Capítulo primero
I
Marie Rycker interrumpió la lectura de La imitación de Cristo no bien advirtió que su marido se había dormido. Pero temía que si se movía, lo despertaría. Y, desde luego, siempre había la posibilidad de una trampa. Podía imaginarse sus reproches: «¿No podrías velar junto a mí durante una hora?». Pues su marido no temía prolongar su representación durante largo rato. Había vuelto la cara, de modo que Marie no podía verle los ojos. Pensó que mientras él estuviera enfermo, no necesitaría comunicarle sus novedades, porque desaparecía el deber de trasmitir noticias tan ingratas como las suyas a un hombre enfermo. A través del tejido de alambre de la ventana se insinuaba el rancio olor de la margarina, que ella asociaría siempre con el matrimonio. Desde su asiento, podía ver el ángulo de la cámara de máquinas, donde los hornos se alimentaban con cáscaras.
Se sintió avergonzada de su miedo, su hastío, su náusea. Había sido educada como un colon y sabía muy bien que ése no era el comportamiento de un colon. Su padre había representado la misma compañía que su marido, con diferente capacidad, pero como su mujer era delicada de salud la había enviado a Europa antes de que naciera su hijo. Su madre había luchado para quedarse junto a él, porque era una verdadera colon y a la vez hija de un colon. La palabra, dicha en Europa con tanto desdén, era para ellos una marca de honor. Aun cuando estaban en Europa de vacaciones, vivían en grupos, iban a los mismos restaurantes y cafés, atendidos por antiguos colons, alquilaban villas para veranear en los mismos lugares. Las mujeres aguardaban entre palmeras en macetas que sus maridos regresaran de la tierra de las palmeras; jugaban al bridge y se leían mutuamente las cartas de sus maridos, atiborradas de chismes sobre la colonia. Las cartas tenían brillantes sellos con animales y pájaros y flores de lugares exóticos. Marie empezó a coleccionarlos cuando tenía seis años, pero como también guardaba los sobres y los matasellos, tuvo que guardarlos en una caja en vez de álbum. Uno de los matasellos decía Luc. Nunca previó que un día empezaría a conocer Luc mejor de lo que conocía la calle de Namur.
Con la ternura que proviene de una sensación de culpa enjugó la cara de Rycker con un pañuelo mojado en eau-de-cologne, aun a riesgo de despertarlo. Sabía que no era sino un falso colon. Era como traicionar a la patria, y tanto peor cuanto que era la suya una patria tan lejana y tan calumniada.
Uno de los obreros salió del cobertizo para orinar contra la pared. Cuando se volvió, la vio observándolo, y ambos se miraron a través de los pocos metros que los separaban. Pero eran como personas escrutándose con telescopios a una distancia inmensa. Ella recordó un desayuno, con el pálido sol europeo sobre el agua y los bañistas saliendo para un remojón temprano y su padre enseñándole la palabra mongolesa para «pan» y «café» y «mermelada». Eran las únicas palabras mongolesas que sabía. Pero no bastaba decir café y pan y mermelada a ese hombre, fuera. Ambos carecían de medios de comunicación. Ni siquiera podía insultarlo, como su padre o su marido habrían hecho, con palabras que él entendiera. El hombre volvió a su cobertizo y ella sintió de nuevo la soledad de su traición a la patria de colons. Sintió la necesidad de pedir perdón a su anciano padre, en Europa; no podía culparlo por los sellos. Su madre soñaba con permanecer a su lado. No había sabido qué afortunada era su flaqueza. Rycker abrió los ojos y dijo:
—¿Qué hora es?
—Más o menos las tres, creo.
Rycker volvió a dormirse antes de oír la respuesta, y ella siguió sentada. En el patio un furgón iba marcha atrás hacia el cobertizo. Estaba cargado de nueces para las prensas y los hornos; eran como cabezas secas y reducidas, el producto de una matanza salvaje. Marie trató de leer, pero la Imitación de Cristo no retenía su atención. Una vez por mes recibía un ejemplar de Marie Chantal, pero tenía que leer las series en secreto, cuando Rycker estaba ocupado, porque él desdeñaba lo que llamaba ficciones femeninas y hablaba ásperamente de los sueños. ¿Qué otro recurso cabía para ella, si no soñar? Los sueños eran una forma de esperanza, pero ella los ocultaba de Rycker como un miembro de la Resistencia solía ocultar su píldora de cianuro. Se negaba a creer que ése era el fin: envejecer en la soledad, con su marido y el olor de la margarina y las caras negras y el hierro viejo, en el calor y la humedad. Esperaba día tras día alguna señal de radio que anunciara la hora de la liberación. A veces pensaba que no había extremos en que no caería en busca de liberación.
