CAPÍTULO 24

Una punzada de dolor surcó la frente de Anakin, tan inesperada y extraña, que sus piernas se doblaron y cayó de rodillas sobre el negro suelo de la selva sujetándose la cabeza. Sentía como si lo hubieran acuchillado desde la línea del pelo al puente de la nariz. La sangre empañó sus ojos e inundó sus fosas nasales.

Pero cuando se miró las manos, estaban limpias. Agrietadas, ampolladas, llenas de pequeños rasguños y heridas por los muchos días de arrancar malas hierbas, pero no sangrantes.

Se volvió a palpar la cabeza con cautela. El dolor seguía presente, martilleante, pero su carne parecía intacta.

—¡Tú, esclavo! —chirrió el tizowyrrn de su oreja, traduciendo el grito brutal de uno de los guardias. El coral que le crecía alrededor del cuello le dio un pequeño susto, y supo que le estaba transmitiendo toda la fuerza de una orden. Se puso rígido y cayó al suelo agitándose espasmódicamente. Era fácil, dada la agonía que sentía dentro de su cabeza.

Cuando creyó que ya había fingido lo suficiente, se arrodilló y volvió a trabajar, retorciendo las manos alrededor de las plantas y arrancándolas de cuajo.

Los yuuzhan vong no utilizaban máquinas ni procedimientos mecánicos, ni siquiera algo tan simple como una palanca. Disponían de otros métodos para desbrozar los campos además de los esclavos, pero, ya que los tenían a mano, estaban dispuestos a utilizarlos.

Aferrar las hierbas, retorcerlas, arrancarlas. Una vez, diez mil millones de veces.

El dolor reverberó tras sus ojos, aminorando un poco y empezó a captar los detalles a través de la estática que nublaba su mente.

No se trataba de su frente, de su sangre o de sus sentidos. La agredida había sido Tahiri. Le habían marcado la cara con una cicatriz al estilo yuuzhan vong.

Era casi demasiado. Sentía su dolor esporádicamente desde que la habían capturado: unas veces como una picazón, otras como si el metanol ardiente recorriera todos y cada uno de sus nervios. Pero aquella vez había sido demasiado real, demasiado íntimo. Podía oler su respiración y saborear sus lágrimas, como en el último momento de paz que compartieran juntos días atrás.

Pero ahora ella estaba sangrando y él eliminando cizaña. ¡Si su sable láser funcionase…!

Ése era el problema, ¿no? Mejor dicho, uno de los problemas.

Y todavía pasarían varios días antes de que volviera a ver a Rapuung.

¿Qué te están haciendo, Tahiri?

—¡Esclavo! —un anfibastón le golpeó suavemente la espalda, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta, saltar contra el guardia, quitarle el anfibastón y matar a todos los yuuzhan vong que se cruzaran en su camino.

No lo hizo. En cambio se puso en pie dócilmente, con los brazos colgando como muertos a sus costados.

—Ve con esta deshonrada —le ordenó el guardia.

Se volvió hacia la persona que le señalaba, una mujer joven sin cicatrices visibles. Lo estaba contemplando fijamente, pero sus ojos tenían cierto brillo del que carecían muchos de los otros deshonrados.

—Llévalo hasta el tercer campo de lambents, el más cercano al perímetro, y enséñale a recolectar.

—Si tengo que cumplir con mi cuota, necesitaré más de un esclavo —protestó ella.

—¿Crees que puedes discutir conmigo? —cortó el guerrero.

—No —replicó ella instantáneamente—. Pero creo que la asignación de esclavos corresponde al prefecto.

—El prefecto está ocupado. ¿Prefieres cumplir con la cuota tú sola?

Ella mantuvo la expresión de desafío un latido más, pero terminó bajando la cabeza de mala gana.

—No. ¿Por qué me haces esto?

—Te trato igual que a todos los demás.

Ella entrecerró los ojos, pero no contestó. Se giró hacia Anakin.

—Vamos, esclavo. Nos espera un largo paseo.

Anakin la siguió, mientras intentaba recuperar el contacto mental con Tahiri. Estaba viva, podía captarla, pero seguía más distante que las estrellas.

