Centro Médico del Hospital Jamaica
Eph y Nora pasaron sus credenciales por la puerta de seguridad y entraron con Setrakian en la sala de emergencias sin llamar la atención.
—Esto es demasiado arriesgado —dijo Setrakian mientras subían las escaleras que conducían al pabellón de aislamiento.
—Jim, Nora y yo llevamos trabajando un año juntos. No podemos dejarlo abandonado —respondió Eph.
—Se ha transformado. ¿Qué podrán hacer por él?
Eph se detuvo un momento. Setrakian estaba jadeando y agradeció la pausa mientras se apoyaba en su bastón.
—Puedo liberarlo —contestó Eph.
Dejaron las escaleras y vieron la entrada del pabellón de aislamiento al final del corredor.
—No hay policías —dijo Nora.
Setrakian observó a su alrededor, pues no estaba tan seguro.
—Allí está Sylvia —señaló Eph, después de ver a la novia de Jim sentada en una silla plegable junto a la entrada del pabellón.
Nora asintió para sus adentros, se preparó y dijo:
—De acuerdo.
Fue hasta donde estaba Sylvia, quien se levantó cuando la vio llegar.
—Nora.
—¿Cómo está Jim?
—No me han dicho nada. ¿Eph no está contigo? —le preguntó Sylvia después de mirar el corredor.
Nora negó con la cabeza.
—Se fue.
—No es cierto lo que andan diciendo, ¿verdad?
—No. Se te ve agotada; vamos a la cafetería para que comas algo.
Nora preguntó por la cafetería para distraer a las enfermeras, y Eph y Setrakian se escurrieron al interior del pabellón. Eph pasó por el dispensador de guantes y camisones como un asesino renuente, entró y corrió las cortinas de plástico.
La cama estaba vacía; Jim se había marchado.
Eph inspeccionó rápidamente las otras camas. Todas estaban desocupadas.
—Seguramente lo trasladaron —señaló.
—Su amiga Sylvia no estaría fuera si supiera que lo habían trasladado —argumentó Setrakian.
—¿Entonces…?
—Se lo llevaron.
—Ellos —dijo Eph, mirando la cama vacía.
—Vamos —señaló Setrakian—. Esto es muy peligroso. No tenemos tiempo.
—Espere. —Fue a la mesa de noche, pues vio el auricular de Jim colgando del cajón. Encontró su teléfono y lo miró para asegurarse de que estuviera cargado. Sacó el suyo y comprendió el peligro. El FBI podía detectar su paradero por medio del GPS.
Dejó su teléfono en el cajón y se llevó el de Jim.
—Doctor —dijo Setrakian con impaciencia.
—Por favor, llámeme Eph —respondió, metiéndose el teléfono de Jim en el bolsillo—. Últimamente no me he sentido como un doctor.
West Side Highway, Manhattan
GUS ELIZALDE iba sentado en la furgoneta de transporte de prisioneros del NYPD con las manos esposadas a un tubo metálico. Félix iba casi al frente, dormido, su cuerpo agitándose con el movimiento del vehículo, y cada vez más pálido. Estaban en Manhattan y avanzaban con tanta rapidez que debían de ir por la West Side Highway. Otros dos prisioneros iban con ellos; uno al frente de Gus, y otro a su izquierda, al otro lado de Félix. Ambos dormían, el sueño siempre les llega fácil a los mentecatos.
Gus sintió el humo del cigarrillo proveniente de la cabina. Los habían subido a la furgoneta al amanecer y estaban somnolientos. Miraba constantemente a Félix, y pensaba en lo que le había dicho el viejo prestamista, alerta a cualquier señal que pudiera revelar su cambio.
No tuvo que esperar mucho. Félix movió la cabeza. Se sentó completamente erguido y examinó los alrededores. Observó a Gus, pero su mirada no denotaba en lo más mínimo que hubiera reconocido a su viejo compadre.
Había una oscuridad en sus ojos, un vacío.
El estruendo de una bocina despertó al tipo que iba al lado de Gus.
—Mierda —dijo, sacudiéndose las esposas que tenía detrás—. ¿Adónde diablos vamos? —Gus no respondió. El tipo miró a Félix, quien tampoco le quitaba la vista de encima, y pateó a Félix en el pie—. Te he preguntado que adónde demonios vamos.
Félix lo observó con una mirada vacía, casi estupidizada. Abrió la boca como para responder y su aguijón salió, atravesándole la garganta al prisionero indefenso, quien sólo alcanzó a darle una patada. Gus se sintió atrapado y comenzó a gritar, y a dar puños y patadas, despertando al prisionero que iba dormido. Todos empezaron a gritar y a darle patadas a la furgoneta para llamar la atención de los policías, pues el prisionero atacado pareció perder el conocimiento. Mientras tanto, el aguijón de Félix se hacía tan rojo como la sangre.
La división que había entre la zona de los prisioneros y la cabina se abrió. Un policía con casco abrió la pequeña ventanilla y los amenazó:
—¡Maldita sea!, callaos, o, de lo contrario, os…
Gus vio que Félix se estaba alimentando del otro prisionero. Su apéndice inflamado se dilató y se contrajo poco después. La sangre brotó del cuello de la víctima y se escurrió por el cuello de Félix.
El policía les gritó y se dio la vuelta.
—¿Qué sucede? —preguntó el conductor, tratando de mirar hacia atrás.
Félix disparó su aguijón y lo hundió en la garganta del conductor. Un grito salió de la cabina y la furgoneta perdió el control. Gus alcanzó a agarrarse con sus dedos del riel, y por poco se fractura las muñecas, pues la furgoneta se sacudió con fuerza antes de darse un golpe en un costado.
El vehículo siguió descontrolado antes de chocar contra la barrera de seguridad de la autopista; rebotó y dio varias vueltas antes de quedar inmóvil. Gus cayó sobre uno de los costados, y el prisionero que estaba al frente gritó de dolor y de miedo con sus brazos fracturados. El pestillo que mantenía a Félix sujetado a la barra se rompió, y su aguijón colgaba y se retorcía como un cable de alta tensión rezumando sangre.
Entornó sus ojos muertos y miró a Gus.
Gus sacó sus esposas del poste al ver que éste se había partido y pateó la puerta hasta abrirla. Bajó a un lado de la autopista y los oídos le zumbaron como si hubiera acabado de explotar una bomba.
Seguía con las manos esposadas a sus espaldas y los autos comenzaban a detenerse para contemplar el accidente. Se puso en cuclillas y pasó rápidamente sus muñecas por debajo de los pies para que sus brazos quedaran delante. Le lanzó una mirada a la furgoneta, calculando el momento en que Félix saldría a perseguirlo.
Luego escuchó un grito. Miró a su alrededor en busca de un arma, y tuvo que conformarse con el tapacubos abollado de una de las ruedas, que usó como escudo para acercarse a la puerta abierta de la furgoneta volcada.
Allí estaba Félix, alimentándose del prisionero aterrorizado y amarrado al tubo de las esposas.
Gus maldijo, asqueado por lo que acababa de ver. Félix disparó su aguijón. Gus levantó el tapacubos, esquivando el golpe con el protector metálico antes de que éste saliera rodando por la autopista.
Félix se quedó inmóvil y Gus intentó reponerse. Miró el sol, suspendido allá en lo alto, entre dos edificios al otro lado del Hudson, rojo como la sangre; la sangre que anuncia el ocaso.
Félix se ocultó en la furgoneta esperando a que oscureciera; en tres minutos estaría libre.
Gus miró consternado a su alrededor buscando con qué defenderse. Vio los cristales del parabrisas en el pavimento, pero eran pequeños. Trepó al chasis para ir a la puerta del pasajero y sacar el espejo. Estaba halando los alambres para arrancarlo cuando el policía le gritó:
—¡Alto!
Gus miró al policía, quien sangraba por el cuello, agarrado de la manija del techo y con el arma desenfundada. Gus arrancó el espejo de un fuerte tirón y saltó al pavimento.
El sol se estaba derramando como una yema de huevo perforada. Gus sostuvo el espejo sobre su cabeza para capturar sus últimos rayos, y vio el reflejo brillando en el suelo. Era un reflejo vago, demasiado difuso como para producir un efecto considerable. Quebró el cristal con sus nudillos, dejando que los pedazos quedaran adheridos al soporte. Miró de nuevo y los rayos reflejados se hicieron más nítidos.
—¡Te dije que alto!
El policía bajó de la furgoneta esgrimiendo el arma. Los oídos le sangraban debido al golpe, y se agarraba el cuello picado por el aguijón de Félix. Se acercó tambaleante para revisar el interior de la furgoneta.
Félix estaba acurrucado, con las esposas colgando de una mano. La otra había sido cercenada a la altura de la muñeca por la fuerza del impacto, pero él no parecía sentir ninguna molestia. La sangre blanca manaba libremente de su muñón.
Félix sonrió y el policía abrió fuego. Las balas penetraron en su pecho y piernas, arrancándole pedazos de carne y hueso. Fueron siete u ocho disparos, y Félix cayó hacia atrás, recibiendo dos tiros más en su cuerpo. El agente bajó la pistola y Félix se sentó derecho y sonriente.
Aún sediento. Por siempre sediento.
Gus apartó al policía y levantó el espejo. Los últimos vestigios del sol naranja y moribundo asomaban sobre el edificio al otro lado del río. Llamó a Félix por última vez, como si al decir su nombre pudiera sacarlo de aquel estado y hacerlo regresar milagrosamente a la realidad…
Pero Félix ya no era Félix. Era un vampiro hijo de puta. Gus recordó esto mientras colocaba el espejo de tal manera que los reflejos anaranjados de la luz solar entraran en la furgoneta volcada.
