Hangar de mantenimiento, Regis Air

Como la pista de rodaje del JFK necesitaba estar despejada, la aeronave fue remolcada hacia el espacioso hangar de mantenimiento de Regis Air una hora antes del amanecer. Nadie abrió la boca mientras el infortunado 777 lleno de pasajeros muertos pasaba como un enorme ataúd blanco.

Una vez les colocaron los seguros a las ruedas y el avión se detuvo, los empleados extendieron lonas negras impermeables para cubrir el piso de cemento manchado. Instalaron cortinas prestadas por un hospital para demarcar una amplia zona de contención entre el ala izquierda y la nariz de la aeronave. El avión estaba aislado en el hangar como un cadáver en una morgue inmensa.

Por petición de Eph, la Oficina Principal del Forense de Nueva York despachó a varios funcionarios veteranos de Manhattan y Queens, que llevaron consigo varias cajas con bolsas de plástico. La OCME, la oficina de exámenes forenses más grande del mundo, tenía experiencia en el manejo de desastres con un elevado número de víctimas, y ayudó a implementar un plan para evacuar los cadáveres.

Los oficiales de HAZMAT de la Autoridad Portuaria, vestidos con trajes de seguridad completamente aislados, extrajeron el cadáver del agente federal aéreo primero —permitiendo que solemnes oficiales le rindieran homenaje a su compañero enfundado en una bolsa cuando éste apareció por la puerta del ala— y luego a los pasajeros que estaban sentados en la primera fila de la cabina principal. A continuación, retiraron los asientos vacíos a fin de obtener el espacio necesario para facilitar la labor de enfundar cadáveres. En el avión, cada cuerpo fue amarrado a una camilla de uno en uno y bajado al piso cubierto de lonas.

El proceso fue cuidadoso y horripilante en ciertas ocasiones. Habían bajado alrededor de treinta cadáveres, cuando uno de los oficiales de la Autoridad Portuaria trastabilló súbitamente y se alejó de la fila gimiendo y agarrándose el casco. Dos oficiales de HAZMAT acudieron en su ayuda, pero él los lanzó contra las cortinas, irrumpiendo en la zona de contención. Todos entraron en pánico y le abrieron paso a aquel oficial que posiblemente estaba envenenado o infectado, y que se arañaba su traje de protección mientras salía del hangar cavernoso. Eph se encontró con él en la pista, donde, a la luz del sol matinal, el oficial consiguió quitarse el casco y arrancarse el traje como si fuera una piel opresora. Eph lo agarró, pero el hombre se desplomó en la pista y permaneció sentado con lágrimas en los ojos.

—Esta ciudad —dijo el oficial en medio de sollozos—. Esta maldita ciudad.

Posteriormente se propagó la historia de que ese oficial de la Autoridad Portuaria había trabajado en la Zona Cero durante las primeras semanas infernales, primero como integrante de la misión de rescate, y luego en las tareas de recuperación. El espectro del 11-S todavía acechaba a muchos oficiales de la Autoridad Portuaria, y la intrigante situación actual de bajas masivas había despertado nuevamente aquel espectro.

Un equipo «especial» de analistas e investigadores de la junta de la Seguridad Nacional del Transporte en Washington llegó a bordo de un Gulfstream de la FAA. Viajaron para entrevistar a todos los que habían participado en el «incidente» del vuelo 753 de Regis Air, inspeccionar los últimos momentos de navegabilidad de la aeronave, y extraer la caja negra con las grabaciones de los tripulantes. Los investigadores del Departamento de Sanidad de la ciudad de Nueva York, quienes habían sido relegados a un segundo plano por el CDC durante esta crisis, fueron informados de los pormenores del incidente. Sin embargo, Eph rechazó sus reclamaciones en torno a la supuesta jurisdicción que tenían, pues sabía que debía continuar con el plan de contención si quería hacer las cosas bien.

Los representantes de la Boeing que habían llegado del estado de Washington ya habían afirmado que el apagamiento absoluto del 777 era «mecánicamente imposible». Un vicepresidente de Regis Air, a quien habían despertado de su cama en Scarsdale, insistía en que un equipo de mecánicos de la aerolínea inspeccionara la nave una vez se levantara la cuarentena médica. La corrupción del sistema de circulación del aire era la principal hipótesis sobre la causa de la muerte de los pasajeros. El embajador alemán en los Estados Unidos y su delegación todavía estaban esperando la valija de su funcionario, y Eph los llevó al Salón Diplomático de Lufthansa, localizado en la terminal uno. El secretario de prensa del alcalde convocó una conferencia de prensa para la tarde, y el comisionado de la policía llegó a la sede del Departamento de Policía de Nueva York con el director del departamento de antiterrorismo, a bordo de un vehículo de respuesta inmediata.

A mediados de la mañana sólo restaban ochenta cadáveres por evacuar. El proceso de identificación avanzaba con velocidad, gracias a la revisión electrónica de los pasaportes y a la información detallada sobre los pasajeros.

Durante uno de los descansos, Nora y Eph conversaron con Jim a un lado de la zona de contención, con el fuselaje de la aeronave visible a través de las cortinas. Los aviones ya estaban despegando y aterrizando de nuevo; ellos escucharon la aceleración y desaceleración de los propulsores, y sintieron la actividad en la atmósfera, la agitación del aire.

—¿Cuántos cuerpos puede examinar La Oficina del Forense de Manhattan? —le preguntó Eph a Jim mientras bebía sorbos de agua.

