6
Bajamos por el río Kuching con la marea de la tarde siguiente. Formábamos un gran convoy de barcos mal mezclados navegando silenciosamente entre las barreras abiertas, y bajando entre orillas oscuras y abigarradas en el crepúsculo hacia mar abierto. Cómo había conseguido aquello Brooke, lo ignoro. Creo que se puede leer en su diario, y en el de Keppel, cómo armaron y avituallaron y reunieron su destartalada flota de guerra de cerca de ochenta barcos, cargados con las más increíbles tripulaciones de piratas, salvajes y lunáticos, y los lanzaron al mar de la China como una condenada regata; no recuerdo todo eso con demasiada claridad, porque durante toda una noche y un día estuve en los muelles del Kuching, un verdadero manicomio en el cual, siendo nuevo en el asunto, no desempeñé un papel demasiado útil.
Tengo mis habituales recuerdos inconexos de todo aquello, sin embargo. Recuerdo los largos praos de guerra con sus elevadas quillas y bosque de remos, remolcados uno tras otro a través de la barrera por sudorosos y chillones timoneles malayos, y los aliados nativos del rajá subiendo a bordo: una horda medio desnuda de dayaks, algunos con faldas y sarongs, otros con taparrabos y polainas, algunos con turbantes, y otros con plumas en el pelo, pero todos chillando, haciendo muecas y más feos que un pecado, cargados con sus malignos surnpitanes y flechas, sus cris y sus lanzas, todos preparados para la batalla.
Luego estaban los espadachines malayos que llenaban los sampanes: villanos de cara plana con fusiles y terribles cuchillos kampilan de hoja recta en sus cinturones; los marineros británicos con sus guardapolvos de cáñamo y pantalones y sombreros de paja, sus caras rojas haciendo muecas y sudando mientras cargaban el Dido, cantando «Whisky, Johnny», halando y pateando el suelo; los silenciosos cañoneros chinos cuya tarea era poner los pequeños cañones en las proas de los sampanes y las chalupas y almacenar los barrilitos de pólvora y de cerillas; los esbeltos piratas Linga de piel olivácea que manejaban los barcos exploradores de Paitingi: asombrosas embarcaciones éstas, exactamente como piraguas de carreras universitarias, esbeltas agujas frágiles con treinta remos que podían deslizarse por el agua tan rápidos como pueda correr un hombre. Pasaban deprisa entre los otros barcos, los largos, majestuosos praos, el Dido, los cúters y lanchas y canoas, el largo balandro Jolly Bachelor, que era el propio buque insignia de Brooke, y la joya de nuestra flota, el vapor de paletas de las Indias Orientales Phlegethon, con su maciza rueda y su plataforma, y su chimenea arrojando humo. Todos llenaban el río, en una gran confusión de remos, cordajes y trastos, y por encima de todo resonaba el constante coro de maldiciones y órdenes en media docena de lenguas. Parecía como un picnic de barqueros que se hubieran vuelto locos.
La variedad de armas era la pesadilla de un armador: junto a las que ya he mencionado, había arcos y flechas, todos los tipos imaginables de espadas, hachas y lanzas, modernos rifles; revólveres de seis cañones, pistolas de arzón, de percutor, trabucos de chispa chinos fantásticamente grabados, cañones navales de seis libras, cohetes de Congreve con sus disparadores montados en los castillos de proa de tres de los praos. «Que Dios ayude a quienquiera que se ponga en el camino de esa colección», pensé yo, observando especialmente una buena comparación en la costa: un oficial naval británico con su frac y sombrero impermeable probando el calibre de un par de modernos cañones Manton, sus casacas azules, afilando sus sables con empuñadura de latón con una piedra de afilar, y a un metro de ellos una parloteante banda de dayaks empapando sus dardos langa en una caldera burbujeante del horrible blanco veneno radjun.
—Veamos cómo tira tu pistola de juguete, Johnny —gritaba uno de los marineros, y balanceaban un corcho de champán en una cuerda como blanco, a veinte metros de distancia; uno de los pequeños brutos sonrientes deslizó un dardo en su surnpitan, lo acercó a su boca y en un parpadeo allá iba el corcho, rebotando en la cuerda, traspasado por la aguja de treinta centímetros de largo.
—¡Demonios! —exclamaba el casaca azul, reverentemente—. ¡No apuntes esa maldita cosa hacia mi espalda!, ¿quieres? —y los otros jaleaban al dayak, y le ofrecían cambiarle por sus artilleros.
Así que ya pueden ver el tipo de flota que James Brooke hizo a la mar desde Kuching la mañana del 5 de agosto de 1844, y si, como yo, han sacudido ustedes la cabeza con desesperación ante la heterogénea mezcolanza que se reunía junto a los muelles, habrían retenido la respiración, incrédulos, si hubieran visto cómo todo ellos se deslizaban en silencioso y disciplinado orden hacia el mar de la China en el amanecer que empezaba a despuntar. Nunca lo olvidaré: el agua de un color púrpura oscuro, rizada por la brisa de la mañana; la enmarañada costa de color verde a un cable de distancia por la derecha; los primeros y cegadores rayos de plata convirtiendo el mar en un derretido lago por delante de nuestras proas mientras la flota se dirigía hacia el este.
Primero fueron los barcos exploradores, diez de ellos en línea a un kilómetro de distancia, pareciendo volar por encima de la superficie del mar, dirigidos por las delgadas antenas de sus remos; luego los praos, en doble columna, con sus velas desplegadas y los grandes remos azotando el agua, con los sampanes y canoas más pequeños detrás; el Dido y el Jolly Bachelor con las velas desplegadas y, por último, pastoreando el rebaño, el vapor Phlegethon, con su gran rueda golpeando pesadamente en el chorro, Brooke pavoneándose bajo su toldilla, como un monarca vigilante, y haciendo discursos al admirado Flashy. (No es que yo buscara su compañía, pero como de todos modos tenía que ir, había pensado que sería más seguro pegarme a él como una lapa, en el barco más grande; mi instinto me decía que si alguien volvía a casa con los pies por delante no sería él, y sus raciones probablemente serían mejores. Así que le hice la pelota con mi mejor estilo, y él me aburrió hasta lo indecible a cambio.)