Los ojos muertos de Félix se llenaron de terror al ser traspasados por los rayos del sol. Lo cegaron con la fuerza de un rayo láser, quemándole las cuencas de los ojos y la carne. Un aullido animal escapó de su interior, como el grito de un hombre aniquilado por una bomba atómica mientras los rayos destrozaban su cuerpo.
El sonido retumbó en la mente de Gus, quien siguió dirigiendo los rayos hasta que Félix quedó convertido en una masa chamuscada de cenizas humeantes.
Los rayos débiles se desvanecieron y Gus bajó el espejo.
Miró hacia el río.
Ya era de noche.
Sintió deseos de llorar, todo tipo de angustias y de dolor se mezclaron en su corazón, hasta que su desolación empezó a transformarse en furia. Un charco de gasolina se extendía debajo de la furgoneta hasta sus pies. Gus se acercó al policía que parecía ido, como alelado. Hurgó en sus bolsillos y encontró un encendedor Zippo. Gus le quitó la tapa, detonó la chispa y una llama asomó.
—Lo siento, 'manito.
Acercó el encendedor al charco y la furgoneta estalló en llamas, lanzando a Gus y al policía contra el separador de la autopista.
—Te contagió —le dijo Gus al policía—. Te chingó. Te vas a convertir en uno de ellos.
Le quitó el arma y le apuntó con ella. Las sirenas se estaban acercando.
El policía lo miró, y un segundo después su cabeza se desplomó. Gus siguió apuntándole al cuerpo con la pistola humeante hasta llegar a la otra orilla. Lanzó el arma al suelo y pensó en buscar las llaves de las esposas, pero era demasiado tarde. Las luces de los autos se estaban aproximando. Gus se dio la vuelta y corrió por el borde de la autopista hacia la noche nueva.
Calle Kelton; Woodside, Queens
KELLY AÚN TENÍA la misma ropa con la que había ido a la escuela; una camiseta oscura sin mangas debajo de un top cruzado y una falda larga y estrecha. Zack hacía las tareas escolares en su cuarto, y Matt estaba abajo, después de trabajar hasta el mediodía porque esa noche hacían inventario en la tienda.
La noticia que habían pasado sobre Eph en la televisión la había dejado anonadada, y no tenía manera de comunicarse con él por teléfono.
—Finalmente lo hizo —dijo Matt, con su camisa de Sears por fuera—. Finalmente se rajó.
—Matt —le dijo Kelly en tono de reproche. Pero ¿se había rajado de verdad? ¿Qué significado tendría esto para ella?
—Delirios de grandeza por parte de un gran cazador de virus —continuó Matt—. Es como uno de esos bomberos que se sacrifica en un incendio de manera heroica. —Matt se arrellanó en su silla—. No me sorprendería que estuviera haciendo todo esto por ti.
—¿Por mí?
—Claro, para llamar la atención. «Mírenme: soy importante».
Ella negó enfáticamente con la cabeza, como si él le estuviera haciendo perder el tiempo. Algunas veces le molestaba que Matt se equivocara tanto con las personas.
El timbre sonó y Kelly dejó de caminar con nerviosismo. Matt se puso de pie, pero Kelly se adelantó y abrió la puerta.
Era Eph, acompañado de Nora Martínez y de un anciano con un abrigo largo de tweed.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Kelly, mirando hacia ambos lados de la calle.
Eph entró.
—Vine a ver a Zack, y a explicarle.
—Él no lo sabe.
Eph miró alrededor, ignorando por completo a Matt, quien estaba frente a él.
—¿Está haciendo las tareas en su computador?
—Sí —respondió Kelly.
—Lo sabrá cuando navegue en Internet.
Eph subió las escaleras de dos en dos.
Nora permaneció en la puerta con Kelly. Se sentía completamente incómoda y le dijo:
—Disculpe por irrumpir de esta manera.
Kelly negó suavemente con la cabeza, en un leve gesto de aprobación. Sabía que había algo entre ella y Eph. El último lugar de la tierra donde Nora querría estar era en la casa de Kelly Goodweather.
Kelly reparó en el anciano que llevaba el bastón con cabeza de lobo.
—¿Qué está sucediendo?
—Supongo que usted es la ex esposa del doctor Goodweather. —Setrakian le ofreció su mano con la cortesía propia de las generaciones ya desaparecidas—. Abraham Setrakian. Es un placer conocerla.
—El gusto es mío —respondió Kelly, sorprendida y dirigiéndole una mirada de incertidumbre a Matt.
—Él necesitaba hablar con ustedes y explicarles —dijo Nora.
—¿Esta visita repentina no nos convierte en cómplices criminales o algo así? —preguntó Matt.
Kelly tuvo que contrarrestar la rudeza de Matt.
—¿Le gustaría tomar algo? —le preguntó a Setrakian—. ¿Un poco de agua?
—Cielos —exclamó Matt—, podrían caernos veinte años de cárcel por ese vaso de agua…
Eph se acomodó en el borde de la cama de Zack, quien estaba sentado en su escritorio.
—Estoy en medio de algo que realmente no entiendo —le dijo—, pero quería contártelo personalmente. Nada de lo que se dice sobre mí es cierto, salvo el hecho de que me están persiguiendo.
—¿No vendrán a buscarte aquí? —preguntó Zack.
—Tal vez.
Zack miró atribulado hacia el suelo, pensando en esa eventualidad.
—Tienes que deshacerte de tu teléfono.
Eph sonrió.
—Ya lo hice. —Le dio una palmadita en el hombro a su hijo cómplice y vio que tenía la cámara de vídeo que le había regalado en Navidad a un lado del computador.
—¿Todavía estás trabajando en esa película con tus amigos?
—Sí, ya la estamos editando.
Eph tomó la cámara, tan pequeña y liviana que le cupo en el bolsillo.
—¿Podrías prestármela unos días?
Zack asintió.
—Papá, ¿es por el eclipse que las personas se están convirtiendo en zombis?
Eph reaccionó sorprendido, pues comprendió que la verdad no era mucho más plausible que eso. Intentó ver las cosas desde el punto de vista de un niño muy perceptivo y sensible. Y de la reservada profundidad de sus sentimientos afloró algo que no admitía dilación. Se levantó y abrazó a su hijo. Fue un momento extraño, frágil y hermoso, entre un padre y un hijo. Eph lo sintió con una claridad absoluta. Le acarició el cabello y no hubo nada más que decir.
Kelly y Matt estaban hablando en voz baja en la cocina, después de dejar a Nora y a Setrakian en el patio de invierno. Abraham tenía las manos en los bolsillos y miraba distraído los tonos que adquiere el cielo en las primeras horas de la noche, la tercera desde que había aterrizado el avión maldito.
Nora sintió su impaciencia y dijo:
—Él… mmm… él tiene muchos problemas con su familia. Desde el divorcio.
Setrakian movió los dedos en el pequeño bolsillo de su chaleco, tanteando su caja de pastillas de nitroglicerina, que hacían que su corazón latiera con regularidad, aunque no con vigor. ¿Cuántos latidos le restarían? Esperaba que los suficientes para poder concluir su misión.
—No tengo hijos —comentó—. Mi esposa Anna falleció hace diecisiete años, y no fuimos bendecidos. Usted pensará que el dolor por la falta de hijos desaparece con el tiempo, cuando en realidad se agudiza con la edad. Tuve mucho para enseñar, pero no discípulos.
Nora miró su bastón, recostado contra la pared cerca de su silla.
—¿Dónde lo halló?
—¿Se refiere a cómo descubrí su existencia?
—Sí, y también me gustaría saber por qué se ha dedicado a esto durante todos estos años.
Él permaneció un momento en silencio, apelando a sus recuerdos.
—En esa época yo era joven. Estuve encerrado involuntariamente en la Polonia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. En un pequeño campo al noreste de Varsovia, llamado Treblinka.
Nora permaneció tan inmóvil como el anciano.
—En un campo de concentración.
—No, en un campo de exterminio. Son criaturas brutales, más que cualquier predador que uno tenga la desgracia de encontrar en este mundo; oportunistas que se aprovechan de los jóvenes y los débiles. En el campo, mis compañeros prisioneros y yo éramos sin saberlo un festín servido ante él.
—¿Él?
—Sí, el Amo.
La forma en que pronunció esa palabra aterrorizó a Nora.
—¿Se refiere a un alemán? ¿A un nazi?
—No, él no tiene ninguna filiación. No es leal a nadie ni a nada, pues no pertenece a ningún país. Deambula por donde quiere y se alimenta donde encuentra comida. El campo era para él como una venta de remate[4]. Éramos presas fáciles.
—Pero… sobrevivió. ¿No podría habérselo contado a alguien…?
—¿Quién habría creído en los delirios de un hombre convertido en una piltrafa? Tardé semanas en aceptar lo que está usted procesando ahora. Fui testigo presencial de esa atrocidad, que está más allá de lo que la mente puede aceptar, y preferí no ser tildado de loco. Si su fuente de alimento desaparecía, el Amo simplemente se iba a otro lugar. Y, en aquel campo, me hice un juramento que nunca he olvidado. Durante muchos años le seguí el rastro al Amo. Alrededor de Europa Central y los Balcanes, a través de Rusia y de Asia Central; durante tres décadas. En ciertas ocasiones llegué a pisarle los talones, pero nunca pude agarrarlo. Fui profesor en la Universidad de Viena, donde pude investigar sobre las tradiciones folclóricas centroeuropeas. Acumulé libros, armas e instrumentos mientras me preparaba para encontrarme de nuevo con él. Es una oportunidad que he esperado durante más de sesenta años.
—Pero… ¿quién es él?
—Tiene muchas formas. Actualmente se ha encarnado en el cuerpo de un noble polaco llamado Jusef Sardu, quien desapareció durante una excursión de cacería en el norte de Rumanía, en la primavera de 1873.
