no se había arrepentido.
Entonces llegó la hora dejugar, se tiró una moneda al aire y ganó Brown, que eligió batear, lo que significaba que yo pasé la hora siguiente junto a la silla de Elspeth, tratando de acallar sus estúpidas observaciones sobre el juego y esperando que llegara mi turno de intervención. Pasó un buen rato, ya que los de Kent se lo estaban tomando con calma para darnos un poco de juego o Brook y Brown eran mejores de lo que yo pensaba, ya que sobrevivieron al torbellino de apertura del ataque de Mynn, y cuando llegaron los twisters, empezaron a hacer subir el marcador de forma más que interesante. Tengo que decir esto a favor de Brown: era un bateador condenadamente bueno, y Brooke era un buen golpeador. Estábamos a treinta en el primer wicket, el resto de nuestros bateadores estaban eliminados, así que conseguimos los setenta antes de alcanzar el final, y yo me despedí de mi amada, que me fastidió tremendamente diciendo a sus vecinos de asiento que seguro, seguro que yo marcaba un tanto, porque era muy fuerte y muy listo. Corrí hacia el pabellón, agarré una pinta de cerveza del camarero y sin tiempo más que de soplar la espuma, cayeron dos wickets más, y Brown dijo:
—Es tu turno, Flashman.
Cogí un bate de junto al asta de la bandera, me abrí paso entre la multitud que se volvía con curiosidad ante el siguiente jugador y salí al césped. Ustedes mismos lo habrán hecho a menudo, y recordarán el tremendo silencio mientras uno camina hacia el wicket, tan lejos, y quizás un aplauso perdido, o un grito de: «¡Adelante, amigo!», y sólo unos pocos espectadores holgazaneando junto a las cuerdas, y el fielding o servidor junto a ellas o paseando perezosamente por allí, estirándose al sol, sin mirar apenas cuando nos acercamos. Conozco bastante bien todo esto, pero mientras caminaba levanté la vista y por primera vez sentí la impresión de ver al verdadero Lord’s. Alrededor del gran campo color esmeralda, liso como una mesa de billar, estaba aquella enorme masa de gente, de diez en fondo en los extremos, y detrás de ellos los coches amontonados, rueda con rueda, atestados de damas y caballeros, la enorme multitud callada y expectante mientras el sol se reflejaba en los brillantes ojos de miles de gemelos de teatro y binóculos dirigidos hacia mí. Era para ponerse condenadamente nervioso, tener que atravesar aquel enorme espacio y con la vejiga súbitamente llena a reventar. Deseé poder escabullirme entre aquel gentío amistosamente enfebrecido que tenía detrás de mí.
Les puede parecer raro que los nervios hicieran presa en mí en aquel momento. Después de todo, mi cobardía natural se había visto estimulada por algunos horrores que realmente valían la pena: impis zulúes, caballería de cosacos y jinetes sioux, todos dedicados a alterar mi sistema circulatorio y nervioso de diversas formas. Pero en aquellas ocasiones había otras personas con las que compartir la atención general, y es un tipo diferente de miedo, de todos modos. Los tragos menores pueden ser condenadamente terroríficos simplemente porque uno sabe que va a sobrevivir a ellos.
No tardé ni un segundo en tragar saliva y vacilar un poco, seguí y entonces ocurrió algo de lo más sorprendente. Se oyó un murmullo entre la gente que fue creciendo hasta convertirse en un rugido, y súbitamente explotó en los más ensordecedores vítores que nunca hayan oído; podía sentirse el impacto de aquellos gritos corriendo a través del campo, y las damas se pusieron de pie y agitaron sus pañuelos y sombrillas, y los hombres gritaron hurras y agitaron sus sombreros, y todos saltaban de los coches, y en medio de todo aquel escándalo, la banda empezó a tocar: «Rule, Britannia». Yo me di cuenta de que los vítores eran para el siguiente jugador, pero vitoreaban en realidad al héroe de Jallalabad, y casi me desmayo por la sorpresa. Sin embargo, creo que lo llevé bastante bien. Levanté mi blanco sombrero y saludé a derecha e izquierda mientras la música y los vítores resonaban con fuerza, y me apresuré a ir junto al wicket como debe hacer un modesto héroe. Y allí estaba el esbelto y pequeño Félix, con sus patillas de colegial y su gorra de niño huérfano, sonriendo tímidamente y tendiéndome la mano: Félix, el mejor caballero bateador del mundo, dense cuenta, conduciéndome al wicket y pidiendo tres hurras del equipo de Kent. Y luego se hizo el silencio, y mi bate resonaba con pesadez desacostumbrada mientras yo lo golpeaba en el suelo; los fielders se agachaban y yo pensaba: «Oh, Dios mío, esto va en serio, estoy obligado a dejar mi huella en el marcador, sé que lo estoy». Con tan buena acogida, y mientras me rugían las tripas miré al wicket y a Alfred Mynn.