—¡Hay algo mejor que inspeccionar los adornos de los estribos en la Guardia Montada! —gritaba alegremente, haciendo un gesto ceremonioso con una mano a nuestra flota, que llenaba el mar iluminado por el sol—. Qué más podría pedir un hombre, ¿eh? Una sólida cubierta bajo los pies, la vieja bandera sobre la cabeza, compañeros valientes a los lados y un duro enemigo ante nosotros. ¡Esto es vida, amigo! —me pareció más probable que era la muerte, pero por supuesto me limité a sonreír y a estar de acuerdo en que así fuera—. y una buena causa por la que luchar —siguió—. Castigar a los malos, defender Sarawak y rescatar a su dama, por supuesto. Sí, ésta será una costa más agradable y más limpia cuando hayamos acabado con esto.
Le pregunté si eso quería decir que iba a dedicar su vida a perseguir a los piratas, y él se puso muy solemne, mirando al mar con el viento despeinándole.
—Podría ser muy bien el trabajo de toda una vida —dijo—. Ya sabe, lo que nuestra gente en casa no entiende es que un pirata aquí no es un criminal, en el sentido que nosotros le damos; la piratería es la profesión de las islas, su modo de vida, igual que el comercio o la venta para los ingleses. Así que no es cuestión de erradicar a unos pocos malhechores, sino de cambiar la mentalidad de toda una nación, y dirigirlos hacia objetivos honrados y pacíficos —rió y sacudió la cabeza—. No será fácil... ¿sabe lo que me dijo una vez uno de ellos? (y era un cabecilla inteligente y que había viajado). Me dijo: «Sé que Vuestro sistema británico es bueno, tuan besar, he visto Singapur y vuestros soldados y comerciantes y grandes barcos. Pero yo fui educado para saquear, y me río cuando pienso que he despojado a una pacífica tribu hasta de sus cacharros de cocina». Ahora, ¿qué haría usted con un tipo como ése?
—Colgarlo —dijo Wade, que estaba sentado en el puente con el pequeño Charlie Johnson, uno de los hombres de Brooke,[36]jugando al main chatter[37]—. Era Makota, ¿verdad?
—Sí, Makota —dijo Brooke—, y era el mejor de ellos. Uno de los amigos y aliados más fieles que he tenido en mi vida... hasta que desertó para unirse a los esclavistas Sadong. Ahora él proporciona trabajadores y concubinas a los príncipes de la costa que se supone que son nuestros aliados, pero que secretamente tratan con los piratas por miedo y por provecho. Contra este tipo de cosas tenemos que luchar, aparte de los propios piratas.
—¿Por qué hace esto? —le pregunté, porque a pesar de lo que me había contado Stuart, quería oírselo a él mismo; yo siempre sospecho de esos cruzados contra los bucaneros, ¿saben?—. Quiero decir que tiene Sarawak; ¿eso no le mantiene ya bastante ocupado?
—Es un deber —dijo, como uno podría decir que hace bastante calor para esta época del año—. Supongo que empezó con Sarawak, que al principio me pareció como un niño huérfano, que protegí con dudas y perplejidad, pero que ha recompensado mis desvelos. Yo he liberado a su gente y su comercio, les he dado un código de leyes, he fomentado la industria y la inmigración china, he aplicado sólo unos mínimos impuestos y les he protegido de los piratas. Oh, sí, podría hacer una fortuna con todo esto, pero me contento con poco... Como ve, sólo hay dos opciones: o soy un hombre de valía, o un simple aventurero que busca el enriquecimiento, y Dios me perdone si nunca he sido esto último. Pero me siento bien recompensado —dijo—, por todas las cosas buenas que administro para mi satisfacción.
«Es una lástima que no puedas ponerle música y cantarlo como si fuera un himno», pensé yo. Al viejo Arnold le habría encantado. Pero todo lo que dije fue que aquél era indudablemente el trabajo del Señor, y que era una verdadera vergüenza que no estuviera reconocido; valía al menos un nombramiento como caballero, diría yo.
—¿Títulos? —exclamó él, sonriendo—. Son como las ropas caras, los halagos de los subordinados y la sopa de tortuga... todo de ligero e igual valor. No, no, soy demasiado tranquilo para ser un héroe. Todo lo que deseo es el bien de Borneo y su gente... Ya he señalado lo que puede hacerse aquí, pero es nuestro gobierno el que debe decidir qué medios, si es que hay alguno, deben poner a mi disposición para extender y desarrollar mi trabajo —sus ojos adoptaron aquel brillo que se ve en los predicadores de campaña y los contables de algunas empresas—. Sólo he tocado la superficie, aquí... Quiero abrir el interior de esta asombrosa tierra, explotarla para beneficio de su gente, corregir el carácter nativo, mejorar su suerte. Pero ya sabe que nuestros políticos... no se preocupan por los asuntos extranjeros, y son muy precavidos conmigo, ¿sabe?
Volvió a reír.
—Sospechan que estoy haciendo algún trabajo para mi propio beneficio. ¿Qué puedo decirles? Ellos no conocen el país, y las únicas visitas que recibo son breves y oficiales. Bueno, ¿de qué puede enterarse un almirante en una semana? Si sirviera para algo habría inventado un proyecto, nombrado un comité de dirección y celebrado reuniones públicas. «Borneo, Sociedad Limitada», ¿verdad? ¡Eso sí que les habría interesado! Pero sería una equivocación, y sólo habría convencido al gobierno de que soy un filibustero: Barba Negra con camisa limpia. No, no, no funcionaría —suspiró—. Y sin embargo, qué orgulloso estaría, algún día, de ver Sarawak y todo Borneo bajo la bandera británica, por su bien, no por el nuestro. Quizá nunca ocurra, y eso es una lástima... pero mientras tanto, tengo una deuda con Sarawak y su gente. Soy su único protector, y si me dejo la vida en el empeño, habré muerto por una causa noble.
Bueno, en mi vida he visto gente complacida de sí misma, y yo mismo he actuado también bastante en esa línea, cuando la ocasión lo requería, pero J. B. ciertamente nos ganaba a todos. Quiero decir que, a diferencia de los hipócritas más arnoldianos, creo que él realmente creía en lo que decía; por lo que yo podía ver, al menos, estaba lo bastante loco para vivir de acuerdo con ello, lo cual cuadra con mi conclusión de que estaba mal de la cabeza. Cuando uno recuerda que excitó la ira de Gladstone...,[38] eso dice mucho a favor de un tipo, ¿verdad? Pero hasta el momento yo lo consideraba simplemente un presumido más, un mentiroso, un cantante de salmos dedicado a la plegaria y al propio provecho, pero entonces él siguió y lo estropeó todo echándose a reír diciendo:
—¿Sabe?, si no es una buena causa, ¡al menos es de lo más divertido! ¡No sé si hubiera disfrutado ni la mitad de la protección y mejora de Sarawak si no implicara luchar contra esos vagabundos piratas y cazadores de cabezas! Es una suerte para mí que el deber se combine con el placer. Quizá no sea tan diferente de Makota y el resto de estos villanos después de todo. Ellos vagabundean por el placer y el saqueo, y yo me muevo por justicia y deber. Es interesante, ¿no le parece? Creerá que estoy loco —poco sabía la razón que tenía—, pero a veces creo que bellacos como Sharif Sahib y Suleiman Usman y los lobos de mar de Balagnini son los mejores amigos que he tenido. Quizá nuestros parlamentarios radicales tengan razón, y yo sea un pirata de corazón.