Era casi como si evitara conscientemente su contacto.

—¿Cómo te llamas, esclavo? —preguntó la mujer. Anakin se sorprendió tanto que trastabilló—. ¿Y bien?

—Perdona, pero, ¿desde cuándo un yuuzhan vong se ensucia voluntariamente las orejas con el nombre de un esclavo?

—¿Desde cuándo cree un esclavo que su insolencia quedará impune?

—Me llamo Bail Lars —respondió él.

—¿Qué te ocurre, Bail Lars? Parecías a punto de desplomarte de agotamiento. Por eso te ha enviado conmigo ese limpialetrinas de Vasi, para que no consiga mi cuota.

—¿Tiene algo personal contra ti?

—Lo que le molesta es lo que no ha podido tener.

—¿De verdad? Creí que… —de repente se dio cuenta de lo que iba a decir y no terminó la frase.

—¿Creíste qué? ¿Que yo no podía negarle nada a un guerrero?

—No, no es eso —dijo Anakin—. Supongo que pensé que ellos… el resto de los yuuzhan vong, quiero decir… no pensé que encontrasen a los deshonrados… ya sabes, deseables.

—Y no lo somos, al menos para los guerreros normales. Y tampoco al revés, pero Vasi no es normal. Le gusta lo morboso, lo enfermizo. Puede ordenarle a un deshonrado que haga cosas que ninguna casta haría, querría hacer o querría que le hicieran.

—¿Él te ordenó que hicieras cosas así y no las hiciste?

—No exactamente. Él sabía que, si me lo ordenaba, le hubiera obligado a que me matase. Así que no me lo ordenó, quería… quiere que vaya a él y acceda voluntariamente. —Se detuvo y lo miró con furia—. Y todo esto no es asunto tuyo. Nunca olvides que lo que yo soy para ellos, tú lo eres para mí. Un día Yun-Shuno me redimirá, mi cuerpo aceptará toda clase de cicatrices e implantes, y entonces perteneceré a una verdadera casta… pero tú seguirás siendo menos que nada por toda la eternidad.

—¿Realmente piensas eso? —preguntó Anakin—. Creo que no.

La mujer lo abofeteó con todas sus fuerzas. Como el joven Jedi no reaccionó al dolor, asintió con la cabeza pensativamente.

—Eres más fuerte de lo que pensaba, quizá sí podamos cumplir con mi cuota —comentó la yuuzhan vong—. Si me ayudas a conseguirlo, buscaré alguna forma de recompensarte.

—Lo haré, pero sólo para molestar a Vasi —replicó Anakin—. Aunque si sigues abofeteándome, puede que cambie de opinión.

—¿Dices todas esas cosas sucias y esperas librarte del castigo?

—No sabía que fueran sucias.

—Dicen que vosotros, los esclavos, sois infieles. Pero incluso los infieles deberían conocer a los dioses y sus verdades.

—Creía que no conocer todo eso es precisamente lo que me convierte en infiel —argumentó Anakin.

—Supongo. Esto no tiene ningún sentido, nunca había hablado con un infiel, no de esta manera. Es… —dudó, buscando la palabra adecuada—. Es interesante. Quizás lo pasaremos bien trabajando. Puedes hablarme de tu planeta, pero ten cuidado… Puedo ser una deshonrada, pero no me resigno a mi deshonra.

—Trato hecho —aceptó Anakin—. ¿Puedes decirme tu nombre?

—Me llamo Uunu. —Señaló un pequeño muro de coral—. Estamos llegando al campo de lambents, lo tienes ahí mismo.

—¿Qué son los lambents?

—Espera un momento y tú mismo los verás. O, mejor dicho, los oirás.

—¿Los oiré?

Y de repente, los oyó. Emitían un canturreo débil, zumbón, como las vocecitas de unos animales pequeños.

Y no los oyó mediante la Fuerza, al menos no exactamente, ya que no tenía su profundidad, su toque familiar. Era más parecido a sentir en la cabeza la estática de un comunicador.