—Queens tiene jurisdicción aquí —le contestó Jim—. Pero tienes razón, la sede de Manhattan está mejor equipada. En términos logísticos, vamos a repartir las víctimas entre las dos oficinas, así como en las de Brooklyn y el Bronx. Así que serán unos cincuenta en cada una.

—¿Y cómo vamos a transportarlos?

—En camiones refrigerados. El investigador médico me dijo que eso fue lo que hicieron con los restos encontrados en la tragedia de las Torres Gemelas. Ya han contactado con el Mercado de Pescado Fulton, en el Bajo Manhattan.

Eph solía pensar que el control de enfermedades era como un esfuerzo para resistir en tiempos de guerra, donde él y su equipo daban una buena pelea, mientras que el resto del mundo intentaba seguir con sus vidas bajo la avalancha de la ocupación, los virus y bacterias que los asediaban. En ese escenario, Jim era un locutor radial clandestino que hablaba tres idiomas, podía conseguir desde mantequilla hasta armas, y sacarlas con seguridad por el puerto de Marsella.

—¿Nada de Alemania? —preguntó Eph.

—Todavía no. Cerraron el aeropuerto durante dos horas y realizaron una inspección de seguridad muy exhaustiva. No hay empleados enfermos: en el aeropuerto, ni informes de enfermedades súbitas en los hospitales.

Nora estaba ansiosa por hablar.

—Pero aquí no encaja nada.

Eph asintió en señal de consentimiento.

—Continúa.

—Tenemos un avión lleno de cadáveres. Si esto hubiera sido causado por un gas, o por algún aerosol en el sistema de ventilación, bien fuera accidental o no, no habrían fallecido de una manera tan… pacífica, por así decirlo. Se habrían presentado estallidos de asfixia, convulsiones y vómito; los pasajeros hubieran muerto a distintas horas debido a sus tipos corporales, los cadáveres se habrían puesto azules, y la tripulación habría entrado en pánico. Ahora, si más bien se trató de un evento infeccioso, entonces estamos enfrentados a un tipo de agente patógeno completamente descabellado, súbito y totalmente desconocido, algo que ninguno de nosotros ha visto antes, indicando así la presencia de una sustancia elaborada por el hombre y creada en un laboratorio. Hay que recordar que no se trata únicamente de los pasajeros que murieron, sino que, adicionalmente, el avión colapsó. Es como si alguna cosa, algún objeto incapacitante hubiera golpeado el avión, aniquilando todo lo que estaba adentro, incluyendo a los pasajeros. Pero esto no es totalmente exacto, ¿verdad? Porque, y creo que ésta es la pregunta más importante en este momento, ¿quién abrió la puerta? —Nora miró una y otra vez a Eph y a Jim—. Es decir, pudo ser el cambio en la presión. Tal vez la puerta ya estaba sin seguro y se abrió por la descompresión del avión. Podemos dar explicaciones rebuscadas para casi cualquier cosa porque somos científicos médicos, y eso es lo que hacemos todo el tiempo.

—Y las persianas de las ventanillas —dijo Jim—. Los pasajeros siempre las suben para ver el aterrizaje: ¿quién las cerró todas?

Eph asintió. Se había concentrado tanto en los detalles durante toda la mañana, que era agradable dar un paso atrás y ver los extraños sucesos en perspectiva.

—Es por eso por lo que los cuatro sobrevivientes nos darán la clave. Si es que vieron algo, claro está.

—O si participaron de otra manera —comentó Nora.

—Los cuatro están en estado crítico pero estable en el pabellón de aislamiento del Centro Médico del Hospital Jamaica —dijo Jim—. Ellos son: el capitán Redfern, tercer piloto, sexo masculino y treinta y dos años; una abogada de cuarenta y un años del condado de Westchester; un programador de computadoras de Brooklyn, de cuarenta y cuatro años; y Dwight Moorshein, un músico famoso de Manhattan y Miami Beach, de sexo masculino y treinta y seis años de edad.

Eph se encogió de hombros.

—Nunca había oído su nombre.

—Su nombre artístico es Gabriel Bolívar.

—¡Ah! —exclamó Eph.

—Vaya —dijo Nora.

Jim continuó:

—Viajaba de incógnito en primera clase. No llevaba su espantoso maquillaje ni sus lentes de contacto, así que tendremos una mayor cobertura de los medios.

—¿Hay alguna conexión entre los sobrevivientes? —preguntó Eph.

—Todavía no hemos encontrado ninguna, pero es probable que los resultados de sus chequeos médicos nos revelen algo. Los sobrevivientes viajaban en clases separadas. El programador viajaba en clase turista, la abogada en clase ejecutiva, y el cantante en primera. Y por supuesto, el capitán Redfern estaba en la cabina de mando.

—Es muy desconcertante —dijo Eph—. Pero de todos modos ya hay algo. Es decir, si ellos recuperan la conciencia y conseguimos que nos den algunas respuestas.

Uno de los oficiales de la Autoridad Portuaria llegó en busca de Eph.

—Doctor Goodweather, es mejor que regrese al depósito de carga; encontraron algo.

Los baúles de acero que contenían los equipajes ya habían comenzado a ser descargados por la escotilla lateral del depósito de carga, para ser abiertos e inspeccionados por el equipo HAZMAT de la Autoridad Portuaria. Eph y Nora pasaron junto al remolque que cargaba el equipaje, que tenía las llantas aseguradas con tacos metálicos.