—Bueno, la verdad es que pareces uno de ellos, J. B. —dijo Wade, levantándose del tablero—. Jaque mate... He ganado, Charlie —fue a la barandilla y señaló, riendo, a los dayaks y malayos que estaban reunidos en la plataforma del prao frente a nosotros—. No tienen exactamente el mismo aspecto que una reunión de la escuela dominical, ¿verdad, Flashman? ¡Son piratas, al fin y al cabo!
—Flashman no ha visto todavía piratas de verdad —dijo Brooke—. Ya apreciará la diferencia.
Lo hice, en efecto, y antes de que acabara el día. Navegamos rápidamente a lo largo de la costa todo el día, con la brisa cálida, mientras el sol se deslizaba y caía como una rosa de color rojo fuego delante de nosotros, y con el aire más fresco de la tarde llegamos al fin al amplio estuario del Batang Lupar. Estaba a unos kilómetros de distancia, y entre las pequeñas islas de selvas impenetrables de su costa occidental fuimos a meternos en el camino de unos escuálidos marineros en sus sampanes maltratados por la intemperie: orang laut, los llamaban los malayos, «gitanos del mar», los vagabundos de la costa, que estaban siempre huyendo de un recaudador de impuestos a otro, recogiendo todo lo que podían.
Paitingi trajo a su cabecilla, un salvaje sucio y embarrado, al Phlegethon en un barco explorador, y cuando Brooke habló con él me hizo seña de que le siguiera a la embarcación de Paitingi, diciendo que yo debía experimentar la «sensación» de un barco explorador antes de que entráramos en el propio río. No me hacía mucha gracia cómo sonaba aquello, pero tomé asiento tras él en la proa, donde las bordas se alzaban rectas a los dos lados, y uno tenía que colocar los pies con delicadeza por miedo a atravesar limpiamente el ligero casco. Paitingi se agachó detrás de mí y el vigía Linga se puso a horcajadas por encima de mí, un pie en cada borda.
—No me gusta esto en absoluto —dijo Brooke—. Estos bajoos dicen que hay poblados ardiendo hacia el Rajang, y que no es natural, cuando los malos se están reuniendo arriba en el Lupar, preparándose para nosotros. Echaremos un vistazo. ¡Vamos!
El airoso barco explorador salió disparado como un dardo, temblando de forma alarmante bajo mis pies, con los treinta remeros empujándonos silenciosamente hacia adelante. Pasamos a través de las pequeñas islas, Brooke mirando hacia la costa lejana, que se desvanecía en el oscuro punto de confluencia. Había una ligera neblina que se descolgaba detrás de nosotros, ocultando nuestra flota, y un gran banco de niebla se iba extendiendo lenta, fantasmalmente, desde el mar, por encima del agua aceitosa. Había una calma mortal, y el aire espeso te ponía la carne de gallina. Brooke controlaba nuestro paso, y nos deslizábamos bajo el refugio de una ribera de manglares, donde las frondas rezumaban una espectral humedad. Vi la cabeza de Brooke que se volvía de un lado a otro y Paitingi se puso tieso detrás de mí.
—¡Bismillah, J. B.! —susurró—. ¡Escucha!
Brooke asintió y yo agucé los oídos, mirando temeroso por encima del agua límpida a la capa de niebla que se arrastraba hacia nosotros. Entonces oí algo: al principio pensé que era mi corazón, pero gradualmente se fue convirtiendo eh un regular y vibrante golpeteo que surgía débilmente de la niebla y se hacía cada vez más fuerte. Era melodioso pero horrible, un tamborileo profundo y metálico que erizaba los pelos de mi nuca. Paitingi susurró detrás de mí:
—Tambores de guerra. Quieto, ¡ni siquiera respire!
Brooke hizo un gesto de silencio, y nos escondimos entre las frondas del manglar, esperando sin aliento, mientras aquel infernal sonido crecía hasta convertirse en un lento trueno, y me pareció que detrás de él podía oír también un ruido deslizante, como de una cosa muy grande que pasaba rápidamente. Tenía la boca seca y miré hacia la niebla, esperando ver algo horrible, y súbitamente apareció encima de nosotros, como un tren que se precipita sobre uno desde un túnel, una enorme forma escarlata surgiendo de la niebla. Sólo pude echarle un vistazo mientras pasaba, pero está grabada en mi memoria la imagen de aquel largo y brillante casco rojo con su castillo de proa imponente y severo; la plataforma por encima de sus baluartes repleta de hombres: caras amarillas y planas con pañuelos anudados en la frente, cabellos lacios flotando por encima de sus camisas sin mangas; el brillo de las espadas y puntas de lanza, la espantosa línea de esferas blancas que colgaban como una horrible cenefa de proa a popa a través de la plataforma... eran calaveras, cientos de ellas; los grandes remos agitando el agua; las mortecinas antorchas en la popa, los largos gallardetes de seda en la obra muerta retorciéndose en el neblinoso aire como serpientes de colores; la figura de un gigante medio desnudo marcando el compás de los remos en un enorme gong de bronce... y se fue tan rápidamente como había venido, con el sonido retumbando en la niebla mientras se dirigía al Batang Lupar.[39]
El sudor estaba empezando a empaparme mientras esperábamos, y dos praos más como el primero emergieron y desaparecieron en su estela; entonces Brooke miró más allá de mí y de Paitingi.
—Esto es fastidioso —dijo—. Creo que los dos primeros son Lanun, y el tercero Maluku. ¿Qué crees tú?
—Piratas de la laguna de Mindanao —asintió Paitingi—, pero ¿qué demonios están haciendo aquí? —escupió en el agua—. Éste es el final de nuestra expedición, J. B., hay mil hombres en cada uno de esos malditos barcos, más de lo que podemos abarcar nosotros, y...
