III

El padre Thomas caminaba en silencio bajo su gran paraguas. La lluvia había parado, pero caían chorros de agua por las varillas. El padre Thomas sólo era visible a intervalos, cuando brillaba un relámpago. No tenía linterna, pero conocía el sendero de memoria en la oscuridad. Muchas omelettes y soufflés habían pasado por ese camino, huevos rotos en vano. La casa blanca de las monjas se les acercó súbitamente en un resplandor y un trueno simultáneos: un relámpago había abatido un árbol en las cercanías y todas las luces de la misión se fundieron de golpe.

Una de las hermanas los esperaba a la puerta con una bujía. Miró a Querry por sobre el hombro del padre Thomas, como si fuera el demonio en persona: con temor, repulsión y curiosidad.

—La madre está con madame Rycker —dijo.

—Entremos —respondió lúgubremente el padre Thomas.

La hermana los guió hasta un cuarto pintado de blanco, donde Marie Rycker yacía en una cama pintada de blanco bajo un crucifijo, con una mariposa ardiendo a su lado. La madre Agnes estaba sentada junto a la cama y acariciaba la mejilla de Marie Rycker. Querry pensó en una hija que hubiera regresado sana y salva al hogar después de una larga visita a una tierra extranjera.

El padre Thomas dijo en un susurro de altar:

—¿Cómo está?

—No le ha pasado nada —dijo la madre Agnes—. En el cuerpo, claro está.

Marie Rycker se volvió en la cama y los miró. Sus ojos tenían la transparente honestidad de un niño que ha preparado una patraña. Sonrió a Querry y dijo:

—Perdón. Tenía que venir. Tenía miedo.

La madre Agnes retiró la mano y miró a Querry atentamente, como temiendo un acto de violencia contra su protegida.

—No debe asustarse —dijo Querry suavemente—. Fue el largo viaje lo que la ha asustado… eso es todo. Ahora que está a salvo entre amigos, explicará… ¿no es cierto?

Se detuvo, vacilando.

—Oh sí, todo… —dijo ella en un susurro.

—No han entendido lo que usted les ha dicho. Sobre nuestro viaje a Luc. Y el niño. ¿Espera usted un niño?

—Sí.

—Dígales de quién es el niño.

—Les he dicho ya —dijo ella—. Es tuyo. También mío, desde luego —agregó, como si con ese calificativo pusiera todo en claro, más allá de cualquier censura.

—Ya lo ve usted —dijo el padre Thomas.

—¿Por qué dice eso? Usted sabe que no es cierto. Nunca hemos estado juntos, salvo en Luc.

—La primera vez —dijo ella—, cuando mi marido te llevó a nuestra casa.

Habría sido más fácil sentir ira, pero Querry no sintió nada: mentir es tan natural en cierta edad como jugar con fuego.

—Usted sabe que todo esto es un disparate. Estoy seguro de que no quiere perjudicarme —dijo.

—Oh, no —dijo ella—. Nunca. Je t’aime, chéri. Je suis toute à toi.

La madre Agnes frunció la nariz de repulsión.

—Por eso he venido en tu busca.

—Debería descansar, ahora —dijo la madre Agnes—. Todo esto puede discutirse por la mañana.

—Permítame hablar con ella a solas.

—De ninguna manera —dijo la madre Agnes—. No sería correcto. Padre Thomas, usted no lo permitirá…

—Mi buena mujer, ¿supone usted que voy a pegarle? Acuda en su ayuda al primer alarido.

—Si madame Rycker lo desea, no podemos oponernos —dijo el padre Thomas.

—Claro que lo deseo —dijo ella—. Sólo vine aquí para eso.

Puso la mano en la manga de Querry. Su sonrisa de triste y rendida fe era digna de la Margarita Gautier de Sarah Bernhardt en su lecho de muerte.

Cuando quedaron a solas, Marie suspiró.

—Ya está.

—¿Por qué les ha dicho esas mentiras?

—No son todas mentiras —dijo ella—. Lo quiero.

—¿Desde cuándo?

—Desde que pasé la noche con usted.

—Sabe usted muy bien que no pasó nada. Bebimos un poco de whisky. Le conté un cuento para hacerla dormir.

—Sí. Había una vez… Fue entonces cuando me enamoré. No, no fue así. Temo que miento de nuevo… —dijo Marie con humildad poco convincente—. Fue cuando usted vino a casa por primera vez. Un coup de foudre.

—¿La noche en que, según usted, dormimos juntos?

—Ésa fue una mentira, también. La noche en que dormí realmente con usted fue después de la fiesta en casa del gobernador.

—¿De qué diablos está usted hablando ahora?

—No quiero a mi marido. La única manera de soportarlo era cerrar los ojos y pensar que estaba con usted.

—Supongo que debería darle las gracias —dijo Querry— por el cumplido.

—Debió de ser entonces cuando empezó el niño… De modo que no fue una mentira lo que dije.

—¿No fue una mentira?

—Sólo a medias. Si no hubiera pensado todo el tiempo en usted, habría estado completamente seca, y en esos casos los niños no vienen tan fácilmente. En cierto modo, es hijo suyo.

Querry la miró con una especie de respeto. Se habría necesitado un teólogo para apreciar cabalmente la tortuosa lógica de su argumentación, para separar la mala fe de la buena; muy poco antes él la concebía como alguien demasiado simple y joven para ser un peligro. Marie le sonrió persuasivamente, como esperando que él empezara otro cuento para demorar la hora de dormirse.