En el extremo del compartimiento inferior había una caja larga y rectangular de madera negra; parecía pesada, como un baúl enorme descansando sobre su respaldo. Era de ébano mate y tenía unos dos metros y medio de largo por algo más de un metro de ancho y noventa centímetros de altura. Era más alta que un refrigerador. El lado superior tenía grabados elaborados, con florituras laberínticas acompañadas por letras de un idioma antiguo, o al menos tenían esa apariencia. Muchas de las espirales evocaban figuras humanas etéreas, y con un poco de imaginación, rostros emitiendo gritos.

—¿Nadie la ha abierto aún? —preguntó Eph.

Los oficiales de HAZMAT negaron con la cabeza.

—No la hemos tocado —señaló uno.

Eph examinó la parte posterior. Tres correas de amarre anaranjadas, con sus ganchos de acero todavía unidos a los orificios metálicos, estaban tiradas en el suelo al lado del armario.

—¿Y estas correas?

—Estaban sueltas cuando llegamos —dijo otro.

Eph miró alrededor del compartimiento.

—Es imposible —dijo—. Si hubieran estado sueltas durante el viaje los contenedores de las maletas, y posiblemente las paredes interiores del compartimiento de carga, se habrían averiado seriamente. —Lo examinó de nuevo y preguntó—: ¿Dónde está la placa? ¿Qué dice la lista de carga?

Uno de los oficiales tenía un fajo de páginas laminadas en un pasador redondo.

—No está aquí.

Eph lo verificó personalmente.

—No puede ser.

—El único equipaje inusual que aparece aquí, aparte de tres juegos de palos de golf, es un kayak. —El hombre señaló la pared lateral donde estaba el kayak envuelto en plástico, amarrado con el mismo tipo de correas anaranjadas, y con varias etiquetas de la aerolínea.

—Llame a Berlín —dijo Eph—. Deben de tener un historial de la carga. Seguramente alguien recordará este objeto. Debe de pesar fácilmente doscientos kilos.

—Ya lo hicimos y no hay ningún historial. Cada uno de los miembros de la cuadrilla de equipaje será interrogado.

Eph miró de nuevo la caja negra. Ignoró los grabados grotescos, se inclinó para examinar los bordes y vio tres bisagras en la parte superior de ambos lados. La tapa era una puerta doble de apertura lateral. Eph la tocó con sus guantes, y la agarró de abajo para tratar de abrirla.

—¿Alguien me quiere echar una mano?

Un oficial se acercó; llevaba guantes y puso su mano debajo de la tapa, al otro lado de Eph. Éste contó hasta tres y abrieron las dos puertas simultáneamente.

Las dos alas laterales descansaron sobre las bisagras grandes y sólidas. El olor que salió de la caja era semejante al que emana de un cadáver, como si el armario hubiera permanecido sellado durante Un siglo. Parecía vacío, hasta que uno de los oficiales encendió su linterna y alumbró el interior.

Eph introdujo los dedos en la masilla espesa y negra. La masa terrosa era suave y reconfortante como la crema pastelera, y ocupaba dos tercios de la caja.

Nora retrocedió un paso:

—Parece un ataúd —dijo.

Eph retiró los dedos y los sacudió. Miró a Nora y esperó una sonrisa que no recibió.

—Es un poco grande para eso, ¿no te parece?

—¿Por qué alguien enviaría una caja llena de tierra? —preguntó ella.

—No —señaló Eph—. Tenía que haber algo adentro.

—Pero ¿cómo…? —dijo Nora—. Este avión está en cuarentena absoluta.

Eph se encogió de hombros.

—¿Cómo hacemos para darle una explicación a esto? Lo único que sé con seguridad es que estamos frente a una caja desamarrada y sin seguro, y no tenemos el informe de los equipajes. —Miró a los demás—. Necesitamos examinar esta tierra. Retiene bien cualquier evidencia. La radiación, por ejemplo.

Uno de los oficiales preguntó:

—¿Cree que se utilizó alguna sustancia para dominar a los pasajeros…?

—¿Está insinuando que venía aquí? Es lo mejor que he escuchado en todo el día.

Jim los llamó por teléfono.

—¿Eph, Nora?

—¿Qué pasa? —dijo Eph.

—Acabo de recibir una llamada del pabellón de aislamiento del Hospital Jamaica. Creo que querréis ir de inmediato.

Centro Médico del Hospital Jamaica

LAS INSTALACIONES DEL HOSPITAL estaban a sólo diez minutos al norte del JFK, por la autopista Van Wyck. Este hospital era uno de los cuatro centros designados para la planificación y preparación contra el bioterrorismo en la ciudad de Nueva York. Era una entidad que participaba de lleno en el Sistema de Vigilancia Sindrómica. Pocos meses atrás, Eph había conducido allí un seminario sobre Canary, por lo cual sabía que el pabellón de aislamiento para infecciones por vía aérea estaba en el quinto piso.

Las puertas dobles de metal exhibían un prominente símbolo naranja contra los peligros biológicos compuesto de tres pétalos, señalando una amenaza real o potencial contra materias celulares u organismos vivos. El aviso decía:

ZONA DE AISLAMIENTO.

PRECAUCIÓN DE CONTACTO OBLIGATORIA.

SÓLO PERSONAL AUTORIZADO.

Eph mostró sus credenciales del CDC en la recepción, y la administradora lo reconoció gracias a las prácticas de contención biológica que había dirigido allí. Ella lo condujo al interior.

—¿Qué sucede? —le preguntó él.