Era Mynn un hombre robusto que estaba en sus mejores momentos, de algo más de metro ochenta de alto y cerca de noventa kilos de peso, con una cara como una loncha de jamón frito guarnecido con una orla de patillas negras, pero ahora parecía como Goliat, y si piensan que un hombre no puede parecer gigante desde una distancia de más de veinte metros, no han visto al joven Alfie. Sonreía, tirando indolentemente hacia arriba la pelota, que no parecía mayor que una cereza en su enorme puño, moviendo un pie sobre el césped... Dios mío, escarbando como un caballo. El viejo Aislabie me avisó, dijo trémulo: «¡Juego!». Yo agarré mi bate y Mynn dio seis rápidos pasos y balanceó el brazo.
Vi la pelota en su mano, a la altura del hombro, y algo silbó junto a mi rodilla derecha, me preparé para levantar mi bate y el wicket-keeper estaba ya lanzándole la pelota a Félix en el punto de recogida. Tragué saliva con horror, porque juro que no vi pasar aquella maldita cosa, y alguien en la multitud gritó: «¡Bien perdida, señor!». Se elevó una nubecilla de polvo a un metro de distancia de mí; «ahí es donde va a lanzar —pensé—, oh, Dios mío, ¡no dejes que me haga daño!». Félix, agachado frente a mí, apenas a diez pasos de distancia, se acercó un poco, con los ojos fijos en mis pies; Mynn tenía de nuevo la pelota, y de nuevo dio los seis pasitos, y yo estaba ya abalanzándome hacia adelante, con los ojos bien cerrados, para poner mi bate donde había saltado el polvo la última vez. Toqué el suelo, mi bate brincó y resonó un golpe como un martillazo, que me dejó las muñecas doloridas, y yo abrí los ojos y vi la pelota corriendo hasta el espacio detrás del wicket. Brooke gritó: «¡Venga!», y Dios sabe que yo quería, pero las piernas no me respondían, y Brooke tuvo que volver atrás, meneando la cabeza.
«Esto se tiene que acabar —pensé—, ya que me quedaré lisiado para el resto de mi vida si me quedo aquí.» Y el pánico, mezclado con el odio y la rabia, me invadió mientras Mynn volvía de nuevo. Fue andando hasta el wicket, con el brazo balanceándose hacia atrás, y yo volví a mi terreno dando un salto desesperado, agitando el bate con todas mis fuerzas. Hubo un espantoso ruido seco y en un instante de exaltación supe que le había dado de lleno, la maldita pelota debía de estar en Wiltshire por lo menos, a cinco carreras, seguro, y yo a punto de salir corriendo cuando vi que Brooke estaba de pie en su terreno, y Félix, que había estado sirviendo casi pegado a mi lado, tenía la pelota en la mano izquierda y la tiraba al aire indolentemente, moviendo la cabeza y sonriéndome.
Cómo la había cogido, sólo él y Satanás lo saben; debió de haber sido como atrapar una bala con los dientes. Pero él ni se había despeinado siquiera, y a mí sólo se me daba la posibilidad de volver al pabellón, mientras la multitud rugía comprensiva y yo meneaba mi bate hacia ellos y me daba golpecitos en la chistera. Después de todo, yo era lanzador, no bateador, y al menos había colocado un buen golpe. Y me había enfrentado a tres pelotas de Alfred Mynn.
Cerramos nuestra mano a noventa y uno, Flashy atrapó a Félix a cero, y conseguimos una puntuación bastante buena, aunque era seguro que Kent la superaría fácilmente, y como era un partido de una sola mano así fue al final. A pesar de mi nula puntuación —¡cómo deseé haber salido para marcar un tanto después de la segunda pelota!— fui bien recibido en el pabellón, dado que ya se sabía quién era yo, y varios caballeros vinieron a estrecharme la mano, mientras las damas miraban mi robusto aspecto y se sonreían unas a otras debajo de sus sombrillas. Elspeth estaba resplandeciente por la espléndida figura que yo ofrecía ante sus ojos, pero indignada porque había tenido que salir y sin embargo no habían tirado mi wicket, porque, ¿acaso no era ése el objetivo del juego? Le expliqué que yo estaba fuera de juego, y ella dijo que era una ventaja muy desleal, y que aquel hombrecillo de la gorra debía de ser un tipo muy solapado, a lo cual los caballeros de alrededor rieron a carcajadas y la miraron con lujuria, pidiendo ponche de soda para la dama y asegurando que ella debía entrar en el comité para arreglar las normas.
Yo me contenté con un vaso de cerveza antes de salir al campo, ya que quería estar preparado para lanzar, pero Brown me dejaba sin hacer nada fuera del campo, sin duda para recordarme que yo era un putañero y por lo tanto no era la persona adecuada para conseguir un over. No me importó, sino que me quedé por allí indolentemente, charlando con los espectadores cerca de las cuerdas, y encogiéndome de hombros elocuentemente cuando Félix o su compañero marcaban un buen tanto, lo cual hicieron a cada pelota. Ellos machacaron a nuestros compañeros, y tenían una ventaja de cincuenta ya antes de una hora. Les dije a los espectadores que lo que queríamos era un poco de animación, y me puse a hacer ejercicios de calentamiento con el brazo, y ellos me vitorearon y empezaron a gritar: «¡Sacad al viejo Flash! ¡Hurra por Afganistán!» y cosas así, lo cual era muy gratificante.
