8
Por un momento creí que estaba de vuelta en Jallabalad, en aquel delicioso despertar después de la batalla. Mi cuerpo descansaba en un suave lecho, las sábanas y una fresca brisa rozándome la barbilla; abrí los ojos y vi que venía de un ojo de buey que estaba frente a mí. Pero aquello no podía ser; no hay ojos de buey en el país de Khyber... luché con mi memoria, y una figura bloqueó la luz, una alta figura con un sarong verde y una camisa sin mangas, con un cris en su cinto, manoseando su pendiente mientras me miraba, su robusta cara bronceada dura como una piedra.
—Podía haber muerto —dijo Don Solomon Haslam.
Fue éste el despertar que necesita un inválido, por supuesto, pero aquello devolvió a mi mente la pesadilla del ahogamiento, las humeantes aguas del Skrang, el barco explorador volcado, el dardo en mi costado —yo era consciente de un sordo dolor en mis costillas, y de estar vendado—. Pero ¿dónde demonios estaba? En el Sulu Queen, seguro, pero incluso en aquel momento tan confuso me di cuenta de que su movimiento era lento, un balanceo fijo, no había ruidos de selva y entraba por la ventanilla un aire salobre. Traté de hablar, y mi voz era un graznido reseco.
—¿Qué... qué estoy haciendo aquí?
—Sobrevivir —dijo él—. Por el momento. —Y entonces, para mi asombro, acercó su cara a la mía y gruñó—: Pero usted no podía morirse decentemente, ¿verdad? ¡Ah, no, usted no! Cientos de hombres perecieron en ese río... ¡pero usted sobrevivió! Todos los hombres de Paitingi. Buenos hombres. Ungas que lucharon hasta el final..., el propio Paitingi, que valía por mil. ¡Todos perdidos! ¡Pero usted no, usted chapoteaba en el agua donde le encontraron mis hombres! Debieron dejarle que se ahogara. Debería haber... ¡bah! —Se dio la vuelta, con rabia.
Bueno, no esperaba que se sintiera encantado de verme, pero incluso en mi estado de confusión tanta pasión me pareció fuera de lugar. ¿Estaba delirando yo? Pero no, no me encontraba mal, y cuando traté de incorporarme en los cojines vi que podía hacerlo sin demasiado malestar; uno no puede hablar con vehemencia cuando está echado, ¿comprenden? Cien preguntas y miedos se mezclaban en mi mente, pero la primera fue:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Dos semanas. —Me miró con desprecio—. Y si se pregunta dónde, el Sulu Queen está aproximadamente a diez grados al sur y setenta al este, dirigiéndose al oeste-sudoeste —luego añadió amargamente—: ¿Qué demonios iba a hacer yo, una vez que esos locos le sacaron del agua? ¿Dejarle morir de gangrena, que es eso lo que se merece? ¡Esa es la única cosa que no puedo hacer!
Sintiéndome medio atontado por el prolongado espacio de tiempo que estuve inconsciente, no podía entender gran cosa de lo que me decía. La última vez que le vi éramos buenos amigos, pero desde entonces él había tratado de asesinarme, había secuestrado a mi mujer y resultó ser el pirata por antonomasia de Oriente, lo cual arrojaba una luz muy diferente sobre las cosas. Traté de aclarar mis confusos pensamientos, pero no pude. De todos modos, obviamente él estaba de un humor de mil diablos porque se sentía obligado, Dios sabe por qué, a no dejarme perecer por el veneno de la cerbatana. Era difícil saber qué decir, así que me callé.
—Puede imaginar por qué está usted vivo —dijo—. Es por ella... Porque usted era su marido.
Con la velocidad del rayo cruzó por mi mente un pensamiento: él quería decirme que ella había muerto; luego mi mente llegó a la conclusión de que él me la había quitado, y había hecho cosas feas con ella, y ante el pensamiento de mi pequeña Elspeth violada por aquel vil pirata negro, aquel malhechor oriental, mi confusión y discreción desaparecieron y se transformaron en pura rabia.
—¡Bastardo, mentiroso! ¡Yo soy su marido! ¡Ella es mi mujer! Usted la ha raptado, asqueroso pirata, y...
—¿Raptada? ¡Querrá decir salvada! —Sus ojos echaban chispas—. La rescaté de un hombre. No, de un bruto que no merecía siquiera besar sus pies. ¡Oh, no, no es secuestrar quitarle una perla a un cerdo, que la mancilla con cada contacto, que la trata como una simple concubina, que la traiciona...
—¡Eso es mentira! Yo...
—¿Acaso no le vi yo con mis propios ojos copulando con aquella zorra en mi propia librería?
—Salón...
—... Con la zorra de Lade, sí. ¿No es acaso su nombre una contraseña en Londres para la disipación y el vicio, para todo tipo de libertinaje y depravación?
—¡No de todo tipo! Yo nunca...
—Un libertino, un mentiroso, un bravucón y un chulo. De eso rescaté a esa dulce y valiente mujer. La saqué del infierno de vida que llevaba con usted...
—¡Está loco! —grazné yo—. ¡Ella nunca dijo que fuera un infierno! Ella me ama, maldito sea, y yo la amo a ella...
Su mano me cruzó la cara, echándome atrás en la almohada, y yo tuve el suficiente sentido común para quedarme allí quieto, porque él ofrecía una visión terrible, temblando de furia, con la boca torcida.
—¿Qué sabe usted del amor? —gritó—. ¡Como vuelva a pronunciar esa palabra haré que le cosan los labios con un escorpión dentro de la boca!
Bueno, cuando puso las cosas de esa manera, vi que era inútil discutir. Me quedé echado temblando, mientras él se dominaba a sí mismo y seguía, más tranquilamente:
—El amor no es para animales como usted. El amor es lo que sentí, por primera vez en mi vida, aquella tarde en Lord’s, cuando la vi. Supe entonces, tan seguro como sé que hay un solo Dios, que no habría nunca otra mujer, que la adoraría para siempre, para toda la vida, una vida que sería muerte sin ella. Sí, entonces supe... lo que era el amor.
Dejó escapar un suspiro. Estaba temblando. «Demonios —pensé yo—, es un maníaco... se lo cree de verdad.» Respiró fuerte durante un minuto por lo menos, y luego siguió, como un poeta que ha tomado opio:
—Ella llenó mi vida a partir de aquel momento; no hubo nada más. Pero era un amor puro. Ella habría sido sagrada para mí si hubiera estado casada con un marido que la mereciera realmente. Pero cuando comprendí la verdad, que se hallaba prisionera de un bruto de la peor calaña —me dirigió una mirada desdeñosa—, me pregunté por qué mi vida y la de ella (que es infinitamente más preciosa) debían verse arruinadas por una estúpida convención que, después de todo, no significa nada para mí. Oh, yo era un caballero, educado a la inglesa, en una escuela inglesa... pero también era un príncipe de la casa de Magandanu, descendiente del propio Profeta, y era un pirata, como nos llaman ustedes los occidentales. ¿Por qué tenía que respetar sus costumbres, cuando podía ofrecerle a ella un destino tan superior a la vida que llevaba con usted como las estrellas están por encima del barro?, ¿por qué tenía que dudar? ¡Podía hacer de ella una reina, en lugar de la esclava de un tipejo borracho y licencioso que sólo había accedido a casarse con ella a punta de pistola!
—¡Eso no es justo! Ella estuvo muy contenta de atraparme, y si esa piojosa sabandija de Morrison dice otra cosa... ¡No me pegue! ¡Estoy herido!
—¡Ella no se queja nunca, ni una palabra, ni un gesto! Su lealtad, como todo lo que hace referencia a ella, es perfecta... ¡Incluso para un gusano como usted! Pero yo lo sabía, y decidí salvarla para un amor que la mereciera. Así que trabajé cuidadosamente, pacientemente, por nuestros intereses. Era una tortura imponerse, sobre aquella dulce inocencia, pero sabía que a su tiempo ella me bendeciría por usar tales subterfugios. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo: millones, ¿qué son para mí? Yo, que era mitad del este, mitad del oeste, estaba preparado para colocarme fuera de la ley, más allá de la civilización, por ella. Yo le daría una ley, un trono, una fortuna... y un amor verdadero. Porque todavía tengo mi reino del este, y ella lo compartirá conmigo.
«Bueno, y no me querrás como embajador británico», pensé, pero me quedé calladito, con mucho tacto. Él paseaba por la cabina, con aire de mando, mientras seguía soltando todas aquellas estupideces.
