II

También para Querry las horas pendían gravemente. Bajó nuevamente al río. El trabajo había cesado en el barco del obispo y no quedaba nadie a bordo. En la plazuela las tiendas estaban cerradas. Era como si todo el mundo durmiera, salvo él y la muchacha que, suponía, seguía rezando.

Pero cuando volvió al hotel descubrió que por lo menos Parkinson estaba despierto. De pie bajo las guirnaldas de papel malva, tenía los ojos fijos en la puerta. Cuando Querry cruzó el umbral, se adelantó en puntas de pie y dijo en tono astuto y urgente:

—Tengo que hablar dos palabras con usted antes de que se vaya a su cuarto.

—¿Sobre qué?

—La situación general —dijo Parkinson—. Tormenta sobre Luc. ¿Sabe quién está allí arriba?

—¿Dónde?

—En el primer piso.

—Parece muy ansioso por decírmelo. Adelante.

—El marido —dijo Parkinson pesadamente.

—¿Qué marido?

—Rycker. Vino en busca de su mujer.

—Creo que podrá encontrarla en la catedral.

—La cosa no es tan simple. Sabe que usted está con ella.

—Claro que lo sabe. Pasé por su casa ayer.

—De todos modos, no creo que esperaba encontrarlos en cuartos vecinos.

—Usted piensa como un columnista de revista chismosa —dijo Querry—. ¿Qué importa si los cuartos son vecinos? Si se lo propone uno, es posible dormir juntos aun ocupando los extremos opuestos de un corredor.

—No menosprecie a los columnistas chismosos. Escriben la historia. Desde el hada Rosamunda hasta Eva Braun.

—No creo que la historia tenga demasiado que ver con los Rycker.

Querry se acercó al mostrador y agregó:

—Mi cuenta, por favor. Me marcho ahora.

—¿Huye usted? —preguntó Parkinson.

—¿Por qué huir? Me quedaba aquí sólo para llevar de regreso a Marie. Ahora puedo dejarla con su marido. Ella está a su cargo.

—Usted es un demonio de sangre fría —dijo Parkinson—. Empiezo a creer algunas de las cosas que me dijo.

—Escríbalas, en vez de toda esa melaza beatífica. Por una vez puede ser interesante contar la verdad.

—Pero ¿qué verdad? Usted no es tan simple como pretende, Querry, y no había mentiras concretas en lo que escribí. Dejando aparte a Stanley, desde luego.

—Y su pirogue y sus fieles servidores.

—De todos modos, lo que dije sobre usted era cierto.

—No.

—¿No se ha enterrado aquí? ¿No trabaja para los leprosos? ¿No siguió a ese hombre en la selva? Todo eso se parece a lo que la gente suele llamar bondad.

—Conozco mis propias razones.

—¿Las conoce? ¿Y las conocieron los santos? ¿Y qué opina usted sobre aquello de «el más miserable pecador» y todos esos disparates?

—Habla usted casi como el padre Thomas. No exactamente, desde luego.

—La historia podrá aceptar mi interpretación tanto como la suya. Le dije que iba a crear una imagen suya, Querry. A menos que, desde luego, me parezca que destruirlo pueda ser una historia mejor.

—¿Cree usted realmente que tiene tanto poder?

—Montagu Parkinson tiene un inmenso radio de acción.

La mujer de pelo azul dijo:

—Su cuenta, señor Querry.

Querry se volvió para pagar.

—¿No valdría la pena que me pidiese usted un favor? —dijo Parkinson.

—No entiendo.

—He sido amenazado muchas veces… En dos ocasiones me destrozaron la cámara. Pasé una noche en un calabozo. Alguien me golpeó tres veces en un restaurante —por un instante, sus palabras recordaron a San Pablo—. Una vez me tiraron piedras, otras tres me golpearon con palos. Naufragué tres veces… Lo curioso, es que nadie ha apelado nunca a lo mejor que hay en mí. Podría resultar… Quizá haya en alguna parte…

Parecía un pesar sincero.

—Quizá le pediría un favor, Parkinson, si la cosa me importara un poco —dijo Querry amablemente.

—No puedo soportar esa maldita indiferencia suya —dijo Parkinson—. ¿Sabe qué ha encontrado ese tipo? Claro que a usted no le interesa el dato de un periodista, ¿no es cierto? Encontró una toalla en su cuarto. Me la mostró. Y un peine con un pelo largo.

La desdicha de ser Parkinson apareció por un instante en sus ojos lastimeros.

—Me siento decepcionado con respecto a usted, Querry —agregó—. Empezaba a creer en mi propia historia.

—Lo siento —dijo Querry.

—Siempre hay que creer en algo, o sucumbir.

Se oyeron fuertes pisadas en el recodo de las escaleras. Era Rycker que bajaba. Llevaba en las manos un libro de encuadernación escarlata, como la pulpa de un fruto. Sobre el pasamanos los dedos le temblaban de nervios o por un resto de fiebre. Se detuvo y la rotunda máscara del hombre de la luna le sonrió desde un brazo de luz.