—No quiero ser melodramática —dijo ella, pasando su tarjeta de identificación por la banda electromagnética y abriendo las puertas del pabellón—, pero creo que tiene que verlo personalmente.

El pasillo era estrecho, pues quedaba en el ala exterior del pabellón, y estaba ocupado básicamente por la sala de las enfermeras. Eph siguió a la administradora detrás de unas cortinas azules y llegó a un amplio vestíbulo que contenía bandejas con implementos de seguridad: camisones, gafas, guantes, botas, respiradores y un gran cubo forrado con una bolsa roja para arrojar los contaminantes biológicos. El respirador era una máscara NP5, equipada para filtrar el noventa y cinco por ciento de las partículas con un tamaño igual o superior a 0,3 micrones. Esto significaba que ofrecía protección contra la mayoría de los patógenos virales y bacteriológicos por vía aérea, pero no contra agentes químicos ni gaseosos.

Después de llevar puesto el traje de contención de nivel A en el aeropuerto, Eph se sintió muy expuesto con la escasa protección que le proporcionaba una simple máscara de hospital, una gorra de cirugía, unas gafas, un camisón y un par de cobertores en los zapatos. La administradora, vestida de la misma forma, presionó un botón y abrió un juego de puertas interiores. Eph sintió una presión similar a un vacío, a consecuencia del sistema de compresión negativa y del aire que entraba en la zona aislada para evitar la fuga de partículas.

Un corredor recorría de izquierda a derecha la estación central de provisiones. La estación consistía en un carro que contenía medicamentos e implementos de emergencia, una computadora portátil cubierta con un estuche de plástico y un sistema para comunicarse con el exterior, además de material aislante.

La zona de los pacientes tenía ocho habitaciones pequeñas de aislamiento total para un distrito que tenía más de 2.250.000 habitantes. La «capacidad en aumento» es el término empleado por los organismos de prevención de desastres para referirse a un sistema de salud que puede expandirse con rapidez, más allá de su operatividad normal, a fin de satisfacer demandas de salud pública en caso de una emergencia a gran escala. El número de camas disponibles en los hospitales del estado de Nueva York era de sesenta mil, y cada vez se reducía más. Mientras tanto, la sola ciudad de Nueva York tenía 8,1 millones de habitantes, una cifra que iba en aumento. Canary fue fundado con la esperanza de compensar este desequilibrio, como una especie de estrategia preventiva para contener un desastre. El CDC catalogaba esa conveniencia política como «optimista», pero Eph prefería llamarla «pensamiento mágico».

Siguió a la administradora a la primera habitación. No se trataba de un tanque de aislamiento biológico propiamente dicho, pues no había cámaras de aire ni puertas de acero. Era simplemente un espacio para el cuidado médico habitual en un ambiente segregado. El piso era de baldosas y la iluminación fluorescente. Lo primero que notó Eph fue una camilla Kurt contra una pared. Se trata de una camilla desechable de material plástico, semejante a una tabla transparente, con dos compartimentos para guantes profilácticos a cada lado, y equipada con tanques de oxígeno removibles. Una chaqueta, una camisa y unos pantalones estaban apilados a un lado; se los habían retirado al paciente con tijeras quirúrgicas, y el logo con la corona alada de Regis Air sobresalía en la gorra del piloto.

La cama en el centro de la habitación estaba rodeada de cortinas de plástico transparente, afuera de las cuales había equipos con monitores y un dispensador electrónico de suero repleto de bolsas. La cama tenía sábanas azules y grandes almohadas blancas, y el extremo superior estaba en posición vertical.

El capitán Doyle Redfern estaba sentado en el medio, con las manos sobre el regazo. Tenía las piernas descubiertas, sólo llevaba un camisón corto de hospital, y parecía estar consciente. De no ser por el dispensador conectado a su mano y su brazo, y por la expresión distante de su rostro —parecía haber perdido cuatro kilos desde que Eph lo vio en la cabina de mando—, habría tenido todo el aspecto de un paciente esperando un chequeo médico.

Eph se acercó y el capitán lo miró con optimismo.

—¿Es usted de la aerolínea? —le preguntó.

Eph negó con la cabeza. La noche anterior, ese hombre se había desplomado en el piso de la cabina de mando del vuelo 753 con un gemido y los ojos completamente desorbitados, como si estuviera a punto de morir.

El delgado colchón se dobló cuando el piloto se acomodó. Redfern cerró los ojos como para desperezarse y preguntó:

—¿Qué sucedió en el avión?

Eph no pudo ocultar su decepción.

—Eso mismo vine a preguntarle.

Eph permaneció mirando a Gabriel Bolívar, la estrella del rock que estaba sentado en el borde de la cama como una gárgola de pelo suelto y negro, enfundado en un camisón de hospital. Estaba sin su maquillaje terrorífico y era sorprendentemente apuesto, a pesar de su pelo greñudo y de los vestigios de una vida desenfrenada.

—Parece una resaca interminable —dijo Bolívar.

—¿Algún otro malestar?

—Muchos. —Pasó la mano por su cabello largo y negro—. La moraleja de esta maldita historia es que nunca volveré a volar en aerolíneas comerciales.

—Señor Bolívar, ¿podría decirme qué es lo último que recuerda del aterrizaje?

—¿Cuál aterrizaje? Lo digo en serio. Estuve bebiendo cantidades industriales de vodka con agua tónica desde que despegamos, y estoy seguro de que me quedé dormido. —Miró hacia arriba y entrecerró los ojos a causa de la luz—. ¿Qué tal si me dan un Demerol cuando pase el carro de los refrescos?…

Eph vio las cicatrices en los brazos desnudos de Bolívar y recordó que uno de sus actos característicos durante los conciertos era cortarse en el escenario.

