II
—Con que éste es el nuevo hospital —dijo Parkinson—. Desde luego, no sé nada de estas cosas, pero no me parece muy original… Me recuerda algo —agregó, inclinándose sobre uno de los planos con la obvia intención de irritar— en una de las nuevas ciudades satélites. Hemel Hemstead, quizá. O Stevenage.
—Esto no es arquitectura —dijo Querry—. Es una construcción barata. Nada más. Cuánto más barata mejor, mientras soporte el calor, la lluvia y la humedad.
—¿Se necesita un hombre como usted para esto?
—Sí. No tienen constructores aquí.
—¿Se quedará hasta que todo esté listo?
—Más tiempo aún.
—Entonces lo que Rycker me dijo, debe de ser parcialmente cierto.
—Dudo que cuanto diga ese hombre pueda ser cierto.
—Hay que ser una especie de santo para enterrarse aquí, ¿no le parece?
—No. No un santo.
—Entonces, ¿qué es usted? ¿Qué lo impulsa? Ya sé mucho sobre usted. Me he informado —dijo Parkinson.
Depositó su inmenso peso sobre la cama y agregó en tono confidente:
—No es usted un tipo que quiera mucho a sus semejantes, ¿verdad? Aparte las mujeres, desde luego.
Hay un fuerte halago en la corrupción y ése era, sin duda, el de Parkinson; lo llevaba en la superficie de la piel, como fósforo, imposible de confundirse. La virtud había muerto mucho tiempo antes por falta de aire dentro de esa montaña de carne. Un sacerdote podía no alarmarse ante los sentimientos humanos, pero podía sentirse herido o decepcionado. Parkinson daba la bienvenida a esos sentimientos. Nada heriría nunca a Parkinson, salvo el fracaso, ni lo decepcionaría, salvo la cifra de un cheque.
—Ya oyó usted cómo me ha llamado el doctor hace un momento: uno de sus casos acabados. Se llaman así los leprosos que antes de curarse pierden todo lo que puede ser devorado en su cuerpo.
—Por lo que veo, usted es un hombre entero —dijo Parkinson, mirando los dedos apoyados en el tablero de dibujo.
—He llegado a un fin. Este lugar, podrá usted decir, es el fin. Ni el río ni el camino siguen adelante. También usted ha sido arrojado aquí, ¿no es cierto?
—Oh, no. He venido aquí con un propósito.
—En el barco, le tuve miedo, pero ya no le temo.
—No puedo entender qué es lo que teme. Soy un hombre como los demás.
—No —dijo Querry—. Usted es un hombre como yo. Los hombres de vocación son diferentes de los demás. Tienen más que perder. Detrás de nosotros, en muchos sentidos, hay un sacerdote frustrado. Usted tuvo una vocación en un tiempo; admítalo, aunque sólo fuera la vocación de escribir.
—Eso no es importante. Muchos periodistas empiezan así.
La cama se arqueó bajo el peso de Parkinson cuando movió sus nalgas como sacos.
—¿Y terminan como usted?
—¿A dónde quiere llegar? ¿Trata de insultarme? Estoy más allá de los insultos, Querry.
—Por qué insultarlo. Los dos somos de la misma especie. Yo empecé como arquitecto y termino como constructor. Hay cierto placer en esa clase de progreso. ¿Encuentra usted placer en su etapa final, Parkinson?
Miró la página escrita a máquina que Parkinson había tomado en el cuarto del padre Thomas para llevársela consigo.
—Es un trabajo.
—Desde luego.
—Me mantiene vivo —dijo Parkinson.
—Sí.
—Inútil decir que soy como usted. Al menos disfruto de mi vida.
—Oh, sí. El placer de los sentidos. ¿La comida, Parkinson?
—Tengo que ser cuidadoso.
Tomó un ángulo del mosquitero para enjugarse con él la frente.
—Peso ciento veinte kilos.
—¿Mujeres, Parkinson?
—No sé por qué me hace estas preguntas. He venido a entrevistarlo a usted. Desde luego, de vez en cuando me tiro a una mujer, pero llega un momento en la vida de cualquier hombre…
—Usted es más joven que yo.
—Mi corazón no es nada fuerte.
—Usted ha llegado realmente a un fin, como yo, Parkinson. De modo que aquí estamos los dos juntos. Dos casos acabados. Debe de haber muchos más en el mundo. Deberíamos tener un signo masónico para reconocernos.