—Así que la cogí y luché por ella ¡frente a ese loco vicioso de Brooke! Ah, sí, no dejará de venir a Borneo, con su fingida piedad y sus promesas, ¡él, que es el pirata más sangriento de todos nosotros! No hay duda de que ha conseguido un buen pretexto con lo de rescatarla, para poder venir y asaltarnos y quemarnos, y asesinar a nuestra gente. —Ahora hablaba como un verdadero loco, moviendo las manos—. ¿A él qué le importa cómo vivimos nosotros? ¿Qué privilegio tiene él para meterse con nosotros y nuestra forma de actuar? ¡Me habría comido cruda toda su flota en el Skrang si no hubiera sido por Paitingi! Así fue, yo le hice meterse en las ensenadas y volví río abajo, con este único barco. Él piensa que ha acabado con Suleiman Usman, ¿verdad? ¡Que venga a Maludu cuando yo vuelva allí!
Dio unos pasos más, murmurando algo contra Brooke, y luego volvió a mí.
—Pero él no importa. No me importa ahora. Usted sí. Usted está aquí, y es inoportuno. —Hizo una pausa, en consideración a mí—. Sí, debería haber muerto.
Yo le pedí a Dios que dejara de insistir en este asunto, pues ya me imaginaba adónde podía ir a parar. Ya no era el Don Solomon de Brook Street, no sé si lo habrán notado, era un aborigen cruel que iba saqueando por ahí en barcos festoneados con calaveras, y yo un marido inoportuno, con eso está dicho todo. Además, estaba claro que aquel tipo tenía más tornillos sueltos que un zapador borracho. Todas esas locuras acerca de la adoración a Elspeth, no ser capaz de vivir sin ella, hacer de ella una reina. ¡Bueno! Habría sido risible si no hubiera sido verdad; después de todo, cuando un hombre secuestra a una mujer casada y emprende una guerra por ella, es que no se trata de un capricho pasajero.
Pero una cosa estaba clara: su cortejo no había prosperado; de lo contrario, yo habría saltado por encima de la borda hacía mucho tiempo; con un saco de piedras atado a mis tobillos. ¿Por qué demonios no la había conquistado él en Londres y se la había tirado hasta cansarse, y nos habríamos ahorrado todo esto? Pero allí estábamos, en una situación cuya delicadeza me ponía la carne de gallina. Lo pensé, respiré hondo y traté de hablar sin demostrar miedo.
—Bueno, ahora, Don Solomon, tomo nota de lo que ha dicho, y... estoy contento de que hayamos tenido esta conversación, ¿sabe?, y que me haya dicho... lo que piensa. Sí, lo ha puesto muy claro, y aunque no puedo sino deplorar lo que ha hecho, bueno, entiendo sus sentimientos, como lo harían muchos hombres sensibles; y yo lo soy, créame, y veo que está usted profundamente afectado por... por mi mujer, y sé lo que es eso, por supuesto. Quiero decir, que ella es una criatura deliciosa, estamos de acuerdo, claro que sí. —Y yo asentía, mientras él me miraba con asombro, no le culpo—. Pero creo que se ha equivocado usted; nosotros somos una pareja muy unida, Elspeth, la señora Flashman, y yo, pregúnteselo a cualquiera... ni una discusión... absolutamente felices...
—¿Y esa zorra de Lade? —replicó él—. ¿Ésa es su devoción?
—¡Pero mi querido amigo! Un simple accidente. Quiero decir que ni me había fijado en ella... eran puros celos al ver a mi esposa halagada por sus atenciones... Un hombre de su porte, quiero decir, de exquisitos modales, encantador, tremendamente rico... No, no, quiero decir, me encontré bastante fuera de juego, y la señora Lade, bueno... el calor del momento..., usted sabe cómo puede dejarse llevar uno...
Faltó poco para que me asesinara en la misma cama, considerando las estupideces que estaba diciendo; pero a veces funciona, bobadas con un toque de sinceridad, cuando uno está metido en un caso sin esperanzas. En aquel caso no funcionó; él se dirigió hacia la cama, me cogió por el hombro y echó hacia atrás el puño.
—¡Mentiroso del demonio! —gritó—. ¿Cree que puede confundirme con sus falsedades?
—¡No! —aullé yo—. Yo amo a Elspeth, y ella me ama a mí, y usted lo sabe! ¡Ella no le quiere a usted! —Ahora sí que había acertado, me di cuenta, así que continué rugiendo—: ¡Por eso deseaba usted que yo hubiera muerto... porque sabe que si me hace daño, su última esperanza de ganarla habrá desaparecido! ¡No, soy un inválido... mi herida...!
Sus dedos apretaban mi hombro como un demonio; de repente, me soltó y se puso tieso, con una fea sonrisa.
—¡Así que contaba usted con eso! Miserable sapo, ella ni siquiera sabe que usted está aquí. ¡Ah, ahora se pone pálido!
—¡No le creo! Si eso fuera verdad, ya me habría matado. ¡Lo intentó en Singapur, maldito sea, con sus asquerosos matones negros!
Me miró.
—No sé de qué me está hablando —y parecía sincero, maldito sea—. No espero que lo entienda, Flashman, pero la razón de que todavía esté vivo es que soy un hombre de honor. Cuando la lleve a ella hasta su trono (que lo haré) será con las manos limpias, no manchadas con la sangre de su marido, aunque sea la de un marido como usted.
Aquello era lo bastante tranquilizador como para apartar mis inmediatos temores; incluso me recobré lo suficiente como para aventurar un cauteloso sarcasmo.
—Hablar es barato, Solomon. Honor, dice usted, pero no dice nada de robar esposas o de hacer trampas en el críquet... ¡Oh, sí, romper el wicket de un tipo cuando le ha dejado tirado en el suelo! Si usted fuera un hombre de honor —le tanteé—, dejaría a Elspeth que eligiera por sí misma. ¡Pero no se atreve porque usted sabe que ella está loca por mí, con todos mis defectos!
Él se quedó inmóvil, mirándome sin expresión en el rostro, manoseando su pendiente de nuevo. Luego, después de un rato, asintió lentamente.
—Sí —dijo tranquilo—. Teníamos que llegar a esto, ¿verdad? Muy bien.
Dejó la puerta abierta y dio una orden, mirándome extrañamente mientras esperábamos. Sonaron unos pasos... Yo sentí que mi corazón empezaba a latir incontrolablemente mientras me sentaba en la cama; Dios sabe por qué, pero me sentía aturdido de repente. Entonces entró ella por la puerta, y por un momento pensé que era otra persona: era como una ninfa oriental, con un ajustado sarong de seda roja, su pie! bronceada con el tono dorado de la miel, aunque Elspeth era blanca como la leche. Su rubio cabello estaba aclarado casi hasta el blanco por el sol. Entonces vi esos magníficos ojos azules, redondos por el asombro, como sus labios, y oí un sollozo que procedía de mi propia boca: «¡Elspeth!».
Ella dio un gritito y se tambaleó en la puerta, poniéndose la mano ante los ojos. Luego corrió a mis brazos gritando: «¡Harry! ¡Oh, Harry!», tirándose sobre mí, con su boca contra la mía, cogiendo mi cabeza con unas manos frenéticas, sollozando histéricamente, y yo me olvidé de Solomon y del dolor de mi herida y del miedo y del peligro mientras apretaba aquella amada suavidad contra mi cuerpo y la besaba y la besaba hasta que ella súbitamente se quedó sin sentido y se deslizó de mis brazos cayendo al suelo desmayada. Fue sólo entonces, mientras me incorporaba, agarrándome el costado vendado, cuando me di cuenta de que la puerta estaba cerrada y Solomon se había ido.
Traté de alzarla hasta la cama, pero estaba todavía débil como un gatito debido a mi herida y mi confinamiento, y no podía manejarla. Así que tuve que contentarme con acariciarla hasta que sus ojos se abrieron, y ella se pegó a mí, murmurando mi nombre, y después de balbucir dando gracias al destino durante unos minutos e intercambiar noticias, por así decirlo, nos dimos la bienvenida en serio... y en medio de aquella confusión mientras yo me preguntaba si se me iba a volver a abrir la herida, ella de repente liberó su boca de la mía y exclamó:
—Harry... ¿qué significa la señora Leo Lade para ti?
—¿Eh? —exclamé yo—. ¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Quién? Quiero decir...
—¡Lo sabes muy bien! La... compañera del duque, a quien prestaste tanta atención. ¿Qué hay entre vosotros?
—¡Buen Dios! En un momento como éste... Elspeth, querida, ¿qué tiene que ver ahora la señora Lade?
—Eso es lo que yo te pregunto. No, déjalo. Don Solomon me ha dicho o más bien me insinuó que había alguna relación entre vosotros. ¿Es verdad?
No lo creerían... Allí estaba ella, en un barco pirata, después de ser raptada, llevada por la fuerza a lo largo de todo Oriente, con una guerra por medio, emboscadas y malditos cazadores de cabezas, reunida con su esposo perdido durante mucho tiempo, y cuando él le estaba probando su inmortal amor con grave riesgo para su salud, esa celosa sesos de mosquito salía con una historia absurda. Increíble y muy poco halagador. Pero yo era capaz de enfrentarme a la situación.