Yo estaba consiguiendo mi cuota de atención de las damas que estaban en los carruajes, cerca de mi puesto de vigilancia, y en realidad había estado tan concentrado guiñándoles el ojo y haciendo el gallito, que me perdí un largo golpe, por lo cual Brown me llamó bastante agriamente para que me fijara. Ahora, un par de señoritas de las más fogosas, empezaron a hacer eco a los hombres, que las incitaron, así que empezó a resonar por todo el campo: «¡Que salga el viejo Flash!», en roncos tonos bajos y agudas voces de soprano. Finalmente, Brown no pudo soportarlo más y me hizo seña de que saliera, y la multitud vitoreó de lo lindo. Félix esbozó una sonrisa tranquila y se puso en guardia.
En conjunto trató mi primer over con respeto, porque sólo me sacó once, lo cual era mucho más de lo que yo merecía. Ya que; por supuesto, lancé mis bolas con terrible energía, la primera de lleno a su cabeza, y las tres siguientes excesivamente cortas, con aguda excitación nerviosa. A la gente le encantó, y también a Félix, Dios le maldiga; él no alcanzó el primero, pero atrapó el segundo bellamente, interceptó el tercero de puntillas y apartó el último que iba derecho a su labio superior y lo mandó hacia los coches cerca del pabellón.
¡Cómo rió y vitoreó la multitud! Brown se mordía los labios con humillación y Brooke fruncía el ceño con disgusto. Pero ellos no podían sacarme después de un solo turno; vi a Félix que le decía algo a su compañero, y el otro rió, y mientras yo volvía a mi posición de vigilancia un pensamiento se abrió paso en mi cabeza, fruncí el ceño y di una palmada muy enfadado, ante lo cual los espectadores gritaron más fuerte que nunca. «¡Dale un poco de pimienta afgana, Flashy!», gritaba uno, Y «¡saca los cañones!», vociferaba otro. Yo sacudí el puño y me encasqueté el sombrero en la cabeza, y ellos gritaron y rieron de nuevo.
Hubo una aguda exclamación cuando Brown me sacó para mi segundo turno, y todos se prepararon para disfrutar de más diversión y frenesí. Pues lo vais a tener claro, chicos, pensé yo, mientras pasaba junto al wicket, con la multitud contando cada paso. Mi primera pelota rebotó a mitad de camino del campo, voló alta por encima de la cabeza del bateador y ellos cambiaron tres posiciones. Aquello hizo que Félix se enfrentara conmigo otra vez, y yo retrocedí, cerrando los oídos al griterío y los reproches de Brown. Me volví y por la elevación de los hombros de Félix comprendí que se estaba preparando para enviarme a los árboles; fijé mis ojos en el punto muerto en línea con la estaca exterior (él era zurdo, lo cual dejaba el wicket lateral abierto como una puerta de granero ante mi lanzamiento) y corrí decidido a lanzar la pelota más rápida, y certera de toda mi vida.
Y lo hice. Muy bien. Ya les he dicho que era un buen lanzador, y aquélla fue la mejor pelota que lancé jamás, lo cual quiere decir que era inmejorable. Había dejado la primera corta a propósito, sólo para confirmar lo que todo el mundo suponía desde el primer over: que yo era un lanzador impetuoso, sin más cabeza que una cerveza sin espuma. Pero la segunda tenía cada fibra dirigida a aquel punto, con un poco menos de fuerza de la que yo podía dominar para mantenerla firme, y desde el momento en que dejó mi mano, Félix estaba listo. Acepto que tuve suerte, porque el punto tenía que haber estado cubierto; fue un tiro bajo, que se deslizó junto a sus pies cuando esperaba oírlo junto a sus oídos, y antes de que pudiera detenerlo su estaca había saltado dando vueltas en el aire.
El grito que se alzó llegó hasta el cielo, y él pasó junto a mí sacudiendo la cabeza y dirigiéndome una extraña mirada mientras los compañeros me palmeaban la espalda e incluso Brown condescendió a gritar: «¡Bien lanzada!». Me tomé todo aquello muy informalmente, pero por dentro estaba pensando: «¡Félix! ¡Félix, por Dios!». No habría cambiado aquel wicket por un título de lord. Entonces volví bruscamente a la tierra, porque la multitud estaba animando al nuevo hombre que entraba, y yo cogí la pelota y volví a enfrentarme con la alta y angulosa figura de largos brazos que sujetaba el bate en corto.
Yo había visto jugar a Fuller Pilch en Norwich cuando era sólo un muchacho, en aquella ocasión en que venció a Marsden de Yorkshire por el campeonato de single-wicket[7] de Inglaterra; si yo había tenido alguna vez un héroe en mi infancia ése era Pilch, el mejor profesional de su época... y algunos dicen que de todas las épocas, aunque pienso que ese chico nuevo, Rhodes, puede ser también igual de bueno. Bueno, Flash, pensé yo, no tienes nada que perder, así que ve a por él.