—Querry —dijo.

—Hola, Rycker. ¿Se siente mejor?

—No puedo entender —dijo Rycker—. Usted, nada menos que usted…

Pareció buscar desesperadamente un lugar común, los lugares comunes de las entregas de Marie Chantal más que los habituales en sus lecturas teológicas.

—Pensé que era usted mi amigo, Querry.

La pluma anaranjada estaba sospechosamente ocupada tras el mostrador y la cabeza azul se inclinaba sin convicción.

—No sé de qué está usted hablando Rycker —dijo Querry—. Vamos al bar. Estaremos más cómodos allí.

Parkinson se preparó para seguirlos, pero Querry le interceptó el camino.

—No, Parkinson —dijo—. Ésta no es una historia para el Post.

—Nada tengo que ocultar al señor Parkinson —dijo Rycker en inglés.

—Como quiera.

El calor de la tarde había ahuyentado hasta al barman. Las guirnaldas de papel colgaban como luengas barbas.

—Su mujer trató de telefonearle durante la hora del almuerzo, pero nadie contestó —dijo Querry.

—¿Qué imagina usted? Esta mañana salí a las seis.

—Me alegra que haya venido. Ahora podré irme.

—No valdrá de nada que niegue, Querry. He estado en el cuarto de mi mujer, el número seis, y usted tiene en su bolsillo la llave del número siete.

—No saque conclusiones estúpidas, Rycker. Ni siquiera por lo de la toalla y el peine. ¿Qué importa que se haya lavado en mi cuarto, esta mañana? En cuanto a los cuartos, eran los únicos preparados cuando llegamos.

—¿Por qué se marchó con ella sin decir una palabra?

—Quise prevenírselo, pero usted y yo hablamos de otras cosas.

Miró a Parkinson, reclinado contra el bar. Observaba ávidamente la boca de ambos hombres, como si de ese modo pudiera entender el lenguaje que empleaban.

—Ella se fue, dejándome enfermo de fiebre altísima…

—Usted tenía a su criado. Hay cosas que ella debía hacer en la ciudad.

—¿Qué cosas?

—Será mejor que ella se lo diga, Rycker. Una mujer puede tener sus secretos.

—Parece usted compartirlo. ¿No tiene un marido el derecho?…

—A usted le gusta demasiado hablar de derechos, Rycker. También ella tiene sus derechos. Pero no voy a seguir discutiendo…

—¿A dónde se va usted?

—A buscar a mi criado. Quiero salir en seguida. Podemos andar cuatro horas antes de que anochezca.

—Tengo mucho más que hablar con usted.

—¿Sobre qué? ¿El amor de Dios?

—No —dijo Rycker—. Sobre esto.

Tendió el libro, abierto en una página encabezada por una fecha. Querry vio que era un diario de páginas rayadas y escritas con la cuidadosa caligrafía aprendida por las niñas en la escuela.

—Vamos, lea —dijo Rycker.

—Yo no leo diarios ajenos.

—Entonces se lo leeré yo. «Pasé la noche con Q.»

Querry sonrió.

—Es cierto —dijo—, en cierto modo… Estuvimos bebiendo whisky y le conté un cuento muy largo.

—No creo una palabra de lo que dice.

—Usted merece ser cornudo, Rycker, pero a mí no me gusta seducir a criaturas.

—Imagino qué dirán los tribunales de todo esto.

—Cuidado, Rycker. No me amenace. Puedo cambiar de idea.

—Puedo hacerle pagar. Pagar mucho.

—Dudo que cualquier tribunal del mundo acepte su testimonio en lugar del de Marie y el mío. Adiós, Rycker.

—Usted no puede irse como si nada hubiera ocurrido.

—Me gustaría dejarlo con la duda, pero sería injusto con ella. No ha pasado nada, Rycker. Ni siquiera besé a su mujer. No me atrae en ese sentido.

—¿Qué derecho tiene usted para despreciarnos de ese modo?

—Condúzcase usted con delicadeza. Vuelva a poner ese diario donde lo encontró y no diga una palabra.

—¿«Pasé la noche con Q.»… y no debo decir nada?

Querry se volvió hacia Parkinson.

—Dé a su amigo un trago y trate de hacerlo entrar en razón. Le debe un artículo.

—Un duelo sería un buen tema —dijo Parkinson ávidamente.

—Marie tiene suerte porque no soy hombre violento —dijo Rycker—. Una buena tunda…

—¿Eso es también parte de un matrimonio cristiano?

Querry sintió un cansancio extraordinario: había pasado su vida entera en medio de escenas como ésa, había nacido oyendo esas voces y si no ponía cuidado moriría con ellas en los oídos. Se apartó de ambos hombres, sin prestar atención a los gritos de Rycker: «Tengo todo el derecho de exigir…». En la cabina del camión, junto a Deo Gratias, volvió a tranquilizarse.