—... y van a unirse a Usman —dijo Brooke. Silbó suavemente para sí, rascándose la cabeza a través del gorro de piloto—. Te diré una cosa, Paitingi... él se lo está tomando en serio, ¿me equivoco?
—Ajá, entonces, paguémosle con la misma moneda. Si volvemos al Kuching por la mañana, podemos colocarnos en posición de defensa, al menos, porque, por las barbas del profeta, vamos a tener un enjambre tal zumbándonos junto a las orejas...
—Nosotros no —dijo Brooke—. Ellos —sus dientes aparecían blancos en la oscuridad creciente; él estaba temblando de excitación—. ¿Sabes qué, amigo? Creo que es justo lo que necesitábamos... ¡ahora ya sé lo que nos espera! ¡Ahora lo he visto con toda claridad... sólo había que mirar!
—Ajá, si volvemos a casa a toda marcha...
—¡Nada de volver a casa! —dijo Brooke—. ¡Vamos a atacar esta noche! ¡Venga, adelante!
Por un momento pensé que Paitingi iba a volcar el barco; explotó en un torrente de incredulidad y desaliento, y un montón de recriminaciones sobre los espíritus malignos del Viejo Testamento escocés y los cien nombres de Alá volaron por encima de mi cabeza. Brooke se limitó a reír, agitándose con impaciencia, y Paitingi estaba todavía maldiciendo y discutiendo cuando nuestro barco explorador alcanzó al Phlegethon de nuevo. Unas órdenes rápidas trajeron a los comandantes desde los otros barcos, y Brooke, que parecía estar bajo los efectos de alguna droga estimulante, sostuvo una conferencia en la plataforma a la luz de un solitario farol de seguridad.
—Es el momento, ¡lo intuyo! —dijo—. Esos tres praos de la laguna irán hacia Linga, han estado asesinando y saqueando por la costa todo el día, y no irán más lejos esta noche. Los encontraremos amarrados en Linga mañana al amanecer. Keppel, tomarás los praos con los cohetes, quema a esos piratas en su fondeadero, desembarca a los casacas azules para asaltar el fuerte, y obstruye el río Linga para detener a cualquiera que venga. Encontrarás un poco de lucha con la gente de Jaffir, o mucho me equivoco.
»Mientras tanto, el resto de nosotros seguiremos río arriba, hacia Patusan. Allí es donde encontraremos a los verdaderos ladrones; atacaremos tan pronto como los barcos de Keppel nos hayan alcanzado.
—¿No dejará a nadie en Linga? —preguntó Keppel—. Supongamos que llegan más praos de Mindanao...
—No lo harán —replicó Brooke, confiadamente—. ¡Y si lo hacen, volveremos sobre nuestros pasos y los machacaremos de vuelta a Sulú! —su risa mandó escalofríos a mi espina dorsal—. ¡Venga, Keppel, quiero que esos tres praos sean destruidos completamente, y cada uno de sus tripulantes muertos o puestos en fuga! Empujadlos a la jungla; si tienen esclavos o cautivos, se los llevarán con ellos. Paitingi, tomarás el mando en Linga con un barco explorador. No necesitamos más mientras el río esté todavía vacío. Y ahora, ¿qué hora es?
Debió de ser mi entrenamiento en el ejército, o mi experiencia en Afganistán, donde nadie se atrevía siquiera a orinar sin una aprobación de los superiores; el caso es que ese estilo desenfadado y caótico me asombraba. Íbamos a correr río arriba en la oscuridad, después de ver aquellos tres horrores que habían surgido de la niebla (temblaba ante el recuerdo de las malignas caras amarillas y su espantosa cenefa de calaveras) cortarles el paso y enfrentarnos a cualquier otra horda de asesinos que pudieran estar esperándonos en aquel fuerte de Linga. Aquel hombre estaba loco, ebrio de entusiasmo con sus infantiles ideas de muerte o gloria. ¿Por qué demonios Keppel y los otros tipos cuerdos no le paraban los pies o le echaban por encima de la borda, antes de que nos perdiera a todos? Pero allí estábamos, ajustando los relojes, apenas esbozando alguna pregunta, sugiriendo improvisaciones de una manera informal que me ponía los pelos de punta, y nadie insinuó siquiera la necesidad de una orden por escrito. Brooke reía y daba palmaditas a Keppel en la espalda mientras se dirigía a su chalupa.
—Y ahora ten cuidado, Paitingi —gritó animadamente—, no salgas huyendo por tu cuenta. En cuanto esos praos estén bien iluminados, quiero ver tu vieja y fea cara de vuelta al Phlegethon, ¿me oyes? ¡Cuida de él, Stuart! Es un pobre hombre, pero estoy acostumbrado a él.
El barco explorador desapareció en la oscuridad, y oímos el crujido de las chalupas al dispersarse. Brooke se frotó las manos y me dirigió un guiño.
—Ha llegado el día y la hora —dijo—. Charlie Johnson, mándale mis saludos al ingeniero, y dile que quiero más vapor. ¡Tomaremos el fuerte Linga para nuestro chota hazri![40]
Sonaba como los balbuceos de un loco en aquel momento, pero cuando lo recuerdo, me parece bastante razonable... porque como se trataba de J. B., siempre acababa saliéndose con la suya. Pasó toda la noche en la timonera del Phlegethon, examinando mapas y bebiendo licor de Batavia, dirigiendo órdenes a Johnson o a Crimble de vez en cuando, y mientras nosotros nos revolvíamos en la oscuridad, los barcos espías venían lanzados desde la neblina y luego se alejaban de nuevo con mensajes para la flota que se extendía a nuestras espaldas; uno de ellos iba escurriéndose aquí y allá entre el Phlegethon y los praos de cohetes, que estaban en alguna parte delante de nosotros. No puedo ni imaginar cómo demonios mantuvieron el orden, porque cada barco tenía sólo una linterna iluminando débilmente a su popa, y la niebla parecía muy espesa en rededor. No había señales, en aquella viscosa oscuridad, de las orillas del río, a más de un kilómetro a cada lado de nosotros, y ningún ruido excepto el regular golpeteo de los motores del Phlegethon; la noche era algo fría pero a la vez hacía bochorno, y yo me senté agazapado en insomne aprensión protegido por la timonera, sacando todo el consuelo que podía del conocimiento de que el Phlegethon se vería libre a la mañana siguiente.
