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Aunque como norma soy capaz de mentir y disimular estupendamente, no tengo muy buena mano para las conspiraciones; dependes demasiado de otras personas. Parecía un grupo bastante fiable, y lo único positivo era que había poco tiempo para que saliera mal. Si yo hubiera tenido que esperar días, o semanas, no dudo de que mis nervios me habrían traicionado, y me habría rendido. Cuando pasé revista al amanecer del día siguiente, no habiendo dormido ni un segundo, me retorcía como pez fuera del agua. Incluso había saltado culpablemente cuando mi ordenanza me trajo el agua para afeitarme... qué significaba aquello, ¿eh? ¿No resultaba sospechoso que su conducta fuese exactamente la misma que había sido desde hacía meses? ¿Sabía algo? Cuando llegué a mi despacho y dicté las órdenes del día a mi pequeño grupo de instructores, veía espías por todas partes, y me comportaba como un actor nervioso antes de representar Macbeth.
El problema más acuciante, pensaba mientras miraba las impasibles caras negras de mi personal y trataba de que no me temblasen las manos, era encontrar una excusa suficiente para enviar a los guardias a Ankay. ¡Cielos!, ¿cómo me había metido yo en aquello? No podía decirles simplemente que se marcharan... aquello provocaría comentarios seguramente. No necesitaban hacer ejercicio, se habían estado portando bien en los desfiles... N o se me ocurría ninguna forma, pero los reuní por si acaso, confiando en que Dios me ayudara. Y lo hizo. Los hombres estaban serenos y bien equipados, como de costumbre, pero sus oficiales de menor rango habían asistido a la fiesta de la reina toda la noche, y llegaron a la revista medio borrachos. Viendo una oportunidad, hice formar sus columnas, y a los cinco minutos aquello parecía la batalla de Borodino, los hovas cayéndose unos encima de otros, compañías enteras vagando de un sitio a otro, y oficiales un poco borrachos tambaleándose, gritando y sollozando. Felizmente inspirado, hice que la banda tocara para acompañar la instrucción, y como la mayoría de los músicos estaban todavía medio borrachos y soplaban por el lado equivocado de sus instrumentos, el follón no hizo sino aumentar.
Al contemplar aquel zafarrancho, sufrí un espantoso ataque de cólera, coloqué a los oficiales borrachos bajo arresto, arengué a toda la tropa a voz en grito y les dije que tenían que marchar con el equipo completo hasta que estuvieran de nuevo sobrios y respetables. Irían a Ankay, les dije. Podían acampar en la llanura sin tiendas ni mantas, y si uno de ellos se atrevía a coger fiebres, lo azotaría por estúpido. Supongo que pareció convincente, y finalmente se fueron para allá, dirigidos por la banda, que tocaba tres marchas diferentes a la vez. Les vi desaparecer en la neblina polvorienta y pensé que ya había cumplido bien por mi parte... y si todo el complot se iba a hacer gárgaras, todavía podía decir que mis acciones habían sido perfectamente normales.
Pero ése es un pequeño consuelo para una conciencia como la mía. Fui presa de un creciente terror todo el día, temblando al pensar lo que Laborde y los otros podían estar haciendo... Debía pasar otro día y otra noche, tiempo suficiente para que se pudiera filtrar alguna noticia del complot, y yo saltaba a cada voz y a cada paso. Afortunadamente, nadie parecía notarlo; no hay duda de que atribuían mis saltos, como los suyos propios, a los excesos de la noche anterior. No dijeron nada desde palacio, ni señales de algo extraño llegó la noche y me preparé para irme a la cama pronto con una botella de anisado para tranquilizar mis horas oscuras.