—¿1873?
—Sardu era un gigante. Medía casi dos metros de estatura aunque era todavía un joven. Era tan alto que sus músculos no podían sostener sus huesos largos y pesados. Se decía que los bolsillos de sus pantalones eran del tamaño de costales de nabos. Y para apoyarse utilizaba un bastón cuya empuñadura tenía el símbolo heráldico de la familia.
Nora miró de nuevo el enorme bastón de Setrakian y su empuñadura de plata. Abrió los ojos de par en par.
—La cabeza de un lobo.
—Los restos de sus familiares fueron encontrados muchos años después, al igual que el diario del joven Jusef. En éste, refirió de manera detallada que el grupo de familiares había sido perseguido por un predador desconocido que los raptó y mató uno por uno. En la última entrada del diario, Jusef relataba cómo, después de haber descubierto los cadáveres a la entrada de una cueva, los había enterrado antes de regresar para enfrentarse a la bestia y vengar a su familia.
Nora no despegaba los ojos de la cabeza de lobo.
—¿Cómo lo consiguió?
—Le compré este bastón a un coleccionista de Amberes, en el verano de 1967. Sardu regresó finalmente a la propiedad de su familia en Polonia varias semanas después, solo y muy cambiado. Llevaba su bastón, pero ya no se apoyaba en él, y con el tiempo dejó de utilizarlo. No sólo se había curado aparentemente del dolor que le producía su gigantismo, sino que comenzaron a circular rumores sobre su gran fortaleza. Los aldeanos empezaron a desaparecer, se dijo que la aldea había recibido una maldición, y finalmente fue abandonada. La casa de Sardu quedó en ruinas y el joven nunca volvió a ser visto.
Nora midió mentalmente el tamaño del bastón.
—¿Ya era así de alto a los quince años?
—Sí, y seguía creciendo.
—El ataúd tenía por lo menos dos metros y medio por uno.
Setrakian asintió con solemnidad.
—Lo sé.
Ella también asintió, y le preguntó:
—¿Y usted, cómo lo sabe?
—Lo vi en una ocasión; o al menos, las marcas que dejó en el suelo. Hace mucho tiempo ya.
Kelly estaba sentada frente a Eph en la pequeña cocina. Tenía el cabello más claro y corto; más ejecutivo, más maternal quizá. Puso la mano en un borde del mostrador y él notó las pequeñas cortadas de papel que tenía en los nudillos, un legado de su oficio de maestra.
Ella le había pasado una caja de leche del refrigerador.
—¿Todavía compras leche entera? —le preguntó él.
—A Z le gusta; quiere ser como su padre.
Eph bebió un poco. La leche lo refrescó, pero no lo sació como de costumbre. Vio a Matt sentado en una silla al otro lado del corredor, fingiendo no mirar hacia ellos.
—Se parece mucho a ti —dijo ella. Se estaba refiriendo a Zack.
—Lo sé —comentó Eph.
—Cuanto más crece, más obsesivo, terco, exigente y brillante se vuelve.
—Es algo muy difícil para un niño de once años.
Ella esbozó una amplia sonrisa.
—Creo que recibí una maldición de por vida.
Eph también sonrió. Fue una reacción extraña, un ejercicio que sus músculos faciales no habían hecho en varios días.
—Mira —dijo él—. No tengo mucho tiempo. Yo sólo… quiero que las cosas estén bien entre los dos, o que al menos sean aceptables. Sé que todo ese lío de la custodia nos afectó. Me alegro que haya terminado. No vine a darte un sermón; simplemente… creo que es un buen momento para despejar el ambiente. —Kelly estaba sorprendida, sin saber qué decir—. No tienes que decir nada, yo sólo…
—No —le interrumpió ella—. Quiero decirte algo. Lo siento; nunca sabrás cuánto lo siento. Te pido disculpas por la forma en que terminaron las cosas. De verdad. Sé que nunca quisiste esto; sé que hiciste todo lo que estuvo a tu alcance para que estuviéramos juntos, simplemente por el bien de Z.
—Por supuesto.
—Sólo que yo… no podía hacerlo: realmente no podía. Me estabas chupando la vida, Eph. Además, yo también… quería hacerte daño. Lo hice y lo reconozco. Y separarme fue la única forma en que podía hacértelo.
Él suspiró con fuerza. Kelly estaba reconociendo finalmente algo que él siempre había sabido, pero él no cantó victoria por eso.
—Sabes que necesito a Zack. Z es… creo que yo no podría existir sin él. No sé si esto será sano o no, pero es lo que siento. Él lo es todo para mí… así como una vez lo fuiste tú. —Hizo una pausa para que él pensara en sus palabras—. Sin él, yo estaría perdida; estaría…
Kelly dejó de hablar.
—Estarías como yo —dijo Eph.
Ella se quedó estupefacta y se miraron fijamente.
—Mira —continuó Eph—. Acepto una parte de la culpa. Por nosotros, por ti y por mí. Sé que no soy el… bueno, el hombre más fácil del mundo, el esposo ideal. Yo pasé por lo mío. Y en cuanto a Matt, sé que he dicho algunas cosas en el pasado…
—Una vez dijiste que era la resignación de mi vida.
Eph hizo una mueca.
—¿Sabes qué? Si yo fuera el administrador de un Sears, si tuviera un trabajo que fuera simplemente un empleo y no otra forma de matrimonio… tal vez no te habrías sentido tan excluida y decepcionada. Tan… relegada a un segundo plano.
Permanecieron un momento en silencio, y Eph comprendió que los asuntos más importantes tendían a nublar los más irrelevantes.
—Sé lo que vas a decir: que debimos hablar sobre esto hace varios años —señaló Kelly.
—Debimos hacerlo —coincidió él—. Pero no lo hicimos. No habría funcionado. Primero teníamos que pasar por toda esa porquería. Créeme, habría pagado lo que fuera para no… para no haber vivido esto un solo segundo. Y sin embargo, aquí estamos, como un par de viejos conocidos.
—Las cosas no suceden de la forma en que las imaginamos.
Eph asintió.
—Después de lo que vivieron mis padres y de lo que me hicieron vivir, siempre me dije: nunca, jamás.
—Lo sé.
Eph dobló la boquilla del cartón de leche.
—Así que olvídate de lo que hicimos. Lo que necesitamos hacer ahora es compensar las cosas por el bienestar de Zack.
—Lo haremos.
Kelly hizo un gesto de aprobación. Eph asintió, agitó el cartón de leche y sintió el frío contra la palma de la mano.
—¡Cielos, qué día! —dijo. Pensó de nuevo en la niña de Freeburg que había encontrado tomada de la mano de su madre, y que tenía la edad de Zack—. Siempre me dijiste que si sucedía alguna catástrofe biológica y yo te lo ocultaba, te divorciarías de mí. Pues bien, creo que es muy tarde para eso.
Ella se acercó y lo miró fijamente.
—Sé que tienes problemas.
—No se trata de mí. Sólo quiero que me escuches y que no pierdas los estribos. Hay un virus propagándose por la ciudad. Es algo… asombroso… es lo peor que haya visto en toda mi vida.
—¿Lo peor? —Kelly estaba pálida—. ¿Se trata de SARS?
Eph casi sonrió por lo disparatado y absurdo que era todo.
—Lo que quiero es que salgas de esta ciudad con Zack; y también con Matt. Cuanto antes: esta noche, ahora mismo, y que te vayas tan lejos como sea posible, lejos de las zonas pobladas. Tus padres… ya sabes que no me gusta meterme en sus cosas, pero… todavía tienen la casa en Vermont, ¿verdad?, la que está en la cima de la montaña.
—¿Qué estás diciendo?
—Ve allá al menos por unos días. Mira las noticias y espera mi llamada.
—Un momento. La paranoica soy yo, no tú. ¿Y… qué hago con mi escuela y con la de Zack? —Entrecerró los ojos y preguntó—: ¿Por qué no me dices de una vez de qué se trata todo esto?
—Porque no te irías. Confía en mí y vete —dijo él—. Espero que podamos controlarlo de algún modo, y que todo esto pase rápidamente.
—¿Qué? —exclamó ella—. Realmente me estás asustando. ¿Qué pasa si no puedes controlarlo… y… si te pasa algo a ti?
Él no podía permanecer frente a ella y expresar abiertamente sus propias dudas.
—Kelly… tengo que irme.
Intentó darse la vuelta, pero ella lo agarró del brazo, lo miró fijamente a los ojos para ver si estaba bien y lo rodeó con sus brazos. Lo que comenzó como un simple abrazo improvisado se transformó en algo más, y un momento después ella lo estaba apretando con fuerza. «Lo siento», le susurró al oído, y le dio un beso en su cuello sin afeitar.
Calle Vestry, Tribeca
ELDRITCH PALMER esperaba sentado en una silla dura, confortado por la suave brisa nocturna. La única luz directa provenía de una lámpara de gas situada en un rincón. La terraza estaba en la última planta de la más baja de las dos construcciones contiguas. El piso era de baldosas de barro cuadradas, desgastadas por el tiempo y la intemperie. Un escalón bajo precedía a un muro alto en el costado norte, con dos arcos grandes de hierro forjado. Un mosaico de baldosines terracota acanalados remataba la pared y los salientes a cada lado. Las puertas de la residencia estaban a la izquierda, al fondo de unos arcos más amplios. Detrás de Palmer, quien se encontraba junto a un muro de cemento blanco en el costado sur, había una estatua de una mujer sin cabeza enfundada en una túnica, los hombros y brazos oscurecidos por las inclemencias del clima. La hiedra crecía en la base de la estatua. Aunque se veían algunos edificios más altos al norte y al este, el patio era bastante privado, una terraza tan escondida como pocas en el Bajo Manhattan.