—Estamos tratando de establecer una correspondencia entre los pasajeros y sus pertenencias.

—Eso es fácil. Yo no traía nada. Cero maletas, sólo mi teléfono. El vuelo chárter se canceló, y abordé este vuelo en el último minuto. ¿Acaso mi mánager no se lo dijo?

—Todavía no he hablado con él. Me refiero específicamente a un armario grande.

Bolívar lo miró.

—¿Se trata de una prueba mental?

—Estaba en el depósito de carga; es una caja vieja con tierra.

—No sé de qué está hablando.

—¿No la trajo de Alemania? Parece el tipo de cosa que alguien como usted quisiera coleccionar.

Bolívar frunció el ceño.

—Lo mío es una puesta en escena, un maldito show. Un espectáculo. Maquillaje gótico y letras duras. Busque mi historial en Google: mi padre era un predicador metodista, y en lo que a mí se refiere, lo único que me gusta coleccionar son conos. A propósito, ¿cuándo diablos saldré de aquí?

—Todavía faltan algunas pruebas —contestó Eph—. Queremos cerciorarnos de que esté en perfectas condiciones de salud antes de dejarle ir.

—¿Cuándo me devolverán mi teléfono?

—Pronto —dijo Eph, abandonando la habitación.

La administradora tenía problemas con tres hombres a la entrada del pabellón de aislamiento. Dos de ellos eran más altos que Eph y seguramente eran escoltas de Bolívar. El tercero era más bajito, llevaba un maletín, y tenía todo el aspecto de un abogado.

—Caballeros, ésta es un área restringida —les advirtió Eph.

—He venido para que den de alta a mi cliente Gabriel Bolívar —señaló el abogado.

—El señor Bolívar está siendo sometido a pruebas médicas en este momento, y será dado de alta a la mayor brevedad posible.

—¿Y cuándo será eso?

Eph se encogió de hombros.

—Tal vez dentro de dos o tres días, si todo sale bien.

—El señor Bolívar ha solicitado que lo den de alta, a fin de ser cuidado por su médico personal. No sólo tengo facultades como abogado, sino que también puedo velar por su salud en caso de que sufra algún tipo de discapacidad.

—La única persona autorizada para verlo soy yo —respondió Eph. Miró a la administradora y le dijo—: Apostemos un guardia aquí de inmediato.

El abogado dio un paso adelante.

—Escuche, doctor. No conozco muy bien la ley de la cuarentena, pero estoy seguro de que se necesita una orden ejecutiva impartida por el presidente para que alguien sea mantenido en aislamiento médico. A propósito, me gustaría ver esa orden.

Eph sonrió.

—Actualmente, el señor Bolívar es paciente mío, y también el sobreviviente de una tragedia colectiva. Si deja su número telefónico en el escritorio de las enfermeras, haré lo que esté a mi alcance para mantenerlo al tanto de su recuperación. Obviamente, con el consentimiento del señor Bolívar.

—Mire, doctor. —El abogado le puso la mano en el hombro con una familiaridad que a Eph no le gustó—. Puedo conseguir resultados más rápidos que una orden del tribunal, simplemente movilizando a los admiradores de mi cliente. —Su amenaza también iba dirigida a la administradora—. ¿Quieren una multitud furibunda de chicas góticas y de tipos raros protestando afuera del hospital, o irrumpiendo enloquecidos en estos pasillos para tratar de verlo?

Eph miró la mano del abogado hasta que éste la retiró de su hombro; tenía que visitar a otros dos sobrevivientes.

—Mire; realmente no tengo tiempo para esto, así que déjeme hacerle algunas preguntas. ¿Su cliente tiene alguna enfermedad transmitida sexualmente y de la que yo deba estar enterado? ¿Tiene un historial de consumo de drogas? Se lo pregunto únicamente porque si tengo que examinar todo el historial médico de su cliente, este tipo de cosas pueden caer en manos equivocadas. Y me imagino que usted no quiere que todo el historial médico se filtre a la prensa, ¿verdad?

El abogado lo miró.

—Ésa es una información confidencial, y darla a conocer sería un delito grave.

—Y seguramente una auténtica vergüenza —replicó Eph, mirando fijamente al abogado para lograr el máximo impacto—. Imagínese si alguien pusiera todo su historial médico en Internet para que cualquiera pudiera verlo.

El abogado quedó atónito y Eph avanzó entre los dos escoltas.

Joan Luss, socia de una firma de abogados y madre de dos hijos, graduada en Swarthmore, residente de Bronxville y miembro de la Junior League, estaba sentada en el colchón de espuma de la cama del pabellón de aislamiento, y aún llevaba puesto aquel ridículo camisón, mientras tomaba notas apoyada en el colchón. Joan movía ansiosamente los dedos de los pies. No querían devolverle su teléfono, y ella tenía que recurrir a zalamerías o amenazas simplemente para que le proporcionaran un lápiz.

Iba a tocar de nuevo el timbre cuando apareció una enfermera. Joan le lanzó una sonrisa inquisitiva.

—Hola. Me preguntaba si sucedía algo, pero veo que ha llegado. ¿Cómo se llama el doctor que estuvo aquí?

—Él no es un médico del hospital.

—Lo sé muy bien. Estaba preguntando su nombre.

—Su nombre es doctor Goodweather.

