II

Cuando llegó el momento de que los Ryckers se marcharan —debieron esperar largo rato a Madame Cassin—, Rycker había bebido hasta el límite de lo peligroso: había pasado de la amabilidad excesiva a la disatisfacción, la disatisfacción cósmica que, después de escudriñar los defectos en los caracteres ajenos, emprendía el examen del suyo propio. Marie Rycker sabía que si en esa etapa aceptaba tomar una píldora somnífera, todo andaría bien; quizá llegara a la inconsciencia antes de llegar a la religión que, como una puerta abierta en un barrio reservado, llevaba inevitablemente al sexo.

—Hay veces en que desearía que tuviéramos un obispo más espiritual —dijo Rycker.

—Fue muy amable conmigo —dijo Marie Rycker.

—Supongo que te habló de cartas.

—Se ofreció para enseñarme a jugar al bridge.

—Supongo que sabía que te he prohibido jugar.

—No podía saberlo. No se lo he dicho a nadie.

—No quiero que mi mujer se convierta en un típico colon.

—Creo que lo soy ya —dijo ella—. No quiero ser diferente —agregó en voz baja.

Él dijo bruscamente:

—Perder tanto tiempo en charlas vanas…

—Cómo me gustaría poder hacerlo. Cómo me gustaría. Si alguien pudiera enseñarme…

Siempre era lo mismo. Ella no bebía más que Perrier, pero el alcohol del aliento de Rycker la hacía hablar como si el whisky entrara en su propia sangre, y lo que decía entonces estaba siempre demasiado cerca de la verdad. La verdad que, según alguien escribió, nos hace libres, irritaba a Rycker como uno de sus juanetes.

—Tonterías —dijo—. No hables así para impresionar. A veces me recuerdas a Madame Guelle.

La noche les cantaba inarmónicamente a cada lado del camino, y los ruidos de la selva eran más fuertes que el del motor. Ella soñaba con todas las tiendas que trepaban la colina por la calle de Namur: trató de mirar a través del tablero iluminado un escaparate lleno de zapatos. Extendió un pie junto al freno y dijo en un susurro:

—Calzo treinta y seis.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

A la luz de los faros vio la jaula contoneándose junto al camino como un marciano.

—Estás tomando la mala costumbre de hablar sola.

Ella no contestó. No podía decirle: «No tengo con quien hablar» sobre la pastelería de la esquina, sobre el día en que la hermana Thérèse se rompió el tobillo, sobre la plage en agosto, con sus padres.

—En buena parte, es mi culpa —dijo Rycker, llegando a la segunda etapa—. Lo comprendo. No he sabido enseñarte los valores reales, tal como los veo. ¿Qué puedes esperar del gerente de una fábrica de aceite de palmera? Yo no estaba hecho para esta vida. Debí prever que hasta tú misma lo descubrirías.

Su vana cara amarilla pendía como una máscara entre ella y África.

—Cuando era joven, quería ser sacerdote.

Desde su matrimonio le había dicho lo mismo por lo menos una vez por mes, después de beber; y cada vez ella recordaba la primera noche, en el hotel de Antwerp, cuando él despegó su cuerpo del de ella como un saco lleno a medias y se desplomó a su lado. Y ella, sintiendo un poco de ternura porque creyó que en cierto modo lo había decepcionado, le tocó el hombro (duro y redondo como un nabo en una vaina) y él preguntó ásperamente: «¿No estás satisfecha? Un hombre no puede hacerlo una y otra vez». Después se volvió, apartándose de ella: la medalla que él llevaba siempre se había torcido en el abrazo y ahora yacía en el hueco de su espalda, enfrentándola como un reproche. Marie quiso defenderse: «Fuiste tú quien se casó conmigo. Yo sabía qué es la castidad… las monjas me lo enseñaron». Pero la castidad que le habían enseñado era algo que ella relacionaba con tocas blancas y limpias y con luz y con suavidad, mientras que la castidad de Rycker era como un trapo viejo en un desierto.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—Ni siquiera te interesas cuando te cuento mis sentimientos más hondos.

—Quizá fue un error —dijo ella en tono lastimero.

—¿Un error?

—Casarte conmigo. Yo era demasiado joven.

—Quieres decir que soy demasiado viejo para satisfacerte.

—No, no… No quise decir…

—Tú sólo conoces una clase de amor, ¿no es cierto? ¿Crees que ésa es la clase de amor que sienten los santos?

—No conozco ningún santo —dijo ella, con desesperación.

—¿No me crees capaz de atravesar, a mi ínfima manera, la Noche Oscura del Alma? Soy tan sólo tu marido, que comparte tu cama…

—No entiendo —susurró ella—. Por favor, no entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Creía que el amor hace feliz a la gente.