Estaba allí echado, escuchando los ruidos distantes del palacio, bebiendo de mi botella y diciéndome a mí mismo por milésima vez que no había motivos por los que no pudiera ir todo bien. Con un poco de suerte, en dos días Elspeth y yo estaríamos cabalgando a toda marcha hacia Tamitave, con las bendiciones de Rakota; subiríamos al primer barco inglés, y a casa sanos y salvos, lejos de aquel espantoso lugar. No sería tan malo, por supuesto, con Ranavalona fuera de circulación, habría ventajas financieras: un país rico, nuevos mercados, oportunidades comerciales, asesoramiento experto para los mercaderes de la City a mi vuelta por un diez por ciento de los beneficios... No había que hacerle ascos a algo así. Me pregunté qué harían con la buena reina ninfómana, ¿exiliarla a la provincia del sur con un pelotón de sementales hovas para mantenerla caliente y servirla bien?
Un golpe estruendoso sonó en mi puerta y me levanté como un rayo. Sudaba. Oí la voz de mi ordenanza y luego le vi, mientras yo buscaba mis botas, y detrás de él, las ominosas figuras de unos guardias hovas, con cartucheras, sus pechos desnudos brillando negros a la luz de la lámpara. Había un suboficial que me conduciría a los apartamentos reales; las palabras penetraron en mi cerebro adormecido como gotas de ácido... ¡Oh, Dios mío, estaba listo! Tuve que sujetarme en el borde de mi camastro mientras me ponía los pantalones. ¿Qué podía querer la reina a aquella hora, y por qué tenía que mandar una guardia, a menos que hubiese ocurrido lo peor? El secreto estaba desvelado, debía de ser eso. Pero después de todo, podía no ser nada, así que tranquilo. Debía mantener la cara serena, pasara lo que pasase. El pánico me sacudía... ¿debía intentar la huida? No, aquello sería fatal, y mis piernas no me responderían; todo lo que podían hacer era andar derechas al ritmo del oficial que me conducía en torno a la fachada de palacio, más allá de los anchos escalones... ¿Era mi imaginación o era verdad que allí parecía haber más centinelas de lo habitual? Crucé la plazoleta del palacio de Plata, que brillaba bajo la luna, y con su millón de campanillas tintineando suavemente en el aire de la noche.
Subimos por las escaleras, recorrimos el amplio corredor, con mis piernas como gelatina y las botas de los hovas resonando a su paso detrás de mí... nunca me habían gustado nada aquellas botas, recordé. Había pensado hacerles llevar sandalias, pero no estaba seguro de que aguantasen las largas marchas. ¡Por Dios!, qué cosas se me ocurrían en aquellos momentos, ¡estando mi vida pendiente de un hilo! Las grandes puertas se abrieron y el oficial me hizo señas de que entrase en la sala de las recepciones iluminada con una luz resplandeciente. Entré y saludé automáticamente, mientras aquella imagen se grababa con brillantes colores en mi mente.
Ella estaba allí, negra y tranquila, en su trono. Debía de ser medianoche, seguro, pero llevaba un traje de tarde de tafetán, con volantes azules, y un sombrero con una pluma de avestruz. Me levanté, hecha mi reverencia, sintiendo un frío mortal, pero no podía obligarme a mirarla. Una pareja de doncellas estaba a los lados, y junto a ellas la figura de Vavalana, el canciller, esbelto, vestido con una túnica, con la cabeza inclinada, que me miraba con sus astutos ojos, y también Fankanonikaka... Luché por recobrar la compostura, pero en su negra cara no leí nada. Mi corazón saltó alocadamente, y casi grité.
A un lado, entre dos guardias, estaba el barón Andriama. Llevaba la camisa desgarrada, tenía la cara retorcida y las manos atadas; apenas era capaz de mantenerse en pie. Había un asqueroso revoltijo en el suelo junto a él... y la palabra apareció en mi mente: tanguin. Ella lo sabía, entonces... todo había acabado.
Por el rabillo del ojo pude ver que ella me observaba, sin quitar la mano del pendiente. Entonces murmuró algo, y Vavalana se dirigió hacia adelante, dando golpecitos con su bastón. Su grisácea cabeza y su arrugada cara parecían curiosamente como las de un pájaro; parpadeó como un viejo petirrojo insolente.