Marie Chantal llegaba por correo ordinario; siempre estaba dos meses atrasada, pero eso apenas importaba, puesto que la historia por entregas, con cualquier forma de literatura, tenía valores eternos. En el relato que estaba leyendo ahora, una muchacha de la Salle Privé, en Montecarlo, apostaba 12 000 francos, lo último que le quedaba en el mundo, al número 17, pero una mano pasaba por sobre su hombro mientras la rueda se movía y deslizaba sus fichas al número 19. Entonces la bolilla caía en el número 19, y la muchacha se volvía para conocer a su benefactor… pero Marie debía esperar otras tres semanas antes de descubrir su identidad. El desconocido se acercaba ahora por la costa de África occidental, en el barco del correo, pero aun cuando llegara a Matadi tendría el largo viaje por el río ante sí. Los perros empezaron a ladrar en el patio y Rycker despertó.
—Mira quién es —dijo—, pero haz que se vaya.
Marie oyó el ruido de un automóvil. Quizá fuera el representante de una de las dos cervecerías rivales. Cada hombre hacía una gira tres veces por año y daba una reunión para el jefe local y los aldeanos con su marca de cerveza gratis para todos. De alguna misteriosa manera, eso ayudaba el consumo.
Cuando Marie salió al patio, estaban descargando las cabezas reducidas del camión. Dos hombres estaban sentados en un pequeño Peugeot. Uno de ellos era africano, pero Marie no pudo ver quién era el otro hombre porque el sol reflejado en el parabrisas la deslumbró. Lo oyó, sin embargo.
—Lo que tengo que hacer aquí no me llevará mucho tiempo. Llegaremos a Luc a eso de las diez.
Marie se acercó a la puerta del automóvil y vio que era Querry. Recordó la vergonzosa escena de unas semanas antes, cuando había corrido llorando a su automóvil. Después había pasado la noche junto al camino, devorada de mosquitos, para no enfrentar a otro ser humano que acaso despreciara también a su marido.
Pensó, agradecida: «Ha venido por propia decisión. Lo que dijo fue sólo motivado por el malhumor. Fue su cafard el que habló, y no él». Quiso ir a anunciar la novedad a su marido, pero entonces recordó lo que le había dicho. «Haz que se vaya».
Querry bajó del camión y Marie vio que el africano era uno de los mutilés del lazareto.
—¿Ha venido usted a visitarnos? —dijo Marie—. Mi marido tendrá gran placer…
—Estoy de paso a Luc —dijo Querry—, pero quiero decir una palabra al señor Rycker.
Había en su expresión algo que le recordó a su marido, en ciertos momentos. Si el cafard había dictado aquella frase insultante, el cafard seguía poseyéndolo.
—Está enfermo —dijo ella—. Me temo que no podrá usted verlo.
—Tengo que verlo. He viajado tres días desde el lazareto…
—Tendrá que decirme a mí…
Él permaneció junto a la puerta del camión.
—¿No puede darme su mensaje? —agregó ella.
—Nunca trompearía a una mujer —dijo Querry.
Un súbito rictus de su boca sobresaltó a Marie. Quizá Querry trataba de suavizar la frase con una sonrisa, pero la sonrisa hizo su expresión más sombría para ella.
—¿Ése es su mensaje?
—Más o menos —dijo Querry.
—Entonces, mejor será que entre.
Marie se apartó lentamente, sin mirar atrás. Querry le parecía un salvaje armado de quien ella debía ocultar su miedo. Cuando llegara a la casa, estaría a salvo. En su clase, la violencia ocurría siempre al aire libre; los sofás y el bric-a-brac la refrenaban. Cuando pasó la puerta, sintió la tentación de escapar a su cuarto, dejando al enfermo a merced de Querry, pero la sostuvo el pensamiento de lo que Rycker diría cuando Querry se marchara. Y apenas con una mirada al pasaje que llevaba a la seguridad, siguió a la galería y oyó las pisadas de Querry siguiéndola.