—Yo no estoy acabado. Tengo mi trabajo. La mayor exclusividad…
Parecía dispuesto a probar que no era como Querry. Como un hombre que presenta su piel a un doctor, quería probar que no había espesamiento, asomo de nódulos, nada que pudiera clasificarlo como leproso.
—Hubo un tiempo en que usted no habría escrito esta frase sobre Stanley.
—Un pequeño error en geografía, eso es todo. Hay que dramatizar. Es lo primero que aprende un periodista del Post. Hay que realzar cualquier historia. De otro modo, nadie repararía en ella.
—¿Escribiría usted la verdad sobre mí?
—Hay leyes contra la difamación.
—Nunca recurriría a ellas. Se lo prometo.
Leyó el encabezamiento en voz alta.
—«El pasado de un santo…». ¡Qué santo!
—¿Cómo sabe usted que Rycker no es veraz con respecto a usted? Ninguno de nosotros se conoce realmente a sí mismo.
—Tenemos que conocernos, si queremos curarnos. Cuando llegamos al extremo, no hay engaños. Cuando los dedos de la mano han desaparecido y los dedos de los pies también y los análisis de piel son negativos, ya no podemos hacer daño. ¿Escribiría usted la verdad, Parkinson, aun si yo se la digo? Sé que no lo haría. Después de todo, usted no está acabado. Todavía es usted contagioso.
Parkinson miró a Querry con ojos abatidos. Era como un hombre que ha llegado al límite del tercer grado, cuando no hay otra cosa que hacer que admitirlo todo.
—Acabarían conmigo si lo intentara —dijo—. Es bastante fácil correr riesgos cuando se es joven. Pensar que estoy tanto más allá del cielo etcétera, etcétera. Cita. Edgar Allan Poe.
—No es de Poe.
—Nadie repara en eso.
—¿Qué pasado me ha fabricado usted?
—Bueno, está el caso de Anne Morel, ¿no es cierto? Llegó hasta los diarios ingleses. Después de todo, su madre es inglesa. Sólo porque acababa usted de completar esa iglesia moderna de Brujas.
—No fue en Brujas. ¿Qué le contaron sobre eso?
—Que se suicidó de amor por usted. A los dieciocho años. Por un hombre de cuarenta.
—Hace más de quince años. ¿Tanta memoria tienen los diarios?
—No. Pero la morgue nos abastece. En mi mejor estilo de artículo dominical describiré cómo vino usted a expiar…
—Los diarios como el suyo cometen inevitablemente pequeños errores. El nombre de la mujer no era Anne, sino Marie. Tenía veinticinco años, no dieciocho. Y no se mató de amor por mí. Quería huir de mí. Eso fue todo. Como verá, no estoy expiando nada.
—¿Quería huir del hombre a quien quería?
—Exactamente. Debe de ser terrible para una mujer hacer el amor todas las noches con un instrumento eficaz. Nunca le fallé. Trató de dejarme varias veces, y cada vez hice que volviera. ¿Sabe usted? Ser dejado por una mujer hiere mi vanidad. Yo he querido ser el que dejaba siempre.
—¿Cómo la hacía volver?
—Los que practicamos un arte generalmente somos adeptos de otro. Hay pintores que escriben. Poetas que componen melodías. En esos días, yo era un buen actor aficionado. En una ocasión, empleé las lágrimas. Otra vez, una dosis excesiva de embutal. No peligrosa, desde luego. Después le hice la corte a otra mujer, para demostrarle lo que perdería si me dejaba. Hasta la persuadí de que no podría trabajar sin ella. Le hice pensar que dejaría la Iglesia si ella no sostenía mi fe… ella era una buena católica, hasta en la cama. Desde luego, yo había dejado la Iglesia años antes en mi corazón, pero ella nunca lo advirtió. Yo creía un poco, desde luego, como tantos, durante las grandes fiestas, Navidad y Pascua, cuando los recuerdos de la niñez nos impulsan a una especie de devoción. Ella creyó siempre que eso era amor a Dios.
—De todos modos ha de haber alguna razón para que venga usted aquí, entre los leprosos.
