II

Durante varias semanas los persiguieron mariposas amarillas que fueron un cambio bienvenido después de las tsetsé. Las mariposas viraban hacia el salón no bien se prendían las luces, aunque el río aún yacía bajo una napa de brumas, como un tanque bajo el vapor. Cuando la bruma se disipaba, ambos hombres podían ver una orilla perfilada de blancos nenúfares que a cincuenta metros de distancia parecían un regimiento de cisnes. El color del agua en toda esa extensión era el peltre, salvo donde la rueda batía la estela, volviéndola chocolate; y el reflejo verde de los bosques no se espejeaba en la superficie, sino que parecía brillar desde el interior de ese peltre traslúcido y delgado como el papel. En una piragua dos hombres tenían las piernas prolongadas por sus sombras, de modo que parecían vadear el río con las piernas hundidas hasta las rodillas.

—Mire allí, padre —dijo el pasajero—. ¿No le sugiere eso una explicación para la historia de Cristo caminando sobre las aguas?

Pero el capitán, que apuntaba hacia una garza inmóvil tras la fila de nenúfares, no se molestó en responderle. Tenía la pasión de matar toda cosa viviente, como si sólo el hombre tuviera derecho a la muerte natural.

Después de seis días llegaron a un seminario africano que se alzaba como una fea universidad de ladrillos rojos en la cima del barranco arcilloso. En ese seminario el capitán había enseñado griego alguna vez: se detuvieron, pues, en parte por recordar los viejos tiempos, en parte para poder comprar madera a precio más barato que el fijado por la OTRACO La carga empezó de inmediato: los jóvenes seminaristas negros esperaban dispuestos, antes de que la campana del barco llamara dos veces, para llevar la leña a los pontones, de modo que el vapor pudiera zarpar nuevamente al primer barrunto de luz. Después de la comida los sacerdotes se reunieron en el cuarto común. El capitán era el único con sotana. Un padre de cuidada barba puntiaguda, vestido con una camisa kaki abierta, recordó al pasajero un joven oficial de la Legión Extranjera que había conocido en el Este y cuyo desasosiego e indisciplina le habían ocasionado una muerte heroica y vana. Otro de los padres podría haber sido tomado por un profesor de economía, un tercero por un abogado, un cuarto por un doctor. Pero la risa demasiado fácil, la exagerada excitación provocada por una simple partida de naipes que jugaban apostando con fósforos tenían la inocencia e inmadurez del aislamiento: inocencia de exploradores abandonados en una cumbre de hielo o de hombres aprisionados por una guerra de quien ya nadie habla. Prendieron la radio para las noticias de la noche, pero sólo por hábito, imitando un gesto cumplido desde años antes por motivos que ya no recordaban claramente. No les interesaban las tensiones y cambios de gabinetes europeos: apenas les importaban los motines a pocos cientos de kilómetros, al otro lado del río, y el pasajero tuvo conciencia de su propia seguridad entre ellos. No le harían preguntas inoportunas. Y volvió a acordarse de la Legión Extranjera. Si hubiera sido un asesino escapado de la justicia, nadie habría tenido la curiosidad de sondear en su secreta herida.

Y sin embargo… no podía decir por qué, pero esas risas lo molestaban, como un chico ruidoso o un disco de jazz. Lo irritaba el placer que sentían por cosas ínfimas: inclusive por la botella de whisky que les había llevado desde el vapor. Quienes desposan a Dios, pensó, también pueden domesticarse: es un matrimonio tan monótono como todos los demás. La palabra «amor» significa un formal roce de los labios como en la ceremonia de la misa, y «Ave María», como «querida», es una fórmula para iniciar una carta. Esas bodas, como los matrimonios terrenos, se mantenían gracias a hábitos y gustos compartidos con Dios y consigo mismo. A Dios le gustaba ser venerado y a ellos venerar, pero sólo a horas fijas, como un abrazo suburbano en la noche del sábado.