Sin embargo, tuvo un asiento de primera fila. A la llegada del alba rosada y pálida, corríamos a toda máquina por el aceitoso río, a apenas un kilómetro de la orilla cubierta de vegetación a estribor, y no se veía nada frente a nosotros excepto un barco explorador, remoloneando por todo el lecho del río. Cuando mirábamos hacia allí, sonó un ruido distante de fusiles procedente de delante, y en el barco explorador brilló una luz azul entre la neblina, apenas visible contra el pálido cielo gris.
—¡Keppel está ahí! —gritó Brooke—. ¡A toda máquina, Charlie! —e inmediatamente después de estas palabras llegó una atronadora explosión que pareció enviar un gran temblor a través del agua turbulenta.
El Phlegethon pasó junto al barco explorador, y mientras rodeábamos el recodo, contemplé una visión que no olvidaré nunca. A un kilómetro y medio de distancia, en la costa de la derecha, había un gran claro, con un gran poblado indígena extendiéndose hasta la orilla, y detrás de él, en la franja de la vegetación, un fuerte con empalizada en una ligera elevación, con una bandera verde ondeando sobre sus muros. Había remolinos de humo, de fogatas tempranas, que se elevaban por encima del pueblo, pero abajo, en el propio lecho del río, se elevaba un gran manto de hollín desde el resplandeciente prao de guerra rojo que reconocí como uno de los que había visto la tarde anterior. Damas anaranjadas crepitaban sobre su alta quilla. Más allá se encontraban los otros dos praos, ligados a la orilla y balanceándose suavemente en la corriente.
Los praos de Keppel se dirigían hacia allí, hacia adelante, como barcos fantasmas flotando en la niebla matinal que remolineaba por encima de la superficie del río. Un humo blanco serpenteaba desde el propio prao de Keppel, y ahora el prao de detrás se balanceó y tembló mientras el fuego parpadeaba en su puente principal, y los rastros blancos de los cohetes Congreve salían velozmente de su costado. Se veían los cohetes ondulando en el aire antes de estallar de lleno en los costados de los barcos anclados. Unas bolas de fuego anaranjadas explotaban en torrentes de humo, y escombros, remos rotos y chispas volaban por el aire. Luego, segundos más tarde, por encima del agua repercutieron las atronadoras explosiones.
Había figuras humanas pululando como hormigas en los barcos piratas atacados, tirándose al río o trepando por la costa; otra salva de cohetes salió sobre el agua humeante, y cuando el humo de las explosiones se aclaró pudimos ver que los tres blancos estaban ardiendo furiosamente, el más cercano, un pecio llameante, hundiéndose ya en los bajíos. Desde cada una de las embarcaciones de Keppel una chalupa se dirigía hacia la costa, e incluso sin catalejo podía vislumbrar las camisas de cáñamo y los sombreros de paja de nuestros marineros. Mientras los barcos seguían más allá de los pecios llameantes y tocaban la costa, los cohetes de Keppel empezaron a volar con una elevación mayor, hacia el fuerte con empalizadas, pero a aquella distancia los cohetes ondulaban y caían por todas partes, la mayoría de ellos zambulléndose en algún lugar de la selva. Brooke me alargó su catalejo.
—Eso le costará al sultán de Sulú un penique o dos —dijo—. Se lo pensará dos veces antes de mandar a sus coleccionistas de calaveras por aquí de nuevo.
Vi desembarcar a nuestros marineros a través del catalejo: allí estaba la robusta figura de Wade dirigiéndolos a paso rápido atravesando el pueblo hacia el fuerte, los sables brillando a la luz del amanecer. Detrás, los tripulantes de los barcos estaban sacando los cañones a la costa, manejándolos sobre trineos con ruedas y empujándolos hacia adelante para utilizarlos en el ataque al fuerte. Otros arrastraban escalas de bambú, y desde uno de los barcos desembarcaba un grupo de arqueros malayos con proyectiles de fuego. Yo estaba empezando a tener claro que a su estilo desordenado, Brooke (o quien fuese) conocía su oficio; llevaban el equipo adecuado y se movían con precisión. Los praos de Keppel habían rodeado el recodo y llegaron a la vista de la ciudad en el preciso momento en que había bastante luz para disparar, un poco más tarde y su acercamiento habría sido detectado, y los piratas habrían estado al acecho.
—Me pregunto si Sharif Jaffir se habrá despertado ya, ¿eh? —Brooke daba grandes zancadas por la plataforma, sonriendo como un colegial—. ¿Qué te apuestas, Charlie, a que está huyendo del fuerte ahora mismo, corriendo hacia la selva? Podemos dejárselo a Keppel ahora, creo, ¡y a toda máquina!
Mientras mirábamos, el resto de nuestra flota había pasado y estaba corriendo río arriba, los remos funcionando a toda marcha y las velas cuadradas de los praos preparadas para recoger la ligera brisa marina. Un barco explorador corría hacia nosotros desde el prao de Keppel, la gruesa figura de Paitingi en la proa; más allá, el pueblo estaba medio escondido entre el humo de los praos piratas, que ardían a la orilla del agua, y los cohetes disparaban de nuevo, esta vez contra los praos más pequeños que estaban reunidos más arriba, cerca de la boca del río Linga. Yo miré hasta que me dolieron los ojos, y antes de que el Phlegethon rodeara el siguiente recodo, a un poco más de dos kilómetros corriente arriba, se elevaron unos vítores desde los barcos que nos rodeaban. Yo volví mi catalejo y vi que la bandera verde del fuerte lejano estaba siendo arriada, y la Union Jack estaba ocupando su lugar.
«Bueno —pensé—, si es así de fácil no necesitamos sudar mucho; con un poco de suerte tendrás una travesía tranquila, Flash, amigo mío...», y en aquel preciso momento Brooke apareció a mi lado.
—¿Un trabajo aburrido para usted? —dijo—. No se impaciente, querido amigo, finalmente podrá entrar en acción, ¡cuando lleguemos a Patusan! Allí habrá diversión de la buena, ya lo verá —y sólo para darme una idea, me llevó abajo y me dio a elegir entre unos cuantos revólveres de Jersey con cañones tan largos como mi pierna—.[41] Y un sable, por supuesto —añadió—. Se sentiría desnudo sin él.
Poco sabía él que yo podía sentirme desnudo con una armadura puesta y dentro de un acorazado que fuese atacado por una cantinera furiosa. Pero uno tiene que mostrar voluntad, así que acepté sus armas con el ceño fruncido e intenté lanzar un par de estocadas con el sable como exhibición, murmurando profesionalmente y rogando a Dios no tener nunca la oportunidad de usar aquello. Él asintió, y luego puso una mano en mi hombro.
