Capítulo primero
Es característico de África el modo en que la gente llega y se va, como si el espacio y el vacío de un continente subdesarrollado estimularan esa corriente. La marea alta deposita sus desechos al borde de la playa y vuelve a barrerlos, en su retroceso, para depositarlos en otra parte. Nadie esperaba a Parkinson, había llegado sin anuncio, y pocos días después se marchó, llevándose su Rolleiflex y su Remington al barco de la Otraco, anclado en alguna parte. Dos semanas después un barco a motor apareció por el Ruki, al atardecer, llevando a un joven administrador que jugó una partida de dados con los padres, bebió un vaso de whisky antes de acostarse y dejó tras sí, como si ésa hubiera sido la única intención de su viaje, un ejemplar de una revista inglesa, The Architectural Review, antes de partir, sin siquiera tomar el desayuno, a la inmensidad gris y verde. (La revista contenía, aparte de la crítica de un nuevo material para caminos, algunas ilustraciones de una horrible catedral recién terminada en una colonia británica; quizá el joven pensó que serviría como advertencia a Querry). Volvieron a pasar algunas semanas sin novedades —unas pocas muertes de tuberculosis, el hospital alzándose unos pocos metros sobre sus cimientos—, y al fin dos policías bajaron del barco de la Otraco para hacer averiguaciones sobre un jefe del Ejército de Salvación que era buscado en la capital. Se decía que había persuadido a los miembros de las tribus vecinas que le vendieran sus frazadas porque serían demasiado pesadas de llevar durante la Resurrección de los Muertos y después de que le devolvieran el dinero, para que él pudiera guardárselas en un sitio seguro, inmune a los ladrones. Como recompensa había dado certificados de seguro contra el peligro de ser raptados por los misioneros católicos y protestantes que, les explicó, exportaban cuerpos, brujería al por mayor, en vagones sellados, a Europa, donde los convertían en alimento envasado: El mejor atún africano. Nada averiguaron los policías en el lazareto sobre el prófugo, y partieron de nuevo en el mismo barco dos horas después, flotando como las islillas de jacinto acuático, a la misma velocidad, en la misma dirección, como si también ellos hubieran sido parte de la naturaleza.
Querry empezó a olvidarse de Parkinson. El gran mundo había demostrado de qué era capaz y se había ido: ahora descendía una especie de paz. Rycker se mantuvo alejado, y ningún eco de ningún diario de la distante Europa llegó para perturbar a Querry. Hasta el padre Thomas se marchó por un tiempo del lazareto, hacia un seminario de la selva donde esperaba encontrar a un nuevo profesor para otra clase. Los pies de Querry empezaban a habituarse al largo camino de arcilla que se extendía entre su cuarto y el hospital; por la noche, cuando pasaba el peor calor, el camino resplandecía como una flor nocturna, con matices rojos y rosados.
A los padres no les interesaban las vidas privadas. Un hombre curado dejaba el lazareto y su mujer se mudaba a la choza de otro hombre, pero los padres no hacían preguntas. Uno de los catequistas, un hombre que había llegado al límite de su mutilación, sin nariz, sin dedos de manos ni pies (parecía horadado, socavado con un cuchillo), tuvo un hijo con una mujer tullida por la polio que sólo podía arrastrarse por el suelo arrastrando tras sí sus piernas torcidas. El hombre llevó el niño a la iglesia para que lo bautizaran y le dieron el nombre de Emanuel: no hubo preguntas ni admoniciones. Los padres estaban demasiado ocupados para molestarse con lo que la Iglesia consideraba el pecado (la teología moral era la última de sus preocupaciones). En el padre Thomas algún instinto frustrado parecía funcionar tortuosamente, pero el padre Thomas ya no estaba allí para perturbar el lazareto con sus escrúpulos y ansiedades.
El doctor era un carácter menos fácil de entender. A diferencia de los padres, no tenía fe en un Dios que apuntalara su difícil vocación. Una vez que Querry hizo un comentario sobre su vida —algo que se le ocurrió al ver un caso realmente lamentable—, el doctor lo miró con los mismos ojos clínicos con que acababa de examinar al paciente.
—Si ahora le analizara su piel, quizá volviera a obtener una reacción negativa.
—¿Qué quiere usted decir?
—Vuelve usted a demostrar curiosidad por otro ser humano.
—¿Cuál fue el primero? —preguntó Querry.
—Deo Gratias. Yo he tenido más suerte con mi vocación que usted.
Querry miró la larga fila de colchones deshechos donde hombres vendados yacían en las extrañas posiciones de los condenados a la cama. Flotaba en el aire el olor dulce de la piel llagada.
—¿Suerte?
—Sólo un hombre muy fuerte puede sobrevivir a una vocación solitaria e introspectiva. No creo que sea usted bastante fuerte. Yo no habría soportado su vida.