Rodearon el muro y más allá vieron un campo cultivado en círculos concéntricos, separados por un metro de distancia; en ellos crecían plantas de aspecto parecido a un nido hecho con cuchillos cortos, espesos y verdes. De la mata central crecían dos, tres, hasta cuatro tallos cortos, y en el extremo de cada uno florecía un peluda flor color sangre, del tamaño aproximado de un puño. El murmullo telepático surgía de ellas.

—¿Qué son?

—Empieza a trabajar. Si nos acercamos a la cuota, te lo explicaré después.

—¿Qué hago?

—Fíjate en mí. Quito las hojas de los capullos… así —arrancó suavemente los pétalos rojizos y peludos, hasta que sólo quedó un bulbo amarillento—. Esto los armoniza, y después tienes que recolectarlos. Eso ya es más difícil. Espera, por favor. —Extrajo algo curvo y negro de un bolsillo de su vestido.

—Póntelo en el pulgar.

Anakin miró el instrumento. Parecía un espolón muy afilado, de unos ocho centímetros de largo. Estaba hueco, y cuando deslizó el pulgar por el agujero no pudo evitar una mueca de dolor al sentir la mordedura de muchos dientes pequeñitos.

—Está vivo —susurró.

—Por supuesto. ¿Quién usaría algo muerto…? —Entrecerró los ojos—. No te he pedido que hables, ¿verdad?

—No he dicho nada malo —protestó Anakin.

—No. Sólo lo has implicado y dejado que mi mente hiciera el trabajo sucio. No lo repitas.

Anakin levantó su dedo pulgar y lo estudió.

—No te ilusiones, no se trata de un verdadero implante —explicó ella—. No es permanente, hasta yo puedo llevar uno cierto tiempo antes de que mi cuerpo empiece a rechazarlo. Y en caso de que se te pase por la cabeza alguna idea típica de esclavo… —lo cogió por la muñeca con una presa sorprendentemente fuerte y se pinchó la palma de la mano con la punta afilada del espolón.

Inmediatamente, la punta quedó fláccida.

—Con esto podrías pinchar o cortar a otro esclavo —dijo suavemente—. He oído hablar de que se organizan cosas así para entretenimiento y diversión de los guardias. Pero nunca podrás herir a un yuuzhan vong con esta herramienta.

—Habría bastado tu palabra.

—Bueno, estás aprendiendo. Así que toma tu espolón y hazle un corte al lambent en la parte superior. Adelante.

Anakin se arrodilló ante las plantas y presionó la afilada punta contra el bulbo amarillento. Éste rezumó una pálida sustancia lechosa.

—Ahora, otro corte en el costado. Cuidado, no será fácil.

No lo fue. La cáscara era dura. Cuando ya había cortado tres de los lados, pudo extraer la piel. Mientras trabajaba, era consciente de la voz telepática de aquella cosa, un suave silbido de algún modo diferente al de sus compañeros, probablemente a causa de la «sintonización» llevada a cabo por Uunu.

La gran sorpresa estaba en el interior. Cuando la hubo liberado gracias a los cortes, Anakin la sostuvo ante él fascinado.

Era algo muy parecido a una gema.

—¿Qué es? —volvió a preguntar.

—Después, ahora sigue. Irás mucho más lento recolectándolos que yo armonizándolos, y tendrás que esforzarte para mantenerte a mi altura. Normalmente, llevarás dos o tres cáscaras de retraso. Cuando cojas el ritmo y no te quedes atrás podremos hablar, no antes.

No ocurrió aquel mismo día. Anakin logró adaptarse a la cadencia de trabajo, pero después de retrasarse bastante respecto a Uunu. Los lambents cosquilleaban su mente y lo distraían. Aunque podía llegar hasta ellos mentalmente, no lo hacía a través de la Fuerza, al menos no en sentido convencional. Le habían dicho que Wurth Skidder había tenido una experiencia similar con un yammosk, la criatura que coordinaba las naves de guerra yuuzhan vong. Los yammosks se coordinaban telepáticamente con sus naves-hija y con las tripulaciones de la flota, los protegía como si fueran su propia descendencia y los dirigía en combate para minimizar las pérdidas. Según sus compañeros supervivientes, Skidder llegó a lograr una especie de metaenlace entre la Fuerza y la telepatía del yammosk.