—Hable ante la reina —dijo, y su voz era un suave graznido—. ¿Por qué ha enviado a los guardias a Ankay?
Traté de parecer ligeramente sorprendido, y mantener la voz tranquila.
—Que la reina viva mil años. Envié los guardias a una marcha de castigo... porque estaban borrachos y descuidados. Y también la banda —fruncí el ceño y hablé más fuerte—. No estaban preparados para la revista... Cinco de sus oficiales han sido arrestados. Ochenta kilómetros con todo el equipo es lo que necesitan para que aprendan a comportarse como soldados... ¡y cuando vuelvan los volveré a mandar fuera otra vez si no han aprendido la lección!
Sonaba bien, creo yo... el toque adecuado de indignación, mi perplejidad y severidad marcial, aunque cómo lo conseguí sólo Dios lo sabe. Vavalana me estudiaba, y detrás de él la cara negra y los ojos pequeños y brillantes debajo de la pluma de avestruz estaban tan fijos como los de un ídolo de piedra. No debo traicionar mi miedo...
—¿No fueron enviados por orden de este hombre? —dijo Vavalana, y su mano huesuda apuntó a Andriama, derrumbado entre sus guardias.
—¿El barón Andriama? —dije yo, asombrado—. Él no tiene autoridad sobre las tropas. ¿Por qué...? ¿Acaso dice que me ha ordenado algo? Nunca ha mostrado ningún interés en su entrenamiento. Él no es ni siquiera militar. No lo entiendo, canciller...
—Pero usted sabía —gritó Vavalana, apuntando con su dedo hacia mí—, ¡usted sabía que él conspiraba contra la vida del Gran Lago que Provee de Agua! Si no ¿por qué trataba de privarla de su protección, de sus soldados de confianza?
Dejé caer mi mandíbula con asombro, y me eché a reír en sus propias narices... Por primera vez vi a Ranavalona sorprendida. Dio un salto como una marioneta a la que han tirado del hilo, porque supongo que nunca antes nadie se había reído en voz alta en su presencia.
—¿Una conspiración, dice? ¿Es una broma, canciller? Si lo es, es del peor gusto —dejé de reír y fruncí el ceño, viendo la duda en sus ojos. «Ahora es tu turno, chico, rabia e indignación, sal bien del asunto por lo que más quieras, leal y viejo Harry», pensé—. ¿Quién se atrevería a conspirar contra Su Majestad, o decir que yo lo sabía? —Estaba casi gritando aquellas palabras, con la cara roja, y Vavalana dio un paso atrás.
—¡Basta! —Ranavalona apartó la mano de su pendiente—. Ven aquí.
Di un paso hacia adelante, forzándome por mirar aquellos ojos hipnóticos, con la boca seca de terror. ¿Habría funcionado el farol? ¿Me creería ella? Sus vidriosas y heladas pupilas me inspeccionaron durante un minuto entero, luego me cogió la mano. Mi ánimo se abatió cuando ella la sujetó y luego gruñó una palabra:
—Tanguin.
El corazón me dio un vuelco y casi me caí. Porque aquello significaba que ella no me creía, o al menos no estaba segura, lo que era igual de malo; ella me sujetaba la mano, sentenciándome a aquel juicio, a aquella horrible prueba de Madagascar, que apenas daba una oportunidad de supervivencia. Oí castañetear mis propios dientes, y me postré suplicando, protestando de mi lealtad, jurando que ella era la más querida, amada reina que nunca existió... Sólo la ciega certeza de que la confesión significaba una muerte segura e innombrable me impidió largar todo el asunto. Al menos el tanguin me daba una ligera oportunidad, y supongo que yo lo sabía. La cara sombría no cambió. Soltó mi mano e hizo un gesto a los guardias.