—No he venido para expiar, Parkinson. Hubo muchas mujeres antes de Marie Morel y las hubo después de ella. Quizá durante diez años más me las compuse para creer en mi propia emoción… «mi querido amor», «toute à toi» y el resto. Siempre tratamos de no repetir las mismas frases, así como tratamos de alcanzar una posición especial en el acto del sexo, pero sólo hay treinta y dos posiciones según Aretino y hay un número inferior de posibilidades de fórmulas cariñosas. Y al cabo casi todas las mujeres llegan al paroxismo en la posición más común y con el lugar más común en la lengua. Fue sólo cuestión de tiempo advertir que yo no había querido. Nunca había querido realmente. Sólo había aceptado el amor. Entonces empezó el peor aburrimiento. Porque si me había engañado a mí mismo con las mujeres, también me había engañado con el trabajo.
—Nadie ha puesto nunca en duda su reputación.
—Lo hará el futuro. El alguna calleja de Bruselas hay ahora un muchacho frente a su tablero de dibujo que me denunciará. Quisiera ver la catedral que construirá. No, no es posible. O no estaría aquí. No será un sacerdote frustrado. Aventajaría al instructor de novicios.
—No sé de qué está usted hablando, Querry. A veces habla usted como Rycker.
—¿De veras? Quizá él tenga el signo masónico, también…
—Si está usted tan hastiado, ¿por qué no se aburre con comodidad? Un departamentito en Bruselas, una villa en Capri… Después de todo, usted es rico, Querry.
—El aburrimiento es peor con comodidad. Pensé que aquí habría bastante dolor y bastante miedo como para distraer… —miró a Parkinson y agregó—. Sin duda usted puede entenderme, si hay alguien que pueda.
—No estoy seguro…
—Soy tal monstruo que aun usted…
—¿Y su trabajo, Querry? A pesar de lo que diga, no puede aburrirse de eso. Ha sido usted un éxito tremendo.
—¿Se refiere al dinero? ¿No le he dicho que mi trabajo no era bastante bueno? ¿Qué es cualquiera de mis iglesias comparadas con la catedral de Chartres? Todas están firmadas con mi nombre… nadie tomará a Querry por Le Corbusier, pero ¿quién conoce al arquitecto de Chartres? A él no le preocupó eso. Trabajó con amor, sin vanidad… y también con fe, supongo. Construir una iglesia cuando no se cree en Dios parece un poco indecente, ¿no es cierto? Cuando descubrí qué estaba haciendo, acepté un encargo para un edificio municipal. Pero tampoco creía en la política. Es increíble la absurda caja de cemento y vidrio que deposité en la plaza de la pobre ciudad. ¿Entiende usted? Descubrí lo que parecía una hebra suelta en mi chaqueta, tiré de ella y la chaqueta entera empezó a destejerse. Quizá sea cierto que no se puede creer en Dios sin querer a un ser humano o querer a un ser humano sin creer en Dios. Se usa la frase «hacer el amor». ¿Pero quién de nosotros es bastante creador para «hacer» amor? Sólo podemos ser queridos, si tenemos suerte.
—¿Por qué me dice usted esto, Querry, aunque sea cierto?
—Porque al menos es usted un hombre a quien no le importa la verdad, aunque dudo que la escriba alguna vez. Quizá… ¿quién sabe? Quizá pueda persuadirlo de olvidar todas esas tonterías piadosas que Rycker cuenta sobre mí. Y no soy Schweitzer. Dios mío, casi me dan tentaciones de seducir a su mujer. Eso al menos cambiaría su sonsonete.
—¿Lo haría usted?
—Es horrible cuando la experiencia, y no la vanidad, nos hace decir que sí.
Parkinson hizo un gesto extrañamente humilde.
—Que sólo me rodeen hombres gordos. Cita. Shakespeare. Tengo ese derecho al menos. Por mi parte, no sabría siquiera cómo empezar.
—Empiece con los lectores del Post. Usted es famoso entre sus lectores y la fama es un excelente afrodisíaco. Las mujeres casadas son las más fáciles, Parkinson. Las muchachas tienen los ojos puestos en la seguridad, pero una mujer casada ya la ha encontrado. El marido en su oficina, los niños en el jardín de infantes, un preservativo en el bolso. Una chica casada a los veinte está lista para una excursión limitada antes de llegar a los treinta. Si su marido también es joven, lo mismo; quizá esté harta de juventud. Con un hombre de su edad y la mía, no puede temer escenas de celos.