Cuando llegó a la galería habló con el tono de un ama de casa, como si hubiera cambiado de vestido.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —dijo.
—Es un poco temprano. ¿Su marido está de veras enfermo?
—Por supuesto. Se lo dije. Los mosquitos son malos aquí. Estamos muy cerca del agua. Dejó de tomar su paludrina. No sé por qué. Tiene rachas, usted sabe…
—Supongo que fue aquí donde Parkinson se pescó la fiebre.
—¿Parkinson?
—El periodista inglés.
—Oh, ése… —dijo ella con aversión—. ¿Todavía anda por ahí?
—No sé. Ustedes fueron los últimos que lo vieron. Después de que su marido lo puso sobre mi rastro.
—Lo siento, si le causó molestias. Yo no quise responder ninguna de sus preguntas.
—Ya había explicado a su marido que había venido aquí para estar a solas. Él se me impuso en Luc. Él la mandó en mi busca al lazareto. Él mandó a Parkinson. Él ha estado difundiendo historias grotescas sobre mí en la ciudad. Ahora aparece este artículo periodístico y la amenaza de un segundo. He venido a decirle que su persecución tiene que terminar.
—¿Persecución?
—¿Qué otro nombre puede usted darle?
—No entiendo. Mi marido estaba entusiasmado con su presencia aquí. Por haberlo descubierto. No hay mucha gente con quien pueda hablar de lo que le interesa. Está muy solo.
Miraba a través del río, el mecanismo de la embalsadera y la selva, en la otra orilla.
—Cuando se entusiasma con algo —siguió— quiere poseerlo. Es como un niño.
—Nunca me han gustado los niños.
—Es lo único que tiene de joven —dijo ella, con palabras que le nacieron rápidamente y sin intención, como la sangre de una herida.
—¿No puede usted convencerlo de que deje de hablar de mí? —dijo él.
—No tengo ninguna influencia. No me escucha. Después de todo, ¿por qué tiene que escucharme?
—Si la quiere…
—No sé si me quiere. A veces dice que sólo quiere a Dios.
—Entonces tendré que hablar personalmente con él. Un poco de fiebre no impedirá que oiga lo que tengo que decirle. No estoy seguro de cuál es su cuarto —agregó—, pero no hay muchos en esta casa. Lo encontraré.
—No. Por favor, no. Creerá que es culpa mía. Se enojará. No quiero que se enoje. Tengo que decirle algo. No podré, si se enoja. Ya es bastante terrible sin eso…
—¿Qué es lo terrible?
Ella lo miró con expresión angustiada. Los ojos se le llenaron de lágrimas que empezaron a caer sin gracia, como sudor.
—Creo que voy a tener un hijo.
—Creía que por lo común a las mujeres les gusta…
—Él no quiere hijos. Pero no me dejaba tomar precauciones.
—¿Ha consultado un doctor?
—No. No tengo excusa para ir a Luc, y sólo disponemos de un automóvil. No quiero que sospeche. Generalmente quiere saber, al cabo de un tiempo, si todo anda bien.
—¿No se lo ha preguntado?
—Creo que se ha olvidado de que hicimos algo desde mi último período…
Querry se sintió conmovido, a pesar suyo, por tanta humildad. Ella era muy joven y sin duda bastante bonita, pero no parecía ocurrírsele que un hombre no debe olvidar semejante acto. Marie dijo, como si eso lo explicara todo:
—Fue después de la reunión en casa del gobernador.
—¿Está usted segura?
—He tenido dos faltas.
—Querida mía, eso ocurre con frecuencia en este clima. Le aconsejo… ¿cuál es su nombre?
—Marie.
Era el nombre femenino más común de todos, pero sonó para él como una advertencia.
—Sí —dijo ella ansiosamente—. ¿Qué me aconseja usted?…
—No decir nada a su marido. Encontraremos alguna excusa para ir a Luc y consultar al doctor. Pero no se preocupe demasiado. ¿Quiere usted al niño?
—¿De qué me sirve quererlo si él no lo quiere?
—La llevaría conmigo ahora… si encontramos una excusa.
—Si hay alguien que puede persuadirlo, es usted. Lo admira tanto.
—Tengo que recoger algunos remedios para el doctor Colin en el hospital, y también quería comprar algunas provisiones, una sorpresa para los padres… champagne para cuando el techo esté listo. Pero no podré traerla de vuelta antes de mañana por la tarde.