Sólo pude agacharme mientras realizaban sus asquerosos preparativos, sin ser consciente de nada salvo de las manos negras y musculosas que sujetaban la pequeña piedra tanguin y la rascaban con un cuchillo, para que los copos de polvo gris cayeran en la bandeja en la que se encontraban tres jirones secos de piel de pollo. Allí estaba mi muerte por envenenamiento. Uno de los guardias me sacudió rudamente, sujetándome los brazos detrás; el otro avanzó, levantando el plato hasta mi rostro. Me sujetó la mandíbula... e hizo una pausa mientras hablaba la reina, pero no era un aplazamiento: ella le decía algo a una de sus doncellas, y había que suspender todo movimiento, yo con los ojos salidos ante aquel desperdicio venenoso que iba a tener que tragar, mientras la chica se iba y volvía con un monedero, del cual la reina sacó solemnemente veinticuatro dólares y los puso en la mano de Vavalana. Ante aquella ofensa final, aquella obscena devoción a la letra de su pagano ritual, mis nervios se rompieron.
—¡No! —chillé—. ¡Dejadme ir! ¡Lo diré... juro que lo diré! ¡Por la gracia de Dios! —grité en inglés, que nadie sino Fankanonikaka entendía—: ¡Piedad! ¡Me obligaron a hacerlo! Lo diré...
Sujetaron mi mandíbula cruelmente abierta; unos dedos enérgicos la mantenían así, y me atraganté cuando mi boca se llenó con el asqueroso olor del tanguin. Luché, pero los trozos de pollo fueron embutidos rudamente hasta el interior de mi garganta; luego unas manos musculosas mantuvieron mis mandíbulas cerradas y me taparon la nariz. Luché e hice mil movimientos espasmódicos, tratando de no tragar. La garganta me ardía con aquel asqueroso polvo, me atragantaba horriblemente, me ardían los pulmones, pero no había nada que hacer. Tragué con angustia... y me soltaron tambaleante, sollozando y tratando de vomitar, mirando a mi alrededor con pánico, sabiendo que me estaba muriendo... Aun así, estuve consciente de la curiosidad que anidaba en los ojos vigilantes de Vavalana y los guardias, y la absoluta indiferencia de la criatura inmóvil del trono.
Grité una y otra vez, agarrándome la ardiente garganta, mientras la habitación giraba como un torbellino en torno a mí... y entonces los guardias me cogieron de nuevo y el pequeño Fankanonikaka me habló incoherentemente mientras ellos ponían un cuenco ante mis labios y los forzaban a abrirse.
—¡Beba! ¡Beba! ¡Rápido...! —y vertieron un torrente de agua de arroz en mi interior, llenando mi boca y mi nariz, empapando toda mi cabeza; los pulmones enteros parecieron llenarse. Yo tragaba y tragaba hasta que sentí que iba a estallar, sintiendo alivio mientras el líquido lavaba mi boca de aquel corrosivo dolor... Luego una espantosa convulsión agarrotó mi estómago, y luego otra, y otra. Estaba a cuatro patas, retorciéndome ciegamente... ¡Oh, Dios, si aquello era la muerte, era peor que nada de lo que yo imaginaba! Abrí la boca para gritar, y en aquel momento vomité como nunca lo había hecho antes, una y otra vez, y me derrumbé tembloroso, quejándome débilmente y sin sentido, mientras los espectadores se reunían alrededor para hacer las comprobaciones.
Ésa es la parte más interesante del juicio tanguin, ¿saben? ¿Vomitará adecuadamente la víctima? Sí... ésa es la prueba. Le meten a uno ese veneno mortal en el cuerpo, te empapan con agua de arroz para ayudar la digestión, y esperan acontecimientos... Pero no basta sólo con vomitar; hay que sacar los tres trozos de piel de pollo también, y si uno lo hace, todo son felicitaciones y un premio para el caballero. Si no lo haces, has fallado la prueba, tu culpa queda establecida y Su Majestad obtiene una diversión infinita disponiendo de ti.