—¡Solomon! —exclamé yo—. ¡Esa víbora! ¿Ha estado tratando de envenenar tu mente contra mí con sus mentiras? ¡Tenía que haberlo adivinado! No contento con secuestrarte, ese villano me difama ante ti. ¿No lo ves? No se detendrá ante nada para apartarte de mí.
—¡Oh! —ella frunció el ceño. ¡Dios, era tan encantadora! Tan encantadora aunque medio tonta—. ¿Quieres decir que él? Oh, ¿cómo ha podido ser tan vil? Oh, Harry —y empezó a llorar, con todo su cuerpo temblando de una manera que me ponía a cien—, todo lo demás podía soportarlo: el miedo, la vergüenza y... y todo, pero el pensamiento de que tú pudieras haberme sido infiel, como sugirió él... ¡Ah, eso me habría roto el corazón! ¡Dime que no es verdad, amor mío!
—¡Por supuesto que no! Dios mío, ¡esa fofa pintarrajeada de Lade! ¿Cómo has podido pensar eso? Yo desprecio a esa mujer. Y ¿cómo podría mirar a ésa, o a cualquier otra, cuando tengo mi propia perfecta y angelical Afrodita? —intenté un par de cautelosos apretones mientras veía la sospecha desaparecer de sus ojos, pero como el ataque es la mejor forma de defensa, de repente me detuve, frunciendo el ceño—. ¡Ese monstruo de Solomon! No se detendrá ante nada. ¡Oh, queridísima, creí volverme loco estas semanas pasadas! el pensamiento de que tú estabas en sus garras... —tragué saliva con viril sufrimiento—. Dime, en tu experiencia penosa ¿acaso él... quiero decir... bueno... lo hizo ese bellaco?
Ella estaba sonrojada con mis atenciones, pero al oír esto se puso de color escarlata, y se quejó débilmente, con esos ojos inocentes llenos de lágrimas:
—Oh, ¿cómo puedes preguntármelo? ¿Estaría yo acaso viva ahora si... si...? ¡Oh, Harry, no puedo creer que seas tú, quien por fin has venido a salvarme! ¡Oh, amor mío!
Bueno, así quedaba todo aclarado (todo lo que puede quedar con Elspeth; nunca he sido capaz de leer esos ojos infantiles y esos labios gordezuelos, así que al demonio con todo), y la señora Lade eliminada, al menos hasta que hubimos acabado el negocio que teníamos entre manos y nos quedamos charlando en la oscuridad creciente de la cabina. Naturalmente, la historia de Elspeth llegó a raudales, en una corriente de excitación, y yo escuchaba con la mente muy confusa, dado mi estado debilitado, la conmoción de nuestro reencuentro y la ansiedad de nuestra situación. De repente, cuando estaba describiendo la alimentación que había recibido durante su cautividad, ella dijo:
—Harry... ¿estás seguro de que no has cabalgado a la señora Lade?
Me cogió tan de sorpresa que tuvo que repetírmelo.
—¿Eh? Pero criatura, ¿qué quieres decir?
—¿La has montado?
No sé cómo conservo aún mi lucidez, hablando con aquella mujer durante sesenta años. Por supuesto, en aquella época sólo llevábamos casados cinco años, y yo no me había sumergido todavía en las más hondas profundidades de su excentricidad. Sólo pude carraspear y exclamar:
—¡No, ya te he dicho que no! ¿Y de dónde demonios has sacado...? ¡No se deben usar expresiones semejantes!
—¿Por qué? Tú las usas... te oí, en casa de lady Chalmers, cuando estabas hablando con Jack Speedicut, y ambos estabais hablando de Lottie Cavendish, y comentabais qué podía ver su marido en una criatura tan necia como aquélla, y tú dijiste que suponías que era buena para montarla. Supongo que no debí escuchar.
—¡Claro que no! Yo no pude haber dicho una cosa semejante. Y de todos modos, se supone que las damas no deben entender de tales... tales palabras vulgares.
—Las damas a las que se monta sí que deben entenderlas.
—¡No son damas!
—¿Por qué no? Lottie Cavendish sí que lo es. Y yo también, y tú me lo has hecho montones de veces. —Suspiró y se acercó más, Dios nos ayude.
—Bueno, pues no... he hecho tal cosa con la señora Lade, y ya está.
—Me alegro mucho —dijo ella, y enseguida se quedó dormida.
Les he contado todo esto en parte porque es lo que recuerdo de aquella reunión, y también para que comprendan lo muy atolondrada e inaguantable que era Elspeth... y lo es todavía. Le falta algo; siempre ha sido así, y eso hace que sea absolutamente impredecible. (El cielo sabe con qué idiotez saldrá en su lecho de muerte, pero me apuesto lo que quieran a que no tiene nada que ver con la muerte. Sólo espero no estar todavía en la tierra para oírlo.) Había pasado por una prueba que podía haber hecho perder el juicio a muchas mujeres —de entrada no es que ella tuviera mucho— pero ahora estaba de nuevo conmigo, segura al parecer, y sin embargo no tenía idea del peligro en el que nos encontrábamos. Cuando los malayos de Solomon se la llevaron a su cuarto aquella primera noche, ella estaba más preocupada por el bronceado que había cogido, y si aquello estropearía su piel, que por lo que Solomon pudiera tenernos reservado. ¿Qué se puede hacer con una mujer como ésa?
Saben, me había quitado un enorme peso de encima verla y saber que no había sufrido ningún daño físico. Al menos su cautividad no la había cambiado... Es decir, si ella hubiera llorado y se hubiera quejado de sus sufrimientos, o se hubiera sentado allí, conmocionada, o se hubiera sentido aterrorizada por su situación, como una mujer normal. Entonces no habría sido Elspeth, y de alguna manera eso podría haber sido peor que cualquier otra cosa.
Durante los dos días siguientes estuve confinado en mi cabina, y no vi alma viviente salvo al camarero chino que me traía la comida, y que estaba sordo a todas mis demandas y preguntas. No sabía lo que estaba ocurriendo, o adónde íbamos; sabía por lo que Solomon había dicho que estábamos al sur del océano Indico, y el sol me confirmaba que íbamos hacia el oeste, pero aquello era todo. ¿Qué pretendía Solomon? Lo único que se me ocurría era que no parecía dispuesto a matarme, gracias a Dios, al menos ahora que Elspeth me había visto, porque eso arruinaría cualquier esperanza que tuviera de ganársela. Y ése era el meollo de la cuestión.
Ya ven, aunque su conducta era muy alocada, cuanto más pensaba yo en ella más le creía: aquel indeseable estaba realmente loco por ella, y no sólo para llevarla a bordo y huir, sino por puro romanticismo, como Shelley o alguno de esos tipos. ¡Asombroso! Bueno, yo también la amo, siempre la he amado, pero no hasta el punto de jugarme la comida.
Pero Solomon llevaba aquello hasta el extremo de la obsesión, dispuesto a secuestrar y matar y abandonar la civilización por ella. Él creía que, a pesar de su conducta de corsario bárbaro, podría cortejada y ganársela a su debido tiempo. Pero luego la vio correr a mis brazos, sollozando, y se dio cuenta de que no había nada que hacer; tuvo que ser un golpe terrible. Probablemente le consumía su pasión desde entonces, dándose cuenta de que se había puesto fuera de la ley y arriesgado a sufrir la horca para nada. Pero ¿qué iba a hacer ahora? A menos que nos asesinara a los dos (lo que parecía poco probable, por muy pirata y encallecido etoniano que fuera), me pareció que no tenía más elección que dejarnos libres y disculparse, y salir corriendo, atormentado por la aflicción, para unirse a la legión extranjera o convertirse en monje o en ciudadano norteamericano. Bueno, casi había tirado la toalla al dejarnos a Elspeth y a mí pasar unas horas juntos y solos; nunca habría hecho aquello si no hubiera abandonado toda esperanza respecto a ella, ¿verdad?
Sin embargo, no se daba prisa por repetir su generosidad. Al tercer día, un pequeño doctor chino me visitó con el camarero, pero no sabía ni palabra de inglés, y se dedicó a examinar la herida de sumpitan de mi costado —que estaba bastante curada, y apenas me dolía— mientras permanecía sordo a mis peticiones de ver a Solomon. Al final, perdí la paciencia y me dirigí hacia la puerta, rugiendo para que me hicieran caso, pero aparecieron dos de los tripulantes malayos, todo músculos abultados y malas caras, y me indicaron que si yo no contenía mi lengua ellos lo harían por mí. Así que lo hice, hasta que se fueron, momento que aproveché para golpear la puerta con mis botas, aullando el nombre de Elspeth y llamando a Solomon todas las cosas feas que se me ocurrieron, abandonado a mi insolencia natural, ya que me figuré que estaba bastante seguro. Por Dios, qué joven e inocente era, ¿verdad?