Ahora bien; lo que yo había hecho a Félix era un lanzamiento de primera, pero lo que vino a continuación fue suerte, y nada más que suerte. Todavía no puedo explicármelo, pero el caso es que sucedió, y así fue como sucedió. Hice lo que pude para repetir mi gran esfuerzo, pero incluso más rápido esta vez, y en consecuencia me faltó algo de longitud; si Pilch estaba sorprendido por la velocidad, o por el hecho de que la pelota pasara más alta de lo que tenía derecho a hacer, no lo sé, pero fue un segundo demasiado lento en lanzarse hacia adelante, que era su gran tiro. No bajó su bate a tiempo, la pelota cayó fuera y yo casi me arrojé en plancha al campo, con brazos y piernas extendidos, agarrando una pelota que podía haber sujetado con la boca. Por poco se me cae, pero se quedó entre mis dedos, y lo siguiente que recuerdo es que estaban dándome palmadas en la espalda, y los espectadores gritando a pleno pulmón, mientras Pilch se volvía golpeando su bate con irritación.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Es que Dark no tiene escobas, o qué?
Bueno, quizá tuviera razón.
Por entonces, como ustedes pueden imaginar, yo estaba más allá de toda preocupación. Félix y Pilch. No me quedaba nada más que hacer en esta vida, o eso pensaba yo; ¿qué otra cosa podía superar a aquellos dos gloriosos golpes? Mis nietos nunca lo creerían, pensaba, suponiendo que tuviera alguno... Dios mío, compraré todos los ejemplares de la prensa deportiva del mes próximo, y empapelaré el dormitorio del viejo Morrison con ellos. Y sin embargo, lo mejor estaba todavía por llegar.
Mynn iba andando hacia la línea de base. Le iba mirando y recordaba un texto escrito por Macaulay aquel mismo año: «Y ahora todos gritan: "¡Aster!" y ¡mirad!, las filas se separan, mientras el gran Señor de la Luna llega con paso majestuoso». Así era exactamente Alfred el Grande, majestuoso y magnífico, con su ancha faja escarlata y el bate como una pala de niño en la mano. Me dirigió una sonrisa mientras caminaba, se puso en guardia, miró pausadamente en su entorno, se encasquetó el sombrero de paja en la cabeza e hizo una señal al árbitro, el viejo Aislabie, que temblaba de excitación mientras gritaba: «¡Juego!».
Bueno, yo no tenía ninguna esperanza en absoluto de mejorar lo que había hecho, pueden estar seguros, pero estaba decidido a lanzar lo mejor que pudiera, y mientras me volvía se me ocurrió una idea: el viejo Aislabie es un hombre de Rugby, y era un orgullo para la vieja escuela que él arbitrara este encuentro; honesto como Dios, seguro, pero como todos los fanáticos, vería lo que quisiera ver, ¿no es así? Y Mynn es tan jodidamente grande que no puedes evitar darle en algún sitio si te concentras en ello, y lanzas lo más rápido que puedas. Todo aquello iba ya tomando forma mientras yo corría hacia el wicket, había vencido a Félix gracias a mi habilidad, a Pilch por suerte, a Mynn le iba a vencer con trampas o a morir en el intento. Casi me arrojé encima de la línea de base y lancé un tiro perfecto, de corto alcance pero a sus buenos treinta centímetros de la pierna junto a la estaca. La bola llegó hasta él y Mynn dio unos pasos rápidamente para dejarla pasar, pero ésta rozó su pantorrilla. Por entonces yo estaba ya saltando para interceptar la visión de Aislabie, a un metro fuera del campo, volviéndome mientras saltaba y gritando con todas mis fuerzas: «¿Cómo estaba él, señor?».
Pues bien; un lanzador que es también un caballero de Rugby no reclama nada a menos que lo vea claro; aquel viejo loco de Aislabie con sus ojos de mosca no había visto absolutamente nada, porque yo me interponía entre él y la escena del crimen, pero concluyó que tenía que haber pasado algo, como yo imaginaba que sucedería, y en el momento en que pudo poner su mirada acuosa en Mynn éste, que había dado unos pasos, estaba delante de las estacas. Aislabie habría sido más que humano si hubiera resistido la tentación de decir la palabra que todo el mundo en aquel campo excepto Alfie quería oír. «¡Fuera!», gritó. «¡Sí, fuera, clarísimo! ¡Fuera, fuera!»
Hubo un jaleo espantoso. Los espectadores se volvían locos, y mis compañeros de equipo simplemente me cogieron y dieron la vuelta al campo conmigo. Los vítores eran ensordecedores, e incluso Brown me sacudía la mano y me daba palmadas en la espalda, gritando: «¡Bien lanzado, oh, bien lanzado, Flashy!» (Ya ven cómo es la moral: cubre a todas las rameras de Londres si te apetece, eso no significa nada mientras puedas hacer unos wickets.) Mynn se acercó, moviendo la cabeza y levantando una ceja en dirección a Aislabie. Él sabía que era una decisión censurable, pero sonrió ampliamente con su gran cara roja como buen deportista que era, e hizo algo que pasó al lenguaje popular: se quitó el sombrero, me lo presentó con una inclinación y dijo:
—Este truco vale un sombrero nuevo, joven.
(Maldito si sé a qué truco se refería,[8] y no me preocupa demasiado; sólo sé que la regla de la pierna delante del wicket es una regla perfectamente espléndida, si se usa bien.)