Delicioso, ¿verdad? Y tan lógico como los procedimientos de nuestra policía, aunque menos preocupante para el acusado. Al menos no tienes que esperar en suspenso mientras ellos examinan las pruebas, porque estás demasiado destrozado y exhausto para preocuparte. Me quedé echado, tosiendo y gimoteando con los ojos llenos de lágrimas de dolor, hasta que alguien me cogió del pelo y tiró hasta levantarme. Allí estaba Vavalana, supervisando solemnemente los tres pequeños objetos empapados en su palma, y Fankanonikaka sonriendo aliviado junto a él, moviendo la cabeza hacia mí, y yo estaba todavía demasiado atontado para darme cuenta mientras los guardias me empujaban hacia adelante de rodillas, resoplando y balbuciendo ante el trono.[60]
Entonces ocurrió la cosa más asombrosa de todas. Ranavalona extendió su mano y Vavalana, cuidadosamente, colocó ocho dólares en su palma. Ella se los pasó a su doncella, y él luego le dio otros ocho, que ella me entregó a mí. Yo estaba demasiado agotado para comprender que aquélla era la prueba de que yo había superado el juicio con éxito, pero entonces ella lo puso más claro. Cuando cogí el dinero cerró su mano en torno a la mía y me atrajo hacia el trono, hasta que nuestras caras casi se tocaban, y para mi absoluta incredulidad vi que había lágrimas en aquellos espantosos ojos de serpiente. Gentilmente, ella frotó su nariz contra la mía, y tocó mi cara con sus labios. Luego se incorporó de nuevo, volviendo su mirada al desgraciado Andriama, y susurrando algo en malgache... Al parecer, le recordaba que debía llevar lana encima de la piel, pero dudo que fuera eso, porque él chilló de terror y cayó de rodillas frente a ella, y hociqueó a sus pies mientras los guardias caían sobre él y le arrastraban contorsionándose hacia las puertas. Se me pusieron los pelos de punta mientras sus gritos se apagaban; un vómito menos completo y habría sido yo el que se quejaba.
Fankanonikaka estaba a mi lado, y dejándome guiar por él saludé, inseguro, y me retiré. Cuando las puertas se cerraron detrás de nosotros, Ranavalona estaba todavía sentada, la pluma de avestruz moviéndose mientras ella murmuraba a su ídolo botella, y sus doncellas empezaban a limpiar el suelo con desgana.
—Muy conmovedor. ¡La reina le ama mucho, así que encantada de que usted vomitar bien, muy feliz tanguin no morir! —Fankanonikaka estaba moqueando de felicidad sin dejar de correr—. Ella nunca amar tan profundamente, excepto a los toros reales, que no son seres humanos. Pero no apresurar, muchos peligros aún para usted, para mí, para todos, cuando Andriama contar los planes. —Me empujó a lo largo de los pasadizos hasta su pequeña oficina, donde corrió el cerrojo y se quedó de pie jadeando.
—¿Qué pasa con Andriama? ¿Qué ha ocurrido?
Puso los ojos en blanco.
—¿Quién sabe? Alguien traición, horrible farsante Vavalana, quizá espiando por la cerradura, oír algo. Reina sospechar de Andriama, dar tanguin, él vomitar no bien, no como usted. Entonces yo no estar a tiempo, no ayudar, como usted, con sal, un poco poquito de cáscara sagrada en agua de arroz, hacer buen vomitar, muy feliz, todo bien y conforme, digo.
No me sorprendía que me hubiera encontrado tan mal. Podía haber besado a aquel pequeño marrullero, pero él estaba frenético de aprensión.
—Andriama hablar pronto. Horribles torturas ahora, peores que Inquisición, quemar y cortar partes privadas... —él se estremeció, sus manos encima de la cara—. Él gritar todo aquello del plan, yo, usted, Rakohaja, Laborde...
—¡Por el amor de Dios, hable en francés!