—Oh —dijo ella—. Su sirviente puede cuidarlo mucho mejor que yo. Ha estado con él mucho más tiempo.
—Quise decir que quizá no se fíe de mí.
—No ha llovido en días. Los caminos están seguros.
—¿Se lo pediré, entonces?
—¿No es eso lo que venía usted a decir, no es cierto?
—Lo trataré con la mayor amabilidad. Usted me ha hecho olvidar la rabia.
—Será divertido… ir a Luc sola. Quiero decir, con usted.
Se enjugó los ojos con el reverso de la mano. No sentía por sus lágrimas más vergüenza que la que sentiría un niño.
—Quizá el doctor la tranquilice. ¿Cuál es el cuarto de su marido?
—Ése, al fin del pasaje. ¿No será usted muy duro con él?
—No.
Rycker estaba sentado en la cama cuando entró. Tenía una expresión de dolor que era como una máscara, pero la sustituyó rápidamente por otra que representaba la bienvenida cuando vio a su visitante.
—¡Vaya, Querry! ¡Con que era usted!
—Vine a verlo, de paso a Luc.
—Qué amable de su parte, visitarme en mi lecho de enfermo.
—Quería hablarle acerca de ese estúpido artículo del inglés.
—Se lo di al padre Thomas para que se lo llevara a usted —dijo Rycker con ojos brillantes de fiebre o placer—. Paris-Dimanche nunca se ha vendido tanto en Luc, puedo asegurárselo. El librero ha encargado más ejemplares. Dicen que ha ordenado un centenar de la próxima edición.
—No pensó usted qué detestable sería para mí.
—Sé que el periódico no es de primera clase, pero el artículo era altamente elogioso. ¿Sabe usted que ha sido reimpreso en Italia? El obispo, me dicen, ha sido consultado desde Roma.
—Escúcheme usted, Rycker. Trato de ser amable porque usted está enfermo. Pero todo esto tiene que parar. No soy católico, no soy siquiera cristiano. No seré adoptado por usted y por su Iglesia.
Rycker se sentó bajo el crucifijo con una sonrisa de comprensión.
—No tengo fe en Dios, Rycker. No tengo fe en el alma, en la eternidad. Ni siquiera me interesa todo eso.
—Sí. El padre Thomas me ha dicho cuánto lo ha hecho sufrir la aridez.
—El padre Thomas es un imbécil piadoso, y yo he venido aquí para escapar de los imbéciles, Rycker. ¿Promete usted dejarme en paz o tendré que irme por donde vine? Yo era feliz antes de que esto empezara. Descubrí que podía trabajar. Me sentía interesado, atraído por algo…
—Es un castigo del genio, pertenecer al mundo…
Si Querry hubiese tenido que resignarse a un atormentador, con qué satisfacción habría elegido al cínico Parkinson. Había intersticios en esa personalidad resquebrajada donde la verdad podía quizá arraigar. Pero Rycker era como una muralla tan revocada con anuncios eclesiásticos que ni siquiera podían verse los ladrillos.
—No soy un genio, Rycker. Soy un hombre de cierto talento, no demasiado grande siquiera, y he llegado al fin de él. Sólo puedo repetirme a mí mismo. De modo que he renunciado a él. Es tan simple como todo eso. Así como he renunciado a las mujeres. Después de todo, hay sólo treinta y dos maneras de meter un clavo en un agujero.
—Parkinson me habló del remordimiento que sentía usted…
—Nunca he sentido remordimiento. Nunca. Todos ustedes dramatizan demasiado. Es posible jubilarse de los sentimientos, así como se jubila uno del trabajo. ¿Está usted seguro de que aún siente algo de veras, Rycker, algo que no pretenda sentir? ¿Le importaría inmensamente si mañana destruyeran su casa durante un motín?
—Mi corazón no está puesto en eso.
—Tampoco está puesto en su mujer. Me lo demostró cuando nos conocimos. Usted necesitaba a alguien que lo sanara de la amenaza de arder de San Pablo.
—No hay nada malo en un matrimonio cristiano —dijo Rycker—. Es mejor que un matrimonio pasional. Pero si quiere usted saber la verdad, mi corazón ha estado siempre en mi fe.
