V

—¿Ha oído gritar? —preguntó el doctor Colin.

—No, no he oído nada —respondió Querry, mirando desde la ventana hacia la oscuridad—. Espero que el hermano Philippe nos devuelva la electricidad. Es hora de que regrese, y no tengo linterna.

—Por esta noche, de todos modos, no habrá corriente. Son más de las diez.

—Querrán que me marche lo antes posible, ¿no es cierto? Pero es improbable que el barco pase por aquí antes de una semana. Quizá alguien podrá llevarme…

—Dudo que el camino esté transitable, después de la lluvia. Y seguirá lloviendo.

—Entonces tendremos unos cuantos días para hablar de esas unidades móviles con que sueña. Pero yo no soy ingeniero, doctor. El hermano Philippe podrá ayudarlo mejor que yo.

—La que llevamos aquí es una vida provisional —dijo el doctor Colin—. Todo lo que quiero es una especie de unidad prefabricada sobre ruedas. Algo que podamos adoptar al chasis de un camión de media tonelada. ¿Qué he hecho con esa hoja de papel? Hay una idea que quiero mostrarle…

El doctor abrió el cajón de su escritorio. Dentro había una fotografía de mujer. Allí yacía, a la espera, al abrigo de ojos extraños, sin acumular polvo, siempre presente al abrirse el cajón.

—Echaré de menos este cuarto… vaya a donde fuere. Nunca me habló usted de su mujer, doctor. ¿Cómo murió?

—Enfermedad del sueño. Solía pasar largas horas en la selva, al principio, tratando de persuadir a los leprosos de que se sometieran al tratamiento. En esa época no teníamos drogas tan eficaces como ahora contra la enfermedad del sueño. La gente moría demasiado pronto.

—Tenía la esperanza de terminar en el mismo pedazo de tierra que usted y ella… Habríamos formado entre los tres el rincón de los ateos.

—Me pregunto si hubiera sido exacto, en su caso.

—¿Por qué no?

—Usted está demasiado perturbado por su falta de fe, Querry. Hurga en ella como en una llaga de la que quisiera verse libre. Yo estoy satisfecho con el mito; usted no… usted tiene que creer o descreer.

Querry dijo:

—Alguien está llamando fuera. Por un momento pensé que era mi nombre. Pero siempre cree uno oír su propio nombre, sea cual fuere el nombre gritado. Sólo se necesita una sílaba igual. Somos tan ególatras…

—Debe de haber tenido una fe muy grande, para echarla de menos a ese punto.

—Me tragué entero el mito, si llama usted fe a eso. Éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre. Ahora cuando leo ese pasaje, parece tan obviamente simbólico… pero ¿cómo puede usted esperar que una banda de pobres pescadores reconociera símbolos? Sólo en momentos de superstición recuerdo que renuncié al sacramento antes de renunciar a la fe y los sacerdotes dirán que hay relación. Rechazar la gracia, explicaría Rycker. Supongo que la fe es una clase de vocación y muchos hombres no tienen en su mente o su corazón sitio para dos vocaciones. Si creemos realmente en algo no tenemos posibilidad de elección, sino de ir adelante. De otro modo, la vida seca lentamente la fe. Mi arquitectura persistió. No se puede ser medio creyente y medio arquitecto.

—¿Quiere usted decir que dejó hasta de ser «medio»?

—Quizá no tuviera ninguna vocación intensa. Y la clase de vida que llevé mató mis dos vocaciones. Se necesita una gran vocación para sobrellevar el éxito. El sacerdote popular y el arquitecto popular… Su talento puede ser destruido muy fácilmente por el asco.

—¿El asco?

—El asco del elogio. Qué nauseabundo es, doctor, con toda su estupidez… Las mismas personas que arruinaban mis iglesias eran los más entusiastas, después, para elogiar mis construcciones. Los libros que escribieron sobre mi obra, las piadosas motivaciones que me atribuyeron… Bastaron para hartarme del tablero de dibujo. Se necesitaba una fe mayor que la mía para aguantar todo eso. El elogio de los curas y las gentes piadosas, los Rycker del mundo…

—Muchos hombres parecen haber soportado con bastante facilidad el éxito. Pero usted vino aquí.

—Creo que estoy curado de todo, inclusive del asco. He sido feliz aquí.

—Sí, ha aprendido muy bien a usar sus dedos, a pesar de la mutilación. Sólo queda una llaga, y usted hurga en ella todo el tiempo.

—Se equivoca, doctor. A veces usted habla como el padre Thomas.

—Querry —llamó nítidamente una voz—. Querry.

—Rycker —dijo Querry—. Debió de seguir a su mujer hasta aquí. Espero que las hermanas no le hayan permitido verla. Mejor será que le hable…

—Deje que se tranquilice, antes.

—Tengo que hacerlo entrar en razón.

—Entonces espere hasta mañana. Nadie puede razonar por la noche.