Después de todo esto, por supuesto, sólo quedaba por hacer una cosa: retirarme. Le dije a Brown que me había dislocado el brazo con tanto esfuerzo, que se me había reproducido el reumatismo que contraje en Afganistán, muy probablemente... qué lástima... justo cuando estaba acertando... qué desgracia... qué mala suerte... pero el partido estaba muy bien, sin embargo... (no iba a correr el riesgo de que los otros hombres de Kent me dieran una paliza, por nada del mundo). Así que salí del campo, entre una tumultuosa ovación de la galería, que yo recibí modestamente con un golpecito en el sombrero de Mynn, y estuve halagando mi vanidad durante el resto del partido, que perdimos por cuatro wickets. (Si ese espléndido tipo, Flashman, hubiera sido capaz de seguir lanzando, ¿verdad? A los de Kent los habría eliminado a todos en un momento. Dicen que tiene una bala jezzail todavía en el brazo derecho... No, no la tiene, fue un lanzazo... te digo que lo leí en los periódicos, etc. etc.)
Una vez en el pabellón hubo rondas de cerveza y todo tipo de felicitaciones. Félix me estrechó la mano de nuevo, bajando la cabeza de aquella forma tímida suya, y Mynn me preguntó si yo iba a estar en casa al año siguiente, ya que en caso de que el ejército no me reclamara, podía participar en el equipo informal que iba a reunir para la Semana Grande del críquet de Canterbury. Esto era adulación por todo lo alto, pero no estoy seguro de que el tributo más sincero que recibí no fueran las cejas fruncidas y la mirada fija de Fuller Pilch cuando se sentó en un banco con su jarra; mirándome de arriba abajo durante sus buenos dos minutos sin decir esta boca es mía.
Incluso el tembloroso duque vino para felicitarme y dijo que mi estilo le recordaba exactamente al suyo propio:
—¿No te lo había dicho, querida? —dijo a su lánguida buscona, que jugueteaba con su sombrilla, ahogando un bostezo mientras me mostraba su bonito perfil y me sopesaba con el rabillo del ojo—. ¿No te he dicho que los lanzamientos del señor Flashman eran justo como el que usé para acabar con Beauclerk en Maidstone en 1806? Lo dirigí para que saliera por la estaca, señor, lo cogí yendo hacia atrás, entiende, lancé un poco corto, quebrado y corto, a mitad de la estaca, tiré por encima de su wicket... ¡ja, ja! ¿eh?
Tuve que sujetar al viejo loco para evitar que se cayera demostrando su acción, y su hurí, al ayudarme, no perdió la oportunidad de rozar su rollizo brazo contra el mío.
—No dudo de que tendremos el placer de verle en Canterbury el próximo verano, señor Flashman —murmuró ella, y el viejo payaso gritó: «Sí, sí, maravilloso», mientras ella le ayudaba a caminar; yo tomé nota para buscarla entonces, ya que probablemente le habría matado en el transcurso del invierno.
Cuando me sequé, después del baño, y me tomaba una copa de brandy, me di cuenta de que no había visto a Elspeth desde que acabó el partido, lo cual era extraño, porque ella raramente se perdía una oportunidad de pavonearse en el reflejo de mi gloria. Me vestí y salí a buscarla; no había señales de vida entre la multitud que iba disgregándose, ni en el exterior del pabellón, ni en las mesas de té de las damas, ni en nuestro carruaje. El cochero tampoco la había visto. Había bastante gente en el exterior del pub, pero ella difícilmente podía estar allí. Alguien me tiró de la manga, y al volverme encontré a un individuo alto, con cara de bebedor de cerveza y los ojos pequeños y oscuros, que estaba a mi lado.
—Señor Flaxman, mis respectos —dijo, y se golpeó el sombrero de copa baja con el bastón—. Me perdonará la libertá, espero... Tighe es mi nombre, Daedalus Tighe, to el mundo me conose, soy agente y contable de los cabayeros... —y me tendió una tarjeta entre unos dedos sudorosos—. Aprovesho la oportunidad, mi querido cabayero deportista, de presentarle mis respectos y mehores deseos y...,
—Gracias —le corté—, pero no tengo apuestas por ahora.
—¡Mi querido señó! —exclamó él, riendo—. ¡Ni remostamente! —e invitó a sus compinches, un puñado de petimetres zarrapastrosos, para que le sirvieran de testigos—. Mi atervimiento, señó, era pa invita’le a compartir mi buena suerte, viendo cómo ha contribuío tan beyamente a la misma... en primer lugar, compantiendo este poco de shanpán fransés... pa algunos, pipí de burra, pero tan bebío en los mejores establesimientos por los peses gordos... como usted, por ehemplo, señó. Vinsent, sírvele un vaso a este encantador...
—En otra ocasión —dije yo, volviéndole la espalda, pero aquel animal tuvo la desfachatez de cogerme del brazo.
—¡Espere un momento, señó! —gritó—. Espere, esto eran sólo los premilinares sosiales. Estoy deseoso de presenta’le a su noble persona...
—¡Váyase al infierno! —exclamé. Apestaba a brandy.