La respuesta fue nula, y los helados dedos del miedo se pasearon por mi espalda. Durante los dos días anteriores, con el vientre todavía vendado, me había parecido bastante natural estar en la cabina, pero ahora que el doctor me había visitado ya y parecía satisfecho, ¿por qué no me dejaban salir, o por qué, al menos, no venía Solomon a verme? ¿Por qué no me dejaban ver a Elspeth? ¿Por qué no me dejaban hacer ejercicio? Era absurdo que me mantuvieran encerrado allí, si él iba a dejarnos ir..., si es que realmente pensaba dejarnos marchar. De repente, me asaltó la idea de que aquello era una pura suposición mía, probablemente alentada por mi delicioso reencuentro con Elspeth, que había sido como el paraíso después de tantas semanas de peligro y terror. ¿Y si estuviera equivocado?
No conozco a nadie que desespere tan rápidamente como yo —suelo tener motivos para hacerlo—, así que las horas siguientes me sumieron en la desesperación. No sabía qué pensar o creer, mis miedos aumentaban a marchas forzadas, y a la mañana siguiente ya era yo mismo, totalmente aterrorizado. Incluso atribuía significados siniestros al hecho de que aquella cabina en la que estaba yo se encontrara en la parte delantera del barco, con las máquinas separándome de los ostentosos aposentos donde estarían Elspeth... y Solomon. Dios, ¿estaría violándola él, ahora que sabía que nunca podría seducirla? ¿Estaría negociando mi vida con ella, amenazándola con arrojarme a los tiburones si no se le entregaba? Sí, era eso, seguro —eso es lo que habría hecho yo en su lugar—, y me tiraba de los pelos al pensar que probablemente ella le desafiaría. Siempre estaba leyendo malas novelas en las cuales las heroínas orgullosas se ponían tiesas y señalaban hacia la puerta gritando: «¡Usted, malvado, hombre siniestro, mi marido moriría antes que ser el precio de mi deshonor!». ¿Lo haría? «Ríndete, estúpida, si eso es todo lo que quiere él», murmuré; ¿qué significa uno más o menos? Soy un marido encantador, ¿verdad? Bueno, ¿por qué no? El honor está muy bien, pero lo que importa es la vida. Además, yo hubiera hecho lo mismo para salvar a Elspeth, si alguna mujer lujuriosa me hubiera amenazado a mí. Pero ellas nunca lo hacen.
Con tan felices pensamientos pasé los días siguientes, consumido por la tortura de la incertidumbre. No estoy seguro de cuántos días fueron, pero juraría que cerca de una semana. En todo aquel tiempo nadie se acercó a mí excepto el camarero con un matón malayo para que le guardara las espaldas. Yo estaba solo, hora tras hora, noche tras noche, en aquella habitación diminuta, alternando entre la desesperación y unos escalofríos de pánico. Sin saber nada. Aquello era lo peor; ni siquiera sabía de qué tenía miedo, y a finales de aquella semana estaba preparado para cualquier cosa, con tal de que acabara con mi sufrimiento. Es un estado de ánimo muy peligroso, lo sé, ahora que soy viejo y tengo experiencia. Entonces no me daba cuenta de que las cosas siempre pueden ir a peor.
Fue entonces cuando vi un barco norteamericano, por casualidad, mientras paseaba por delante de mi ojo de buey. Estaba quizá a casi dos millas de distancia, un esbelto clíper negro con la bandera de las barras y estrellas en su asta; el sol de la mañana brillaba como la plata en sus gavias mientras les zafaban los rizos y se agitaban en el viento. Pues bien; yo no soy marinero, pero había visto un montón de veces la maniobra de un barco para alejarse de puerto. Dios, ¿estábamos cerca de algún puerto civilizado, por donde pasan grandes barcos? Grité con todas mis fuerzas, pero por supuesto estaban demasiado lejos para oírme, y busqué febrilmente unas cerillas para encender fuego, cualquier cosa para atraer la atención de los yanquis y que vinieran a rescatarme. Pero por supuesto, no pude encontrar nada; casi me rompí el cuello tratando de mirar por el ojo de buey en busca de tierra, pero allí no había nada sino olas azules, y los yanquis desaparecieron por el horizonte hacia el este.
Todo el día estuve inquieto, preocupado, y, a media mañana, vi una pequeña embarcación de los nativos desde mi ojo de buey, y una baja línea de costa verde a lo lejos. Gradualmente apareció una playa ante mi vista y unas pocas chozas, luego casas de madera con empinados tejados. Ninguna bandera, nada que no fueran negros con taparrabos. No, allí había un uniforme, un inconfundible uniforme de la Armada, negro con galones dorados, y un sombrero de tres picos en un grupo cerca de un pequeño muelle. Y allí estaba el chirrido del cable del Sulu Queen... estábamos anclando a una milla de tierra. No importa, aquello era bastante cerca para mí. Estaba febril debido a la excitación mientras trataba de imaginar dónde podíamos estar. Nos habíamos dirigido hacia el oeste, por el sur del océano Índico, y allí había un pequeño puerto, pero lo bastante importante para que tocara un clíper yanqui. No podía ser El Cabo, no era aquélla la línea de costa que recordaba. ¿Port Natal? No creo que hubiéramos ido tan al oeste. Traté de recordar el mapa de la parte este de África. ¡Por supuesto, Mauricio! El uniforme de la Armada, los negros, el pequeño barquito de aspecto árabe... todo coincidía. Y Mauricio era suelo británico.
Temblaba al considerar este hecho. ¿En qué demonios estaba pensando Solomon, yendo hacia Mauricio? Madera y agua... Probablemente no había tenido ninguna otra oportunidad desde el Skrang. Conmigo bien encerrado, y Elspeth probablemente de igual manera, ¿qué tenía que temer? Pero era mi oportunidad... No habría otra como aquélla. Podía nadar esa distancia fácilmente. La cerradura de mi puerta chirrió en aquel momento.
Hay fracciones de segundo en las que uno no puede hacer planes. Miré al camarero que dejaba mi bandeja y sin tomar una decisión consciente, me volví lentamente hacia la puerta donde el matón malayo estaba quieto, le hice una señal e indiqué, frunciendo el ceño, el rincón de la cabina. Avanzó un paso, mirando adonde yo señalaba... y al instante su aparato reproductor estaba medio incrustado en su propio torso, impulsado por mi bota derecha, él volaba a través de la cabina, gritando, y Flashy estaba fuera a todo correr... ¿Hacia dónde? Había una escalerilla, que pasé de largo instintivamente, sin dejar de correr por un corto pasadizo, con el camarero chino gritando a mi espalda. Doblé la esquina. Había allí un trozo de cubierta abierto, los malayos enrollando cable, y puertas de acero abiertas de par en par hacia el sol y el mar. Mientras pasaba entre los sorprendidos malayos, apartándolos, eché un vistazo a un barquito que había entre nosotros y la costa, un distante espigón y unas palmeras, y sin más pasé a través de aquellas puertas como una flecha, y me zambullí, golpeando el agua con un fuerte chapoteo. Subí a la superficie, y luego nadé como un loco hacia adelante, luchando por mi vida hacia tierra.
Calculo que me costó unos diez segundos salir desde mi cabina hasta el agua, y otros tantos antes de estar junto a los pilares del muelle. Llegué medio inconsciente por el cansancio de mi esfuerzo, y tuve que trepar a la madera resbaladiza, cuando unos negros curiosos con pequeños barcos se acercaron para mirarme, charlando como cotorras. Miré hacia atrás, al Sulu Queen, y allí estaba, balanceándose pacíficamente, con unos pocos barcos nativos en torno a él. Luego miré hacia tierra: allí estaba la playa y un poblado de buen tamaño tras ella, con un gran edificio del que sobresalía una terraza y un poste —era una rara bandera de aspecto extraño, con rayas y un escudo—, de alguna compañía de navegación, quizá. Me aupé con dificultad por los postes, encontré una escala, subí y me quedé echado jadeando, empapado, en el muelle de madera, consciente de que se estaba formando un corro a mi alrededor. Eran todos negros, con taparrabos o túnicas blancas; algunos con aspecto bastante árabe, por sus narices y cabello. Pero allí estaba el uniforme de la Armada, que venía hacia mí, y la multitud retrocedió. Traté de levantarme, pero no pude, y los pantalones del marino se detuvieron ante mí, y su propietario se inclinó. Traté de controlar mis jadeos.
—Soy... un oficial británico... —resollé yo—. Escapado de... aquel barco... pirata... —Levanté la cabeza y las palabras murieron en mis labios.
El tipo que se inclinaba hacia mí llevaba un uniforme de la marina completo, incluso con sombrero y charreteras, la faja verde tenía un aspecto extraño, sin embargo. Pero eso no era nada. Su cara, que medio cubría el tricornio, era negra como el carbón.