—Empiezo a creer que no somos tan diferentes, usted y yo. No sabemos qué es el amor. Usted pretende amar a Dios porque no quiere a nadie más. Pero yo no me engaño. Todo lo que subsiste en mí es cierta consideración por la verdad. Era el mejor lado del pequeño talento que tenía. Usted inventa todo el tiempo, Rycker, ¿no es cierto? Hay hombres que hablan de amor a prostitutas… no se atreven a acostarse con una mujer sin inventar algún sentimiento que los excuse. Usted ha llegado a inventar esa idea de mí para justificarse. Pero no le haré el juego, Rycker.
—Cuando lo miro —dijo Rycker—, veo a un hombre atormentado.
—Oh, no puede usted ver eso. No he sentido el menor dolor en veinte años. Se necesita algo mucho más grande que usted para causarme dolor.
—Quiéralo o no, ha dejado usted un ejemplo para todos nosotros.
—¿Un ejemplo de qué?
—Desprendimiento, humildad —dijo Rycker.
—Se lo advierto, Rycker: si no deja usted de desparramar toda esa basura sobre mí…
Pero sintió su impotencia. Había caído en la trampa de las palabras. Un golpe habría sido más simple y mejor, pero ya era demasiado tarde para golpes.
—Los santos solían proclamarse por voluntad popular. No sé si no era un método mejor que un juicio en Roma. Nosotros lo hemos elegido, Querry. Ya no pertenece a usted mismo. Usted se perdió a sí mismo cuando rezó con ese leproso en la selva…
—No recé. Sólo…
Se detuvo. ¿De qué serviría? Rycker se quedaba con la última palabra. Sólo cuando dio un portazo tras sí recordó que no había dicho nada de llevarse a Marie Rycker a Luc.
Y desde luego, ella esperaba ansiosa y paciente al otro extremo del pasaje. Querry deseó tener una caja de dulces para consolarla.
—¿Dijo que sí? —preguntó ávidamente.
—No se lo pregunté.
—Pero usted me lo prometió.
—Me enojé y lo olvidé. Lo siento mucho.
—Iré con usted a Luc, de todos modos.
—Será mejor que no lo haga.
—¿Se enojó usted mucho con él?
—No demasiado. Me quedé con casi toda mi rabia dentro.
—Entonces iré.
Lo dejó antes de que él tuviera tiempo de protestar, y pocos minutos después regresó llevando apenas una alforja para el viaje.
—Viaja usted sin engorros —dijo él.
Cuando llegaron al camión él preguntó:
—¿No convendría que volviera para hablar con él?
—Podría negarse. ¿Qué haría, entonces?
Dejaron tras sí el olor de la margarina y el cementerio de viejas calderas, y la sombra de la selva cayó al otro lado. Marie dijo amablemente, con su voz de ama de casa:
—¿Anda bien el hospital?
—Sí.
—¿Cómo está el superior?
—Se ha marchado.
—¿Tuvieron ustedes una tormenta el sábado pasado? Nosotros la tuvimos.
—No necesita darme conversación —dijo él.
—Mi marido dice que soy demasiado callada.
—El silencio no es cosa mala.
—Lo es cuando se siente uno desdichado.
—Lo siento. Había olvidado…
Anduvieron unos kilómetros sin hablar. Al fin ella preguntó:
—¿Por qué vino usted aquí y no a otro lugar?
—Porque está muy lejos.
—Otros lugares también lo están. El polo sur.
—Cuando llegué al aeropuerto, no había aviones para el polo sur.
Ella rió. Era fácil divertir a los jóvenes, inclusive a los jóvenes desdichados.
—Había uno que iba a Tokio. Pero por alguna razón ese lugar me parecía descartado. Y no me interesaban las geishas y los pimpollos de cerezas.
—No querrá usted decir que ignoraba de veras…
—Una de las ventajas de tener una tarjeta de crédito para volar es que no necesita uno decidir qué rumbo tomar hasta el último momento.
—¿No tiene usted familia?
—¡Familia! No. Hubo alguien… pero ella está mejor sin mí.
—Pobre muchacha.
—Oh, no. No ha perdido nada que valiera la pena.
—Es difícil para una mujer vivir con un hombre que no la quiere.
—Sí.
—Siempre hay momentos en el día cuando uno deja de fingir.
—Sí.