—Dígame usted exactamente qué ocurrió cuando vio a su marido en Luc —dijo Querry.

—Fue terrible. De veras terrible. Llegué a pensar que me mataría. No quería creer lo del diario. Siguió toda la noche, hasta que le dije «Está bien. Cree lo que quieras. Dormí con él. Aquí y allá y en todas partes». Entonces me golpeó. Me habría golpeado una y otra vez, si el señor Parkinson no se hubiera interpuesto.

—¿Estaba Parkinson allí?

—Me oyó llorar y se apareció.

—Para tomar algunas fotografías, supongo.

—No creo que tomara fotografías.

—¿Y qué ocurrió después?

—Bueno, desde luego, averiguó todo lo que pudo, en general. Quería irse a casa en seguida y yo dije que no, que tenía que quedarme en Luc hasta saber. «¿Saber?», dijo. Y entonces le expliqué todo. Fui a ver al doctor por la mañana y cuando supe lo peor me marché sin volver al hotel.

—¿Cree Rycker que el niño es mío?

—Hice lo que pude para convencerlo de que era suyo… porque desde luego, puede decirse que lo es en cierto modo.

Se estiró en la cama con un suspiro de agrado y dijo:

—Dios, estoy contenta de verme aquí. Fue realmente tremendo manejar sola tanto tiempo. No esperé en la casa que me prepararan comida, olvidé llevar un catre y dormí en el auto.

—¿En su auto?

—Sí. Pero supongo que el señor Parkinson lo habrá llevado de regreso a casa.

—¿Valdrá la pena pedirle que diga la verdad al padre Thomas?

—Bueno, creo que he quemado mis naves, ¿no es cierto?

—Me ha quemado el único hogar que tenía —dijo Querry.

—Tenía que escapar —explicó ella para excusarse.

Por primera vez Querry se veía ante un egoísmo tan absoluto como el suyo. La otra Marie estaba bien vengada: en cuanto al toute à toi, a ella le tocaba reír ahora.

—¿Qué espera de mí? —dijo Querry—. ¿Que a mi vez la quiera?

—Sería encantador si usted pudiera, pero si no puede, me mandarán a casa, ¿no es cierto?

Querry fue hacia la puerta y la abrió. La madre Agnes acechaba al extremo del corredor.

—He hecho todo lo posible —dijo él.

—Supongo que habrá tratado de convencer a la pobre muchacha de que lo proteja.

—Oh, ella admite la mentira ante mí, pero no tengo un grabador a mano. Qué lástima que la Iglesia no apruebe los micrófonos ocultos.

—¿Puedo pedirle, señor Querry, que no vuelva usted a poner los pies en nuestra casa?

—No necesita pedirme eso. Tengan cuidado con ese paquete de dinamita que tienen aquí.

—Es una pobre muchacha inocente…

—Oh, inocente… Quizá tenga razón. Que Dios nos libre de toda inocencia. Al menos los culpables saben qué clase de persona son.

Los fusibles no habían sido reparados y sólo la sensación del sendero bajo sus pies lo guió hacia los edificios de la misión. La lluvia había seguido al sur pero los relámpagos llameaban de cuando en cuando sobre la selva y el río. Una lámpara de aceite ardía tras la ventana y el doctor estaba junto a ella, mirando afuera. Querry llamó a la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Colin.

—Sigue mintiendo. No ve otro modo de escapar.

—¿Escapar?

—De Rycker, de África.

—El padre Thomas está hablando con los otros ahora. Como la cosa no me interesa, regresé aquí.

—Supongo que querrán que me marche.

—Ojalá estuviera aquí el superior. El padre Thomas no es exactamente un hombre equilibrado.

Querry se sentó a la mesa. El Atlas de la lepra estaba abierto en una abigarrada páginas con remolinos de colores.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Los llamamos «peces que nadan corriente arriba». Los bacilos, estas manchas de color, corren por los nervios.

—Pensé que había llegado bastante lejos —dijo Querry— cuando di con este lugar.

—Esto puede pasar. Déjeme hablarles. Usted y yo tenemos cosas más importantes que hacer. Ahora que el hospital está terminado, podemos ocuparnos de las unidades móviles y los nuevos lavatorios de que le hablé.

—No tenemos que vérnoslas con sus enfermos, doctor, ni con sus peces de colores. Ellos son previsibles. Pero éstas son personas normales, personas saludables con reacciones imprevisibles. Parece que no llegaré más cerca de Pendélé que Deo Gratias.

—El padre Thomas no tiene autoridad sobre mí. Puede quedarse usted en mi casa desde ahora, si no le importa dormir en el taller.

—Oh, no. No puede usted arriesgar una discusión con ellos. Es usted demasiado importante en este lugar. Tendré que irme.

—¿A dónde?

—No sé. Es extraño… qué preocupado estaba cuando llegué aquí porque me había vuelto incapaz de sentir dolor. Supongo que tenía razón un sacerdote que encontré en el río. Dijo que sólo hay que esperar. También usted me dijo lo mismo.

—Lo siento.

—No sé qué soy. Usted dijo una vez que cuando se sufre, empieza uno a sentirse parte de la condición humana, del lado del mito cristiano, ¿recuerda? «Sufro, luego soy». Una vez escribí algo parecido en mi diario, pero no recuerdo qué o cuándo, y la última palabra no era «sufro».

—Cuando un hombre se cura —dijo el doctor— no podemos desperdiciarlo.

—¿Estoy curado?

—En su caso, ya no se necesitan análisis de piel.