Le miré y él me devolvió la mirada. Dijo algo en una lengua que no entendí, así que meneé la cabeza y repetí que era un oficial del ejército. ¿Dónde estaba el comandante? Se alzó de hombros, mostró sus dientes amarillos en una mueca y dijo algo, y la multitud rió.
—¡Maldita sea su estampa! —grité, luchando por levantarme—. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Dónde está el capitán de puerto? Soy un oficial del ejército británico, el capitán Flashman, y... —estaba golpeándole con un dedo en el pecho y, para mi asombro, apartó mi mano airadamente a un lado y exclamó algo en su jerga infiel, en mi propia cara. Retrocedí, asombrado ante la desfachatez de aquel bruto, y hubo una conmoción detrás; miré y vi un barquito que se abría paso desde el mar hacia el final del muelle, y Solomon en persona que saltaba de su proa y corría hacia nosotros por las tablas, una figura maciza con su blusa y sarong, con una cara feroz.
«Bueno, querido —pensé yo—, aquí recibirás tu merecido, una vez esta gente se dé cuenta de que eres un maldito pirata», y levanté una mano para denunciarle a mi negro con charreteras. Pero antes de que pudiera salir una palabra, Solomon me había cogido por el hombro y me hizo dar la vuelta.
—¡Loco del demonio! —gritó—. ¿Qué ha hecho usted?
Pueden estar seguros de que se lo dije, un poco incoherentemente, pero se lo dije; a voz en grito, llamando la atención del negro hacia el hecho de que él era el notorio pirata y malhechor Suleiman Usman, entregado a sus manos, y si no le importaba, que los arrestaran a él y su barco y nos devolvieran la libertad a mí y a mi mujer.
—¡Y a usted ya pueden colgarle hasta que le picoteen los cuervos, perro secuestrador! —informé a Solomon—. Está acabado.
—En el nombre de Dios, ¿dónde cree que estamos? —su voz era estridente.
—En Mauricio, ¿no es así?
—¿Mauricio? —repentinamente me llevó a un lado—. ¡Estúpido, esto es Tamitave... Madagascar!
Bueno, aquello me sorprendió, lo admito. Explicaba lo del negro de uniforme, supongo, pero no creía que supusiera una gran diferencia. Estaba diciéndolo cuando el negro dio un paso hacia adelante y se dirigió a Solomon, con gesto autoritario, y para mi sorpresa Don se encogió de hombros, disculpándose, como si hubiera sido un oficial blanco, y replicó en francés. Pero fue su tono abyecto tanto como su lenguaje lo que me sorprendió.
—Perdón, excelencia... un error de lo más desafortunado. Este hombre es de mi tripulación... un poco borracho, ¿sabe? Con su permiso, me lo llevaré...
—¡Chorradas! —rugí yo—. ¡No me va a llevar a ninguna parte, moreno mentiroso! —me volví hacia el negro—. Usted habla francés, ¿verdad? Bueno, yo también, y no soy de la tripulación de este hombre. Es un maldito pirata que nos ha secuestrado a mí y a mi mujer...
—¡Cállese, idiota! —exclamó Solomon en inglés, echándome a un lado—. ¡Nos va a perder! Déjemelo a mí —y empezó a hablar al negro de nuevo, en francés, pero el otro le hizo callar con un gesto de la mano.
—Silencio —dijo, como si fuera un maldito duque—. El comandante se acerca.
Se acercaba una fila de soldados que venían desde el final del muelle por la parte de tierra, negros con taparrabos blancos y cartucheras, con fusiles al hombro. Detrás de ellos, llevada por unos coolies en un coche abierto, llegó una figura increíble. Es solemnemente cierto. Era negro como el betún, y llevaba un turbante en la cabeza, una camisa floreada blanca y roja y una falda escocesa del 42 de los Highlanders. Llevaba sandalias en los pies, un sable en la cintura, guantes blancos y una sombrilla en la mano. «Me he vuelto loco —pensé yo—; ha sido el esfuerzo, o el sol. Esto no puede ser real.»
Solomon estaba susurrando urgentemente en mi oído.
—¡No diga ni una palabra! Su única oportunidad es fingir que es uno de mi tripulación...
—¿Está usted loco? —pregunté yo—. Después de todo lo que ha hecho, usted...
—¡Por favor! —y a menos que mis oídos me estuvieran engañando, me estaba suplicando—. Usted no lo entiende... No quiero hacerle daño... les dejaré libres a los dos en Mauricio, si puedo llegar allí a salvo. Se lo juro...
—¡Me lo jura! ¿Imagina por un momento que voy a creerle?
La voz del negro, hablando un áspero francés, cortó su réplica.
—Usted —me señalaba a mí—. Dice que es un prisionero de ese barco y que es inglés. ¿Es eso cierto?
Miré al comandante, inclinándose hacia adelante desde su coche con aquel ridículo traje de carnaval, su gran cabeza de ébano inclinada a un lado, los ojos inyectados en sangre que no cesaban de mirarme. Asentí con la cabeza en respuesta a la pregunta del oficial y el comandante cogió un mango pelado de uno de sus esbirros y empezó a embutírselo en la boca. El jugo chorreaba por su mano enguantada y por encima de su ridícula falda. Escupió el hueso, se limpió la mano en la camisa y dijo en un cuidadoso francés, con un graznido:
—¿Y su esposa, dice, es también prisionera de este hombre?
—Perdón, excelencia —se adelantó Solomon—. Es un gran malentendido, como he tratado de explicar. Este hombre es de mi tripulación, y está cubierto por mi salvoconducto y licencia comercial de su majestad. Le pido que me permita...
—Él lo niega —gruñó el comandante. Se aclaró la garganta y escupió abundantemente, dando a uno de los soldados en la pierna—. Nadó hasta la costa. Y es inglés. —Se encogió de hombros—. Náufrago.
—Oh, Dios mío... —murmuró Solomon, humedeciéndose los labios.
El comandante levantó un dedo del tamaño de un pepino negro, apuntando a Solomon.
—Está claro que no está cubierto por su salvoconducto. Ni tampoco su mujer. Esa licencia, señor Suleiman, no le excluye de la ley malgache, como usted debería saber. Sólo como favor especial puede escapar usted de la fanompoana... ¿Cómo la llaman ustedes?, ¿servidumbre? —Hizo un gesto hacia mí—. En su caso, no hay duda.
—¿De qué demonios está hablando? —le dije a Solomon—. ¿Dónde está el cónsul británico? Ya he tenido bastante...
—¡No existe tal cónsul, idiota! —Solomon se estaba retorciendo violentamente las manos; de repente era un hombre gordo y asustado—. Excelencia, le imploro que haga una excepción... Este hombre no es un náufrago... Puedo jurar que no intentaba hacer ningún daño a los dominios de su majestad...
—No causará ninguno, desde luego —dijo el comandante, y dirigió unas rápidas palabras al oficial—. Está perdido —una frase cuyo significado se me escapó en aquel momento. Los coolies levantaron el coche y echaron a andar, el oficial ladró una orden y una fila de soldados trotaron y nos pasaron, su líder aullando a uno de los marineros que llevó su barco al muelle.
—¡No... espere! —la cara de Solomon estaba contorsionada por la angustia—. ¡Es usted un imbécil! —me chilló, y siguió primero al comandante, llamándole, y luego corrió por el muelle detrás de la fila de soldados. El oficial negro rió, me señaló y lanzó una orden a dos de sus hombres. Entonces me cogieron por los brazos y empezaron a sacarme del muelle y yo reaccioné, rugí y luché, gritándole a Solomon, amenazándoles por poner sus sucias manos en un inglés. Me removí violentamente hasta que una culata de fusil me dejó tirado medio inconsciente en las tablas. Me arrastraron y uno de ellos, con aquella gran cara negra echándome encima su aliento apestoso, colocó unos grilletes en mis muñecas; cogieron la cadena y me levantaron arrastrándome por la calle, mientras los negros me miraban con curiosidad y los niños corrían a nuestro lado, chillando y riendo.
Y así fue como me convertí en cautivo en Madagascar.
* * *
Como saben (o quizá no lo sepan, pero si son inteligentes lo habrán adivinado) soy un hombre veraz, al menos en lo que concierne a estas memorias. No tengo por qué mentir, yo que mentí con tanta insistencia (y tanto éxito) a lo largo de toda mi vida. Pero de vez en cuando, mientras escribo, siento que tengo que recordarles a ustedes, y a mí mismo, que lo que les estoy contando son los hechos reales y verdaderos. Hay cosas que desafían la credulidad, es cierto, y Madagascar era una de ellas. Así que sólo diré que si en algún momento dudan de lo que sigue, o piensan que el viejo Flash está exagerando, vayan a una biblioteca y consulten las memorias de mi vieja y querida amiga Ida Pfeiffer, la de las botas con elásticos, o las de los señores Ellis y Oliver, o las cartas de mis compañeros cautivos, Laborde de Bombay y Jake Heppick, el capitán mercante norteamericano, o de Hastie el misionero.[47]
Entonces se darán cuenta de que las increíbles cosas que les cuento de esa infernal isla, que parecen de Gulliver, son la simple y pura verdad. No se podrían inventar.