Palmer estaba escuchando los sonidos provenientes de las calles de la ciudad, los cuales cesarían muy pronto. Si sólo supieran esto, acogerían esta noche de mejor grado. Todas las cosas simples de la vida se hacen infinitamente preciosas ante la muerte inminente, y Palmer lo sabía muy bien. Había sido un niño enfermizo y toda su vida había tenido problemas de salud. Algunas mañanas se despertaba sorprendido de ver otro amanecer. La mayoría de las personas no sabían lo que era contabilizar la propia existencia con cada salida del sol; ignoraban lo que era depender de las máquinas para poder sobrevivir. La salud era un derecho de nacimiento para casi todo el mundo, y la vida, una serie de días por vivir. Nunca habían experimentado la cercanía de la muerte, la intimidad de la verdadera oscuridad.
Eldritch Palmer no tardaría en materializar su sueño: un menú ininterrumpido de días extendiéndose ante él. Pronto sabría lo que era no preocuparse por el mañana, ni por el después del mañana…
Una brisa meció los árboles del patio y se coló entre algunas plantas. Palmer, quien estaba a un lado de la habitación más alta, escuchó un susurro; un murmullo, como el del dobladillo de un manto rozando el suelo; una capa negra.
Creí que no querías ningún contacto hasta después de la primera semana.
La voz —a la vez familiar y despiadada— le hizo sentir al magnate escalofríos en su espalda encorvada. Si Palmer no le estuviera dando deliberadamente la espalda desde el centro del patio —tanto por respeto como por aversión humana— habría visto que la boca del Amo nunca se movía. Él nunca emitía sonidos en la noche. El Amo le hablaba directamente a su mente.
Palmer sintió la presencia encima de su hombro y mantuvo sus ojos lejos de él.
—Bienvenido a Nueva York.
La voz le tembló más de lo que hubiera querido, pero no hay nada tan perturbador como un ser que no sea humano.
El Amo permaneció en silencio y Palmer intentó ser más enfático.
—Tengo que decir que no apruebo lo de Bolívar. No sé por qué lo elegiste.
No me importa quién sea.
Palmer comprendió de inmediato que tenía razón. ¿Qué más daba que fuera él u otro? Palmer creía estar pensando como un ser humano.
—¿Por qué dejaste a cuatro pasajeros con vida? Eso ha causado muchos problemas.
¿Me estás interrogando?
Palmer tragó saliva; era una persona muy influyente que no se sometía ante nadie. La sensación de servilismo abyecto le era tan extraña como repugnante.
—Alguien sabe de ti —dijo Palmer con rapidez—. Un científico médico, un investigador de enfermedades. Aquí en Nueva York.
¿Qué importancia tiene un hombre para mí?
—Él… su nombre es Ephraim Goodweather, es un experto en control de epidemias.
Tus monitos glorificados. Tu especie es la epidémica, no la mía.
—Goodweather está siendo aconsejado por alguien; por un hombre que tiene un conocimiento detallado de tu especie. Conoce las tradiciones populares e incluso un poco de biología. La policía lo anda buscando, pero pienso que se requiere una medida más contundente. Creo que esto podría marcar la diferencia entre una victoria rápida y decisiva, y una lucha dilatada. Tenemos muchas batallas por librar, tanto en el frente humano como en los demás.
Yo prevaleceré.
Palmer no tenía dudas en ese sentido.
—Sí, por supuesto. —Quería conocer personalmente al anciano y confirmar de quién se trataba antes de transmitirle cualquier información al Amo. Era por eso precisamente por lo que se esforzaba en no pensar en el anciano, pues sabía que cuando se está ante el Amo, uno debe proteger sus pensamientos…
Me he encontrado con ese anciano. Cuando no estaba tan viejo.
Palmer se sintió completamente derrotado.
—Usted recordará que tardé mucho tiempo en encontrarlo. Mis viajes me llevaron a los cuatro rincones del mundo; hubo muchos callejones sin salida y caminos que no conducían a ninguna parte. Tuve que lidiar con muchas personas, y él fue una de ellas. —Intentó cambiar de tema, pero tenía la mente nublada. Estar en presencia del Amo era como el combustible frente a una mecha ardiente.
Veré al tal Goodweather y me encargaré de él.
Palmer ya había preparado un informe sobre los antecedentes del epidemiólogo del CDC. Sacó la hoja de su chaqueta y la extendió en la mesa.
—Aquí está todo, Amo. Su familia, sus conocidos…
Se escuchó un arañazo en la mesa y el papel desapareció. Palmer sólo se atrevió a mirar la mano de reojo. El dedo corazón, retorcido y con la uña afilada, era más largo y grueso que los demás.
—Lo único que necesitamos ahora son unos días más —dijo Palmer.
Se había desatado una discusión en el interior de la residencia de la estrella del rock, en la casa sin terminar que Palmer había tenido el infortunado placer de conocer para asistir al encuentro en el patio. Había sentido un profundo disgusto por el dormitorio del ático, la única parte terminada de la casa, con su decoración excesiva y recargada, que apestaba a lujuria primaria. Palmer nunca había estado con una mujer. No lo hizo durante su juventud debido a su enfermedad y a los sermones de las dos tías que lo educaron; y por elección propia cuando alcanzó la edad adulta. Había concluido que nunca contaminaría la pureza de su mortalidad con el deseo.
La discusión se hizo más acalorada y adquirió un tono indiscutiblemente violento.
Tu hombre tiene problemas.
Palmer se sentó derecho. El señor Fitzwilliam estaba allí, aunque Palmer le había prohibido expresamente que ingresara en el patio.
—Dijiste que su seguridad estaría garantizada aquí.
Palmer oyó que alguien corría. Escuchó unos gruñidos y un grito humano.
—Detenlos —dijo Palmer.
Como siempre, la voz del Amo era lánguida e imperturbable.
Él no es a quien ellos buscan.
Palmer se levantó del susto. ¿El Amo se estaba refiriendo entonces a él? ¿Se trataba de una trampa?
—¡Hemos suscrito un acuerdo!
Siempre y cuando sea de mi conveniencia.
Palmer escuchó otro grito cercano, seguido de dos disparos. Una de las puertas se abrió hacia adentro, y la reja fue empujada. El señor Fitzwilliam, el ex marine que pesaba ciento dieciocho kilos, entró corriendo, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha, y la mirada desencajada por la angustia.
—Señor, vienen detrás de mí…
Sus ojos dejaron de mirar el rostro de Palmer y se posaron en la figura increíblemente alta que estaba detrás de él. La pistola cayó de las manos del señor Fitzwilliam y rebotó contra el piso. El señor Fitzwilliam se puso pálido, se balanceó un momento como si estuviera en la cuerda floja y cayó de rodillas.
Detrás de él venían los transformados, ataviados con diversos atuendos que iban desde la ropa de marca a los vestidos góticos, pasando por el prét-a-porter de los paparazzi. Todos ellos apestaban y estaban cubiertos de tierra. Entraron en el patio como criaturas obedeciendo a una señal.
Al frente de ellos estaba Bolívar, enjuto y casi calvo, con una bata negra. Como todo vampiro de primera generación, era más maduro que el resto. Su piel tenía una palidez de alabastro; era casi brillante y desprovista de sangre, y sus ojos eran como dos lunas muertas.
Detrás de él había una fan a quien el señor Fitzwilliam le había disparado un tiro en la cara en medio de su desespero. El hueso de la mejilla estaba abierto hasta la oreja, de modo que sonreía de manera atroz con la otra mitad de su boca.
Los demás vampiros ingresaron en la noche naciente, emocionados por la presencia de su Amo. Se detuvieron para mirarlo sobrecogidos.
Eran niños.
Ignoraron a Palmer, pues la presencia del Amo irradiaba una fuerza tal, que los mantuvo embelesados. Se congregaron frente a él como seres primitivos frente a un túmulo sagrado.
El señor Fitzwilliam permaneció de rodillas, como si hubiera sido golpeado.
El Amo habló de un modo que Palmer creyó estar dirigido exclusivamente a él.
Me has traído hasta aquí. ¿No vas a mirarme?
Palmer había visto una vez al Amo, en un sótano oscuro de otro continente. No con mucha claridad, aunque sí lo suficiente. Esa imagen nunca lo había abandonado.
Era imposible evitarlo ahora. Palmer cerró los ojos para armarse de valor, los abrió y se obligó a mirar, como arriesgándose a quedar ciego después de observar el sol.
Deslizó su mirada del pecho del Amo a…
… su rostro.
El horror. Y la gloria.
La impiedad. Y la magnificencia.
Lo abyecto. Y lo sagrado.
El terror desmesurado hizo que la cara de Palmer se transformara en una máscara de miedo, esbozando una sonrisa triunfal con los dientes apretados.
Era Él, trascendente y horroroso.
Ahí estaba, el Amo.
Calle Kelton; Woodside, Queens
KELLY CRUZÓ RÁPIDAMENTE la sala. Traía una bolsa con ropa limpia en una mano, y un par de baterías en la otra. Entretanto, Matt y Zack veían las noticias en la televisión.
—Vámonos —dijo Kelly, metiendo las cosas en una bolsa de lona que había sobre una silla.
Matt se dio la vuelta y le sonrió, pero ella no estaba para esas galanterías.
—Kelly, por favor…
—¿Acaso no me has escuchado?
—Te escuché con mucha atención. —Se levantó de la silla—. Mira, Kel, tu ex esposo se está interponiendo de nuevo entre nosotros; ha lanzado una granada en nuestro hogar. ¿Acaso no te das cuenta? Si se tratara de algo realmente serio, las autoridades oficiales ya se habrían pronunciado al respecto. ¿No crees?