—Eso de que usted habla no tiene demasiado que ver con el amor. Usted dice que lo han querido. Se quejó de eso, si no recuerdo mal. Pero yo no. Como usted ve muy bien, soy sólo un condenado periodista.
—La gratitud trae rápidamente el amor. La más encantadora de las mujeres siente gratitud, aun por un hombre maduro como yo, si aprende a sentir de nuevo el placer. Diez años en la misma cama marchitan el pequeño pimpollo, pero ahora florece una vez más. Su marido advierte qué nuevo aire tiene ella. Los niños dejan de ser una carga. Ella toma de nuevo interés en los quehaceres domésticos, como en los viejos días. Alardea un poco con sus amigas íntimas, porque ser la amante de un hombre famoso aumenta su propia estimación. La aventura ha pasado. Empieza el amor.
—Qué rufián de sangre fría es usted —dijo Parkinson con profundo respeto, como si hablara del propietario del Post.
—¿Por qué no escribir esto en lugar de las tonterías piadosas que planea?
—No podría. Mi periódico es para familias. Aunque, desde luego, esa palabra «pasado» tiene cierto sentido. Pero significa locuras abandonadas, ¿no es cierto?, y no virtudes abandonadas. Tocaremos a Mademoiselle Morel… delicadamente. Hubo alguien, creo, llamado Grison.
Querry no respondió.
—Es inútil negar ahora —dijo Parkinson—. También Grison está momificado en la morgue.
—Sí, lo recuerdo. No me importa, porque no me gusta la farsa. Era un empleado antiguo del Correo. Me desafió a duelo cuando abandoné a su mujer. Uno de esos modernos duelos falsos en que nadie dispara derecho. Tuve tentaciones de romper la convención y bajarlo de un tiro, pero su mujer habría creído que era pasión… Pobre hombre, estaba tan contento cuando vivíamos juntos; pero cuando la dejé tuvo que padecer tales escenas en público… Ella tuvo con él mucha menos misericordia que yo.
—Curioso que admita eso ante mí —dijo Parkinson—. En general, la gente es más cautelosa conmigo. La única excepción fue un asesino… hablaba casi como usted.
—Quizá la locuacidad sea el sello del asesino.
—No colgaron al tipo. Yo fingí que era su hermano y lo visitaba dos veces por mes. Pero su actitud me deja perplejo. Cuando lo vi por primera vez no me pareció exactamente un hombre locuaz.
—He estado esperándolo, Parkinson, a usted o a alguien como usted. Y al mismo tiempo lo temía.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Usted es mi espejo. Puedo hablar a un espejo, y a la vez sentirme asustado de eso. Devuelve una imagen tan nítida… Si hubiera dicho al padre Thomas lo que le he dicho a usted, habría torcido mis palabras.
—Le agradezco su buena opinión.
—¿Buena opinión? Usted me disgusta tanto como yo mismo. Era casi feliz cuando usted llegó, Parkinson, y si le he hablado así es para que no tenga usted excusas para quedarse. La entrevista ha terminado, y no tendrá usted nunca otra mejor. Supongo que no quiere usted mi opinión sobre Gropius, ¿no es cierto? Su público no ha oído hablar de Gropius.
—Sin embargo, tengo apuntadas algunas preguntas —dijo Parkinson—. Podríamos verlas, ahora que hemos limpiado el camino.
—Dije que la entrevista había terminado.
Parkinson se inclinó adelante en la cama y después se echó atrás como un juguete chino hecho a semejanza del gordo dios de la prosperidad.
—¿Cree usted —dijo— que el amor de Dios o el amor de la humanidad es la fuerza principal que lo anima, señor Querry? ¿Cuál es su opinión sobre el futuro del cristianismo? ¿El Sermón de la Montaña influyó en su decisión de consagrar su vida a los leprosos? ¿Cuál es su santo favorito? ¿Cree en la eficacia de la oración?
Empezó a reír, y el enorme vientre se agitaba como un delfín.
—¿Siguen ocurriendo milagros? ¿Ha visitado usted Fátima?
Se levantó de la cama.