Ahora no les aburriré describiendo la conmoción y el horror que sentí, al principio, cuando me di cuenta de que había escapado de la sartén de Solomon para caer en las brasas de algo infinitamente peor. Simplemente describiré lo que vi y padecí, tan sencillamente como pueda.
Mis primeros pensamientos, cuando me llevaron encadenado a un asfixiante almacén en Tamitave, eran que aquello debía de ser algún mal sueño del cual me despertaría pronto. Mi mente volvió a Elspeth; por lo que había pasado en el muelle, me había parecido que habían ido y la arrastraron por la costa. Con qué destino, sólo podía imaginarlo. Como ven, yo estaba completamente atontado y fuera de mí; una vez que me desahogué maldiciéndome e insultándome a mí mismo como de costumbre, traté de recordar lo que Solomon me había contado de Madagascar en el viaje de ida, que no había sido mucho, y que según recordé estaba lejos de ser tranquilizador. Salvaje y todo lo que se diga es poco, había dicho; extrañas costumbres y supersticiones: la mitad de la población en la esclavitud, una monstruosa reina que imitaba las modas europeas y celebraba ejecuciones rituales a miles, un odio feroz a todos los extranjeros. Bueno, mi presente experiencia lo confirmaba, de acuerdo. Pero ¿podía ser tan espantoso como Solomon lo había pintado? No le había creído ni la mitad, pero cuando pensaba en aquel espantoso comandante negro con su falsa falda escocesa y su sombrilla...
Afortunadamente para mi inmediata paz de espíritu yo no sabía una de las peores cosas de Madagascar, que era que una vez entrabas allí, podías olvidar toda esperanza de rescate. Incluso los países más primitivos, en los días de mi juventud, eran al menos abordables, pero no éste; su capital, Antananarivo (Antan, para ustedes), podía estar muy bien en la luna. No había auxilio posible del exterior, ni siquiera comunicación; ni pensar en que los ingleses o los franceses o los yanquis mandaran una cañonera, o tuvieran siquiera representaciones diplomáticas. Ya ven, nadie sabía apenas nada de Madagascar. Aparte de unos pocos piratas como Kidd y Avery en los viejos tiempos, y un puñado de misioneros británicos y franceses (que fueron pronto expulsados o masacrados) nadie había visitado aquel lugar excepto algunos comerciantes armados y preparados como Solomon, y ellos se movían de forma exageradamente cautelosa, y hacían sus negocios desde sus propios barcos, fuera de la costa. Tuvimos un tratado con un temprano rey malgache, mandándole armas con la condición de que aboliera el comercio de esclavos, pero cuando la reina Ranavalona llegó al trono (asesinando a todos sus parientes) en 1828, cortó todo el tráfico con el mundo exterior, prohibió el cristianismo y torturó a los conversos hasta la muerte, revivió la esclavitud a gran escala y se dispuso a exterminar a todas las tribus excepto la suya propia. Estaba loca, por supuesto, y se comportaba como Mesalina y Atila, rey de los hunos, que si la hubieran visto habrían escrito una carta de protesta a The Times.
Para darles una idea del tipo de manicomio sangriento que era el país, les diré que había asesinado ya a la mitad de sus súbditos, digamos un millón o así, y firmado decretos que preveían un muro en torno a toda la isla para mantener fuera a los extranjeros (sólo habría tenido que tener cinco mil kilómetros de largo), cuatro pares gigantes de tijeras instaladas en las cercanías de la capital, para cortar a los invasores en dos, y la construcción de unas planchas de hierro macizo donde rebotarían los cañonazos de los europeos y los hundirían. Excéntrico, ¿verdad? Por supuesto, yo no sabía nada de todo aquello cuando desembarqué; empecé a averiguarlo, dolorosamente, cuando me sacaron del calabozo a la mañana siguiente, todavía (en mi inocencia) protestando y pidiendo ver a mi abogado.
El oficial de habla francesa había desaparecido, así que todo lo que conseguían mis súplicas eran puñetazos y patadas. No había comido ni bebido desde hacía horas, pero me dieron un apestoso revoltillo de pescado, judías y arroz, y una hoja para comer usándola como cuchara. Me lo tragué como pude con la ayuda de una asquerosa agua de arroz de color marrón, y, a pesar de mis objeciones, yo y un grupo de otros desgraciados, todos negros, por supuesto, fuimos conducidos en manada a través de la ciudad, hacia el interior.
Tamitave no es más que un poblado. Tiene un fuerte y unos pocos centenares de casas de madera, algunas bastante grandes, con los típicos tejados de vertientes pronunciadas. A primera vista parece bastante inofensiva, como la gente: son negros, pero no demasiado, diría yo, quizá con un toque de malayos o polinesios, bien formados, de aspecto agradable, perezosos y estúpidos. La gente que vi al principio eran campesinos de la clase más baja, esclavos y campesinos, y tanto hombres como mujeres llevaban sencillos taparrabos o sarongs, pero ocasionalmente encontramos a otros más ricos, a quienes llevaban en silla de mano. Ningún malgache rico o aristócrata caminaría ni cien metros, y hay una multitud de esclavos, porteadores y correos que los llevan. Los nobles llevaban Zambas, trajes parecidos a las togas romanas, aunque en el propio Antan sus ropas eran a veces de la mayor extravagancia y fantasía, como la del comandante. Eso es lo más extraordinario acerca de Madagascar: está lleno de parodias de lo europeo mal entendido, y eso que sus trajes y cultura nativos ya son bastante raros.
Por ejemplo, tienen sus mercados a una cierta distancia de sus pueblos y ciudades, nadie sabe por qué. Odian a las cabras y los cerdos, y dejan a los niños pequeños en la calle para ver si su nacimiento ha sido «afortunado» o no;[48] son los únicos, creo yo, en el mundo entero que no tienen ningún tipo de religión organizada —no hay sacerdotes, ni santuarios ni templos— pero adoran a un árbol o una piedra si les apetece, o a unos dioses domésticos llamados sampy, o amuletos, como el famoso ídolo Rakelimalaza, que consiste en tres pequeños trozos de madera sucia envueltos en seda... Yo lo vi. Aunque son supersticiosos por encima de todo lo imaginable, hasta el extremo de despreciar las cosas que más valoran para apartar a los malos espíritus celosos, y creer que cuando un hombre se está muriendo hay que llenarle la boca de comida en el último momento. Esto debe de ser porque son glotones asombrosos, y borrachos sin cura posible. Pero como en tantas de sus prácticas, a veces tienes la sensación de que simplemente están decididos a ser diferentes del resto del mundo.
Me di cuenta de que los soldados que escoltaban nuestra cuerda de presos eran de un tipo diferente del resto de la gente: tipos altos, de cabeza estrecha, de andares rítmicos, dando órdenes en una mezcla de palabras inglesas y francesas. Eran unos brutos que nos golpeaban si nos retrasábamos, y trataban al pueblo como si fueran basura. Supe después que eran de la tribu de la reina, los hovas, que antes habían sido los parias de la isla, pero ahora dominaban por razón de su astucia y crueldad.
He soportado algunas jornadas horribles en mi vida (de Kabul al Khyber, de Crimea a Oriente Medio, por ejemplo) pero no puedo traer a mi mente nada peor que la de marzo de Tamitave a Antan. Fueron doscientos veinticinco kilómetros, y nos costó ocho días con ampollas en los pies y rozaduras de las cadenas, caminando sin parar, primero por un desierto cubierto de matorrales, luego a través de campo abierto, los campesinos deteniéndose en su trabajo para mirarnos con indiferencia, luego a través de zonas boscosas, y las grandes montañas del interior acercándose lentamente. Pasamos por pueblos y granjas con muros de tapial, pero por la noche nuestros captores nos dejaban que nos echáramos a dormir cuando nos deteníamos; no llevaban comida, pero tomaban lo que querían de los habitantes de los pueblos, que no protestaban, y nosotros, los prisioneros, nos quedábamos con las migajas. Nos empapaba la lluvia, el sol nos quemaba espantosamente, nos comían vivos los mosquitos, nos castigaban con golpes y latigazos..., pero lo peor de todo era la ignorancia. Yo no sabía dónde estaba, adónde iba, qué le había ocurrido a Elspeth, ni siquiera lo que decían a mi alrededor. No podía hacer nada sino dejarme conducir, como un animal, dolorido y desesperado. Después del primer día o así, yo ya no podía pensar; lo único que me importaba era la supervivencia.