—Claro que sí, los funcionarios públicos nunca mienten. —Se dirigió al armario y sacó el resto del equipaje. Kelly tenía la bolsa recomendada por la Oficina de Emergencias de la ciudad de Nueva York para una evacuación. Era una fuerte bolsa de lona con agua, barritas de cereales, un radio AM/FM de banda corta marca Grundig, una linterna Faraday, un botiquín de primeros auxilios, cien dólares en efectivo, y un paquete impermeable con las fotocopias de los documentos de identificación.
—En tu caso, ésta es una profecía cumplida —continuó diciendo Matt mientras la seguía—. ¿No lo ves? Él sabe cuál es la tecla que debe presionar. Es por eso por lo que no pudisteis vivir juntos.
Kelly sacó dos raquetas viejas del armario y le dio una patada a Matt por hablar así delante de Zack.
—Estás equivocado, Matt. Yo le creo.
—Lo están buscando, Kel. Ha sufrido un colapso, una crisis nerviosa. Todos estos supuestos genios son básicamente personas frágiles, como los girasoles que siembras en el jardín de atrás: tienen la cabeza muy grande y se derrumban por su propio peso. —Kelly le lanzó una bota de invierno que él alcanzó a esquivar—. Sabes que esto tiene mucha relación contigo. El suyo es un caso patológico y tampoco ha podido olvidarte. Planeó todo esto para mantenerse cerca.
Ella estaba agachada frente a uno de los cajones del armario y lo miró por debajo de sus lentes con suspicacia.
—¿Realmente piensas eso?
—A los hombres no les gusta perder. Nunca se rinden.
Ella sacó una maleta y salió del armario.
—¿Es por eso por lo que no quieres irte de aquí?
—No me iré porque tengo que trabajar. Créeme que lo haría si pudiera utilizar la excusa apocalíptica de tu esposo chiflado para evitarme el inventario de la tienda. Pero sucede que en el mundo real te despiden si no vas a trabajar.
Ella se dio la vuelta, descompuesta con su terquedad.
—Eph dijo que nos fuéramos. Nunca antes se había comportado así ni se había expresado en esos términos. Se trata de una amenaza real.
—Todo se debe a la histeria provocada por el eclipse. Lo están diciendo en la televisión. La gente está enloqueciendo. Si yo fuera a huir de Nueva York a la primera ocurrencia, hace mucho que me habría ido de aquí. —Matt puso las manos en los hombros de ella. Kelly lo rechazó inicialmente, pero luego dejó que la abrazara—. Cada vez que pueda iré a la sección de artículos electrónicos y le echaré un vistazo a las noticias televisivas; así me enteraré de lo que suceda. Sin embargo, todo sigue funcionando, ¿no es verdad? Por lo menos para los que tenemos trabajos reales. Quiero decir, ¿vas a abandonar tu trabajo en la escuela así sin más?
Las necesidades de sus estudiantes eran muy importantes para ella, pero Zack estaba por encima de todas las demás.
—Es probable que cierren la escuela durante algunos días. Ahora que lo pienso, muchas niñas faltaron hoy a la escuela sin explicación alguna…
—Son niñas, Kel. Seguramente se resfriaron.
—Creo que realmente es por el eclipse —intervino Zack, al otro lado del cuarto—. Fred Falin me lo dijo en la escuela. Todos los que observaron la luna sin la debida protección quedaron con el cerebro tostado.
—¿Cuál es tu fascinación por los zombis? —le preguntó Kelly.
—Ellos existen —respondió el chico—. Hay que estar preparados. Apuesto a que ni siquiera sabéis cuáles son las dos cosas más importantes que se necesitan para sobrevivir a una invasión de zombis.
Kelly no le hizo caso.
—Me rindo —dijo Matt.
—Un machete y un helicóptero.
—¿Un machete? —Matt negó con la cabeza—. Yo preferiría una pistola.
—Estás equivocado —replicó Zack—. Los machetes no necesitan recargarse.
Matt aceptó su argumento y se dirigió a Kelly.
—Fred Falin realmente sabe de qué está hablando.
—¡Callaos los dos! —Ella no estaba dispuesta a tolerar una confabulación en su contra. Le habría encantado ver a Zack y a Matt bromear juntos en otras circunstancias—. Zack, lo que estás diciendo es absurdo. Se trata de un virus real. Tenemos que irnos de aquí.
Matt estaba al lado de la maleta y la bolsa.
—Cálmate, Kel. ¿De acuerdo? —Sacó las llaves del auto y las hizo girar con el dedo—. Toma un baño y respira profundamente. Por favor, piensa en términos racionales. No confíes en la supuesta información «confidencial». —Se dirigió a la puerta principal—. Os llamaré después.
Salió de la casa y Kelly se quedó mirando la puerta.
Zack se acercó a ella con la cabeza ligeramente inclinada, tal y como lo hacía cuando preguntaba qué era la muerte o por qué algunos hombres se tomaban de la mano.
—¿Qué te dijo mi papá sobre esto?
—Él sólo… quiere lo mejor para nosotros.
Ella se llevó la mano a la frente para taparse los ojos. ¿Debía alarmar a Zack? ¿Debía irse con Zack y abandonar a Matt? Pero si ella confiaba en Eph, ¿no tenía acaso la obligación moral de advertírselo?
El perro de los Heinson comenzó a ladrar en la casa de al lado. No era el ladrido rabioso de siempre, sino un gruñido agudo y nervioso. Eso bastó para que Kelly saliera al patio de atrás, donde observó que la lámpara se había encendido al detectar un movimiento.
Permaneció allí con los brazos cruzados, observando el jardín en busca del origen del movimiento. Todo parecía inmóvil, pero el perro seguía gruñendo. La señora Heinson lo metió en la casa, pero el perro todavía ladraba.
—¿Mami?
Kelly saltó, asustada por la mano de su hijo, y perdió el control.
—¿Estás bien? —le preguntó Zack.
—Odio esto —dijo ella, conduciéndolo de nuevo a la sala—. Simplemente odio todo esto.
Decidió empacar por los tres.
También decidió vigilar.
Y esperar.
Bronxville
TREINTA MINUTOS AL NORTE de Manhattan, Roger Luss estaba ocupado con su iPhone en el bar con paredes de roble del Siwano y Country Club, esperando su primer martini. Le había dicho al conductor del servicio de taxis TownCar que lo dejara en el club en lugar de llevarlo a casa, pues necesitaba hacer una pausa. Si Joan estaba enferma como parecía indicar el mensaje de la niñera, entonces los niños también lo estaban, y no le aguardaba nada agradable. Ésta era una razón de peso para prolongar una o dos horas más su ausencia de casa.
Desde la zona de comidas se veía la cancha de golf, completamente desierta a la hora de la cena. El camarero le trajo su martini con tres aceitunas servido en una bandeja cubierta con un mantel blanco. No era el camarero de siempre, sino un mexicano, como los que estacionaban autos a la entrada del club. Tenía la camisa salida por detrás y no llevaba cinturón. Sus uñas estaban muy sucias. Le pondría la queja al administrador del club a primera hora del día siguiente.
—Ahí están —dijo Roger, observando las aceitunas en el fondo de la copa en forma de «V», como pequeños globos oculares conservados en salmuera—. ¿Dónde están todos? —preguntó con su voz profunda—. ¿Acaso es día de fiesta? ¿La Bolsa cerró hoy? ¿Se murió el presidente?
El camarero se encogió de hombros.
—¿Dónde está todo el personal?
El hombre negó con la cabeza y Roger percibió que parecía asustado.
Roger lo reconoció; el uniforme de barman lo había confundido.
—¿Eres el jardinero, verdad? El que poda los árboles y el césped. —El jardinero vestido de barman asintió con nerviosismo y se apresuró hacia el vestíbulo.
«¡Qué extraño!», pensó. Levantó la copa de martini y miró alrededor, pero no había nadie con quien brindar ni a quien asentirle; nadie con quien conversar. Y como nadie lo estaba viendo, Roger Luss bebió dos tragos grandes y dejó la copa a la mitad. El líquido se alojó en su estómago y él dejó escapar un leve zumbido. Sacó una de las aceitunas y la escurrió antes de llevársela a la boca. La deslizó por su paladar antes de morderla con las muelas cordales.
Vio fragmentos de una conferencia de prensa en el televisor sin volumen que estaba empotrado encima de los espejos del bar. El alcalde parecía abatido y estaba rodeado de varios funcionarios. Después pasaron las imágenes de archivo donde aparecía el avión de Regis Air en la pista del JFK.
El club estaba tan silencioso que Roger miró de nuevo a su alrededor.
—¿Dónde diablos están todos?
Algo estaba sucediendo. Estaba pasando algo y Roger no se estaba dando cuenta.
Bebió otro sorbo —y luego otro más—, dejó la copa en la mesa y se puso de pie. Caminó hacia el frente, echó una mirada en el pub, pero también estaba vacío. La puerta de la cocina al lado del pub estaba forrada de negro y tenía una ventana pequeña en la parte superior. Roger vio al jardinero-barman completamente solo, preparándose una carne y fumando un cigarrillo.
Cruzó la puerta principal y llegó donde había dejado su equipaje. No había empleados para pedirles que llamaran a un taxi, entonces sacó su iPhone, buscó en Internet, encontró la compañía de taxis más cercana y pidió un auto.
Estaba esperando bajo las luces altas de la entrada de la cochera y el sabor del martini comenzaba a hacerse amargo en su boca cuando oyó un grito; un llanto desgarrador en la noche, no muy lejos de allí, tal vez proveniente de Bronxville, y no de Mount Vernon. Era posible incluso que proviniera de la cancha de golf.
Roger esperó inmóvil. Sin respirar. Expectante.
Antes que el grito, le asustó más el silencio que siguió a continuación.
El taxi llegó, conducido por un hombre maduro de Oriente Próximo con un bolígrafo en la oreja, quien acomodó sonriente su equipaje en el maletero.
