II

El padre Paul se sirvió un poco de lo que pretendía ser un soufflé de queso y un vaso de agua para bajarlo.

—Querry ha hecho muy bien en almorzar hoy con el doctor —dijo—. ¿No podría usted convencer a las hermanas de que varíen el plat du jour? Después de todo, el domingo es un día de fiesta.

—Se supone que éste es un manjar para nosotros —dijo el superior—. Las hermanas creen que lo esperamos la semana entera… No me gustaría desilusionar a las pobrecitas. Usan un montón de huevos.

Las monjas cocinaban para la casa de los sacerdotes, y la comida debía ser llevada un cuarto de kilómetro bajo el sol. Nunca se les había ocurrido a las monjas que el viaje podía ser desastroso para los soufflés, las omelettes y aun para el café.

El padre Thomas dijo:

—No creo que a Querry le importe mucho su comida.

Era el único sacerdote en el lazareto con el cual el superior se sentía incómodo. Parecía conservar la tensión, la ansiedad del seminario. Lo había dejado mucho antes que cualquier otro sacerdote, pero parecía condenado a una perpetua y desdichada juventud. Le era difícil comunicarse con hombres que habían madurado y se mostraban más preocupados con los problemas de la planta eléctrica o la cualidad de los ladrillos que con la busca de almas. Las almas podían esperar. Las almas tenían la eternidad.

—Sí, es un huésped bastante bueno —dijo el superior, apartándose un poco de la dirección en que el padre Thomas parecía encaminarse.

—Es un hombre notable —dijo el padre Thomas, luchando para volver a su rumbo.

—Ahora tenemos bastante dinero —dijo el superior un poco al azar— para poner un ventilador eléctrico en la sala de partos.

—Y tendremos aire acondicionado en nuestros cuartos, una farmacia y todas las últimas revistas de cine, con retratos de Brigitte Bardot —dijo el padre Jean.

El padre Jean era alto, pálido y cóncavo, con una barba que luchaba como un cerco sin podar. Había sido un brillante teólogo moral antes de unirse a la orden; ahora alimentaba cuidadosamente los rasgos de un aficionado al cine, como si eso pudiera ayudarlo a borrar un pasado indeseable.

—Yo preferiría un huevo pasado por agua, los domingos —dijo el padre Paul.

—Los huevos viejos no le gustarán pasados por agua —dijo el padre Jean, sirviéndose más soufflé; a pesar de su aspecto cadavérico, tenía un apetito flamenco.

—No serían viejos —dijo el padre Joseph— si aprendieran a organizar los gallineros. Estoy dispuesto a prestarles a algunos de mis hombres, que construirán gallineros apropiados para una producción intensiva. Sería muy fácil llevar la electricidad desde su casa…

El hermano Philippe habló por primera vez. Siempre vacilaba antes de intervenir en la conversación de hombres a quienes consideraba pertenecientes a otro ámbito menos mundano.

—Ventiladores eléctricos, gallineros… Cuidado, padre, o sobrecargará las dínamos antes de empezar.

El superior sintió que el padre Thomas estaba a punto de estallar. Dijo con tacto:

—¿Y la nueva aula, padre? ¿Tiene usted cuanto se necesita?

—Todo, salvo un catequista que sepa lo esencial acerca de su fe.

—Oh, bueno… mientras pueda enseñar el alfabeto. Lo primero es lo primero.

—Pensé que el catecismo era algo más importante que el alfabeto.

—Rycker habló por teléfono esta mañana —dijo el padre Jean, acudiendo en ayuda del superior.

—¿Qué quería?

—A Querry, desde luego. Dijo que tenía un mensaje… algo acerca de un inglés, pero se negó a dármelo. Amenazó con caer un día de éstos, cuando las embalsaderas vuelvan a andar. Le pedí que me trajera algunas revistas de cine, pero dijo que no las leía. También quiere pedir prestado el tomo del padre Garrigou-Legrange sobre la Predestinación.

—Hay momentos en que casi lamento la llegada del señor Querry —dijo el superior con serenidad.

—Pero deberíamos estar contentos de cualquier pequeño inconveniente que pudiera causarnos —dijo el padre Thomas—. No llevamos una vida muy agitada.

La porción de soufflé que se había servido permanecía inviolada en su plato. Hizo una dura bolita de miga de pan y la tragó con un poco de agua, como una píldora.

—No puede usted esperar que la gente nos deje en paz mientras él esté aquí. No es sólo un hombre famoso. Es un hombre de fe profunda.

—No lo había advertido —dijo el padre Paul—. Esta mañana no estaba en la iglesia.

El superior encendió otro cigarro.

—Oh sí, estaba. Puedo decirle que sus ojos no se apartaron del altar. Estaba sentado al otro lado del camino, con los enfermos. Una manera tan buena de asistir a la misa como sentarse al frente, de espalda a los leprosos, ¿no es cierto?

El padre Paul abrió la boca para responder, pero el superior lo detuvo con un guiño.

—De todos modos, es una manera muy caritativa de decirlo —dijo el superior.

Depositó el cigarro en equilibrio al borde de su plato y se levantó para la acción de gracias. Después se persignó y tomó su cigarro.

—Padre Thomas —dijo—, ¿podría usted dedicarme un minuto?