—... una suma de sincuenta mashacantes como una muestra de mi profunda gratitú y respecto. ¡Vinsent!
Y que el diablo me lleve si la comadreja que tenía al lado no estaba ofreciéndome una copa de champán con una mano y un puñado de billetes con la otra. Yo me detuve en seco, mirándole.
—¿Pero qué demonios...?
—Una pequeña muehtra de mi extimasión —dijo Tighe. Vaciló un poco, mirándome de soslayo, y a pesar de apestar a licor, del corte vulgar de su chaqueta, el reloj de cadena por encima de su chaleco de seda floreado y la flor chillona en el ojal, las marcas del deporte vulgar, en efecto, aquellos ojillos incrustados en las gordas mejillas eran tan duros como piedras—. Usté ganó esto pa mí, señó... y me he ahorrao musho, maldita sea. ¿Qué, no es verdá? —sus confederados, apiñados a su alrededor, gruñeron y levantaron los vasos—. Por el sudor... perdón, señó... por la transpirasión de sus sejas... y ese pedaso de braso derecho que derrotó a Félix, Pilch y Alfred Mynn en tres tiros, señó. Mire —y señaló con un dedo a Vincent, que dejó la copa para desatar una bolsa de cuero que llevaba a la cintura, repleta de billetes y monedas.
—Usté, señó, ha ganao to eso. Sí, lo ha hesho. Cuando ha ganao a Fuller Pilch... ah, ¿no ha sío eso un tiro güeno? Se lo he disho a Fat Bob Napper, que como sabrá es el rey de las apuestas. Napper, le he disho, ése es un tirador de primera, eso es. ¿Qué te apuestas a que gana a Mynn a la primera pelota? Venga, dise él. Tres seguíos... ¡eso nunca! Mil a uno, y puedes pagarme ahora mismo. Apuestas generosas, señor, si me premite —y el bribón guiñó un ojo y se dio un golpecito en la nariz—. Así que... ahí fue mi biyete, y aquí están los mil de Napper, en metálico, y sincuenta son pa usté, mi querido señó, con los agradesimientos de Daedalus Tighe, cabayero, agente y contable de los cabayeros, que le saluda aquí —y levantó su vaso y se tambaleó, inseguro—. ¡Con el perdón de su altesa, saludo al más jodío braso deresho en el noble juego del críquet de hoy! ¡Hip, hip, hurra!
No podía evitar que aquel bruto me divirtiera, así como el puñado de bribones, corredores borrachos y chivatos parranderos que iban con él, que habían ido demasiado lejos para poder apreciar su propia insolencia.
—Gracias por pensar en ello, señor Tighe —dije yo, porque no hace ningún daño ser educado con un corredor, y me sentía bien—, pueden beber a mi salud con esto —y empujé el dinero firmemente hacia él, que se tambaleó y cayó sentado pesadamente, lleno de burbujas de champán barato, mientras sus compañeros gritaban y manoteaban para ayudarle. No es que no me hubieran sido útiles los cincuenta pavos, pero uno no debe permitir que le vean asociado con tipos de esa calaña, y mucho menos aceptando su pasta. Me alejé, y me siguieron los gritos de: «¡Buena suerte, señor!» y «¡ahí va el cabrón de Flashman!». Todavía sonreía cuando decidí buscar a Elspeth, pero cuando volví al campo de tiro con arco para mirar por allí, la sonrisa se borró de mis labios... porque allí sólo había dos personas en la larga avenida entre los setos: la elevada figura de un hombre y Elspeth entre sus brazos.
Me quedé quieto, en silencio, por tres razones. Primera, estaba estupefacto. Segunda, era un tipo grandote, vigoroso, por lo que podía ver de él, un macizo par de hombros envueltos en un paño fino bien cortado (ahí no se habían escatimado gastos). En tercer lugar, pasó rápidamente por mi mente la idea de que Elspeth, además de ser mi esposa, era mi fuente de suministros. Algo que valía la pena pensar, como ven, pero antes de que tuviera un momento para dudar, ambos volvieron la cabeza y vi que Elspeth estaba en el acto de colocar una flecha en un arco para señoras, riendo y haciéndose un lío de lo más atractivo mientras su acompañante, muy cerca de ella, le guiaba las manos, por lo cual, por supuesto, necesitaba poner sus brazos en torno a ella, con la cabeza contra su hombro.
Todo muy inocente... y ¿quién lo sabe mejor que yo, que habría aprovechado cualquier situación semejante para ardientes abrazos y caricias?
—Oh, Harry —me llamó ella—, ¿dónde has estado todo este rato? Mira, don Solomon me está enseñando a tirar con arco... ¡y yo lo he estado haciendo fatal! —lo cual demostraba ella manipulando desmañadamente la flecha, balanceando descontroladamente el brazo que sujetaba el arco y haciendo que la flecha se clavara en el seto, mientras chillaba con deliciosa voz—. ¡Oh, soy un desastre, don Solomon, a menos que me sujete las manos!
—La culpa es mía, querida señora Flashman —dijo él, complaciente. Se las arregló para mantener un brazo en torno a ella, mientras se inclinaba hacia mí—. Pero ahí está Marte, que estoy seguro que será mejor instructor para Diana de lo que yo pueda llegar a ser nunca —sonrió y se quitó el sombrero—. A sus órdenes, señor Flashman.