—¡Así me gusta! —dijo—. Pero, Flashman, sé que usted siente que debe desquitarse por muchas cosas, y que el pensamiento de esa querida y dulce criatura suya... bueno, puedo ver en su cara la rabia que le invade... y no le culpo. Pero, ¿sabe una cosa? Cuando voy a entrar en combate, intento recordar que Nuestro Salvador, cuando expulsó a los mercaderes del templo, sintió remordimientos por haber sucumbido a tal provocación, ¿verdad? Así que trato de contener mi ira y atemperar la justicia con la misericordia. No es una mala mezcla, ¿verdad? Dios le bendiga, amigo —y allá fue, sin duda para echar otro vistazo exultante a los praos ardiendo.
Él me desconcertaba, pero entonces me pasaba lo mismo con muchos buenos cristianos, probablemente porque soy bastante malo yo mismo, y no teniendo demasiada conciencia, no estoy en posición de juzgar a los que parecen tenerla tan acomodaticia... y es que me importaba un pimiento a cuántos piratas había tostado él antes de lanzarme su discursito moralizante. Tal como resultó luego, no habían sido muchos. Cuando Keppel llegó hasta nosotros, informó de que el fuerte había caído sin un disparo, y Sharif Jaffir había huido por la selva con la mayoría de los piratas Lanun tras él; los que quedaban se habían rendido cuando vieron sus barcos destruidos y el tamaño de nuestra flota.
Así que habían hecho un buen trabajo, y lo que más le gustaba a Brooke era que Keppel se había llevado a trescientas mujeres que los Lanuns tenían como esclavas; las visitó en el prao de Keppel, dándoles palmaditas en la cabeza y prometiéndoles que pronto estarían a salvo en casa de nuevo. Yo habría consolado a algunas de ellas con más calidez, por mi parte —aquellos piratas Lanun tenían buen gusto— pero por supuesto no se podía pensar en eso con un eunuco como líder.
Después echó un vistazo a los piratas y esclavistas que habían sido hechos prisioneros, y ordenó la ejecución inmediata de dos de ellos. Uno era el renegado Makota, creo. Él y Brooke conversaron gravemente durante unos cinco minutos, mientras el pequeño villano regordete sonreía y movía los pies desnudos, con un aire tímido. De acuerdo con Stuart, estaba confesando las indescriptibles torturas a las que él y su compañero habían sometido a algunas de las mujeres prisioneras la noche anterior. La partida de Keppel había encontrado las espantosas pruebas en el pueblo. Finalmente, cuando Brooke le dijo que su carrera había terminado, aquel horrible tipo asintió alegremente, batió palmas y gritó: «Salaam, tuan besar». Entonces Jingo deslizó un mosquitero y una cuerda por encima de su cabeza y ¡fiú!, un rápido tirón y Makota ya iba de camino hacia los felices campos de los cazadores de cabezas.[42]
El otro condenado empezó a patalear y armar un espantoso revuelo al ver aquello, exclamando: «¡Cris, cris!» y mirando la cuerda y el mosquitero como si fueran el propio diablo. No estoy seguro de cuál era su objeción al estrangulamiento, pero ellos le siguieron la corriente, llevándole a la costa para evitar el escándalo. Miré desde la barandilla; se quedó de pie, muy tieso, con su cara de sapo impasible, mientras Jingo sacaba su cris, apuntaba delicadamente bajo la clavícula del lado izquierdo y empujaba con fuerza. El tipo ni siquiera pestañeó.
—Un asunto lamentable —dijo Brooke—, pero ante tales atrocidades, encuentro difícil permanecer sereno.
Después de esto, todos fuimos de nuevo a bordo del Skylark, con destino a Patusan, que estaba a más de treinta kilómetros corriente arriba.
—Se quedarán allí y lucharán, donde se estrecha el río —observó Keppel—. Doscientos praos, diría yo, y sus hombres de la selva acribillándonos con sus cerbatanas desde los árboles.
—Eso no importa —replicó Brooke—. Hay que quemar las barreras y luego salir corriendo y embarcar, cuerpo a cuerpo. Son los fuertes lo que cuenta... cinco de ellos, y puede estar seguro de que habrá mil hombres en cada uno. Debemos hacerlos salir con cohetes y cañones y luego cargar, al viejo estilo. Ése será tu turno, Charles, como de costumbre —le dijo a Wade, y para mi horror, añadió—: llevaremos a Flashman con nosotros. Hará uso de sus talentos especiales, ¿verdad? —y me sonrió como si fuera mi cumpleaños.
—¡No podría ser mejor! —gritó Wade, dándome una palmada en la espalda—. Seguro que tendremos un poco de jaleo, amigo. Mejor que Afganistán, y usted podrá participar. ¡Apuesto a que nunca ha visto un montón de praos apretujados en el Khyber Pass ni ha obligado a los Paythans a que le echen troncos de árbol encima! Pero, demonios, mientras pueda nadar, correr, escalar un muro de bambú y mantener la espada en funcionamiento, enseguida le cogerá el tranquillo. ¡Como Trafalgar y Waterloo en uno, con una pelea en un pub de Silver Street por añadidura!
Todos ellos gritaron de placer ante estas deliciosas perspectivas, y Stuart dijo:
—¿Recuerdas Seribas el año pasado, cuando tiraron los troncos detrás de nosotros? ¡Por todos los demonios, aquélla sí que fue una buena! ¡Nuestros Ibans tuvieron que hacerles bajar de los árboles con sumpitans!
—Buster Anderson recibió un tiro en una pierna cuando abordaba el bankong aquel que se estaba hundiendo —gritó Wade—, y Buster tuvo que nadar para alcanzar la orilla, con los piratas a un lado y los cocodrilos al otro... Y llegó a la costa, rebozado en barro y sangre, gritando: «¿Alguien ha visto mi bolsa de tabaco? ¡Tiene mis iniciales!».
Rieron de nuevo a carcajadas, y dijeron que Buster era un tipo curioso, y Wade recordó cómo fue metiéndose entre los combatientes en plena batalla, haciendo proezas buscando su petaca.
—¡Y lo mejor de todo —farfulló— era que Buster no fumaba!
Aquello les divirtió inmensamente, por supuesto, y Keppel preguntó dónde estaba el viejo Buster.