La risa aumentó. Habían sorprendido al capitán trampeando, y desde entonces cada sacerdote, sucesivamente, trataba de burlar a su vecino robándole fósforos, haciendo descartes subrepticios, declarando cartas falsas… el juego, como tantos juegos infantiles, estaba a punto de acabar en el caos. ¿Habría lágrimas antes de la hora de acostarse? El pasajero se puso de pie con impaciencia y se alejó de ellos caminando en torno al lóbrego cuarto común. La cara del nuevo papa, semejante a un director de escuela excéntrico, le cavaba los ojos desde la pared. Sobre un aparador color chocolate había unos cuantos romans policiers y una colección de periódicos misioneros. Abrió uno: le recordó un diario escolar. Había una reseña de un partido de fútbol en un lugar llamado Oboko y un viejo muchacho publicaba la primera entrega de un ensayo llamado «Vacaciones en Europa». En un calendario de pared se veía la fotografía de otra misión: la misma fea clase de iglesia de inapropiado ladrillo junto a una casa con galería para el sacerdote. Quizá era una escuela rival. Agrupados al frente de los edificios estaban los padres: también reían. El pasajero se preguntó cuándo había empezado a detestar la risa como un mal olor.

Salió a la noche, a la luz de la luna. Aun de noche el aire era tan húmedo que rozaba las mejillas como tenues hilos de lluvia. Algunas bujías seguían ardiendo en un pontón y una linterna se movía sobre la cubierta superior, indicándole dónde estaba parado el vapor. Dejó el río y encontró una áspera vereda que empezaba entre la yerba, tras las aulas, y llevaba a lo que los geógrafos podrían llamar el centro de África. La siguió un corto trecho, sin saber por qué, guiado por la luz de la luna y las estrellas; al frente podía oír una especie de música. La huella lo llevó a una aldea y al otro límite de la aldea. Sus habitantes estaban despiertos, quizá porque había luna llena: si así era, habían señalado esa faz mejor que él en su propio diario. Algunos muchachos batían viejas latas obtenidas en la misión, latas de sardinas y habas Heinz y jalea de ciruelas; alguien tocaba una especie de arpa casera. Algunas caras lo atisbaban tras pequeños fuegos. Una vieja bailaba torpemente, desconyuntando las caderas cubiertas con un pedazo de arpillera, y de nuevo se sintió irritado por la inocencia de la risa. No se reían de él, reían unos con otros, y él estaba excluido, como lo había estado en el cuarto de recreo del seminario, en su propia región, donde la risa era como las sílabas desconocidas de una lengua enemiga. Era una aldea muy pobre: la barda de las chozas de arcilla había sido roída mucho tiempo antes por ratas y lluvias, y las mujeres sólo llevaban en torno al talle viejos trapos que habían servido para el azúcar y el grano. Los reconoció como pigmeoides, descendientes bastardos de los verdaderos pigmeos. No eran un enemigo poderoso. Se volvió y regresó al seminario.

El cuarto estaba vacío, la partida de cartas se había interrumpido. Se marchó a su cuarto. Se había habituado tanto a la estrecha cabina que se sintió indefenso en este vasto espacio que sólo albergaba un lavatorio con jarra, palangana y vaso, una silla, una cama estrecha bajo un mosquitero y una botella de agua hervida en el suelo. Uno de los padres, sin duda el superior, llamó a la puerta y entró.

—¿Necesitaba usted algo? —preguntó.

—Nada, no quiero nada.

Y estuvo a punto de agregar: «Eso es lo malo».

El superior miró en la jarra para comprobar si estaba llena.

—Encontrará usted el agua muy parda —dijo—, pero está muy limpia.

Levantó la tapa de una jabonera para asegurarse de que el jabón no había sido olvidado. Una tableta flamante, color naranja, estaba en el interior.

—Lifebuoy —dijo el superior con orgullo.

—No he usado Lifebuoy desde que era chico —dijo el pasajero.

—Mucha gente dice que es bueno para el prurito que provoca el calor. Pero yo nunca lo he padecido.

Súbitamente el pasajero se sintió incapaz de seguir callando.

—Tampoco yo —dijo—. No sufro de nada. Ya no sé qué es el sufrimiento. He llegado al fin de todo eso, también.

—¿También?

—Como de todo el resto. Al fin de todo.

El superior se apartó de él sin curiosidad.

—Oh, bueno… —dijo—. Usted sabe, el sufrimiento es algo que siempre nos será concedido cuando sea necesario. Duerma bien. Lo llamaré a las cinco.