Incliné la cabeza con bastante frialdad, y le miré por encima del hombro, lo cual no era fácil, porque era de mi misma estatura, y dos veces más corpulento... Corpulento, se podría decir, si no gordo, con una cara carnosa y sonriente y finos dientes que relampagueaban de blancura contra su piel oscura. Moreno, quizás incluso oriental, ya que su cabello y sus patillas rizadas eran de un negro azulado, y cuando se volvió hacia mí se movía con esa melindrosa gracia que tienen los latinos en todo su cuerpo. Un personaje, también, por el elegante corte de sus ropas; una aguja de diamante en su pañuelo de cuello, un par de anillos en sus grandes dedos morenos... y, por Júpiter, incluso un pequeño aro de oro en una oreja. Con algo de sangre negra, sin duda, y con todo el aspecto de un negro rico, también.
—¡Oh, Harry, nos hemos divertido mucho! —gritaba Elspeth, y me dio un vuelco el corazón al mirarla. Los rizos dorados bajo el ridículo sombrero, la tez perfecta de color blanco y rosado, su pura e inocente belleza mientras ella reía, chispeante, y me tendía una mano—. Don Solomon me ha enseñado a lanzar la pelota y a tirar con arco, ¡aunque bastante mal!, y me ha entretenido... porque el críquet es tan aburrido cuando no juegas tú, con todos esos tipos de Kent tan aburridos tirando y...
—¿Cómo? —le dije, asombrado—. ¿Quieres decir que no me has visto lanzar?
—Pues no, Harry, pero nos lo hemos pasado la mar de bien en los juegos, con los helados y los aros... —ella seguía parloteando, mientras el seboso levantaba las cejas, sonriéndonos a uno y otro.
—Dios mío —decía él—. Me temo que la he apartado de su deber, señora Flashman. Perdóneme —se volvió hacia mí—, pero todavía le llevo ventaja. Don Solomon Haslam, a sus órdenes —inclinó la cabeza y sacudió su pañuelo—. El señor Speedicut, que creo que es amigo suyo, me presentó a su encantadora esposa, y yo me tomé la libertad de sugerirle que... diéramos una vuelta. Si hubiera sabido que usted iba a jugar... Pero, dígame, ha tenido suerte, ¿verdad?
—Oh, no me ha ido mal —dije yo, interiormente furioso de que mientras yo realizaba verdaderos prodigios, Elspeth hubiera estado mariposeando con aquel baboso fantoche—. Félix, Pilch y Mynn, en tres bolas: si usted le llama suerte a eso... Y ahora, querida, si el señor Solomon nos excusa...
Para mi sorpresa, él se echó a reír.
—¡Si yo le llamo suerte! —exclamó—. ¡Sería un sueño, sin duda! ¡Me habría alegrado con uno solo de ellos!
—Bueno, yo no —dije, mirándole—. Le lancé a Félix, puse fuera de juego a Pilch y cogí a Mynn con la pierna adelantada... lo que probablemente no significa mucho para un extranjero...
—¡Dios mío! —exclamó él—. ¡No puede ser! ¿Me está tomando el pelo, señor?
—Bueno, mire, quienquiera que sea usted...
—Pero... pero... ¡oh, Dios mío! —tartamudeaba, y de repente tomó mi mano y empezó a sacudírmela, con la cara iluminada—. Mi queridísimo amigo... ¡no puedo creerlo! ¿A los tres? ¡Y pensar que me lo he perdido! —sacudió la cabeza, y estalló en risas de nuevo—. ¡Oh, qué dilema! ¿Cómo puedo lamentar la hora que he pasado con la dama más encantadora de todo Londres...? Pero señora Flashman, ¡lo que me ha costado usted! ¡Nunca se ha visto nada semejante! ¡Y pensar que me lo he perdido! Bueno, bueno, he pagado por mi devoción a la belleza, seguro. ¡Bien hecho, mi querido amigo, bien hecho! ¡Esto hay que celebrarlo!
Yo estaba bastante desconcertado con este agasajo de palabras y zalamerías, mientras Elspeth parecía encantadora y asombrada, pero no pude hacer nada cuando él nos condujo adonde estaba el licor y me pidió, paso por paso, una descripción de cómo había lanzado yo a aquellos tres grandes. Nunca había visto a un hombre tan excitado, y confieso que empezó a caerme simpático; me daba palmadas en la espalda y se golpeaba la rodilla con deleite cuando acabé.
—¡Bueno, bendito sea! Vaya, señora Flashman, su marido no sólo es un héroe... ¡es un prodigio! —al oír esto Elspeth resplandeció y me apretó la mano, lo cual ahuyentó los restos de mi templanza—. ¡Félix, Pilch y Mynn! Extraordinario. Bueno... pensaba que sabía algo de críquet, a mi humilde manera... Jugué en Eton, ¿sabe? Nunca jugamos contra Rugby, ¡lástima! Pero creo que debió de ser un año o dos antes que usted, de todos modos, amigo mío. ¡Pero esto lo supera todo!