—Ah, le perdimos en Murdu —dijo Brooke—. En la misma fiesta donde conseguí esto —y se tocó la cicatriz y un buen golpe en el bíceps. Un Balagnini saltó sobre él mientras enrollaba el cable de popa. La pistola de Buster falló. Era el tipo más condenadamente descuidado que se pueda imaginar con las armas de fuego, ¿sabe?, y el Balagnini cortó la cabeza del viejo amigo casi del todo con su parang. Mal asunto.
Todos sacudieron la cabeza y asintieron diciendo que era una maldita lástima, pero se animaron finalmente cuando alguien recordó que Jack Penty había respondido al Balagnini con un bonito revés poco después, y de aquello pasaron a rememorar felices recuerdos similares de antiguos amigos y enemigos, la mayoría de ellos muertos en las circunstancias más horribles. Justo el tipo de cosas que me gusta oír antes de desayunar, pero, saben, como supe después por Brooke, en realidad estaban tratando de levantarme el ánimo.
—Perdone su frivolidad —dijo— es con buena intención. Charlie Wade ve que usted está bastante decaído, preocupado por su dama, y trata de divertirle con su charla acerca de batallas pasadas y heroicas acciones por venir. Bueno, cuando los caballos de guerra oyen las trompetas, no piensan en nada más, ¿verdad? Si usted simplemente se dedica a pensar en lo que hay que hacer... y yo sé que está ansioso por meterse en ello, se sentirá mucho mejor —él murmuró algo más acerca de que mi corazón sería lo bastante tierno para sufrir, pero lo bastante duro para no romperse, y salió para ver si todavía estábamos encaminados en la dirección correcta.
Por entonces yo estaba ya preparado para salir corriendo, pero esos son los inconvenientes de estar embarcado. Uno sólo puede correr en círculos. La tierra no estaba lejos, por supuesto, si hubiera podido alcanzarla a través de un agua que sin duda estaba repleta de cocodrilos y estuviera dispuesto a vagar por una selva inexplorada llena de cazadores de cabezas. Y la perspectiva se hacía peor a medida que pasaba aquel día febril y bochornoso. El río serpenteaba y se hacía más estrecho, hasta que apenas hubo unos pocos metros de lentas aguas a cada lado de los barcos, con una sólida pared de selva rodeándonos. Cada vez que un pájaro chillaba en la espesura yo casi sufría un ataque, y nos atormentaban nubes de mosquitos que añadían su zumbido incesante a la monótona vibración de los motores del Phlegethon y el rítmico susurro de los remos de los praos.
Lo peor de todo era el olor repugnante. Cuanto más avanzábamos, más nos adentrábamos en la selva, y más insoportable se hacía aquella atmósfera putrefacta, almizclada, sofocante en su humeante intensidad. Me sugería pesadillas de cadáveres pudriéndose en espantosos pantanos... El sudor que me empapaba casi se convirtió en hielo cuando vi aquel hostil muro de espesa vegetación que parecía ocultar espantosas caras en sus sombras, e imaginé horrores al acecho en sus profundidades, esperando.
Si el día era malo, la noche era diez veces peor. La oscuridad nos sorprendió todavía a unos kilómetros de Patusan, y la niebla llegó con la oscuridad; cuando lanzamos el ancla en mitad de la corriente; no había nada que ver salvo blancos espectros pálidos yendo y viniendo en la emponzoñada oscuridad. Con las máquinas paradas uno podía oír el agua gorgoteando, fangosa, superponiéndose el sonido incluso al diabólico coro de gritos y chillidos que provenían de la oscuridad... para mí la selva era algo nuevo, y no conocía el pasmoso coro de ruidos que la puebla por la noche. Me quedé en el puente cerca de diez minutos, y en ese tiempo vi al menos media docena de praos cargados de calaveras y repletos de salvajes empezando a emerger de las sombras, que luego se disolvían en las propias sombras. Después decidí que yo también podía acostarme, lo cual hice sumergiéndome en las profundidades de aquella sofocante tina de hierro. Encontré un agujero en el rincón de la sala de máquinas y me agazapé allí con mi Colt en la mano, escuchando los malignos susurros de los cazadores de cabezas congregándose al otro lado de la plancha de un centímetro de grosor.
¡Apenas diez días antes estaba en aquel restaurante de Singapur, atracándome con la mejor comida y bebida y poniendo un ojo lascivo en madam Sabba! Ahora, por culpa de la estupidez de Elspeth, yo estaba al borde de la muerte, o algo peor. Pensé que si salía de aquello, me divorciaría de aquella perra, eso estaba claro. Había sido un imbécil por casarme con ella, y acariciando esta idea debí de quedarme adormilado, porque podía verla en aquel campo soleado junto al río, con el cabello dorado extendido sobre la hierba, las mejillas húmedas y rosadas por el éxtasis de nuestro primer encuentro, sonriéndome. Aquel encantador cuerpo blanco... y entonces como una sombra negra llegó el recuerdo del espantoso destino de las mujeres cautivas en Linga... aquellos mismos salvajes bestiales tenían a Elspeth a su merced... en aquel mismo momento podía estar violándola algún asqueroso forajido o sufriendo indecibles agonías. Me desperté, jadeando, empapado, junto al frío hierro.
—¡No te harán daño, nenita! —gemía yo en la oscuridad—. ¡No lo harán! ¡Yo... yo...!
¿Qué iba a hacer yo? ¿Correr a rescatarla, como Juan Sin Miedo, contra los demonios humanos que había visto en el prao pirata? No me atrevía, era una cuestión que ni siquiera me habría planteado a mí mismo, normalmente, porque la gran ventaja de una cobardía constante y real como la mía, ya saben, era que siempre había sido capaz de darla por sentado sin lamentaciones o escrúpulos de conciencia. Me había sido útil, y yo nunca había desperdiciado un solo pensamiento dedicándolo a Hudson, al viejo Iqbal o a cualquier otro de los honorables muertos que me habían servido de apoyo para mi seguridad. Pero Elspeth... Y en aquel apestoso cuarto de calderas me obsesioné con el terrible dilema: supón que fuera mi piel o la de ella... ¿podría yo darme la vuelta? No lo sabía, pero juzgando por los precedentes, podía adivinarlo, y por una vez la alternativa al sufrimiento y la muerte era tan horrible como la propia muerte. Incluso me pregunté si había un límite para mi pánico, y aquél era un pensamiento tan espantoso que, unido a los terrores que tenía ante mí, me obligó a rezar, diciendo cosas del estilo de «Oh, Señor, perdona todos los espantosos pecados que he cometido, y los pocos que ciertamente cometeré si salgo de ésta, o más bien no les concedas importancia, Padre Santo, y derrama toda Tu Gracia sobre Elspeth y sobre mí, y sálvanos a los dos... pero si hay que elegir entre uno de nosotros, por el amor de Dios, no me dejes la decisión a mí. Y cualquiera que sea Tu voluntad, no me dejes sufrir mutilación o tormento, y si eso la salva a ella, puedes incluso matarme de repente para que no me dé cuenta. No, espera, algo mejor aún, toma a Brooke, ese bastardo lo está pidiendo a gritos y adora la palma del martirio, y será un orgullo para tu legión de santos. Pero sálvanos a Elspeth y a mí, de todos modos, porque no veo ninguna ventaja a que ella se salve si yo estoy muerto».