—No olvidemos el toque final. «En esta celda desnuda, en el corazón del continente negro, uno de los más grandes arquitectos y uno de los más famosos católicos de hoy día ha desnudado su conciencia al corresponsal del Post. Montagu Parkinson, que el mes pasado estuvo en acción en Corea del Sur, vuelve a estarlo. Revelará a nuestros lectores en su próximo editorial qué fuerza impulsora es para Querry el remordimiento de su pasado. Como muchos otros santos, Querry expía una juventud disipada sirviendo a los demás. San Francisco fue la chispa más alegre en la alegre y vieja Florencia… Florencia para usted y para mí».
Parkinson salió al duro resplandor del Congo, pero no había terminado. Volvió, acercó su cara a la red y sopló a través de ella sus palabras, como un fino rocío.
—«Editorial del próximo domingo: Una muchacha muere de amor». Usted no me gusta más de lo que yo le gusto a usted, Querry, pero yo lo ensalzaré. Lo ensalzaré a tal punto que elevarán una estatua suya junto al río. Del peor gusto, ya conoce usted el estilo. Y no podrá evitarlo, porque estará muerto y enterrado. Usted de rodillas, rodeado de sus malditos leprosos, enseñándoles a rezar a Dios, en quien no cree, con pájaros posados en su cabeza. No me importa que sea usted un fraude religioso, Querry. Pero le demostraré que no puede usarme para apaciguar su conciencia sangrante. No me sorprenderá que dentro de veinte años vayan peregrinos a su tumba. Así se escribe la historia, créame. Exegi monumentum. Cita. Virgilio.
Querry tomó de su bolsillo la absurda carta con la frase que, desde luego, podía ser genuina. La carta no se la había mandado una de las mujeres mencionadas por Parkinson. La morgue del Post no era bastante grande como para contener todos los cadáveres posibles. Volvió a leerla, con el estado de ánimo producido por Parkinson. «¿Recuerdas?». Era una de esas mujeres que nunca admiten que al morir una emoción, muere también el recuerdo de la ocasión. Tenía que admitir la veracidad de sus recuerdos, porque ella había sido una mujer veraz. Era como esos convidados que de entre los restos de una reunión social concluida reclaman como suya una determinada caja de fósforos.
Se echó en la cama. La almohada acumuló calor bajo su nuca, pero ese mediodía no podía afrontar la sociabilidad del almuerzo con los padres. Pensó: «Sólo podía hacer una cosa, y ésa era razón suficiente para que viniera aquí. Puedo jurártelo, Marie, tout à toi, todo tuyo, nunca más atraeré a otro ser humano en mi falta de amor, por hastío o vanidad. No haré más daño», pensó con la felicidad que debe sentir un leproso cuando su reclusión lo libera al menos del miedo de contagiar a los demás. Durante años no había pensado en Marie Morel; ahora recordó la primera vez que oyó su nombre. Lo había dicho un joven estudiante de arquitectura a quien ayudaba en sus estudios. Regresaban juntos de una excursión a Brujas, hacia la noche de Bruselas iluminada de neón, y encontraron por casualidad a la muchacha en la estación norte. Él sintió un poco de envidia por su compañero, sin distinción ni gracia, cuando vio que la cara de la muchacha se iluminaba bajo las lámparas. ¿Alguien ha visto a un hombre sonreír a una mujer como una mujer sonríe al hombre que quiere, fortuitamente, en una parada de ómnibus, en un vagón de ferrocarril, en un tienda en cadena, durante las compras matinales? Una sonrisa tan naturalmente gozosa, sin premeditación, sin cautela… Lo opuesto, desde luego, es acaso cierto. Un hombre nunca sonríe tan falsamente como la muchacha del burdel. Pero la muchacha del burdel, pensó Querry, imita algo verdadero. El hombre no tiene nada que imitar. Pronto ya no tuvo motivos para envidiar a su compañero de esa noche. Ya en aquellos tempranos días sabía cómo alterar la dirección del ansia de amor en una mujer. ¿Mujer? Ella no tenía siquiera la edad del estudiante de arquitectura, cuyo nombre le era imposible recordar; un nombre tan feo como Hoghe. A diferencia de Marie Morel, el antiguo estudiante estaría vivo, construyendo en algún suburbio sus villas burguesas, máquinas para vivir dentro de ellas. Querry se dirigió a él desde la cama. «Discúlpame. Creía realmente que no te hacía daño. Creía realmente, en esos días, que obraba por amor». Hay un momento en la vida en que un hombre, con un poco de habilidad histriónica, es capaz de engañarse a sí mismo.