Capítulo tercero
I
El champagne dulzón era el mejor que Querry había podido encontrar en Luc, y no había mejorado con los tres días de viaje en el camión y una caída en la primera embalsadera. Las monjas contribuyeron con sopa de guisantes en lata, cuatro magros pollos asados y una ambigua omelette dulce que hicieron con mermelada de guava: la omelette se desmoronó durante el camino entre la casa de las monjas y la de los padres. Pero ese día, cuando al fin terminó la ceremonia de alzar el techo de troncos, nadie se sintió con ánimo de críticas. Frente al consultorio se dispuso un toldo y en largas mesas sobre caballetes los sacerdotes y monjas ofrecieron una fiesta a los leprosos que habían trabajado en el hospital y sus familiares: cerveza para los hombres y bebidas efervescentes de frutas y bollos para las mujeres y los niños. El festejo particular de las monjas había sido preparado en estricto secreto, pero se decía que consistía sobre todo en café cargado y algunas cajas de petits fours reservadas desde la Navidad anterior y probablemente enmohecidas durante el intervalo.
Antes de la fiesta hubo un oficio religioso. El padre Thomas recorrió el nuevo hospital, asistido por el padre Joseph y el padre Paul, rociando las paredes con agua bendita, y se cantaron varios himnos en lengua mongo. Hubo oraciones y un sermón del padre Thomas que se prolongó demasiado: aún no había aprendido bastante la lengua nativa como para que se lo entendiera cabalmente. Algunos jóvenes leprosos se impacientaron y se alejaron; el hermano Philippe encontró a un niño rociando las nuevas paredes con su propia forma de agua.
Nadie se preocupó de que un pequeño grupo disidente que nada tenía que ver con la tribu local cantara aparte sus propios himnos. Sólo el doctor, que había trabajado en el Congo Inferior, reconoció en ellos a algunos revoltosos de la costa, a más de mil kilómetros de distancia. Era imposible que cualquiera de los leprosos los entendiera, de modo que los dejó en paz. La única huella de su largo viaje por tierras y aguas era un insólito amontonamiento de bicicletas en un sendero de la selva que Colin había tomado por casualidad esa mañana.
«E ku Kinshasa ka bazeyi ko:
E ku Luoii ka bazeyi ko…»
«En Kinshasa no saben nada:
En Luozi no saben nada…»
La orgullosa canción de superioridad continuaba: superioridad ante su propio pueblo, ante el hombre blanco, ante el dios cristiano, ante cualquiera situado más allá de su círculo de seis portadores de gorras con el anuncio de la cerveza «Polo».
«En el Alto Congo no saben nada;
en el cielo no saben nada;
los que denigran el Espíritu no saben nada;
los jefes no saben nada;
los blancos no saben nada».
Nzambe nunca había sido humillado como criminal: era un dios exclusivo. Sólo Deo Gratias se adelantó hacia ellos: se acuclilló en el suelo, entre ellos y el hospital, y el doctor recordó que había llegado, de niño, desde el Congo Inferior.
—¿Ése es el futuro? —preguntó Querry.
—No podía entender las palabras, sólo el sesgo agresivo de las gorras de la cerveza Polo.
—Sí.
—¿No le teme?
—Desde luego. Pero no quiero mi propia libertad a expensas de cualquier otra.
—Ellos sí.
—Nosotros se lo enseñamos.
Entre una y otra demora, ya atardecía cuando el árbol se alzó en el techo y empezó la fiesta. Por entonces el toldo dispuesto ante el consultorio ya no se necesitaba para proteger a los trabajadores del calor, pero a juzgar por las negras nubes amontonadas más allá del río, el padre Joseph decidió que podía servir para ampararlos de la lluvia.
La decisión del padre Thomas de alzar el techo no se había tomado sin discusiones. El padre Joseph deseaba esperar un mes con la esperanza de que volviera el superior, y el padre Paul había empezado por apoyarlo, pero cuando el doctor Colin estuvo de acuerdo con el padre Thomas, retiraron su oposición. «Dejen que el padre Thomas tenga su fiesta y sus himnos —les dijo el doctor—. Necesito el hospital».
El doctor Colin y Querry dejaron el grupo y regresaron al fin de la ceremonia.
—Hemos procedido bien, pero sin embargo querría que el superior estuviera con nosotros —dijo Colin—. Le habría gustado la fiesta y por lo menos habría hablado a estas gentes en un lenguaje fácil de entender.
—Y más brevemente, además —dijo Querry.
Las huecas voces africanas se levantaron en torno a ellos en otro himno.
—Pero usted se queda y mira —dijo Colin.
—Oh sí, me quedo.
—Me pregunto por qué.