Todo aquello era desperdiciar la devoción, si quieren, porque Elspeth estaba presumiblemente metidita en el lecho de Solomon a bordo del Sulu Queen y condenadamente más segura de lo que estaba, pero no hay nada como el temor a una muerte violenta para arruinar la razón y la lógica. Me atrevo a decir que si Sócrates hubiera estado en el Batang Lupar aquella noche, quizá hubiera podido poner en orden mis pensamientos, pero no habría tenido muchas oportunidades; se habría encontrado con un Colt en la mano y empujado por encima de la borda con instrucciones de atacar como una furia, buscar una mujer rubia en apuros y darme un grito cuando la costa estuviera despejada. Pero como no tenía otro consejo que el mío propio, me fui a dormir.
[Extracto del diario de la señora Flashman, agosto de 1844.]
Una noche extremadamente incómoda (un calor opresivo) plagada de Insectos. El ruido de los Nativos no se puede soportar. ¿Por qué tienen que golpear sus gongs después de anochecer? No dudo de que deben de tener algún Propósito Religioso, y si es así, es exasperante en grado sumo. Desespero de dormir, incluso en Traje de Eva, tan intenso es el calor y la opresión del aire; con dificultades puedo escribir estas pocas líneas; el papel está bastante húmedo y se emborrona lastimosamente.
No hay señales de Don S. desde esta mañana, cuando se me permitió salir brevemente al puente para tomar el aire y hacer ejercicio. Casi me olvidé de mi lamentable condición por el interés de lo que vi, de lo cual he tomado unos Breves Apuntes, y unos pocos modestos dibujos. Los colores de las Flores de la Selva son de lo más exquisito, pero palidecen hasta desaparecer ante la extravagancia de los propios Nativos. Tan Espléndidas y Bárbaras galeras, adornadas con gallardetes y banderolas como Corsarios de antaño, gobernadas por oscuras tripulaciones, la mayor parte de apariencia repulsiva, pero otras bastante imponentes. Mientras yo estaba en la proa, una galera de aquéllas se ha deslizado por la corriente, empujada por los remos manejados por Oscuros Argonautas, y en la popa del barco iba alguien que era claramente su Jefe, un Joven Bárbaro Alto y Elegantemente Formado, vestido con un saronga de Oro Brillante, con muchos ornamentos en sus brazos y piernas desnudos... realmente tenía un Porte muy Noble y era bastante guapo para ser nativo, e inclinaba su cabeza hacia mí y me sonreía alegremente, con mucho respeto y una Dignidad Natural. No era totalmente amarillo, sino de piel bastante pálida, como me imaginaría a un Dios Azteca. Su nombre, tal como descubrí por discreta indagación a Don S., es Seriff Sajib, y supongo por este título que es al menos un Juez de Paz.
Creo que podría haber venido a bordo de nuestro barco, pero Don S. le habló desde la Pasarela, lo cual confieso fue una Decepción, porque parecía un Personaje de bastante gentileza, si uno puede usar esa palabra para un Infiel, y podía haber tenido tiempo para dibujarlo, y tratar de captar al menos una parte de esa Salvaje Nobleza de su aspecto.
Sin embargo, no he pasado mi tiempo en ociosas contemplaciones, sino que, recordando lo que lord Fitzroy Somerset me dijo en el Baile de la Guardia, he hecho cuidadoso recuento del armamento que he visto, y de la disposición de las Fuerzas del Enemigo, que he anotado separadamente, tanto el número de cañones largos como el de barcos o galeras. Parece haber gran número de esta gente, por tierra y agua, lo cual me llena de espanto. ¿Cómo puedo esperar ser liberada? Pero no debo malgastar mi pluma en éstas u otras vanas quejas.
Una ocurrencia divertida, que no deberla registrar, lo sé. Soy una hija tristemente ingrata. Entre los animales y pájaros (de los más bellos plumajes) que he visto había un Mono muy risible en uno de los barcos nativos, donde adivino que es una mascota, un animal de lo más asombroso, porque nunca he visto nada más Humano, casi tan alto como un hombre y cubierto con un abrigo de cabello rojo bastante Tupido. Tenía una Expresión muy Melancólica, pero también un atractivo brillo en sus ojos y el aspecto de un viejecito malhumorado, y me encantó, y sus captores, viendo mi interés, le hicieron actuar de la forma más divertida, porque sabía imitar a la perfección, e incluso intentó encender un fuego tal como lo hacían ellos, poniendo juntas unas ramitas. Pobre Bicho, ¡no se encendían solas, como él esperaba que lo hicieran! Estaba bastante abatido e Irritado, y cuando Chilló con Descontento y esparció las ramitas con Ira ¡vi que era la Viva Imagen de mi querido papá, incluso en la forma en que bizqueaba los ojos! Casi esperaba que se expresara con un rotundo: «¡Que se los lleve el diablo!». Qué fantasía más disparatada, ver un parecido entre aquel Bruto y el padre de una... ¡pero es que era exactamente como Papá cuando le da una de sus rabietas! Pero todo esto despertó unos Recuerdos tan Vivos en mí que no pude mirar durante mucho rato.
Así que de nuevo a mi Prisión, y mis Presentimientos, que aparto de mí resueltamente. Estoy viva, y por lo tanto espero... ¡y no me dejaré abatir! Don S. continúa atento, aunque le veo poco; me ha dicho que el nombre de aquel Mono es Hombre de la Selva. Cierro este día con una Plegaria a mi Misericordioso Padre en los Cielos... ¡oh, que me mande pronto a mi H.!
[Fin del extracto... ¡y de una maliciosa difamación de un buen y honrado padre que, cualesquiera que sean sus faltas, se merecía un trato más amable por parte de una niña desagradecida a quien consintió demasiado!— G. de R.]