—Nunca has vuelto a la selva… Y sé que nunca me llevarás allí… De todos modos, quisiera… ¿Está muy lejos Pendélé?

Deo Gratias bajó la cabeza, sin hablar.

—No importa.

Frente a la catedral Querry detuvo el camión y bajó. Sería conveniente advertirla. Las puertas estaban abiertas de par en par para la ventilación y las horribles ventanas a través de las cuales la dura luz se volvía roja y azul, y el sol más claro que al aire libre. Los zapatos de un sacerdote que se dirigía a la sacristía chillaron sobre el piso de azulejos; una negra hacía tintinear sus cuentas. No era un lugar para meditar; era caliente y público como un mercado, y en las capillas laterales había imágenes de yeso que ofrecían un niño o un corazón sangrante. Marie Rycker estaba sentada bajo una estatua de Sainte Therèse de Lisieux. No parecía una elección muy afortunada. Lo único que tenían en común era la juventud.

—¿Rezando, todavía? —preguntó él.

—No. No lo oí llegar.

—Su marido está en el hotel.

—Oh —dijo ella con desánimo, mirando a la santa que la había decepcionado.

—Ha leído el diario que dejó usted en su cuarto. No debió escribir eso… «Pasé la noche con Q.»

—¿Era cierto, no es verdad? Además, puse un signo de exclamación, para aclarar.

—¿Para aclarar qué?

—Que no fue nada serio. Las monjas nunca ponían reparos si había un signo de exclamación. «¡La madre superiora tenía una furia asesina!». Los llamaban signos de exageración.

—No creo que su marido conozca ese código.

—¿De modo que de veras cree?… —preguntó ella, riendo.

—Traté de convencerlo de lo contrario.

—No habrá valido de mucho, si lo creía realmente. Es como si lo hubiéramos hecho de verdad. ¿A dónde va usted ahora?

—Vuelvo al lazareto.

—Iría con usted, si quisiera. Pero sé que no quiere.

Querry miró la cara de yeso, con una sonrisa tonta y hueca.

—¿Qué diría ella?

—No la consulto sobre todo. Sólo in extremis. Aunque esto es como estar in extremis, me parece, ¿no es cierto? ¿Tendré que decirle a mi marido lo del niño?

—Será mejor decírselo antes de que lo descubra.

—Y tanto que le recé pidiéndole felicidad… —dijo ella desdeñosamente—. Qué esperanza. ¿Cree en las oraciones?

—No.

—¿Nunca creyó?

—Supongo que alguna vez habré creído. Cuando creía en gigantes.

Querry miró a su alrededor, el altar, el tabernáculo, los candelabros de bronce y los santos europeos, pálidos como albinos en el continente negro. Pudo rastrear en sí una vaga nostalgia del pasado. Pero todos sienten eso, pensó, en los años de madurez; aunque sea un pasado de dolor, cuando el dolor se asociaba a la juventud. Si hubiera un lugar llamado Pendélé, se dijo, nunca me molestaría en regresar.

—¿Cree usted que pierdo el tiempo rezando?

—Es mejor que quedarse en la cama, cavilando…

—¿Usted no cree para nada en la oración… o en Dios?

—No —dijo Querry suavemente—. Por supuesto, puedo equivocarme.

—Rycker cree —dijo ella, llamándolo por su apellido, como si ya no hubiera sido su marido—. Me gustaría que no fuera siempre la peor gente la que cree.

—Sin duda las monjas…

—Oh, son profesionales. Creen cualquier cosa. Hasta en La Santa Casa de Loretto. Nos piden que creamos demasiado y al fin creemos cada vez menos.

Quizás hablaba para demorar el momento del regreso.

—Una vez me vi en líos para dibujar una imagen de la Santa casa en pleno vuelo con motores a chorro. ¿Cuánto creía usted, cuando creía?

—Creo que como el chico del cuento que le conté, me había convencido de que creía en casi todo. Uno puede obligarse a cualquier cosa… inclusive al matrimonio o a una vocación. Entonces pasan los años y el matrimonio o la vocación fallan y lo mejor es acabar con ellos. Lo mismo ocurre con la fe. La gente se aferra al matrimonio por temor de una vejez solitaria o a una vocación por temor de la pobreza. No son buenas razones. No es buena razón aferrarse a la Iglesia por algún fetiche cuando llegue el momento de la muerte.

—¿Y qué piensa usted del fetiche del nacimiento? —preguntó Marie—. Si tengo ahora a un niño en mi interior, deberé bautizarlo, ¿no es cierto? No estoy segura de que me sentiría tranquila no haciéndolo. ¿Es eso deshonesto? Si por lo menos su padre no fuera él

—Desde luego no es deshonesto. No debe usted pensar que su matrimonio ya ha fracasado.

—Oh, pero sí, ha fracasado.

—No me refiero a Rycker. Pienso en… Por Dios, no empiece a tomarme como ejemplo —dijo abruptamente.