—Goodweather —repitió, y lo anotó—. ¿Y su primer nombre?

—Doctor —dijo la enfermera escuetamente—. Para mí, el primer nombre de todos aquí es Doctor.

Joan hizo un gesto, como si no estuviera segura de haber escuchado bien, y se acomodó debajo de las sábanas tiesas.

—¿Trabaja en el Centro para el Control de Enfermedades?

—Creo que sí. Ordenó varios exámenes…

—¿Cuántas personas sobrevivieron al choque?

—En realidad no hubo ningún choque.

Joan sonrió. Algunas veces tienes que fingir que el inglés es tu segunda lengua para hacerte entender.

—Lo que le estoy preguntando es: ¿Cuántas personas sobrevivieron en el vuelo 753 que salió de Berlín con destino a Nueva York?

—Hay otros tres pacientes en este pabellón. El doctor Goodweather quiere tomar unas muestras de sangre y…

Joan dejó de prestarle atención. La única razón por la que estaba en esa habitación era porque sabía que podía reunir más información si seguía el juego. Pero esa estrategia estaba llegando a su fin: Joan Luss era una abogada especializada en «agravios», término legal que significa «perjuicios civiles», y causal ampliamente reconocido para entablar una demanda. Por ejemplo, un avión lleno de pasajeros donde todos mueren, a excepción de cuatro sobrevivientes, uno de los cuales es una abogada especializada en perjuicios.

¡Ay de Regis Air! En lo que a ellos se refería, quiso la suerte que sobreviviera una pasajera equivocada.

Joan continuó, ignorando las instrucciones de la enfermera:

—Quisiera una copia de mi informe médico hasta la fecha, la lista completa de las pruebas de laboratorio que me han realizado, así como sus resultados…

—¿Señora Luss? ¿Está segura de que se siente bien?

Joan se desvaneció un momento, pero simplemente era un rezago de lo que le había sucedido al final de ese horrible vuelo. Sonrió y negó enfáticamente con la cabeza, lista para comenzar de nuevo. La rabia que estaba sintiendo le daría las suficientes energías para enfrentar las casi mil horas facturables que pasaría examinando todos los pormenores de esta catástrofe y llevando a juicio a la nefasta y negligente aerolínea.

—No tardaré en sentirme realmente bien —concluyó.

Hangar de mantenimiento de Regís Air

—NO HAY MOSCAS —dijo Eph.

—¿Qué? —preguntó Nora.

Estaban frente a varias filas de bolsas extendidas afuera del 777. Los cuatro camiones refrigerados se habían estacionado en el hangar, y sus carrocerías habían sido pintadas de negro para ocultar los letreros del Mercado de Pescado Fulton. La Oficina del Forense de Nueva York había identificado todos los cuerpos y le había puesto a cada uno una placa con un código de barras en los pies. Para decirlo en su jerga, esta tragedia era un «universo cerrado», un desastre masivo, con un número fijo y establecido de bajas, algo completamente opuesto al colapso de las Torres Gemelas. Gracias al rastreo de los pasaportes, a la lista de pasajeros y al estado intacto de los restos, la identificación de las víctimas fue una tarea simple y sencilla. El verdadero desafío sería determinar la causa de las muertes.

Los miembros de HAZMAT subieron con toda la solemnidad posible a los camiones las bolsas de vinilo azul amarradas con correas.

—Debería haber moscas —insistió Eph. Las luces que habían instalado alrededor del hangar les permitieron ver que el aire que había alrededor de los cadáveres estaba limpio, a excepción de una polilla o dos—. ¿Por qué no hay moscas?

Tras la muerte, las bacterias del tracto digestivo comienzan a valerse por sí mismas después de cohabitar simbióticamente con su anfitrión humano.

Empiezan a alimentarse de los intestinos, devorando todo a su paso hasta llegar a la cavidad abdominal para consumir los órganos. Las moscas pueden detectar el gas putrefacto que emana de un cadáver en descomposición a dos kilómetros de distancia.

En el avión había doscientos seis platos de comida. Por consiguiente, el hangar debería estar infestado de bichos.

Eph avanzó por la lona hacia el lugar donde un par de oficiales de HAZMAT estaban sellando otra bolsa.

—Esperen —les dijo. Suspendieron sus actividades y retrocedieron, mientras Eph se arrodillaba para abrir el cierre y dejar al descubierto el cadáver que había adentro.

Era la niña que había muerto tomada de la mano de su madre. Eph recordaba casi sin darse cuenta dónde la había encontrado: uno siempre recuerda a los niños.

Su cabello rubio era liso, el sol sonriente que colgaba de un lazo negro descansaba en la base del cuello, y su vestido blanco le daba un extraño aire nupcial.

Los oficiales se apresuraron a sellar y trasladar la próxima bolsa. Nora se le acercó por detrás a Eph y lo miró. Él tomó con delicadeza la cabeza de la niña con sus guantes y le dio vuelta.

El rígor mortis se manifiesta de lleno unas doce horas después de la muerte, y se prolonga por un periodo de doce a veinticuatro horas. Cuando ha transcurrido la primera mitad de este periodo, los depósitos de calcio que hay en los músculos se desintegran de nuevo y el cuerpo recupera su flexibilidad.

—Todavía está flexible —dijo Eph—. No hay rigidez.

Tomó a la niña del cuello, y las caderas, y la acostó bocabajo. Desabotonó la parte posterior de su vestido, dejando al descubierto la zona baja de su espalda y las apófisis superiores de las vértebras de la columna. Su piel era pálida y ligeramente pecosa.