—¿Por qué elige un hombre una vocación como ésta? —preguntó Querry.
—Él es elegido. Oh, no quiero decir por Dios. Por el azar. Hay un viejo doctor danés que todavía anda por ahí y que se hizo leprólogo muy tarde. Por azar. Estaba haciendo excavaciones en un antiguo cementerio y encontró esqueletos sin falanges… era un viejo cementerio del siglo catorce. Los rayos X le permitieron hacer descubrimientos en los huesos, sobre todo en el área nasal, totalmente desconocidos para nosotros… ya habrá visto que no tenemos oportunidad de trabajar con esqueletos. Después de eso se dedicó a la lepra. Lo encontrará usted en cualquier conferencia internacional sobre la lepra, llevando su cráneo en una maleta, después de un vuelo de una noche. Ese cráneo ha pasado por las manos de un montón de inspectores de aduana. Ha de ser una sorpresa para ellos, pero no creo que le hagan pagar impuestos.
—¿Y usted, doctor Colin? ¿Cuál fue su accidente?
—Sólo el accidente del temperamento, quizá —contestó evasivamente el doctor.
Salieron al aire caliente y húmedo.
—Oh, no me interprete mal. Yo no buscaba la muerte, como Damien. Ahora que podemos curar la lepra, tendremos menos vocaciones de destrucción, pero antes no eran tan insólitas.
Empezaron a cruzar el camino a la sombra del consultorio, donde los leprosos esperaban en los escalones; el doctor se detuvo en la caliente arcilla.
—Solía haber un alto porcentaje de suicidas entre los leprólogos. Supongo que no podía esperar el test positivo en que todos tenían puestas sus esperanzas. Extraños suicidios por una extraña vocación. Conocí muy bien a un hombre que se inyectó una dosis excesiva de veneno de serpiente, y otro que echó petróleo sobre sus muebles y sus ropas y después le prendió fuego. Hay un rasgo común, como habrá usted advertido, en ambos casos: sufrimiento innecesario. Ésa también puede ser una vocación.
—No lo entiendo.
—¿No prefiere usted sufrir a sentirse incómodo? La incomodidad irrita nuestro yo como una picadura de mosquito. Cuanto más incómodos nos sentimos nos volvemos tanto más conscientes de nosotros mismos. Pero el sufrimiento es cosa totalmente diferente. A veces creo que la búsqueda del sufrimiento y el recuerdo del sufrimiento son los únicos medios de que disponemos para tomar contacto con la condición humana toda. Con el sufrimiento, nos hacemos parte del mito cristiano.
—Entonces me gustaría que me enseñara usted a sufrir —dijo Querry—. Sólo conozco las picaduras de los mosquitos.
—Sufrirá usted bastante si nos quedamos aquí más tiempo —dijo Colin y llevó a Querry a la sombra—. Hoy le mostraré unos cuantos casos interesantes de ojos.
Se sentó ante su mesa de cirugía y Querry ocupó la silla a su lado. Sólo en las máscaras de hilo que los niños llevan para la Navidad había visto ojos tan rojos, imágenes de la avaricia o la senilidad, como los que tenía ahora ante sí.
—Sólo necesita usted un poco de paciencia —dijo Colin—. El sufrimiento no es tan difícil de encontrar.
Querry trató de recordar quién le había dicho poco menos lo mismo, unos meses antes. Le irritó su falta de memoria.
—¿No es usted demasiado frívolo con el sufrimiento? —dijo—. Esa mujer que murió la semana pasada…
—No sienta usted mucha lástima por quienes sufren después de sufrir. El dolor los prepara para marcharse. Piense cómo ha de caer una sentencia de muerte para quien está lleno de vigor y salud.
El doctor Colin se volvió para hablar en lengua nativa a una vieja cuyos párpados paralizados nunca se movían para cubrirle los ojos.
Esa noche, después de comer con los padres, Querry fue a la casa del doctor. Los leprosos estaban sentados fuera de sus chozas para aprovechar todo el aire fresco que llegaba con la oscuridad. En un establo un hombre ofrecía por cinco francos un puñado de orugas que había recogido en la selva. Alguien cantaba dos o tres cuadras más allá, y junto a un fuego Querry vio un grupo de bailarines reunidos en torno a Deo Gratias, de cuclillas en el suelo, que usaba los puños como palillos para llevar el ritmo contra una vieja lata de petróleo. Hasta los perros con orejas de murciélagos permanecían quietos, como labrados en tumbas. Una mujer joven, de pechos desnudos, esperaba una cita en una vereda que llevaba a la selva. A la luz de la luna dejaban de existir momentáneamente los nódulos de su cara y no había placas en su piel. Era una muchacha cualquiera esperando a un hombre.