—¿Eso te enseñaron en el convento?

—No.

Rycker le hizo una mueca, respirando pesadamente, y el auto se llenó de pronto del olor del Vat 69. Pasaron junto a la monstruosa figura construida en la silla. Estaban a punto de llegar.

—¿En qué piensas? —preguntó él.

Ella había vuelto a pensar en la tienda de la calle Namur y en un hombre maduro que le metía suavemente, muy suavemente, el pie en un zapato de tacón afilado. De modo que dijo:

—En nada.

Rycker dijo en voz súbitamente amable:

—Éste es el momento de rezar.

—¿De rezar?

Marie sabía, aunque sin alivio, que la riña había terminado: porque también sabía por experiencia que después de que ha arreciado la lluvia, los relámpagos siempre se acercan.

—Cuando no tengo otra cosa en que pensar, quiero decir en que deba pensar, siempre digo un Padrenuestro, un Ave María y hasta un Acto de Contrición.

—¿Contrición?

—Porque me he enfadado injustamente con una niña querida a quien adoro.

Su mano cayó sobre el muslo de María y sus dedos sobaron la seda de la falda, como si buscaran un músculo determinado. Fuera, los cilindros abandonados y herrumbrados indicaban que la casa estaba cerca; al girar verían las luces del dormitorio.

Ella quiso irse en seguida a su cuarto, el cuarto pequeño, caliente e inhóspito en que él le permitía a veces estar a solas durante sus períodos mensuales o inseguros, pero Rycker la detuvo con un roce. Y ella no tenía verdaderas esperanzas de librarse de eso.

—¿No estás enfadada conmigo, Mawvie? —dijo él.

Siempre balbuceaba su nombre puerilmente en los momentos en que se sentía menos pueril.

—No. Pero… no me parece seguro…

Su única esperanza de escape era que él temía un hijo.

—Oh, vamos. Miré el calendario antes de salir.

—He estado tan irregular los últimos dos meses…

Una vez ella había comprado un pulverizador, pero él lo había encontrado, lo había arrojado y después le había dado una lección sobre la enormidad y monstruosidad de su acto, hablando tan largamente y con tanta emoción sobre el tema del matrimonio cristiano que la conferencia había terminado en la cama.

Rycker le apoyó una mano bajo el talle y la empujó suavemente en la dirección que deseaba.

—Esta noche —dijo— correremos el riesgo.

—Pero es el peor momento. Te prometo…

—La Iglesia no quiere que evitemos todo riesgo. No debe abusarse del período seguro, Mawvie.

—Déjame ir a mi cuarto un momento —imploró ella—. He dejado mis cosas allí.

Odiaba desvestirse ante su mirada escudriñadora.

—No tardaré —siguió—. Te prometo que no tardaré.

—Estaré esperándote —amenazó Rycker.

Ella se desvistió con cuanta lentitud le permitió su osadía y tomó una chaqueta de pijama debajo de su almohada. Allí no había lugar más que para un pequeño lecho de hierro, una silla, un guardarropa, una cómoda. Sobre la cómoda, la fotografía de sus padres, dos felices personas maduras que se habían casado tardíamente y habían tenido sólo una hija tardía. Había una tarjeta postal de Brujas, enviada por un primo, y un ejemplar viejo de Times. Bajo la cómoda había escondido una llave. La tomó y abrió el último cajón. En el cajón estaba su museo secreto: un misal demasiado limpio que le habían regalado para su primera Comunión, un caracol, el programa de un concierto en Bruselas, la Historia Católica de Europa, de André Lejeune, en un volumen para uso de las escuelas, y un libro de ejercicios que contenía un ensayo escrito por ella durante el último curso (había obtenido las calificaciones máximas) sobre las Guerras de Religión. Esta vez agregó a la colección el ejemplar viejo de Time. La cara de Querry cubrió la Historia de Lejeune: era una disonancia entre las reliquias de la niñez.

Marie recordó exactamente las palabras de Madame Guelle: «Su reputación es muy mala, en cierto sentido». Cerró el cajón y escondió la llave: no era seguro demorarse más tiempo. Después atravesó la galería hacia el cuarto de ambos, donde Rycker yacía desnudo dentro del mosquitero de la cama matrimonial, bajo el cuerpo de madera en la cruz. Era como un ahogado pescado en una red: el vello parecía algas en su vientre y sus piernas. Pero al entrar Marie volvió inmediatamente a la vida.

—Ven, Mawvie —dijo levantando un lado del mosquitero.

Todo matrimonio cristiano (cuántas veces se lo habían dicho a Marie sus maestras religiosas) significaba las bodas de Cristo y su Iglesia.