—... todo lo que saber a Vavalana y reina. Quizás poco tiempo ya, entonces se acabó para nosotros, torturas también, entonces adiós muy buenas, ¡lo juro! Una esperanza sólo, hacer plan ahora... Esta noche guardias no aquí, marchando a Ankay ¡izquierda, derecha! Debemos decir a Rakohaja, Laborde, reina sospecha. Andriama hablará pronto...
Él balbuceaba mientras yo trataba desesperadamente de pensar. Él tenía razón, por supuesto: los malgaches son bravos y duros como el hierro, pero Andriama no soportaría los horrores que las bellezas de Ranavalona probablemente ya le estaban infligiendo mientras nosotros estábamos allí de pie, hablando. Se derrumbaría, y pronto seríamos hombres muertos... Dios mío, pensé, ella me tenía cariño, verdad, lloró un poquito cuando sobreviví al tanguin, esa pequeña zorra de corazón tierno. Ah, sin duda ella habría llorado sobre la almohada si hubiera tenido que despellejarme vivo por traición. Si podíamos contactar con Laborde o Rakohaja, ¿cumplirían con éxito el golpe ahora? ¿Dónde estaban los treinta hombres de Andriama? ¿Sabía Rakota lo que estaba ocurriendo? Rakota... ¡Dios mío, Elspeth! ¿Qué sería de ella? Golpeé con el puño en la mesa con la furia de la desesperación, mientras Fankanonikaka tartamudeaba en malgache e inglés chapurreado, y de pronto vi que sólo había un camino, y una débil esperanza, pero era o aquello o una muerte inconcebible. El gambito de Flashman... Cuando dudes, corre.
—Escuche, Fankanonikaka —dije—, déjeme eso a mí. Yo encontraré a Laborde y a Rakohaja. Pero tengo que moverme rápidamente. Debo tener un caballo. ¿Puede emitir una orden para los establos reales? No me dejarán coger un animal sin autorización. ¡Venga, hombre! ¡No puedo correr por toda la jodida Antan a pie! Pero espere... necesitaré más de uno. Escríbame una orden para una docena de caballos, para que pueda llevárselos a Laborde, o a Rakohaja... Tienen que reunir de algún modo a todos esos hombres de Andriama.
Me miró pasmado, lleno de consternación.
—Pero ¿qué motivo? Si la orden dice tomar todos los caballos, alguien sospecha, llamando: fuego y Bow Street...
—¡Diga que son para los oficiales de la guardia que he mandado de marcha a Ankay! ¡Dígales que la reina lo siente por ellos, y que pueden volver a caballo! ¡Cualquier excusa servirá! Venga, deprisa, hombre... ¡Andriama probablemente está soltando la lengua en este mismo instante!
Eso le decidió; agarró una pluma y escribió deprisa mientras me apoyaba en su hombro, temblando de impaciencia. Los minutos volaban y a cada momento mis oportunidades se hacían más imprecisas. Me guardé la orden en el bolsillo, pero necesitaba algunas cosas más.
—¿Tiene una pistola? Pues una espada... debo tener un arma... por si acaso —esperaba por mi vida que no se diera el caso, pero no podía ir desarmado. Él salió y encontró una en un salón cercano. Sólo era un espadín de ceremonias con un mango curvado de marfil y sin guarda, pero tendría que valer. Mientras la cogía, me asaltó de pronto una idea... ¿Por qué no correr escaleras arriba y matar a esa perra negra mientras estaba allí sentada... o que lo hiciera Fankanonikaka? Él casi chilló con alarma e indignación:
—¡No, no, sin derramamiento de sangre! Sólo destronar... gran reina, pobre dama... ¡Oh, tan chiflada! ¡Si sólo ella tranquila y quieta, nosotros no necesitar condenados complots, ni la mitad! ¡Ahora todo para desaparecer, quitar peleas, arrestos y crueldades! —él se retorcía las manos—. Usted correr a Laborde, rápido, yo esperando vigilando, cielos, alguien quizá arrestar, o la reina sospechar...
