Capítulo primero

I

En un ámbito desconocido siempre es necesario para el extraño empezar de inmediato a construir lo conocido, quizá con una fotografía o una fila de libros, si eso es cuanto ha llevado consigo del pasado. Querry no tenía fotografías ni libros, salvo su diario. La primera mañana, cuando lo despertaron a las seis las oraciones de la capilla contigua a su cuarto, sintió el pánico del completo abandono. Yacía de espaldas, escuchando el canto piadoso, y si su anillo de sello hubiera tenido algún poder mágico quizá lo habría hecho girar para pedir a cualquier genio que se presentara la gracia de ser trasladado de nuevo a ese lugar que, a falta de nombre mejor, llamaba su hogar. Pero la magia, si tal cosa existe, tenía más probabilidades de residir en el canto rítmico e incomprensible que venía de la puerta vecina. Le recordó, como el olor de una droga, una enfermedad de la cual se había recobrado mucho antes. Se reprochó no haber advertido que el área de lepra era también el área de esa otra enfermedad. Había esperado ver doctores y enfermeras: había olvidado que encontraría sacerdotes y monjas.

Deo Gratias llamó a la puerta. Querry oyó el roce de su muñón al intentar correr el cerrojo. De su puño pendía un cubo de agua, como un abrigo de una percha. Querry había preguntado al doctor, antes de tomarlo a su servicio, si sentía dolores. El doctor lo había tranquilizado, respondiéndole que la mutilación era la alternativa del dolor. Los paralíticos, con sus dedos envarados y sus nervios estrangulados, eran quienes sufrían de modo insoportable (a veces se los oía llorar en la noche), pero el sufrimiento era en cierto modo una especie de defensa contra la mutilación. Querry no sufría mientras permanecía de espaldas en su cama, doblando los dedos.

Así, desde esa primera mañana, se propuso construir un hábito, lo conocido dentro de lo desconocido. Era la condición para sobrevivir. Todas las mañanas, a las siete, tomaba el desayuno con los padres. Todos se dirigían al refectorio dejando la tarea emprendida en la última hora, desde que el canto había cesado. El padre Paul y el hermano Philippe estaban a cargo de la dínamo que abastecía de electricidad la misión y el lazareto; el padre Jean decía misa en la casa de las monjas; el padre Joseph ya había salido con la cuadrilla de obreros que preparaban el terreno para el nuevo hospital; el padre Thomas, con los ojos hundidos como piedras en la pálida arcilla de su cara, apuraba el café como una droga nauseabunda y se marchaba para inspeccionar las dos escuelas. El hermano Philippe se sentaba en silencio, sin tomar parte alguna en la conversación; era más viejo que los padres, sólo hablaba flamenco y tenía esa clase de rostros que parecen socavados por el tiempo y la paciencia. A medida que las caras desarrollaban rasgos como los negativos en un baño químico, Querry se apartaba de su compañía. Temía las preguntas que podían hacerle; al fin empezó a descubrir que, como los sacerdotes del seminario junto al río, no le preguntarían nada de importancia. Hasta las preguntas que ellos encontraban necesarias eran formuladas como afirmaciones: «Los sábados llega aquí un ómnibus a las seis y treinta, si quiere usted ir a misa». Y nadie le exigía responder que había dejado de ir a misa más de veinte años antes. Nadie advirtió nunca su ausencia.

Después del desayuno tomaba un libro de la exigua biblioteca del doctor y se marchaba a la orilla del río. En ese punto el río era más amplio y tenía casi una milla de ancho. Una vieja barcaza de chapa, herrumbrada por el largo desuso, le permitía evitar las hormigas. Allí se sentaba hasta que el sol, poco después de las nueve, estaba ya demasiado alto para sentirse cómodo. A veces leía, a veces se limitaba a mirar el incesante flujo kaki del río, que llevaba pequeñas islas de hierba y jacinto, al ritmo de taxis desocupados, desde el corazón de África hasta el mar lejano.

En la otra orilla los grandes árboles, con raíces a flor de suelo como las costillas de un barco a medio construir, se erguían sobre la verde muralla de la jungla, pardos en la copa como coliflores viejas. Los troncos grises y fríos de los árboles, ininterrumpidos por ramas, se curvaban ligeramente a uno y otro lado, dándoles una especie de vida reptil. Los pájaros de porcelana blanca se posaban en el lomo de las vacas color café y una vez, durante una hora entera, Querry observó una familia sentada en una piragua sin hacer nada: la madre llevaba un vestido amarillo brillante; el hombre, arrugado como una corteza, se inclinaba sobre una paleta que nunca usaba; una niña con un chiquillo en el regazo sonreía y sonreía como un piano abierto. Cuando ya hacía demasiado calor para estar sentado al sol Querry se reunía con el doctor en el hospital o el dispensario, y después de esto ya había pasado medio día sin novedad. Nada de lo que veía le producía ya náuseas, y no tenía que recurrir a la botella del éter. Pasado más de un mes habló con el doctor.

—Tiene usted muy pocos ayudantes para ocuparse de ochocientas personas, ¿no es cierto?

—Sí.

—Si puedo serle de alguna utilidad… Sé que no estoy adiestrado…

—Se marcha usted pronto, creo.

—No tengo planes.

—¿Sabe usted algo de electroterapia?

—No.

—Podría usted aprender, si le interesa. Seis meses en Europa.

—No quiero volver a Europa —dijo Querry.

—¿Nunca?

—Nunca. Tengo miedo de volver.

Quizá la frase sonó melodramática para él mismo, y procuró retirarla:

—No he querido decir miedo. Es por uno o dos motivos.