Cuando el corazón deja de funcionar, la sangre se acumula en el sistema circulatorio, formando pequeños coágulos. Los vasos capilares —tan delgados como una célula— revientan, pues no tardan en sucumbir a la presión, y la sangre se extiende a los tejidos cercanos, estancándose en el lado más bajo y «dependiente» del cuerpo y coagulándose con rapidez. Se dice que la rigidez se presenta aproximadamente dieciséis horas después.

Y ya había transcurrido ese periodo de tiempo.

Tras morir sentada y haber sido acostada posteriormente, el efecto de la sangre acumulada y espesa debería haberle dado un color morado oscuro a la zona lumbar de la niña.

Eph le echó un vistazo a las hileras de bolsas.

—¿Por qué estos cadáveres no se están descomponiendo como deberían? —se preguntó.

Eph recostó de nuevo a la niña sobre el suelo y le abrió el ojo derecho. La córnea estaba nublada, tal y como debía estarlo, y la esclerótica —la membrana blanca y opaca del ojo— también estaba debidamente seca. Le examinó las yemas de los dedos de la mano derecha que habían estado en contacto con las manos de su madre, y observó que estaban ligeramente arrugadas debido a la evaporación, tal como debía suceder.

Se sintió intrigado por las señales mixtas que estaba recibiendo e insertó dos dedos entre sus labios secos. El sonido semejante a un jadeo que salió de la mandíbula de la niña era simplemente efecto del gas. El vestíbulo del paladar no mostraba nada notable; Eph introdujo uno de sus dedos para bajarle la lengua y comprobar si había más rastros de sequedad.

El paladar y la lengua estaban completamente blancos, como si estuvieran tallados en marfil. Era como un modelo anatómico. La lengua estaba rígida y extrañamente erecta. Eph la movió a un lado y observó el resto de la boca, que estaba igualmente seca.

«Seca… ¿y ahora?», pensó. «Los cadáveres están completamente secos: no tienen una sola gota de sangre». Podría haber citado a Dan Curtis, que decía en una película de terror de los años setenta: «Comandante, a los cadáveres… ¡les han sacado la sangre!», y luego se escuchaba la música fúnebre de un órgano.

Eph estaba comenzando a sentirse cansado. Sostuvo firmemente la lengua con su dedo índice y el pulgar, y alumbró la garganta clara con una pequeña linterna. Le pareció que tenía un aspecto ligeramente ginecológico, como si fuera una muñeca inflable en una tienda porno.

La lengua se movió.

—¡Cielos! —Eph retiró los dedos y retrocedió. El rostro de la niña seguía siendo una plácida máscara funeraria, con los labios ligeramente abiertos.

Nora lo miró.

—¿Qué fue?

Eph se limpió el guante con los pantalones.

—Un simple acto reflejo —dijo. Miró la cara de la niña pero no resistió más y subió el cierre de la bolsa.

—¿Qué puede ser? —preguntó Nora—. ¿Será algo que retrasa de alguna manera la descomposición de los tejidos? Estas personas están muertas…

—En todos los aspectos, salvo en la descomposición. —Eph negó con la cabeza en señal de incomodidad—. No podemos hacer esperar más a los camiones. En última instancia, necesitamos que esos cadáveres estén en la morgue. Tenemos que abrirlos y tratar de descifrar esto desde adentro.

Vio a Nora mirar el armario, separado del resto del equipaje que habían descargado.

—Esto no tiene nada de lógico —dijo ella.

Eph miró al otro lado, en dirección a la enorme aeronave. Quería volver a subir. Seguramente habían pasado algo por alto. La respuesta tenía que estar allí.

Pero antes de hacerlo, vio a Jim Kent entrar en el hangar en compañía del director del CDC. El doctor Everett Barnes tenía sesenta y un años de edad, y aún seguía siendo el mismo médico rural y sureño que había sido en sus comienzos. El Servicio de Salud Pública del cual formaba parte el CDC se había originado en la marina, y aunque se había convertido en una institución autónoma, muchos altos directivos del CDC todavía preferían utilizar uniformes militares, entre ellos el director Barnes, quien era una mezcla contradictoria de caballero campechano de barba blanca en forma de candado, vestido con un uniforme caqui y toda suerte de ribetes militares, lo que le daba un aspecto semejante a un Coronel Sanders condecorado.

Después de los preliminares y de mirar rápidamente uno de los cadáveres, el director Barnes preguntó por los sobrevivientes.

—Ninguno recuerda nada de lo que sucedió —le informó Eph—. No nos han sido útiles.

—¿Qué síntomas tienen?

—Dolor de cabeza agudo en algunos casos. Dolor muscular y zumbido en los oídos. Desorientación, sequedad en la boca y falta de equilibrio.

—En términos generales, nada peor de lo que sucede después de un vuelo transatlántico —señaló el director Barnes.

—Es extraño, Everett —dijo Eph—. Nora y yo fuimos los primeros en subir al avión. Ninguno de los pasajeros, y me refiero a todos, tenía signos vitales ni respiraba. Cuatro minutos sin oxígeno es el límite para que ocurra un daño cerebral permanente. Creemos que estas personas pudieron estar inconscientes durante más de una hora.

—Todo parece indicar que no —replicó el director—. ¿Y los sobrevivientes no te dijeron nada?

—Me hicieron más preguntas a mí que yo a ellos.

—¿Algún rasgo común entre los cuatro sobrevivientes?