Roger miró la cancha y creyó ver a alguien allí, en uno de los caminos, a la luz de la luna, mientras recorrían la extensa carretera privada que había en el club.
Estaba a tres minutos de su casa. No vio ningún coche, y casi todas las casas estaban oscuras. Doblaron por Midland y Roger vio a un peatón en la acera, algo extraño a esas horas de la noche, pues no iba con su perro. Era Hal Chatfield, antiguo vecino suyo y uno de los dos miembros del club que le habían servido como fiadores para entrar en Siwanoy cuando había comprado la casa en Bronxville. Hal caminaba de una forma peculiar, con los brazos completamente rígidos, y llevaba una bata de baño abierta, una camiseta y calzoncillos.
Hal se dio la vuelta y vio pasar el taxi; Roger lo saludó con la mano, y cuando giró la cabeza para ver si lo había reconocido, vio que corría detrás del taxi arrastrando las piernas. Era una escena inquietante: un hombre en bata de baño, que ondeaba como una capa, persiguiendo a un taxi en mitad de la noche.
Roger miró al taxista para ver si también había visto la escena tan peculiar, pero el hombre estaba escribiendo algo mientras conducía.
—Oiga —le dijo Roger—. ¿Sabe qué es lo que está pasando?
—Sí —contestó el taxista con una sonrisa y asintiendo cortésmente, aunque no tenía la menor idea de lo que le había dicho Roger. El taxi recorrió dos calles más y llegó a su casa. El conductor abrió el maletero. El vecindario estaba desierto y tan oscuro como la casa de los Luss.
—¿Sabe qué? Espere aquí. —Roger señaló la acera adoquinada—. ¿Puede esperar?
—Pague.
Roger asintió. Ni siquiera sabía por qué le había pedido que esperara; tal vez era porque se sentía muy solo.
—Tengo el dinero en la casa. Espéreme aquí. ¿De acuerdo?
Roger dejó su equipaje en el pequeño cuarto contiguo a la puerta lateral y entró en la cocina.
—¿Hola? —dijo. Movió el interruptor de la luz pero no sucedió nada. Vio los números verdes titilando en el reloj del microondas y concluyó que había corriente eléctrica. Avanzó tanteando al lado del mostrador; llegó al tercer cajón y buscó la linterna. Sintió un olor putrefacto, superior al de las sobras mohosas que había en el cubo de la basura, lo cual aumentó su ansiedad y lo impulsó a moverse con rapidez. Agarró el astil de la linterna y la encendió.
Alumbró la amplia estancia, y vio el mostrador, la mesa que estaba más allá, la cocina y el horno doble.
—¿Hola? —dijo de nuevo, sintiendo vergüenza del miedo que denotaba su voz. Vio una salpicadura oscura en las puertas de vidrio de los armarios y alumbró con su linterna lo que parecía ser una mancha de ketchup y mayonesa. Ver eso le produjo rabia. Vio la silla hacia arriba y las huellas sucias (¿huellas?) en la isla de granito que había en el centro.
¿Dónde estaba Guild, la empleada? ¿Dónde estaba Joan? Roger se acercó al armario y alumbró la mancha espesa. No sabía qué era la sustancia blanca, pero definitivamente la roja no era ketchup. No podía decirlo con seguridad… pero creyó que podría ser sangre.
Vio algo moverse en el reflejo del cristal y se dio la vuelta para alumbrar con la linterna. Las escaleras estaban vacías, y comprendió que era él, que acababa de mover la puerta del armario. No le gustaba imaginar cosas y entonces subió a la segunda planta y revisó cada uno de los cuartos con la linterna.
—¿Keene? ¿Audrey? —Encontró unas notas garabateadas sobre el vuelo de Regis Air en la oficina de Joan. Tenían cierta coherencia, pero su caligrafía se había deteriorado en las dos últimas frases, las cuales eran incomprensibles. La última palabra, garabateada en el ángulo inferior derecho del bloc, decía: «Hummmmmm».
Las sábanas del dormitorio principal estaban en desorden, y en el sanitario sin vaciar flotaba algo que tomó por un vómito espeso de varios días. Recogió una toalla del suelo, la extendió y descubrió coágulos oscuros de sangre, como si un tísico hubiera tosido en ella.
Salió corriendo hacia las escaleras, cogió el teléfono y marcó el 911. Timbró una vez y otra, pero una voz grabada le dijo que esperara. Colgó y marcó de nuevo. Escuchó un timbre, y luego la misma grabación.
Oyó un golpeteo en el sótano y soltó el auricular. Abrió la puerta de un empujón para llamar en voz alta, pero algo lo hizo detenerse. Oyó y escuchó… algo.
Pasos avanzando. Eran muchos, subiendo las escaleras, aproximándose al rellano donde las escaleras daban un giro de noventa grados en dirección a él.
—¿Joan? —dijo—. ¿Keene? ¿Audrey?
Sin embargo, estaba yendo hacia atrás, retrocediendo y golpeando la puerta, y después atravesando la cocina, pasando al lado de la masa viscosa que había en la pared. Lo único que quería era salir de allí.
Abrió la puerta, salió a la entrada y corrió a la calle, gritándole al conductor que estaba sentado al volante, y quien casi no entendía el inglés. Roger abrió la puerta de atrás y saltó adentro.
—¡Asegure las puertas! ¡Asegúrelas!
El conductor se dio la vuelta.
—Sí. Ocho dólares y treinta centavos.
—¡Cierre las malditas puertas con seguro!
Roger miró en dirección a su casa. Tres seres extraños —dos mujeres y un hombre— salieron por la puerta del lavadero y comenzaron a cruzar el jardín.
—¡Muévase! ¡Muévase! ¡Arranque!
El chófer movió la rejilla del buzón de pago del separador.
—Me paga, yo me voy.
Ya eran cuatro. Roger vio estupefacto cómo un hombre de aspecto conocido y que tenía una camisa desgarrada empujaba a los otros para llegar primero que ellos al taxi. Era Franco, el jardinero. Miró a Roger a través de la ventanilla, sus ojos pálidos en el centro pero rojos en los bordes, como una corona demencial y ensangrentada. Abrió la boca como para gritar a Roger, y luego salió aquella cosa, golpeando la ventana con un estruendo seco, justo enfrente de Roger.
Roger se quedó pasmado.
—¿Qué demonios acabo de ver?
Todo sucedió de nuevo. Roger entendió, a un nivel precario, bajo varias capas de miedo, pánico y manía, que Franco —o esa cosa en la que se había convertido— no conocía, había olvidado o subestimado las propiedades del cristal, y parecía confundido por las propiedades de este objeto sólido.
—¡Arranque! —gritó Roger—. ¡Arranque!
Dos de ellos se pararon frente al taxi. Un hombre y una mujer, las farolas iluminando sus cinturas. Siete u ocho criaturas rodeaban el auto, pero otros se estaban acercando desde las casas vecinas.
El chófer gritó algo en su idioma y hundió la bocina.
—¡Arranque! —gritó Roger.
El taxista buscó algo en el piso. Sacó una bolsa pequeña; abrió el cierre, derramando algunas barras de chocolate antes de agarrar un revólver pequeño de color plateado. Extendió el arma frente al parabrisas, completamente asustado.
La lengua de Franco estaba explorando la ventana de cristal. Sólo que aquello no era una lengua.
El taxista abrió la puerta.
—¡No! —gritó Roger a través del cristal del separador, pero el hombre ya se había apeado. Disparó el arma protegiéndose detrás de la puerta y su mano se estremeció como si estuviera lanzando las balas con ella. Disparó una y otra vez, y las dos criaturas que estaban frente al auto se tambalearon al recibir el impacto de las balas de bajo calibre, pero sin caer al suelo.
El taxista disparó dos veces más, hiriendo al hombre en la cabeza. El cuero cabelludo voló hacia atrás y el hombre cayó al piso.
Alguien agarró al chófer desde atrás. Era Hal Chatfield, el vecino de Roger, con la bata azul colgándole de los hombros.
—¡No! —gritó Roger, pero lo hizo demasiado tarde.
Hal arrastró al hombre hacia la calle. La cosa salió de su boca y le atravesó el cuello. Roger vio gritar al conductor.
Alguien más apareció frente al taxi. No, no era otro, sino el mismo que había recibido el disparo en la cabeza. Un líquido blanco salía de su herida y resbalaba por un lado de su cara. Se apoyó en el taxi y avanzó hacia la ventanilla.
Roger quería correr, pero estaba acorralado. A su derecha, y a un lado de Franco, vio a un hombre con la camisa y los pantalones cortos color caqui del UPS saliendo del garaje contiguo con una pala al hombro, como un beisbolista a punto de tomar su turno al bate.
El hombre de la herida se sentó en el asiento del conductor. Miró a Roger a través del plástico grueso del tabique, con el lóbulo frontal derecho de su cabeza levantado como un mechón de carne. Tenía la mejilla y el mentón untados de un líquido blanco.
Roger se dio la vuelta en el preciso instante en que el tipo del UPS golpeó el auto con la pala, que rebotó contra la ventana trasera, dejando un rayón largo en el cristal, y la luz de los postes se filtró por la fisura resquebrajada y semejante a una telaraña.
Roger escuchó un arañazo en el separador de vidrio. El hombre de la herida sacó la lengua, e intentó pasarla por la ranura con forma de cenicero. La masa carnosa se extendió, husmeando casi el aire y tratando de tocar a Roger.
Él lanzó un grito, golpeando frenéticamente la ranura y cerrándola de tajo. El hombre dejó escapar un chillido infernal, y la punta mutilada de su cosa cayó sobre las piernas de Roger, quien se la quitó de encima, mientras aquella sustancia blanca chorreaba profusamente y el hombre enloquecía de dolor o de histeria producto de la súbita castración.