Después de su estallido con el inglés, Querry sentía como si algún veneno persistente hubiera sido extraído de su sistema. No podía recordar una paz nocturna como ésa desde la noche en que dio los últimos toques a los primeros planos, quizá los únicos, que lo habían satisfecho. Los propietarios, desde luego, habían estropeado después el edificio, como lo habían estropeado todo. Ningún edificio estaba a salvo de los muebles, los cuadros, los seres humanos que acabaría conteniendo. Pero lo primero había sido esa paz. Consummatum est: el dolor pasado y la paz cayendo a su alrededor como una muerte pequeña.
Cuando hubo bebido su segundo whisky dijo al doctor:
—¿Cuando un análisis de piel es negativo, lo será siempre?
—No siempre. Es demasiado pronto para perder al paciente en el mundo, a menos que los análisis hayan resultado negativos durante seis meses. Hay recaídas, aun con nuestras drogas actuales.
—¿Les es difícil a veces alejarse de aquí?
—Con mucha frecuencia. Comprenderá usted que llegan a apegarse a sus chozas y a su pedazo de tierra y, desde luego, la vida corriente no es fácil para un caso acabado. Llevan el estigma de la lepra en su mutilación. La gente tiende a creer que quien ha sido leproso seguirá siéndolo siempre.
—Empiezo a encontrar su vocación algo más fácil de entender. De todos modos… los padres creen que tienen la fe cristiana tras ellos, y eso ayuda en un lugar como éste. Ni usted ni yo tenemos la verdad. ¿Pensaba usted en el mito cristiano cuando dijo que ya había tenido demasiado de eso?
—Yo estoy por los cambios —dijo el doctor—. Si yo hubiera nacido como una ameba con pensamiento, habría soñado con el día de los primates. Habría hecho todo lo posible por contribuir a ese día. La evolución, por cuanto podemos apreciar, ha acabado por alojarse en el cerebro humano. La hormiga, el pez, hasta el mono han llegado hasta su límite, pero en nuestro cerebro la evolución se mueve… y a qué velocidad, Dios mío. He olvidado cuántos millones de años transcurrieron entre los dinosaurios y los primates, pero en nuestra vida hemos visto los cambios desde la locomotora diesel al avión a chorro, el estallido del átomo y la cura de la lepra.
—¿Es tan bueno el cambio?
—No podemos evitarlo. Nos arrastra una novena oleada evolucionista. Hasta el mito cristiano es parte de la oleada y, quizá, la mejor parte. Suponga usted que el amor evolucionara en nuestros cerebros tan rápidamente como la destreza técnica. En casos aislados puede haber ocurrido, en los santos y… si el hombre existió realmente, en Cristo.
—¿Puede usted consolarse con todo eso? —preguntó Querry—. Suena como la vieja canción del progreso.
—El siglo diecinueve no estuvo tan equivocado como nos gusta creer. Nos hemos vuelto cínicos ante el progreso por las cosas terribles que hemos visto hacer a los hombres durante los últimos cuarenta años. Al mismo tiempo, a través de pruebas y errores, la ameba se hizo mono. Supongo que aun entonces hubo comienzos ciegos y virajes erróneos. La evolución, hoy, puede producir Hitlers y también a San Juan de la Cruz. Tengo una pequeña esperanza, eso es todo, una esperanza muy pequeña, y creo que alguien a quien llaman Cristo fue el elemento fértil, en busca de una grieta en la pared para plantar su semilla. Pienso en Cristo como en una ameba que hizo el viraje exacto. Quiero estar de parte del progreso que sobrevive. No soy amigo de pterodácticlos.
—¿Y si somos incapaces de amor?
—No creo que existan hombres así. El amor está plantado en el hombre ahora, aunque en algunos casos inútilmente, como un apéndice. A veces, desde luego, se lo llama odio.
—No he encontrado el menor rastro de amor en mí mismo.
—Quizá usted busca algo demasiado grande e importante. O demasiado activo.
—Lo que está usted diciendo me parece tan supersticioso como la fe de los padres.
—¿Y qué importa? Si ahora vivo por algo es por la superstición. Hubo otra superstición —totalmente falta de pruebas, y Copérnico la sustentaba— según la cual la tierra giraba alrededor del sol. Sin esa superstición, ahora no podríamos disparar cohetes a la luna. Tenemos que apostar por nuestros propias supersticiones. Como Pascal apostó por la suya.
El doctor Colin apuró su whisky.
—¿Es usted un hombre feliz? —preguntó Querry.
—Supongo que lo soy. No es una pregunta que me he hecho con frecuencia. ¿Se la hace un hombre feliz? Vivo al día.
—Nadando en su oleada —dijo Querry con envidia—. ¿Nunca tiene necesidad de una mujer?
—La única que he necesitado —dijo el doctor— está muerta.
—Con que ése es el motivo por el cual ha venido usted aquí.
—Se equivoca —dijo Colin—. Está enterrada a pocos metros de aquí. Era mi mujer.