—Querry, Querry, ¿dónde está metido?

—Qué situación tan grotesca —dijo Querry—. Tenía que ocurrirme a mí. El adúltero inocente. No es mal título para una comedia. Présteme la lámpara —dijo, haciendo un esfuerzo para sonreír.

—Será mejor que no se meta en esto, Querry.

—Tengo que hacer algo. Está haciendo demasiado ruido… Es lo que el padre Thomas llama un escándalo.

El doctor lo siguió de mala gana. La tormenta se lanzaba contra ellos furiosamente, desde el río.

—Rycker —llamó Querry, levantando la lámpara—. Estoy aquí.

Alguien llegó corriendo hacia ellos, pero cuando apareció en el círculo de luz vieron que era el hermano Philippe.

—Por favor, vuelva a la casa —dijo el hermano Philippe—. Y cierre la puerta. Creemos que Rycker tiene un revólver.

—No será tan insensato de emplearlo —dijo Querry.

—De todos modos… para evitar cosas desagradables…

—Cosas desagradables… Hermano Philippe, tiene usted un tacto maravilloso.

—No entiendo.

—No importa. Seguiré su consejo y me esconderé bajo la cama del doctor Colin.

Dio unos pasos cuando llegó la voz de Rycker.

—Párese. Quédese donde está.

El hombre salió tropezando de la oscuridad.

—Lo he buscado por todas partes —dijo en tono de queja trivial.

—Bueno, aquí me tiene.

Los tres miraron la mano de Rycker, escondida en su bolsillo.

—Tengo que hablar con usted, Querry.

—Hable, pues. Y cuando acabe, también yo tengo que decirle algo.

Hubo un silencio. Un perro ladró en algún lugar del lazareto. Un relámpago los iluminó como un fogonazo.

—Estoy esperando, Rycker.

—Maldito renegado…

—¿Vamos a iniciar una discusión religiosa? Admito que sabe usted mucho más que yo sobre el amor de Dios.

La respuesta de Rycker quedó parcialmente cubierta por el pesado rodar de un trueno. La última frase pareció un par de piernas asomando tras un muro.

—… convencerme de que lo que Marie escribió no significaba nada, y al mismo tiempo sabía que estaba encinta.

—De usted, no de mí.

—Pruébelo. Será mejor que lo pruebe.

—Es difícil probar un negativo, Rycker. Desde luego, el doctor puede hacer un análisis de mi sangre, pero tendrá que esperar seis meses…

—¿Cómo se atreve a reírse de mí?

—No me río de usted, Rycker. Su mujer nos ha herido a los dos. Yo la llamaría mentirosa si ella supiera qué es una mentira. Ella cree que la verdad es algo que la protegerá o la mandará de regreso a su cuarto de niña.

—Usted se ha acostado con ella y ahora la insulta. Es usted un cobarde, Querry.

—Quizá.

—Quizá, quizá. Nada de lo que yo diga enojará al Querry, ¿no es cierto? Es tan importante, cómo puede interesarle lo que un pobre encargado de una fábrica de aceite de palmera… Los dos tenemos un alma inmortal, Querry.

—Yo no pretendo tenerla. Usted puede ser el hombre importante de Dios, Rycker. Yo no soy el Querry para nadie, salvo para usted. No para mí, desde luego.

—Por favor, venga usted a la misión, señor Rycker —dijo el hermano Philippe—. Le prepararemos la cama. Todos nos sentiremos mejor después de dormir. Y con una ducha fría, por la mañana.

Y como para ilustrar sus palabras, una catarata de lluvia cayó sobre ellos. Querry hizo un ruido extraño que Colin había aprendido a interpretar como una risa, y Rycker disparó dos veces. La lámpara cayó con Querry y se rompió. La mecha se avivó un instante bajo el diluvio, iluminando una boca abierta y un par de ojos sorprendidos, y después se apagó.

El doctor cayó de rodillas en el fango y palpó el cuerpo de Querry. La voz de Rycker dijo:

—Se rió de mí. ¿Cómo pudo reírse de mí?

—Tengo su cabeza —dijo el doctor al hermano Philippe—. ¿Puede encontrar sus piernas? Hay que llevarlo dentro. ¡Suelte ese revólver, maldito tonto, y ayúdenos!

—No de Rycker… —dijo Querry.

El doctor se inclinó: lo oía apenas.

—No hable —dijo—. Lo levantaremos. Estará muy bien.

—Me reía de mí mismo… —siguió Querry.

Lo llevaron a la galería, al abrigo de la lluvia. Rycker buscó un almohadón para su cabeza.

—No debió reírse.

—No reía con frecuencia —dijo el doctor.

De nuevo se oyó un ruido parecido a una risa espasmódica.

—Absurdo —dijo Querry—. Esto es absurdo, o bien…

Pero nunca supieron a qué alternativa filosófica o psicológica se refería.