¿Serían estos lambents parientes de los yammosks? Uunu les hacía algo, eso estaba claro, ya que cambiaban a medida que los acariciaba, y luego parecían distanciarse de Anakin. ¿Los vinculaba únicamente a ella? ¿Podría Anakin sintonizar con uno? Si pudiera conseguirlo, quizá averiguase cuál era su función. ¿Eran lo que le parecían, lo que él intuía? ¡No exactamente, claro, porque estaban vivos, pero aún así…!

No sabía cuánta esperanza había perdido hasta que empezó a recuperarla.

* * *

Durmió en un dormitorio de esclavos, un edificio deprimente de techo bajo dividido en cuatro zonas delimitadas y alfombradas con una especie de musgo esponjoso. Un total de dieciocho esclavos llenaba el edificio, tan apretados como stintariles. Era casi imposible dormir sin estar en contacto con alguien.

Para alivio de Anakin, no todos habían pertenecido a la Brigada de la Paz. De hecho, Anakin averiguó que, aunque habían capturado a la mayoría de los brigadistas de aquel sistema, muchos fueron sacrificados a los dioses yuuzhan vong. Los que compartían su dormitorio procedían de diversos planetas situados a lo largo de su ruta de conquista y parecían representar a un segmento concreto de esclavos, aquél del que se habían eliminado los descontentos y los rebeldes. Ninguno tenía el tipo de implantes esclavistas que Anakin viera en Dantooine.

—Esos implantes suelen utilizarlos con los esclavos que envían a la batalla —le explicó un twi’leko llamado Poy, cuando le interrogó sobre aquel tema—. El problema es que cuando te los injertan, pierdes casi toda tu capacidad de raciocinio. Te vuelves estúpido y los cuidadores no quieren esclavos estúpidos que se olviden constantemente de las órdenes que les dan. Los guerreros sólo necesitan carne de cañón que atraiga el fuego enemigo, así que esa circunstancia no les importa lo más mínimo. —Sus lekkus se retorcieron pensativamente—. Pero rebélate o haz algo estúpido, y te llenarán de implantes y te enviarán al frente. Lo más reconfortante de los esclavos era que Anakin podía sentirlos en la Fuerza; pero, aparte de eso, no tenía muchas esperanzas de que lo ayudaran. En cambio, estaba casi seguro de que si averiguaban qué era y lo que pretendía, el peligro de que lo traicionaran sería enorme. Les explicó que lo habían capturado en Duro y, a los más curiosos, les contestaba con dureza que no necesitaban saber los detalles.

* * *

La segunda mañana, Uunu fue a buscarlo cuando todavía era de noche. Apenas había dormido esporádicamente intentando localizar a Tahiri mediante la Fuerza. Seguía retirada, difícil de encontrar, pero estaba bastante seguro de cuál era el damutek dónde se encontraba.

Se sentía bastante adormilado mientras seguía el paso de la deshonrada.

—Toma —dijo ésta con tono áspero, mientras le alargaba algo que llevaba en la mano.

—¿Qué es?

—Míralo tú mismo, infiel.

Una voluta fosforescente apareció en su palma, y rápidamente se convirtió en un foco de luz. Anakin descubrió que era un cristal lambent como los que había estado recolectando el día anterior.

Poco a poco se fue haciendo más y más luminoso, hasta que apenas pudo mantener la mirada fija en él. Entonces, la luz se desvaneció.

—Controlas su brillo con la mente —dedujo Anakin.

—Sí —asintió ella—. Los utilizamos como fuentes de iluminación portátiles. También pueden configurarse como biots fotosensibles para los controles de varios superorganismos, sobre todo los que viajan por el espacio. —Cerró la mano en la que llevaba el organismo-gema—. Vamos.

—Aún está vivo, ¿verdad? —preguntó Anakin, mientras caminaban hacia los campos.

—Por supuesto.

—¿De qué se alimenta?