—Nada de eso —atajé yo—. Le diré lo que vamos a hacer. Usted es muy hábil echando cosas disimuladamente en la bebida de la gente, ¿verdad? Bueno, encuentre una manera de enviar algún refresco al pobre Andriama... sáquele de su padecimiento antes de que él hable, ¿no? Y no tema, Fankanonikaka. Somos viejos compañeros, buenos tiempos juntos. Que viva Highgate y al demonio con Bluecoat School, ¿eh?
Le dejé tartamudeando y me fui, forzándome a caminar lentamente mientras descendía la gran escalera, pasaba junto a los indiferentes guardias de palacio, a través de la plazoleta y fuera, en la calle. Eran las primeras horas de la madrugada, pero había todavía bastante gente, porque en el distrito real de Antan la gente de la buena sociedad se acuesta tarde, y seguro que habría todavía muchos comentarios y discusiones sobre la orgía de la noche anterior en palacio. Ellos se deleitaban con el escándalo, como sus hermanos y hermanas civilizados. Las calles estaban bien iluminadas, pero nadie me prestó atención mientras pasaba junto a los peatones que caminaban y los coches que corrían bajo los árboles. Fankanonikaka me había conseguido un largo manto para tapar mis botas y pantalones de montar y cubrir la espada, ya que los esclavos no deben llevar cosas semejantes, y aparte de mi cara blanca y mis patillas, era como cualquier otro paseante.
Los establos estaban sólo a cinco minutos andando, y yo me sentía consumido por la impaciencia mientras el suboficial deletreaba laboriosamente la nota de Fankanonikaka y me miraba ceñudo. No sabía mucho francés, pero complementé la orden escrita lo mejor que pude, y como yo era el sargento general, hizo lo que se le decía.
—Dos caballos para mí —expliqué—, y la otra docena para los oficiales de la guardia en Ankay. Mándeselos ahora con un mozo, y dígales que sigan el rastro de los guardias, pero no se apresuren. No quiero que se agoten, ¿comprende?
—No hay mozos —respondió, malhumorado.
—Pues consiga uno, o se lo mencionaré a la reina, que viva mil años. ¿Ha estado últimamente en el Ambohipotsy? Se encontrará observándolo desde lo alto del acantilado a menos que se apresure... y ponga una botella de agua llena en cada caballo, y mucho jaka en las alforjas.
Le dejé tan pálido como puede ponerse un negro asustado, y cabalgué a paso tranquilo en dirección del palacio del príncipe Rakota, tirando del segundo caballo. No me atrevía a correr, porque un hombre montado era ya algo bastante raro en Antan en cualquier momento, y un jinete con prisas de noche podía hacer que llamasen a la policía. Esas situaciones son horribles, cuando cada segundo es precioso para ti pero tienes que ir despacio... Por ejemplo, andar aterrorizado a través de las líneas de los cipayos en Lucknow con el mensaje de Campbell, o aquella espera enervante en el barco de vapor en Memphis con una esclava disfrazada a un lado y los perseguidores en nuestros talones. Se puede pasear despreocupadamente con las tripas rugiendo... ¿Habría hablado Andriama ya? ¿Lo sabría todo la reina por entonces? ¿Estaba el propio Fankanonikaka quizás chillando ya bajo los cuchillos? ¿Estaban todavía abiertas las puertas de la ciudad? Nunca las cerraban como norma, y si las encontraba cerradas, sería una señal segura de que el complot había sido descubierto... y que el cielo nos ayudara entonces.