Para empeorar las cosas, no había ningún camino por el que viajar. Oh, no, los malgaches no tenían ninguno, por miedo a que lo usaran los invasores. ¿Qué les parece esa lógica perversa? La única excepción era cuando la reina viajaba a cualquier sitio, en cuyo caso construían un camino ante ella metro a metro, veinte mil esclavos cavando con picos y piedras, y un gran ejército detrás, con la corte. Además, cada noche construían una ciudad, con paredes y todo, y luego la dejaban vacía al día siguiente.
Tuvimos el privilegio de ver aquello cuando alcanzamos la meseta a medio camino de nuestro viaje. La primera cosa que noté fue que había cuerpos muertos desperdigados por todo el lugar, y luego grupos de nativos exhaustos y quejumbrosos a lo largo de nuestra marcha. Eran los constructores de caminos; no habían previsto comida para ellos, así que simplemente caían y morían como moscas. Aquélla era la caza anual del búfalo de la reina, y diez mil esclavos perecieron en ella, en el curso de una semana. El hedor era indescriptible, especialmente a lo largo del camino (que cortaba perversamente nuestra línea de marcha) donde yacían en hileras hombres, mujeres y niños. Algunos de ellos se incorporaban cuando pasábamos y se arrastraban hacia nosotros, suplicando comida; los hovas simplemente les daban una patada.
Para añadir más horrores aún, pasamos ocasionalmente ante algunos patíbulos en los cuales había víctimas colgadas o crucificadas, o simplemente atadas hasta morir. Una abominación que nunca olvidaré: cinco esqueletos temblequeantes atados por el cuello a una rueda de hierro. Los habían metido allí y luego los habían soltado, deambulando juntos, hasta que se murieran de hambre o se rompieran el cuello unos a otros.
La procesión de la reina había pasado hacía mucho rato, por el áspero surco del camino, excavado con rocas, que corría recto a través de la selva y las montañas. Ella llevaba consigo doce mil soldados, lo supe después, y como el ejército malgache no tenía ningún sistema para proporcionarles comida, habían arrasado toda la zona, así que además de los esclavos, miles de campesinos se morían de hambre también.
Pueden ustedes preguntarse por qué soportaban ellos todo aquello. Bueno, no siempre lo hacían. A lo largo de los años tribus y comunidades enteras, en número de muchos miles, habían huido escapando de la tiranía de la reina. Las selvas estaban llenas de aquellas gentes, que vivían como bandidos. Ella enviaba expediciones regulares para exterminarlos, y contra las tribus que no eran hovas. Oí decir que los asesinatos de fugitivos, criminales y los que simplemente disgustaban a su majestad suponían de veinte a treinta mil personas cada año, y me lo creo. (Mucho mejor, por supuesto, que el maligno gobierno colonial de los europeos, así nos lo harían creer los liberales. Dios, qué no habría dado yo para ver a Gladstone y a ese chulo de Asquith en el camino de Tamitave cuando empezaban; habrían aprendido todo lo que necesitaban saber acerca del «gobierno ilustrado de la población indígena». Ahora ya es demasiado tarde. No se puede hacer nada salvo contratar a unos pocos matones para que rompan los cristales del Reform Club. Pero ya me da igual.)
Mientras tanto, yo tampoco podía derrochar demasiada compasión; deplorable era mi propio caso mientras nos acercábamos a Antan después de más de una semana de caminata sin parar. Llevaba la camisa y los pantalones hechos harapos, mis zapatos habían desaparecido, estaba sin afeitar y sucio; pero, curiosamente, después de haberme hundido hasta el desaliento, estaba empezando a animarme un poco. No estaba muerto, y no me iban a llevar por todo aquel camino para matarme. Incluso sentí una cierta irresponsabilidad despreocupada, probablemente por el hambre. Levantaba de nuevo la cabeza, y mis recuerdos del final de la marcha son bastante claros.
Pasamos junto a un lago, y los guardianes nos hicieron gritar y cantar mientras pasábamos por allí; después supe que era para aplacar el fantasma de una princesa disoluta enterrada allí cerca... La realeza femenina disoluta es la característica más importante de Madagascar, evidentemente. Cruzamos un río caudaloso, el Mangaro, y humeantes géiseres que burbujeaban en pozas de barro hirviendo, antes de llegar a una llanura de hierba, y más allá, en una gran colina, llegamos a la vista de Antananarivo.
Me quitó el aliento. Por supuesto, yo ni siquiera sabía exactamente qué era aquello, pero no se parecía a nada que uno hubiese podido esperar en un país de negros primitivos. Allí estaba aquella gran ciudad llena de casas de madera, quizá de tres kilómetros de largo, amurallada y fortificada, dominada por una colina en la cima de la cual había un enorme palacio de madera de cuatro pisos de alto, con otro edificio a un costado que parecía estar hecho de espejos, porque brillaba y resplandecía como una lente a la luz del sol.
Miré hasta quedarme casi ciego, pero no pude averiguar qué era aquello... Había otras maravillas al alcance de la mano, porque mientras nos aproximábamos a la ciudad a través de la llanura que estaba salpicada con chozas y repleta de gente del pueblo, yo pensaba que debía de estar soñando. ¡En la distancia se oía tocar una banda militar, horriblemente mal interpretada, pero no había duda de que la melodía era La luna temprana de mayo! Había un regimiento con todos los pertrechos: casacas rojas, morriones, armas al hombro, bayonetas y todos los hombres tan negros como Satán. Me quedé pasmado, casi con la boca abierta. Ellos pasaron en columnas, sacando pecho y marcando el paso bastante bien... A su cabeza, Dios me ayude, media docena de oficiales a caballo, vestidos como árabes y turcos.
Yo estaba ya más allá de todo asombro. Y cuando pasaron un par de coches, forrados de terciopelo, llevando a mujeres negras con vestidos estilo Imperio y sombreros de plumas, ni siquiera les eché un segundo vistazo. Ellas y el resto de la multitud se dirigían hacia la parte frontal de la ciudad, y nuestros guardias nos condujeron hacia allí, así que rodeamos la muralla hasta que llegamos finalmente a un gran anfiteatro natural excavado en el suelo, dominado por un gran acantilado... Ambohipotsy, lo llamaban, y no había lugar más siniestro en toda la tierra.
Debía de haber cerca de un cuarto de millón de personas atestando los taludes de aquel gran hueco por debajo del acantilado. Ciertamente más de las que nunca había visto en congregación alguna. Esa gran marea humana negra miraba hacia abajo, a los pies del acantilado; nuestros guardias nos llevaron cerca y señalaron, haciendo muecas, y mirando hacia abajo vi que en el espacio vacío habían cavado unos pozos largos y estrechos, y en los pozos montones de seres humanos, atados a unas estacas. Encima de cada pozo estaban fijadas unas grandes calderas, sobre un fuego rugiente, entonces sonó un gong. La multitud calló y un grupo de negros inclinaron la primera caldera, lentamente, lentamente, mientras los pobres diablos de los pozos chillaban y se retorcían; el agua hirviendo saltó por encima del borde de la caldera, primero en un chorro pequeño, luego en una cascada hirviente, cayendo en el pozo con una horrible nube de vapor siseante que empañó la vista. Cuando se aclaró, vi, horrorizado, que sólo habían llenado el pozo a la altura de la cintura... las víctimas se cocían vivas centímetro a centímetro, mientras los espectadores aullaban y lanzaban vítores con un estruendo que resonaba a través de aquel espantoso anfiteatro de la muerte. Había seis pozos; los llenaron uno por uno.
Aquél era el plato fuerte, ya se habrán dado cuenta. Después aparecieron unas figuras en la cima del acantilado, que estaba a cien metros por encima, y los condenados más afortunados fueron arrojados desde allí, la multitud lanzando un gran alarido cuando cada cuerpo salía volando y retorciéndose, y un poderoso rugido cuando golpeaba la tierra de abajo. Aplaudían con especial entusiasmo si uno aterrizaba en los pozos de agua, que estaban todavía humeando con las retorcidas figuras colgando de sus estacas. No se limitaban a tirar a los condenados por el acantilado, por cierto, antes los suspendían de unas cuerdas, para que la multitud tuviera una buena vista, y luego las cortaban para que cayeran.
No haré ningún comentario, porque mientras contemplaba aquel horrible espectáculo me parecía oír la voz de mi pequeño amigo de Newgate: «Interesante, ¿verdad?» y ver de nuevo a la multitud aullando, mirando con entusiasmo desde el Magpie y el Stump. Eran muy parecidos, supongo, como sus hermanos paganos. Y si ustedes me dicen indignados que ser colgado es algo muy diferente de ser hervido vivo, o quemado, azotado, golpeado, cortado en pedazos, empalado y enterrado vivo, todo lo cual vi hacer en Ambohipotsy, observaré solamente que si esos espectáculos se ofrecieran en Inglaterra se agotarían las entradas, al menos para las primeras exhibiciones.