¡Bam! La pala se estrelló de nuevo contra la ventana posterior, detrás de la cabeza de Roger, y la pantalla protectora cedió y se resquebrajó, negándose sin embargo a quebrarse.
Pom, pom, pom. Ahora eran unas pisadas que dejaban cráteres en el techo del auto.
Había cuatro en la cuneta, tres al lado de la calle, y otro que venía al frente. Roger miró atrás, vio al desquiciado del UPS golpear de nuevo la ventana con la pala. Era ahora o nunca.
Agarró la manija de la puerta y la abrió con todas sus fuerzas. La pala se estrelló contra la ventana, la cual se hizo añicos entre un estrépito de vidrios. Roger se lanzó a la calle y la cuchilla de la pala por poco se entierra en su cabeza. Alguien —Hal Chatfield, con los ojos brillantes y enrojecidos— lo agarró del brazo y le dio la vuelta, pero Roger se deshizo de su chaqueta como una culebra se despoja de su piel, y siguió corriendo sin detenerse a mirar atrás hasta llegar a la esquina.
Algunos trotaban cojeando, y otros se movían más rápido y con más coordinación. Unos eran viejos, y tres de ellos eran niños. Eran sus vecinos y amigos, rostros que había visto en la estación del tren, en fiestas de cumpleaños o en los servicios de la iglesia.
Todos iban tras él.
Flatbush, Brooklyn
EPH TOCÓ EL TIMBRE de la casa de la familia Barbour. La calle estaba en silencio, aunque había actividad en otras casas: luces de televisión y bolsas de basura afuera. Tenía una linterna Luma en la mano, y una pistola de clavos modificada por Setrakian colgando de una cuerda en el hombro.
Nora estaba detrás de él, al pie de las escalinatas de ladrillo, y también llevaba una Luma. Setrakian estaba atrás, con el bastón en la mano y su pelo canoso brillando bajo la claridad lunar.
Tocó dos veces y no hubo respuesta. No era inusual. Eph giró el pomo antes de buscar otra entrada, pero logró darle vuelta.
La puerta se abrió.
Eph entró primero y encendió una luz. La sala de estar parecía normal; los muebles estaban cubiertos y tenían algunos cojines.
—Hola —dijo, mientras Nora y Setrakian se acercaban a él. Avanzó furtivamente por la alfombra como un ladrón o un asesino. Quiso creer que todavía era un sanador, pero a medida que transcurrían las horas tenía mayores dificultades para hacerlo.
Nora subió las escaleras y Setrakian entró con Eph en la cocina.
—¿Qué crees que encontraremos aquí? Dijiste que los sobrevivientes eran simples distractores… —preguntó Eph.
—Dije que ésa era la labor que ellos cumplían. En cuanto a las intenciones del Amo, las desconozco. Es probable que exista un vínculo especial con él. En cualquier caso, tenemos que comenzar por algún lado. Los sobrevivientes son las únicas pistas con las que contamos.
Una taza y una cuchara estaban sobre un plato. En la mesa había también una Biblia abierta, llena de tarjetas religiosas y fotografías. Un pasaje estaba subrayado en tinta roja con mano temblorosa. Era el Apocalipsis 11, 7-8:
… La bestia que sube del abismo sin fin les declarará la guerra, los vencerá y los matará, y sus cadáveres quedarán tendidos en las calles de la gran ciudad, que en lenguaje figurado se llama Gomorra…
A un lado de la Biblia, y como instrumentos dispuestos en un altar, había un crucifijo y una botella de vidrio pequeña que, según le pareció a Eph, contenía agua bendita.
Setrakian asintió en dirección a los artículos religiosos.
—Son tan poco eficaces como la cinta aislante —dijo.
Entraron en el cuarto de atrás. Eph dijo:
—Su esposa debió encubrirlo. De lo contrario, habría llamado a un médico.
Inspeccionaron un armario empotrado, y Setrakian golpeó las paredes con su bastón.
—La ciencia ha progresado mucho en todos estos años, pero todavía falta inventar el instrumento que pueda sondear con claridad en el matrimonio de un hombre y una mujer.
Cerró el armario, y Eph advirtió que ya habían abierto todas las puertas.
—¿No hay sótano?
Setrakian negó con la cabeza.
—Explorar en un rastrojo es mucho peor.
—¡Venid! —Nora los llamó desde la segunda planta; su voz denotaba urgencia.
Ann-Marie Barbour yacía sentada en el piso, entre la mesilla de noche y la cama. En sus piernas tenía un espejo de pared que había quebrado contra el suelo. Había tomado el vidrio más largo y afilado para cortarse las arterias del radio y del cubito de su brazo izquierdo. Cortarse las muñecas es la forma menos efectiva de suicidio, pues menos del cinco por ciento de quienes lo intentan lo logra. Es una muerte lenta porque la parte inferior de un brazo es muy estrecha y sólo se puede hacer un corte muy pequeño. También es extremadamente dolorosa, y, en ese sentido, sólo es un método empleado por aquellos que han perdido el juicio o están profundamente deprimidos.
Ann-Marie tenía una cortada muy profunda, las arterias cercenadas y la dermis replegada, dejando al descubierto los huesos de la muñeca. Entre los dedos de su mano inmóvil tenía un cordón ensangrentado del que colgaba la llave de un candado.
Su sangre era roja. Sin embargo, Setrakian sacó su espejo de plata y lo puso en sentido diagonal a la cara de la difunta, simplemente para asegurarse. No hubo movimiento: la imagen era nítida. Ann-Marie no se había transformado.
Setrakian se puso de pie, intrigado por lo que acababa de ver.
—Es extraño —dijo.
Ann-Marie tenía la cabeza hacia abajo, con una expresión de agotamiento desconcertante, y su rostro se reflejaba en los fragmentos del espejo. Eph observó un pedazo de papel debajo de un portarretratos que contenía la fotografía de un niño y una niña en la mesilla de noche.
La letra roja revelaba un pulso muy tembloroso, al igual que el pasaje subrayado de la Biblia. Las íes minúsculas estaban rematadas con círculos, lo que le confería una apariencia juvenil a la escritura.
Comenzó a leer:
—A mi amado Benjamín y a mi querida Haily…
—No —lo interrumpió Nora—. No lo leas. No es para nosotros.
Tenía razón. Eph buscó la información relevante en la página.
—Los niños están seguros con su tía paterna en Jersey. —Se saltó el resto y sólo leyó la parte final—. Lo siento, Ansel… no puedo utilizar esta llave… sé que Dios te maldijo para castigarme, que nos ha abandonado y ambos estamos condenados. Si mi muerte contribuye a curar tu alma, entonces Él podrá tenerla…
Nora se arrodilló en busca de la llave y retiró el cordón sangriento de los dedos inertes de Ann-Marie.
—Entonces… ¿dónde está?
Escucharon un quejido leve, semejante a un gruñido. Era bestial y glótico, un sonido gutural que sólo podía provenir de una criatura que no fuera humana. El sonido venía de afuera.
Eph se asomó a la ventana. Miró hacia el patio trasero y vio el cobertizo.
Fueron allá y escucharon frente a las puertas cerradas.
Unos arañazos adentro. Sonidos roncos, bajos y ahogados.
Las puertas se estremecieron. Algo o alguien las empujó, probando la tensión de la cadena.
Nora tenía la llave. Se acercó a la cadena, introdujo la llave en el candado y le dio vuelta. El cerrojo se abrió.
No se oyó ningún ruido dentro, y Nora retiró el seguro; Setrakian y Eph estaban preparados; el anciano desenvainó su espada de plata del bastón. Ella comenzó a desenrollar la cadena, pasándola entre las manijas de madera… esperando que las puertas se abrieran de inmediato…
Sin embargo, no pasó nada. Nora haló el extremo de la cadena y retrocedió. Eph y ella encendieron sus lámparas UVC. El anciano fijó la vista en las puertas, y al notarlo, Eph respiró profundamente y las abrió.
El interior del cobertizo estaba oscuro. La única ventana que había estaba cubierta con algo, y las puertas abiertas hacia fuera bloqueaban casi toda la luz que llegaba del porche de la casa.
Transcurrieron algunos instantes antes de que vieran la silueta agachada.
Setrakian avanzó y se detuvo a dos pasos de la entrada, con la espada extendida ante el presunto ocupante del cobertizo.
La cosa atacó, persiguiendo a Setrakian y saltando para agarrarlo. El anciano estaba preparado con su espada, pero la cadena se tensionó y la criatura no pudo avanzar.
Le vieron la cara. Tenía la boca abierta, y las encías eran tan blancas que parecía como si los dientes estuvieran adheridos directamente a la mandíbula. Los labios estaban pálidos por la sed y el poco cabello que le quedaba era blanco en las raíces. Estaba en posición supina sobre una cama de tierra, con un collar firmemente amarrado al cuello, penetrándole la carne.
Setrakian preguntó, sin quitarle los ojos de encima a la bestia:
—¿Es éste el hombre del avión?
Eph lo observó. La criatura era como un demonio que había devorado al hombre llamado Ansel Barbour y asumido su forma a medias.
—Era él.
—Alguien lo encadenó —señaló Nora—. Y lo encerró aquí.
—No —replicó Setrakian—. Él se encadenó.
Eph comprendió. Se había encadenado para no atacar a su esposa ni a sus hijos.
—Permaneced atrás —les advirtió Setrakian. Y en ese instante, el vampiro abrió la boca y le lanzó el aguijón a Setrakian. El anciano permaneció erguido, pues el vampiro no podía alcanzarlo a pesar de que el aguijón tenía un metro o más de largo. Se encogió en señal de fracaso, y la masa repugnante le colgó del mentón, revoloteando alrededor de su boca abierta como el tentáculo rosado de alguna criatura de las profundidades oceánicas.