El doctor hizo correr los dedos sobre las placas en la espalda de un niño. Para una mirada inexperta el niño parecía perfectamente sano.

—Éste va a ser uno de nuestros peores casos —dijo el doctor Colin—. Palpe aquí.

La vacilación de Querry no fue más perceptible que la lepra. Al principio, sus dedos no sintieron nada, pero tropezaron en partes donde la piel del niño parecía haberse espesado con una nueva capa.

—No responde tan bien como debiera al D. D. S. ¿No sabe usted nada de electricidad?

—Lo siento…

—Porque espero un aparato de Europa. Viene con gran retraso. Con él podré tomar la temperatura de la piel simultáneamente en veinte lugares. No puede usted sentirlo con los dedos, pero esta placa está más caliente que la piel a su alrededor. Espero que algún día podré descubrir una placa, antes de que aparezca. Ahora están tratando de hacerlo en la India.

—Me sugiere usted cosas demasiado complicadas para mí —dijo Querry—. Soy hombre de un solo oficio, de una sola habilidad.

—¿Qué oficio es ése? —preguntó el doctor—. Ésta es una ciudad en miniatura y hay pocos oficios para el que no encontremos destino. ¿No será usted escritor? —agregó, mirando a Querry con súbito recelo—. Aquí no hay lugar para escritores. Queremos trabajar en paz. No queremos que la prensa mundial nos descubra como descubrió a Schweitzer.

—No soy escritor.

—¿O fotógrafo? Estos leprosos no se exhibirán en un museo de horrores.

—No soy fotógrafo. Créame, quiero la paz tanto como usted. Si el barco hubiera seguido adelante, no habría bajado aquí.

—Dígame entonces cuál es su oficio y nosotros lo destinaremos.

—Lo he abandonado —dijo Querry.

Una hermana pasó en bicicleta, ocupada en algo.

—¿No hay nada simple que pueda hacer yo para ganarme la vida? —preguntó Querry—. ¿Vendas? No estoy preparado, pero no debe de ser difícil aprender… Sin duda ha de haber alguien que lave las vendas. Podría reemplazar a un elemento más valioso.

—Ése es el dominio de las hermanas. Mi vida no valdría la pena de ser vivida si me interpusiera en sus ocupaciones. ¿Se siente usted inquieto? Quizá la próxima vez que pase el barco podrá regresar a la capital. Luc está llena de oportunidades.

—No volveré nunca —dijo Querry.

—En ese caso, adviértalo usted a los padres —dijo el doctor con ironía.

Llamó al ayudante:

—Basta, por hoy.

Mientras se lavaba las manos con alcohol echó una mirada a Querry por encima del hombro. El ayudante guiaba hacia afuera el rebaño de leprosos; quedaron solos.

—¿Lo busca la policía? —preguntó Colin—. No tema decírmelo a mí… o a cualquiera de nosotros. Encontrará el lazareto tan seguro como la Legión Extranjera.

—No. No he cometido ningún crimen. Le aseguro que no hay nada interesante en mi caso. Me he retirado, eso es todo. Si los padres no me quieren aquí, siempre podré seguir adelante.

—Ya lo dijo usted mismo: el barco no sigue adelante.

—Está el camino.

—Sí, en una sola dirección: la misma por la cual llegó usted. Y no suele estar practicable. Ésta es la estación de las lluvias.

—Me quedan los pies —dijo Querry.

Colin buscó una sonrisa, pero no la había en el rostro de Querry.

—Si de veras quiere usted ayudarme —dijo Colin— y no le importa un incómodo viaje, puede tomar el segundo camión para Luc. El barco quizá no regrese en semanas. Mi nuevo aparato debe de estar ahora en la ciudad. Le tomará ocho días ir y volver… si tiene suerte. ¿Quiere ir? Eso significa dormir en la selva, y si los ferryboats no cruzan el río tendrá que volverse. No sé cómo puedo llamar camino a eso —continuó, resuelto a que el superior no pudiera acusarlo de haber persuadido a Querry—. Sólo si quiere usted ayudarme… como puede verlo, es imposible ir para cualquiera de nosotros. No podemos faltar aquí.

—Saldré en seguida, por supuesto.

El doctor pensó que también Querry era un hombre bajo obediencia, pero no a cualquier autoridad divina o civil, sino a cualquier viento que pudiera soplar.

—Puede usted llevar algunas verduras congeladas y un poco de carne, también. Los padres y yo podremos arreglárnoslas con un cambio de dieta. Hay una tienda con productos congelados en Luc. Diga usted a Deo Gratias que le procure un catre en mi casa. Si lleva usted una bicicleta a hombro, podrá pasar la primera noche en casa de los Perrin, pero no podrá llegar hasta ellos en camión. Viven junto al río. Son los únicos Chantins que encontrará en ocho horas, a menos que se hayan marchado de regreso: no puedo recordarlo. Y por lo menos, siempre dará con Rycker, en el segundo ferryboat, a unas seis horas de Luc. Lo recibirá muy bien, estoy seguro.

—Prefiero dormir en el camión —dijo Querry—. No soy hombre sociable.

—Le advierto que no es un viaje fácil. Y siempre podemos esperar el barco…

Se detuvo, esperando que Querry contestara. Pero todo cuanto Querry dijo fue: «Me alegrará serle útil». El mutuo recelo entorpecía el diálogo. Al doctor le parecía que las únicas palabras que podía decir con seguridad habían estado guardadas durante largo tiempo en una probeta del dispensario y olían a formol.