Sin embargo, si la relación de tales atrocidades les da náuseas,[49] sólo puedo decir que juro que digo la verdad de lo que vi, y cualquier náusea que puedan sufrir no es nada comparada con la congoja del pobre Flashy mientras le empujaban fuera de la escena de la ejecución Juro que nos detuvimos allí únicamente porque nuestros guardias no querían perdérselo) y le conducían a través de una de las macizas puertas hacia la propia ciudad de Antan. Su nombre, por cierto, significa «Ciudad de las mil ciudades» y era tan impresionante vista de cerca como de lejos. Calles vacías y limpias con hermosos edificios de madera alineados, algunos de ellos de tres pisos de alto (toda edificación debía ser de madera, por ley) y hambriento y temblando de miedo como estaba, no pude sino maravillarme del aire de riqueza que se respiraba en todo aquel lugar.
Quioscos bien provistos, sombreadas avenidas, gente bien vestida que se dirigía presurosa a sus negocios, coches ricamente grabados y pintados corriendo por las calles, llevando a los favorecidos por la fortuna, algunos con traje medio europeo, otros con espléndidos sarongs y lambas de seda de colores. Todo aquello no cuadraba. Por una parte, los horrores que acababa de presenciar, y por otra parte esa ciudad agradable, alegre, de aspecto civilizado, mientras el capitán Harry Flashman y sus amigos eran conducidos a patadas y latigazos por en medio, y nadie nos dedicaba más que una mirada casual. Ah, sí... cada edificio tenía un pararrayos europeo.
Nos encerraron en un almacén aireado, razonablemente limpio, donde pasamos la noche, nos quitaron los grilletes y nos dieron nuestra primera comida decente desde hacía una semana: un estofado de cordero muy especiado, pan y queso y más aguachirle de arroz infecto. Nosotros lo devoramos como lobos: una docena de negros de cabeza lanuda resollando sobre sus escudillas y un caballero inglés comiendo con refinamiento... Pero si aquello hizo algo a favor de mi dolorido y sucio cuerpo, no hizo nada por mi espíritu... Aquella pesadilla de existencia parecía durar desde siempre, y yo estaba loco, desesperado, más allá de todo lo razonable. Pero tenía que confiar en algo: hubo un tiempo en el que jugué al críquet, y le lancé una pelota a Félix; estuve en Rugby, en la Guardia Montada y en el palacio de Buckingham; tenía una dirección en Mayfair; había cenado en White —como invitado, de verdad— y paseado por Pall Mall. No era un alma perdida en un mundo negro y loco, era Harry Flashman, ex húsar del Undécimo, cuatro medallas y el agradecimiento del Parlamento, aunque inmerecidas. Yo tenía que mantener la esperanza. Seguramente, en la ciudad que había visto, debía de haber alguna persona civilizada de autoridad que hablase francés o inglés, a la cual poder exponer mi caso y recibir el tratamiento que se me debía como oficial y ciudadano británico. Después de todo, aquéllos no eran auténticos salvajes, puesto que tenían calles y edificios... Se deshacían de los criminales de una forma un poco colorista, sin duda, y aquello no me consolaba demasiado, pero ninguna sociedad es perfecta. Tenía que hablar con alguien.
El problema era... ¿con quién? Cuando nos sacaron a la mañana siguiente, nos pusieron a cargo de una pareja de vigilantes negros, que no hablaban sino su propia jerga; ellos nos empujaron por una estrecha avenida y salimos a una plaza llena de gente en la cual había una larga plataforma, con barandillas a un lado y guardias en todos los rincones, para mantener apartada a la gente. Parecía como un mitin público; había un par de oficiales negros en la plataforma, y dos más sentados en una pequeña mesa delante. Nos empujaron para que subiéramos un tramo de escalones hacia la plataforma y nos pusiéramos de pie en fila. Yo estaba todavía parpadeando por la luz del sol, preguntándome qué podía significar aquello, cuando miré hacia la gente... negros con lambas y túnicas en su mayor parte, unos pocos oficiales con uniformes de opereta, un montón de coches con ricos malgaches sentados bajo unas sombrillas a rayas. Examiné las caras de los oficiales atentamente: es posible que hablaran francés, y yo iba a gritar un saludo para atraer su atención cuando una cara delante de la multitud atrajo mis ojos como un imán, y me dio un salto el corazón.
Era un hombre alto, de anchos hombros pero delgado, con una camisa clara bordada bajo una casaca azul de paño, y con un pañuelo de seda atado a modo de corbata; él y su vecino, un corpulento negro resplandeciente con sarong y tricornio, estaban tomando rapé según la moda local, el tipo delgado aceptando un pellizco de la caja del otro en la mano y tragándolo con un rápido toque de la lengua (tiene un gusto asqueroso, puedo asegurárselo). Hizo una mueca y alzó los ojos; se encontraron con los míos y me miraron... Eran unos ojos azul claro, en una cara bronceada bajo un mechón de cabello grisáceo. Pero no había duda alguna de ello: era un hombre blanco.
—¡Usted! —rugí—. ¡Usted, señor! Monsieur! Parlez vous français? Anglais? ¿Hindi? ¿Latín? ¿Griego, quizás? ¡Escúcheme... tengo que hablarle!
Uno de los guardias venía hacia mí para empujarme, pero el hombre delgado se abrió paso entre la multitud, para mi inexpresable alivio, y una palabra suya a los oficiales permitió que se aproximara a la plataforma. Me miró, frunciendo el ceño, mientras yo me arrodillaba para estar más cerca de él.
—Français? —dijo.
—Soy inglés... ¡un prisionero, de un barco que llegó a Tamitave! En el nombre del cielo, ¿cómo puedo salir de esto? ¡Nadie me escucha, me han arrastrado por todo el maldito país durante varias semanas! Tengo que...
—Tranquilo, tranquilo —dijo él, y sus palabras inglesas casi me hicieron sollozar. Y luego—: sonría, monsieur. Sonría... ¿cuál es la palabra...? Ría, si puede... pero hable tranquilamente. Es por su propio bien. Ahora, ¿quién es usted?
No lo entendía, pero forcé una mueca más que sonrisa y le dije quién era, lo que había ocurrido y mi total ignorancia de por qué me habían llevado allí. Me escuchó con interés, con aquellos vivaces ojos clavados en mi rostro, haciéndome señas de que hablara bajo cuando mi voz se alzaba, lo cual, como pueden imaginar, tendía a pasar. Todo el tiempo él evitaba directamente mirar a mis guardias o a los oficiales, pero les estaba acechando. Cuando acabé, él se tocó la corbata, asintiendo, como si le hubiera estado contando la última broma de «Punch», y sonriendo apaciblemente.
—Pues bien —dijo él—. Ahora espere, y no me interrumpa. Si mi inglés no es perfecto, usaré el francés, pero prefiero no usarlo. Diga lo que diga, no muestre asombro, ¿de acuerdo? Sonría, por favor. Soy Jean Laborde, pertenecí a la caballería del emperador. Llevo aquí trece años, soy ciudadano. ¿No conoce usted Madagascar?
Yo meneé la cabeza, y él inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír suavemente, para beneficio de los que miraban.
—Ellos detestan a todos los europeos, especialmente a los ingleses. Como usted ha desembarcado sin permiso, le tratan como a un naufragé..., ¿Cómo lo llaman ustedes... abandonado? ¿Naufragado? Por su ley, por favor sonría, monsieur, sonría mucho... Todas las personas así deben ser esclavos. Éste es un mercado de esclavos. Le han convertido en esclavo... para siempre.
La sonriente cara bronceada con los ojos azules pareció desvanecerse frente a mí; tuve que sujetarme al borde de la plataforma. Laborde estaba hablando otra vez, rápidamente, y la sonrisa había desaparecido.
—No diga nada. Espere. Espere. No se rinda. Haré averiguaciones. Le veré otra vez. No desespere. Ahora, amigo mío... perdóneme.
Y después de decir las últimas palabras, repentinamente gritó algo en lo que me pareció malgache, haciendo gestos furiosos. Las cabezas se volvieron, mis guardas vinieron y me sujetaron el hombro, y Laborde me golpeó de lleno en la cara con su mano abierta.
—Scélerat! —gritó—. Canaille! —giró furioso sobre sus talones y se fue entre la sonriente multitud, mientras el guardia me daba patadas para que me pusiera de pie y me empujaba para atrás. Traté de llamar a Laborde, pero se me había hecho un nudo en la garganta, anegado en mis propias lágrimas. Entonces uno de los oficiales colocó una especie de púlpito, gritó algo, la charla de la multitud se apagó, el primero del rebaño fue empujado hacia adelante y empezó la subasta.