Me sentía halagado, y no sólo por el efecto que tenía aquello en Elspeth. Allí estaba aquel extraño tipo extranjero, que había venido mariposeando en torno a ella, una maldita coqueta, y ahora toda su atención era para mi críquet. Ella estaba en parte exultante por mi causa y también enfurruñada porque la habíamos olvidado, pero cuando nos separamos de aquel tipo, con muchos cumplidos y con la seguridad, por su parte, de que nos encontraríamos de nuevo pronto, y con gran amabilidad por la mía, él se ganó su corazón besándole la mano como si hubiera querido comérsela. No me importó por entonces; él no parecía un mal tipo, para su raza, y si había ido a Eton presumiblemente sería medio respetable, y obviamente nadaría en oro. Todos los hombres babeaban delante de Elspeth, de todos modos.
Así que el gran día acabó, un día que nunca olvidé por su propia esplendidez: Félix, Pilch y Mynn, y aquellos tres atronadores rugidos de la multitud cuando fue cayendo cada uno de ellos. Fue un día que contenía la semilla de grandes acontecimientos, tal como verán más tarde. El primero y pequeño fruto nos estaba esperando cuando volvimos a Mayfair. Era un paquete que nos entregaron en la puerta, dirigido a mí. Contenía cincuenta libras en billetes y una nota garrapateada que decía: «Con los saludos de D. Tighe, Cab». Qué infernal insolencia: aquel asqueroso corredor de apuestas o lo que fuera, tenía la desfachatez de enviarme dinero en efectivo, como si yo fuera algún criado al que se da una propina.
Si lo hubiera tenido a mano le habría dado una patada en el culo o unos bastonazos por su presunción, mandándole de vuelta a Whitechapel. Como no lo tenía, me guardé los billetes y quemé su carta; es la única manera de poner a esos advenedizos en su lugar.
[Extracto del diario de la señora H. Flashman, sin fecha, 1842.]
...claro, es muy natural que H. preste alguna atención a otras damas y caballeros, porque ellos son tan exagerados en la admiración que le tienen... ¿y debo yo acaso culparos a vosotras, hermanas menos afortunadas? Él tenía un aspecto gentil, orgulloso y guapo, como el espléndido León Inglés que es, que yo casi me desmayaba de amor y admiración... y pensar que este hombre extraordinario, la envidia y admiración de todos, es ¡mi marido! Él es la perfección, y yo le amo más de lo que puedo expresar.
Sin embargo, me gustaría que hubiera estado un poco menos atento a las damas que estaban cerca de nosotros, que le sonreían y saludaban cuando estaba en el campo, algunas incluso hasta el punto de olvidar las obligaciones de la modestia requerida en nuestro tierno sexo, ¡y llamarle en voz alta! Por supuesto, es difícil para él aparentar indiferencia, porque es tan Admirado... y tiene una naturaleza tan sencilla y galante, y siente, creo, que debe reconocer sus halagos, por miedo de que pueda ser encontrado en falta en esa cortesía que corresponde a un caballero. Es tan Generoso y Considerado, incluso con personas déclassées como la odiosa señora Leo Lade, la compañera del duque, cuya admiración por H. era tan abierta y sin vergüenza que se hacía notar, y me hizo enrojecer por su reputación... ¡aunque seguro que carece de ella! Pero la sencilla e infantil bondad de H. no puede ver faltas en nadie... ni siquiera en la hembra abandonada que yo estoy segura de que es, porque dicen... pero no debo mancillar tu limpia página, querido diario, con tan Miserable Cosa como la señora Leo.
Al mencionarla me acuerdo de nuevo de mi Deber de Proteger a mi querido... porque él es todavía como un niño, con toda la ingenuidad y sencillez de un niño. Bueno, hoy parecía algo picado y furioso ante la atención que me mostraba Don S. H., que es un hombre irreprochable y el más distinguido de los caballeros. Tiene unos cincuenta mil anuales, se dice, de propiedades y rentas de las Indias Orientales, y está en buenas relaciones con la Mejor Sociedad, y ha sido recibido por S. M. Es enteramente Inglés, aunque su madre era una Mujer Española, creo, y tiene los más cautivadores modales y atenciones, y es además la persona más alegre del mundo. Confieso que me divertí mucho viendo cómo le cautivaba yo, lo cual es bastante inofensivo y natural, porque he notado que los Caballeros de su Raza son incluso más ardientes en sus atenciones a los de buena clase que aquellos de Pura Sangre Europea. El pobre H. no estaba muy complacido, me temo, pero no puedo evitar pensar que no le hará ningún daño comprender que los dos sexos están destinados a complacerse con inofensivas, y si él debe ser admirado por la señora L. L., no puede objetar la natural inclinación de Don por mí. Y además, no pueden compararse, porque las atenciones de Don S. H. son de la mayor discreción y amabilidad; él es divertido con propiedad, y cariñoso sin familiaridad. No hay duda de que le veremos mucho en sociedad este invierno, pero no tanto, lo prometo, como para hacer que mi Querido Héroe se sienta demasiado celoso... tiene una sensibilidad tal...
[Fin del extracto— G. de R.]