—Santo cielo… —jadeó Eph.
Barbour se encolerizó. Retrocedió con sus ancas y bramó. El espectáculo insólito hizo que Eph recordara que tenía la cámara de su hijo en el bolsillo. Le entregó su lámpara a Nora y sacó la filmadora.
—¿Qué haces? —le preguntó Nora.
Encendió la cámara, y vio a la cosa en el visor. Retiró el seguro de su pistola de clavos automática y le apuntó a la bestia.
Chac-chac. Chac-chac. Chac-chac.
Eph le disparó tres clavos de plata, la herramienta dio un culatazo. Los proyectiles atravesaron al vampiro, desgarrando sus músculos enfermos, y sacándole un grito ronco de dolor que lo hizo desplomarse hacia delante.
Eph siguió grabando.
—Ya basta —dijo Setrakian—. Debemos ser piadosos.
La bestia estiró el cuello debido al dolor. Setrakian pronunció el conjuro y descargó la espada en el cuello del vampiro; su cuerpo colapsó con un estertor en las piernas y los brazos. La cabeza rodó por el suelo, los ojos parpadearon algunas veces, y el aguijón se estremeció como una serpiente moribunda antes de quedar inmóvil. El líquido blanco y caliente manó de la base del cuello, despidiendo un vapor moribundo en el frío aire nocturno. Los gusanos capilares se revolcaron en la tierra como ratas escapando de un barco que naufraga, buscando un nuevo anfitrión.
Nora se tapó la boca para contener el llanto que surgía en su garganta.
Eph miró asqueado, olvidándose de observar por el visor.
Setrakian retrocedió con la espada hacia abajo, la sustancia blanca y viscosa humeando en la cuchilla de plata y salpicando el césped.
—Mirad allí, debajo de la pared.
Eph vio un hueco cavado en el fondo del cobertizo.
—Alguien o algo más estuvo aquí con él —dijo el anciano—. Pero se arrastró y escapó.
Podía estar en cualquiera de las casas que había en el vecindario.
—No hay señales del Amo.
Setrakian negó con la cabeza.
—Aquí no, tal vez en la casa de al lado.
Eph miró bien el cobertizo, tratando de identificar los gusanos de sangre alumbrados por las lámparas de Nora.
—¿Crees que debería irradiarlos? —le preguntó a Setrakian.
—Hay una forma más segura. ¿Ves esa lata roja en el estante?
Eph la vio.
—¿La lata de gasolina?
Setrakian asintió, y Eph comprendió de inmediato. Se aclaró la garganta, levantó la pistola de clavos, apuntó con ella y apretó dos veces el gatillo.
La herramienta era efectiva desde esa distancia. La gasolina brotó de la lata perforada, empapando el estante de madera y cayendo al piso de tierra.
Setrakian se desabotonó el sobretodo y sacó una caja de fósforos de un bolsillo que tenía en el forro. Con uno de sus dedos retorcidos sacó un fósforo de madera y lo encendió después de frotarlo contra el rastrillo de la caja. La llama naranja brilló en la noche.
—El señor Barbour ha sido liberado —dijo.
Arrojó el fósforo encendido y el cobertizo estalló en llamas.
Rego Park Center, Queens
MATT EXAMINÓ varias prendas de ropa juvenil, guardó el lector de códigos de barras con el que hacía el inventario y bajó las escaleras para ir a comer algo. Después de todo, los inventarios a puerta cerrada no eran tan malos. Era el administrador de la tienda y podía modificar su horario de trabajo durante la semana para compensar las horas extras. El resto del centro comercial estaba cerrado, las puertas de seguridad clausuradas, lo que significaba que no había clientes ni multitudes. Además, tampoco tenía que utilizar corbata.
Tomó el ascensor para bajar a la bodega de recibo de mercancías, pues las mejores máquinas expendedoras de golosinas estaban allí. Iba caminando al lado de los mostradores de la joyería del primer piso, comiendo Chuckles (en orden ascendente de preferencia: regaliz, limón, lima, naranja y cereza), cuando escuchó algo en el centro comercial. Se dirigió a la amplia puerta de metal y vio a un guardia de seguridad revolcándose en el piso a tres locales de distancia.
Se estaba agarrando la garganta con la mano como si estuviera malherido o ahogándose.
—¡Oye! —lo llamó Matt.
El guardia lo vio y estiró la mano, no en señal de saludo sino implorando ayuda. Matt sacó el llavero e introdujo la llave más grande en la ranura, levantando la puerta a sólo un metro para deslizarse por debajo y socorrer al hombre.
El guardia de seguridad lo agarró del brazo y Matt lo llevó a un banco cercano junto a la fuente de los deseos. El hombre estaba jadeando. Matt vio que tenía sangre en el cuello, debajo de sus dedos, pero no como para tratarse de una herida de arma blanca. También tenía gotas de sangre en su uniforme, y el pantalón mojado, lo cual evidenciaba que se había orinado.
Matt lo conocía de vista y le parecía arrogante. Era un tipo grande que recorría el centro comercial con los dedos metidos en el cinturón como un sheriff sureño. No llevaba puesto el sombrero, y Matt vio que era casi calvo, con apenas un par de mechones negros y grasientos cubriéndole el cráneo. El hombre estaba completamente asustado, aferrándose dolorido al brazo de Matt, sin su hombría habitual.
Matt le preguntó varias veces qué le había sucedido, pero el guardia se limitaba a observar a su alrededor con la respiración entrecortada. Matt escuchó una voz que parecía provenir del receptor del guardia. Matt lo sacó del cinturón.
—Hola, ¿me escuchan? Soy Matt Sayles, administrador de Sears. Uno de sus hombres está herido aquí en el primer nivel. Sangra por el cuello y su estado parece ser grave.
Le respondieron de inmediato.
—Sí; soy el supervisor. ¿Qué está sucediendo?
El guardia intentó decir algo pero sólo salió un silbido de su garganta devastada.
—Fue atacado —respondió Matt—. Tiene contusiones a ambos lados del cuello, heridas y… está completamente asustado. Pero no veo a nadie por aquí…
—Estoy bajando por las escaleras de servicio —dijo el supervisor. Matt escuchó el eco de sus pasos a través del receptor—. ¿Dónde dijiste que…?
La señal se interrumpió. Matt esperó que se reanudara y hundió el botón para comunicarse de nuevo.
—¿Que dónde qué?
Soltó el botón para escuchar, pero nada.
—¿Hola?
Oyó una fuerte interferencia durante casi un segundo, y luego un grito sofocado:
—GGRRGGH.
El guardia se dejó caer del banco y se arrastró hacia el Sears. Matt se puso de pie con el receptor en la mano, y se dirigió hacia el aviso de los baños, pues a un lado estaba la puerta de la escalera de servicio.
Escuchó un golpeteo, como si alguien saltara.
Luego oyó un zumbido. Miró hacia su tienda y vio que la puerta de seguridad estaba casi cerrada. Y él había dejado las llaves dentro.
El guardia herido se había encerrado allí.
—¡Oye; oye! —gritó Matt.
Pero antes de poder correr hacia allá, Matt sintió una presencia detrás de él. Vio al guardia retroceder con los ojos desorbitados, trastabillando contra un estante de ropa y arrastrándose. Matt se dio la vuelta y vio a dos chicos con vaqueros sueltos y capuchas que les quedaban excesivamente grandes. Salieron del corredor en dirección a los baños. Parecían drogados, su piel era oscura y amarillenta, y apenas movían las manos.
Seguramente eran drogadictos. Matt se asustó aún más, pues pensó que le habían clavado una jeringa contaminada al guardia. Sacó su billetera y se la lanzó a uno de ellos. El chico no se dio por enterado; la billetera le dio en el estómago y cayó al suelo.
Matt retrocedió hacia la puerta de su tienda, pues los dos tipos se le estaban acercando.
Calle Vestry, Tribeca
EPH ESTACIONÓ FRENTE a las dos casas anejas de la residencia de Bolívar, en cuya fachada había un andamio de tres pisos de altura. Se dirigieron a la puerta y vieron que estaba cerrada con tablas. No de manera temporal ni por protección; estaba cubierta con una lámina muy gruesa clavada al marco de la puerta, completamente sellada.
Eph observó la fachada de la edificación bajo el cielo nocturno.
—¿Por qué se estará escondiendo? —dijo. Puso un pie en el andamio, preparándose para subir. Setrakian lo detuvo.
Había testigos en la acera frente a la edificación contigua observándolos desde la oscuridad.
Eph se dirigió a ellos. Sacó el espejo con soporte de plata del bolsillo de su chaqueta, tomó a uno de ellos por el brazo y lo dirigió hacia él para mirar su reflejo, pero su imagen no se movió. El chico, no mayor de quince años, pintado de manera lúgubre con maquillaje gótico y labial negro, se desprendió de Eph.
Setrakian examinó a los demás con su espejo: ninguno se había transformado.
—Son fans —dijo Nora—. Y están en vigilia.
—Idos de aquí —les ordenó Eph. Pero eran jóvenes neoyorquinos y sabían que no tenían por qué irse.
Setrakian miró la casa de Bolívar. Las ventanas estaban oscuras, y no pudo saber si estaban clausuradas o simplemente en proceso de restauración.
—Subamos por el andamio —propuso Eph—. Y entremos por una ventana.
Setrakian negó con la cabeza.
—Es imposible entrar sin que los vecinos llamen a la policía para que te detengan. Recuerda que te están buscando. —Setrakian se apoyó en su bastón y miró de nuevo la casa oscura antes de alejarse—. No; nuestra única opción es esperar. Recojamos un poco de información sobre esta casa y su propietario. Podría ser útil saber primero en dónde nos estamos metiendo.