Volvieron a callar, hasta que la oscuridad empezó a caer y Querry encendió los faros. Los faros iluminaron una efigie humana con cabeza de coco, sentada en una silla destartalada. Marie dio un gemido de temor y se apretó contra el hombro de Querry.
—Me asustan las cosas que no entiendo —dijo.
—Entonces ha de asustarse muy a menudo.
Querry le pasó un brazo sobre los hombros para tranquilizarla.
—¿Se despidió de ella? —dijo Marie.
—No.
—Pero ella debió de verlo cuando usted empacaba sus cosas.
—No. También yo viajo sin mucho equipaje.
—¿Y se fue sin nada?
—Tenía una máquina de afeitar, un cepillo de dientes y una carta de crédito de un banco norteamericano.
—Pero ¿es cierto que se marchó usted sin saber a dónde iba?
—No tenía la menor idea. De modo que era inútil llevar ropa.
El camino era muy escabroso, y Querry necesitó emplear ambas manos en el volante. Nunca se le había ocurrido antes examinar su comportamiento. En aquel momento le había parecido la única actitud lógica. Había tomado un desayuno más abundante que el habitual porque ignoraba cuál sería la hora de su próxima comida. Después había llamado un taxi. El viaje había empezado en el gran aeropuerto semivacío, construido para una exhibición mundial clausurada mucho antes. Podía uno caminar un kilómetro por los corredores sin ver más que algunas personas aisladas. En una sala inmensa había algunas personas sentadas esperando el avión para Tokio. Parecían estatuas en una galería de arte. Antes de ver un tablero con nombres africanos, Querry había pedido un asiento para Tokio.
—¿Queda lugar en ese otro avión? —preguntó.
—Sí, pero no hay trasbordo para Tokio después de Roma.
—Iré hasta la última parada.
Dio al hombre su tarjeta de crédito.
—¿Su equipaje?
—No tengo.
Ahora suponía que su conducta había sido algo extraña.
—Por favor, márqueme el pasaje sólo con mi nombre de pila. También en la lista de pasajeros. No quiero que la prensa me fastidie.
Una de las pocas ventajas de la fama era que un comportamiento insólito no suscitaba miradas de recelo. Su único pensamiento había sido borrar sus huellas. No lo había logrado del todo: la carta firmada Toute à toi era la prueba. Quizá ella había ido al aeropuerto para averiguar. El empleado había debido contarle toda una historia. Aun así, nadie lo había reconocido al llegar a destino. Y en el hotelucho elegido —sin aire acondicionado y con una ducha que no funcionaba— nadie sabía una palabra de su nombre. Rycker era el único que había podido revelar sus andanzas; las emanaciones del interés de Rycker se habían propalado por medio mundo como ondas de radio, llegando hasta la prensa internacional.
—Qué lástima, haber dado con su marido —dijo Querry abruptamente.
—Lo mismo digo yo.
—Pero supongo que a usted no le ha hecho daño…
—Quiero decir… que aun así, preferiría no haberlo conocido.
Los faros iluminaron los barrotes de madera de una jaula que pendía en el aire.
—Odio este lugar —agregó Marie—. Quiero volver a mi casa.
—Hemos llegado demasiado lejos para volver ahora.
—Ésa no es mi casa —dijo ella—. Ésa es la fábrica.
Querry sabía muy bien qué esperaba ella que él dijera. Pero se negó a hablar. La experiencia le había enseñado que unas pocas palabras de simpatía —por falsas y convencionales que fueran—, eran inmediatamente seguidas por algo más. La desdicha era como un animal hambriento que esperaba junto al camino cualquier víctima.
—¿Tiene usted amigos en Luc que se encarguen de usted? —dijo Querry.
—Nosotros no tenemos amigos aquí. Iré con usted al hotel.
—¿Ha dejado usted una nota para su marido?
—No.
—Habría sido mejor…
—¿Dejó usted una nota antes de tomar el avión?
—Eso era diferente. Yo no pensaba volver.
—¿Me prestaría usted dinero para un pasaje de regreso a casa… quiero decir a Europa?
—No.
—Me lo temía.
Y como si eso hubiera puesto las cosas en claro y no quedara ya nada por hacer, Marie se durmió. Querry pensó: pobre animal asustado. Era demasiado joven para significar un gran peligro. Sólo cuando crecían demasiado no podía uno confiar en la propia lástima.