Lo llevó hasta su cuarto y lo instaló en la única silla cómoda que tenía para las visitas, junto al archivo. El padre Thomas lo miraba tensamente, sentado muy recto, como una cobra al acecho de una mangosta.

—¿Quiere un cigarro, padre?

—Usted sabe que no fumo.

—Desde luego. Lo siento. Estaba pensando en otra persona. ¿Es incómoda esa silla? Me temo que los resortes… Es absurdo tener resortes en el trópico, pero nos la dieron con un lote de trastos.

—Es muy cómoda, gracias.

—Lamento que no encuentre usted a su catequista muy satisfactorio. No es fácil encontrar uno bueno ahora que tenemos tres clases para muchachos. Las monjas parecen arreglárselas mejor que nosotros.

—Si considera usted que Marie Akimbu es una maestra apropiada…

—Trabaja muy duro, según me dice la madre Agnes.

—Sin duda, si es trabajar duro tener un hijo cada año, de un hombre diferente. No me parece que sea correcto permitirle enseñar con la cuna en el aula. Está otra vez encinta. ¿Qué clase de ejemplo es ése?

—Oh, usted sabe, autres pays autres moeurs. Estamos aquí para ayudar, padre, no para condenar. Y no creo que podamos decir a las hermanas qué tienen que hacer. Conocen a esa joven mejor que nosotros. Aquí hay muy pocas personas que conocen a sus padres, no lo olvide usted. Los niños pertenecen a la madre. Quizá por ese motivo nos prefieren a nosotros y a la Madre de Dios antes que a los protestantes. Déjeme usted calcular, padre… —el superior buscó las palabras—. Usted ha permanecido aquí… unos dos años…

—Hará dos años el próximo mes.

—No come usted demasiado. Ese soufflé no estaba precisamente exquisito, pero…

—No tengo objeciones contra el soufflé. Estoy ayunando por motivos privados.

—Desde luego, tendrá usted autorización de su confesor.

—No es necesario por un solo día, padre.

—El día del soufflé era el mejor para elegirlo, entonces, pero usted sabe que este clima es muy difícil para los europeos, especialmente al principio. Al cabo de seis años, cuando llega el momento del traslado, ya nos hemos habituado. A veces casi temo el regreso. Los primeros años… no hay que exigirse demasiado.

—No creo que yo esté exigiéndome demasiado, padre.

—Nuestro primer deber es sobrevivir, aunque eso signifique tomar las cosas un poco más en calma. Tiene usted un gran espíritu de sacrificio, padre. Es una cualidad maravillosa, pero no siempre la que se requiere en el campo de batalla. El buen soldado no corteja la muerte.

—No me parece en modo alguno que…

—Todos nosotros tenemos a veces una sensación de fracaso. Pobre Marie Akimbu, tenemos que aceptar el material que nos cae en manos. No estoy seguro de que encontraría usted un material mejor en algunas de las parroquias de Lieja, aunque a veces me pregunto si sería usted más feliz allí. La misión africana no es para todos. Si un hombre se siente inadaptado aquí, no es un fracaso pedir el traslado. ¿Duerme usted bien, padre?

—Lo suficiente.

—Quizá debería hacerse examinar por el doctor Colin. Es maravilloso lo que puede hacer una píldora en el momento oportuno.

—Padre, ¿por qué está usted tan en contra del señor Querry?

—Espero no estarlo. No lo he advertido.

—¿Qué otro hombre de su posición, mundialmente famoso, aunque el padre Paul nunca haya oído hablar de él, se habría enterrado aquí, para ayudar en el hospital?

—No me pregunto cuáles serán sus motivos, padre Thomas. Espero que pueda aceptar lo que hace con gratitud.

—Bueno, yo busco sus motivos. He hablado con Deo Gratias. Quisiera haber hecho lo que él hizo: lanzarme a la noche, a la selva, en busca de un sirviente. Pero dudo…

—¿Tiene usted miedo de la oscuridad?

—No me avergüenza decir que sí.

—Entonces habría necesitado más coraje. Todavía no sé qué asusta al señor Querry.

—Bueno, ¿no es heroico?

—Oh, no. Un hombre sin miedo me perturba como un hombre sin corazón. El miedo nos salva de tantas cosas… No quiero decir, por supuesto, que el señor Querry…

—¿Demuestra falta de corazón sentarse junto a su sirviente la noche entera, rezando por él?

—Es lo que cuentan en la ciudad, lo sé. Pero… ¿rezó? No es lo que el señor Querry dijo al doctor.

—Se lo pregunté a Deo Gratias. Me dijo que sí. Le pregunté qué oraciones. ¿El Ave María?, le pregunté. Me dijo que sí.

—Padre Thomas, cuando haya estado en África algún tiempo aprenderá a no preguntar a un africano algo que pueda responderse con un sí. Asentir es su forma de cortesía. No significa absolutamente nada.

—Después de dos años, creo que puedo decir cuándo un africano miente.

—Ésas no son mentiras. Padre Thomas, puedo entender muy bien por qué se siente usted atraído hacia el señor Querry. Los dos son hombres de extremos. Pero es nuestro modo de vida, es mejor para nosotros no tener héroes… héroes vivos, quiero decir. Nos basta con los santos.

—¿Sugiere usted que no hay santos vivos?

—Desde luego que no. Pero no los reconozcamos antes que la Iglesia. Nos ahorraremos muchas decepciones.