—Voces ancestrales. Recuerdos. Cuando era usted niño, ¿nunca se quedó despierto, escuchando esas voces, escaleras abajo? No podía entender qué decían, pero era un ruido que de algún modo confortaba. Lo mismo me ocurre ahora. Soy feliz oyendo, sin decir nada. La casa no se incendia, no hay un ladrón acechando en el cuarto contiguo: no quiero entender ni creer. Si creyera, tendría que pensar. Ya no quiero volver a pensar. Puedo construirle todas las conejeras que necesite sin pensar.
Después, en la misión, hubo mucha agitación en torno al champagne. El padre Paul fue sorprendido mientras se servía un vaso antes de su turno: alguien —el hermano Philippe parecía un reo inverosímil— llenó una botella vacía con soda, y la botella había circulado en torno a media mesa antes de que nadie lo advirtiera. Querry recordó otra ocasión, meses atrás: una noche en un seminario junto al río, cuando los sacerdotes hacían trampas jugando a las cartas. Se había alejado hacia la selva, incapaz de soportar su risa y su puerilidad. ¿Cómo podía ahora sentarse allí y sonreír con ellos? Hasta se descubrió desaprobando la expresión severa del padre Thomas, sentado al extremo de la mesa, sin divertirse.
El doctor propuso un brindis por el padre Joseph y el padre Joseph propuso un brindis por el doctor. El padre Paul propuso un brindis por el hermano Philippe y el hermano Philippe se sumió en confusión y silencio. El padre Jean propuso un brindis por el padre Thomas, que no respondió. El champagne se había acabado, pero alguien exhumó del fondo del aparador una botella semiacabada de oporto Sandeman y bebieron en vasos de licor para que durara más.
—Después de todo, los ingleses beben oporto al fin de sus cenas —dijo el padre Jean—. Una costumbre extraordinaria, quizá protestante, pero sin embargo…
—¿Está usted seguro de que no hay nada contra eso en la teología moral? —preguntó el padre Paul.
—Sólo en el derecho canónico. Lex contra Sandemanium, pero eso fue interpretado por aquel eminente benedictino, Dom…
—Padre Thomas, ¿no quiere un vaso de oporto?
—No, gracias, padre. He bebido demasiado.
La oscuridad más allá de la puerta abierta retrocedió y por un instante pudieron ver las palmeras, inclinándose en una extraña luz amarilla de fotografía vieja. Después todo volvió a la oscuridad, y el viento sopló volviendo las páginas de las revistas de cine del padre Jean. Querry se puso de pie para cerrar la puerta antes de que estallara la tormenta inminente, pero cambió de idea: salió y cerró la puerta tras sí. El cielo volvió a iluminarse hacia el norte, en una larga banda sobre el río. Desde el lugar donde los leprosos celebraban llegó el sonido de los tamboriles y el trueno retumbó como la respuesta de una fuerza favorable. Alguien se movió en la galería. A la luz de otro relámpago Querry vio que era Deo Gratias.
—¿Por qué no estás en la fiesta, Deo Gratias?
Entonces recordó que la fiesta era sólo para los no mutilados, para los albañiles y carpinteros.
—Bueno, han hecho un buen trabajo en el hospital —dijo Querry. Deo Gratias no respondió:
—¿No pensarás en volver a escaparte? —dijo Querry, encendiendo un cigarrillo que puso entre los labios del hombre.
—No.
En la oscuridad, Querry se sintió punzado por el muñón de su criado.
—¿Qué te pasa, Deo Gratias? —dijo.
—Usted se irá —dijo Deo Gratias— ahora que el hospital está terminado.
—Oh no, no me iré. Aquí terminaré mis días. No puedo volver al lugar de donde he venido, Deo Gratias. Ya no pertenezco a él.
—¿Mató a un hombre?
—Lo maté todo.
El trueno se acercó, y después la lluvia: primero fue como un estremecimiento insinuándose entre los abanicos de las palmeras, reptando por la hierba; después fue la pisada firme de la lluvia que avanzaba desde el río hasta barrer los escalones de la galería. Los tamboriles de los leprosos se extinguieron como llamas; hasta el trueno sólo pudo oírse débilmente tras la gran descarga de lluvia.
Deo Gratias se acercó más a Querry.
—Quiero irme con usted —dijo.
—Te he dicho que me quedaré aquí. ¿Por qué no me crees? El resto de mi vida. Me enterrarán aquí.
Quizá no pudo hacerse oír a través de la lluvia, pero Deo Gratias repitió:
—Quiero irme con usted.
En alguna parte empezó a sonar un teléfono: un trivial sonido humano, persistente como el llanto de un niño a través de la lluvia.