El palacio de Rakota en los suburbios estaba muy separado de las demás casas, detrás de una empalizada rodeada de un cinturón de pequeños árboles y arbustos. Dejé los caballos allí, fuera de la vista, lancé una silenciosa plegaria para que las monturas malgaches fueran capaces de quedarse quietas y no relinchar, y me dirigí rápidamente hacia la puerta principal. Había un centinela dormitando bajo la linterna, pero me dejó entrar bastante pronto... no se preocupaba mucho esa gente... y finalmente tuve que darle patadas al portero para que se despertara junto a la puerta principal, anunciando crudamente que traía un mensaje para Su Alteza del Palacio de Plata.
Finalmente salió un mayordomo, que conocía mi cara, pero cuando le pedí audiencia inmediata inclinó su canosa cabeza desdeñosamente.
—Sus Altezas no han vuelto todavía... ah, sargento general. Están cenando con el conde Potrafanton. Puede esperar... en el porche.
Aquello era un golpe; yo no tenía ni un momento que perder. Dudé, y vi que no había nada que hacer sino ir directo al grano.
—No importa, portero —dije, bruscamente—. Mi mensaje es que la mujer extranjera que está aquí debe ser enviada de inmediato al Palacio de Plata. La reina desea verla.
Si mis nervios no hubieran estado tensos como cuerdas, me atrevería a decir que me hubiera regocijado bastante con las expresiones que siguieron una tras otra en su arrugada cara negra. Yo era solamente una basura extranjera de casta décima, un simple esclavo, es lo que estaba pensando él; por otra parte, yo era sargento general, con impresionante e indefinido poder, y mucho más importante aún, era el actual favorito de la reina y maestro montador, como todo el mundo sabía. Y yo traía ostensiblemente una orden del propio trono. Todo aquello pasó por la lanuda cabeza... cuánto le había insistido su amo en la necesidad de mantener en secreto la presencia de Elspeth, no puedo adivinarlo, pero finalmente comprendió dónde se hallaba la sabiduría... y también Ambohipotsy.
—Se lo diré —dijo, muy tieso— y arreglaré una escolta.
—No será necesario —respondí ásperamente—. Tengo un coche esperando más allá de la puerta.
Los mayordomos son el colmo de la estupidez; él estaba dispuesto a discutir, así que me limité a seguir insistiendo y le amenacé con que si no la traía allí en un santiamén iría derecho a palacio a decirle a la reina que el mayordomo de su hijo había dicho: «¡Nanay!» y me había cerrado la puerta. Él tembló ante esto, más de cólera que de temor, y se fue, todo dignidad negra, a buscarla. Como pueden ver, se estaba preguntando adónde iremos a parar hoy en día.
Esperé, mordiéndome las uñas, paseando por el porche de extremo a extremo y gruñendo ante el recuerdo de lo mucho que le costaba vestirse a esa condenada mujer. Diez a una a que estaba mirándose en el espejo, arreglándose los rizos y haciendo mohínes, mientras Andriama probablemente estaba ya cantando, y todo estallaría como un polvorín: el complot, la alarma, el arresto. Los tentáculos de Ranavalona podían estar extendiéndose ya a través de la ciudad en aquel momento, para buscarme... Pataleé y maldije en voz alta, presa de una fiebre de impaciencia, y entonces salió por la puerta abierta el sonido de una voz femenina. Bueno, ya estaba allí, con abrigo y sombrero, parloteando todo el camino mientras bajaba las escaleras, y el mayordomo llevando lo que parecía una caja de sombreros, ¡vaya por Dios! Ella dio un gritito al verme, pero antes de que pudiera hacerle señas de que mantuviera silencio, otro sonido me hizo dar la vuelta en redondo, listo para la pelea, la mano dirigiéndose hacia el puño de la espada.
A través de la puerta abierta podía ver la larga avenida que conducía a la puerta principal. Estaba muy oscuro allá lejos, bajo las linternas vacilantes, pero se percibía alguna conmoción. Se oyó un choque de metal, una voz se alzó dando órdenes, un ruido de pasos se acercó... y ante mi horrorizada vista, con el acero y el cuero brillando a la luz de las lámparas de la puerta principal, llegaba un piquete de guardias hovas.