—Un lambent está compuesto principalmente por silicio y metal extraído de la tierra. Cuando tienen gas disponible transpiran, pero la mayoría de su sustento lo obtienen de los campos bioeléctricos de la vida que los rodea. —Se detuvo y lo contempló fijamente—. ¿Qué expresión está reflejando tu cara?

De repente, Anakin comprendió que estaba sonriendo de oreja a oreja.

—Nada —respondió—. Asombro… supongo.

—Los regalos de los dioses producen ese efecto —dijo Uunu, pero Anakin creyó percibir sospecha en su voz.

Trabajaron durante seis horas sin parar, pero Anakin ya había cogido el ritmo. Le explicó a Uunu que formaba parte de la tripulación de una fragata, y le describió las maravillas de Coruscant y Corellia. A ella todo le pareció bastante desagradable, ya que era imposible hablar de planetas tecnológicos como aquellos sin mencionar lo que consideraba múltiples abominaciones. El joven Jedi cambió, y eligió Ithor y la luna de Endor, mundos mucho más primitivos y menos delicados.

Tras seis horas de trabajo se tomaron un corto descanso para descansar, beber agua y sorber una papilla pastosa de algo que Anakin sabía que era un organismo vivo, pero prefirió pensar en él como una bolsa cálida e hinchada.

—Es difícil imaginar todos esos mundos, tan grandes como éste o mayores incluso —dijo Uunu entre sorbos—. Yo crecí en una de las naves-mundo más pobres y atestadas, con muy poco espacio disponible. Aquí sobra por todas partes.

—Existen muchos mundos no habitados —confirmó Anakin—. La Nueva República os habría cedido encantada algunos de ellos.

Uunu mostró la expresión confusa que él ya conocía de sus conversaciones anteriores.

—¿Por qué los yuuzhan vong deberíamos suplicar que nos concedan algo que los dioses han ordenado que debemos poseer? ¿Por qué deberíamos tolerar abominaciones en la galaxia que Yun-Yuuzhan decretó que era la meta de nuestro peregrinaje?

—¿Cómo sabéis que los dioses han decretado eso, Uunu? —preguntó Anakin, intentando mantener un tono de voz neutro.

Ella apretó los labios antes de responder.

—Tu boca será la responsable de tu muerte, Bail Lars. He acabado por entender que no eres estúpido, sólo ignorante… Pero otros no serán tan comprensivos.

—Sólo quiero comprender. Por lo poco que sé, los yuuzhan vong habéis pasado siglos, quizá milenios, viajando por el espacio. ¿Por qué ahora? ¿Por qué nuestra galaxia? ¿Por qué la eligieron los dioses?

Uunu frunció ligeramente el ceño, pero no lo riñó de nuevo.

—Los signos fueron muchos —respondió—. Las naves-mundo empezaron a morir, y eso provocó mucha inquietud. Lucharon casta contra casta y dominio contra dominio. Fue una época de pruebas, y muchos pensaron que los dioses nos habían abandonado. Entonces, Lord Shimrra tuvo la visión de un nuevo hogar, de una galaxia corrompida por la herejía y necesitada de una profunda depuración. Los sacerdotes fueron los primeros en darse cuenta de que su visión era la verdad, seguidos por los cuidadores y, por último, por los guerreros. El tiempo de prueba dio paso al de conquista. —Lo miró directamente a los ojos—. Eso es todo. Y así es cómo debe ser. No me hagas más preguntas sobre ese tema, porque no tengo nada más que decir. Los pueblos de esta galaxia aceptarán la voluntad de los dioses… o morirán.

—¿Y los deshonrados? No los has mencionado. ¿Cómo encajan en todo eso?

—Tenemos nuestras propias profecías —aseguró, mirando nuevamente al horizonte—. En esta nueva galaxia, Yun-Shuno nos ha prometido redención.

—¿Qué tipo de redención?

Ella miró al horizonte y tardó varios segundos en responder.

—Mira cuánto se extiende la tierra —dijo por fin—. Sigue y sigue, parece eterna.

Anakin creyó que la conversación había terminado. Pero, tras otra larga pausa, Uunu volvió a mirarlo fijamente y susurró en un tono de voz tan bajo que casi no pudo oírla.

—Bail Lars, ¿eres un Jeedai?