—Estoy trabajando en eso. Le iba a pedir su colaboración para confinarlos hasta que terminemos con nuestra labor.

—¿Mi colaboración?

—Necesitamos que los cuatro pacientes cooperen.

—Ya contamos con su colaboración.

—Sólo por ahora. Yo… no podemos correr ningún riesgo.

El director se acarició su corta barba blanca mientras hablaba.

—Estoy seguro de que si utilizamos ciertas tácticas podemos contar con su agradecimiento por haber sobrevivido a este destino trágico, y hacer que sean dóciles. —Su sonrisa reveló la existencia de varias prótesis dentales.

—¿Qué tal si aplicamos la Ley de Poderes de Salud…?

—Ephraim, sabes que hay una gran diferencia entre aislar a unos cuantos pasajeros para un tratamiento preventivo y voluntario, y confinarlos en cuarentena. Para ser sincero, hay asuntos más importantes que debemos tener en cuenta, como por ejemplo los medios de comunicación.

—Everett, con todo respeto, estoy en desacuerdo…

El director puso su pequeña mano en el hombro de Eph. Exageró un poco su acento sureño, tal vez con la intención de suavizar el golpe.

—Permíteme ahorrarnos un tiempo, Ephraim. Si analizamos las cosas de manera objetiva, este accidente trágico ha sido incluso favorable, y felizmente contenido. No tenemos más muertes ni enfermedades en ningún otro avión ni aeropuerto del mundo, a pesar de que han transcurrido casi dieciocho horas desde que esta aeronave aterrizó. Éstos son elementos positivos y debemos enfatizar en ellos. Tenemos que enviar un mensaje a nivel masivo, a fin de asegurar la confianza de la población en nuestro sistema de transporte aéreo. Tengo la certeza, Ephraim, de que si motivamos a estos afortunados sobrevivientes y apelamos a su sentido del honor y del deber, será suficiente para hacer que cooperen. —El director retiró la mano y le sonrió a Eph como un militar animando a su hijo pacifista—. Además —continuó Barnes—, esto tiene todas las características de un escape de gas, ¿verdad? Tantas víctimas neutralizadas en un instante, el ambiente cerrado… y los sobrevivientes recuperándose tras ser evacuados del avión.

—Sólo que el aire dejó de circular cuando el sistema eléctrico se apagó, justo después de aterrizar —intervino Nora.

El director Barnes asintió, frotándose las manos mientras pensaba en eso.

—Bueno, es indudable que hay muchas cosas por resolver. Pero fue una práctica excelente para vuestro equipo, y manejasteis bien la situación. Y ahora que las cosas parecen haberse resuelto, veamos si podéis llegar al meollo del asunto tan pronto termine esta maldita conferencia de prensa.

—¿Qué? —exclamó Eph.

—El alcalde y el gobernador darán una conferencia de prensa junto a los representantes de la aerolínea, los oficiales de la Autoridad Portuaria, etcétera. Tú y yo representaremos a la división federal de salud.

—Ah, eso no. No tengo tiempo, señor. Jim puede hacerlo…

—Sí: Jim puede hacerlo, pero hoy lo harás tú, Ephraim. Como dije, ya es hora de que estés al frente de esto. Eres el director del proyecto Canary, y quiero a alguien que haya tenido contacto personal con las víctimas. Necesitamos darle un rostro humano a nuestros esfuerzos.

A eso se debía toda la discusión sobre no detener a los sobrevivientes ni mantenerlos en cuarentena. Barnes estaba siguiendo la política oficial.

—Pero realmente yo no sé nada —le dijo Eph—. ¿Por qué una conferencia de prensa con tanta rapidez?

Barnes sonrió, mostrando de nuevo sus implantes dentales.

—El primer artículo del juramento médico es no hacer daño; el del político, salir en la televisión. Además, entiendo que el factor tiempo también cuenta, pues quieren que la conferencia se transmita antes del maldito evento solar; de esas manchas solares que afectan a las ondas de radio o algo parecido.

Eph había olvidado por completo el eclipse total que tendría lugar a las tres y media de la tarde. Era el primer evento solar de ese tipo en la ciudad de Nueva York desde el descubrimiento de Norteamérica, hacía más de cuatro siglos.

—¡Cielos, lo había olvidado!

—El mensaje que les daremos a los habitantes de este país será simple. Ha ocurrido una gran pérdida de vidas que está siendo investigada de manera exhaustiva por el CDC. Se trata de una verdadera tragedia humana, pero el incidente ha sido controlado, su naturaleza parece ser única, y no hay la más mínima razón para alarmarse.

Eph dejó de mirar al director. Lo estaban obligando a salir ante las cámaras y a decir que todo estaba de maravilla. Abandonó la zona de contención y atravesó el espacio estrecho que había entre las enormes puertas del hangar, saliendo a la aciaga luz del día. Estaba buscando la forma de olvidarse de todo eso cuando el teléfono móvil que tenía en el bolsillo de sus pantalones vibró contra su muslo. Lo sacó y vio el símbolo de un sobre titilando en la pantalla. Era un mensaje de texto enviado desde el teléfono de Matt. Eph lo leyó:

Yanquis 4 Medias R. 2. Qué asientos. Te extraño, Z.

Permaneció mirando el mensaje electrónico de su hijo hasta que sus ojos se enfocaron de nuevo. Y luego miró su sombra en la pista del aeropuerto, la cual, a no ser que estuviera imaginando cosas, había comenzado a desvanecerse.