INTERLUDIO III

Revuelta, 1943

El mes de agosto estaba terminando, y Abraham Setrakian, que estaba en un andamio reparando las vigas del techo, sintió el peso de la canícula con más fuerza que nunca. El sol lo estaba achicharrando, y todos los días eran iguales a ése. Y, por si fuera poco, había desarrollado una aversión por la noche —por su litera y los sueños de su hogar, que anteriormente habían sido su único respiro en medio de los horrores del campo de concentración—, y ahora era rehén de dos amos igualmente despiadados.

Sardu, la Cosa Oscura, realizaba sus incursiones a las barracas de Setrakian —y seguramente a las otras también—, dos veces por semana con el fin de alimentarse. Las muertes pasaban completamente desapercibidas a los ojos de los guardias y prisioneros por igual. Los guardias ucranianos declaraban las muertes como suicidios, lo que para las SS significaba tan sólo un cambio en los libros de registros.

En los meses posteriores a la primera visita de Sardu, Setrakian —obsesionado con la idea de derrotar a semejante demonio— reunió la mayor información posible sobre una antigua cripta romana, localizada en algún lugar del bosque cercano.

Tenía la certeza de que la Cosa se resguardaba allí, y que era desde donde salía cada noche para saciar su sed infame.

Si Setrakian llegó a entender esa sed, fue aquel día. Las cantimploras circulaban constantemente entre los prisioneros, aunque muchos de ellos fueron víctimas de la insolación. El foso ardiente estuvo bien alimentado ese día. Setrakian había logrado reunir lo que necesitaba: una vara de roble blanco y un pedazo de plata. Ese era el antiguo método para liquidar al strigoi, al vampiro. Durante varios días afiló el cabo para insertarle la punta de plata. El solo hecho de introducir esto subrepticiamente le tomó dos semanas, el plazo que se había fijado para ejecutar su plan. Si los guardias ucranianos llegaban a encontrar aquello, no cabía la menor duda de que lo tomarían por un arma.

La noche anterior, Sardu había entrado en el campo a una hora avanzada, más tarde de lo acostumbrado. Setrakian estaba acostado e inmóvil, esperando con paciencia a que la Cosa empezara a alimentarse de un rumano enfermo. Sintió asco y remordimiento, y pidió perdón, pero era una parte esencial de su plan, pues la criatura se había saciado a medias, y por lo tanto, estaba menos alerta.

La luz azul del amanecer se filtró por las ventanas pequeñas e irregulares del extremo oriental de la barraca. Era justo lo que Setrakian había estado esperando. Se pinchó el dedo índice, extrayendo una perla perfectamente roja de su carne enjuta. Sin embargo, no estaba preparado en absoluto para lo que sucedió a continuación.

Nunca había oído a la Cosa emitir sonido alguno, pues se alimentaba en completo silencio. Sin embargo, gruñó al sentir el olor de la sangre tierna de Setrakian, a quien el sonido le pareció semejante al de la madera seca cuando se resquebraja, o al del chisporroteo del agua en un desagüe obstruido.

La Cosa estuvo al lado de Setrakian en cuestión de segundos.

El joven movió cuidadosamente el brazo para coger la estaca, y sus miradas se cruzaron. Setrakian no pudo hacer otra cosa que permanecer inmóvil cuando se acercó a su cama.

La Cosa le sonrió.

—Hace mucho tiempo que no nos alimentábamos mirando el brillo de unos ojos vivos —dijo la Cosa—. Mucho tiempo…

Su aliento olía a tierra y a cobre, y chasqueaba la lengua. Su voz profunda parecía una amalgama de muchas voces, como lubricada por sangre humana.

—Sardu… —susurró Setrakian, sin poder guardarse el nombre para sus adentros.

La Cosa abrió sus ojos lustrosos y resplandecientes, y por un instante fugaz parecieron casi humanos.

—Él no está solo en este cuerpo —bufó la Cosa—. ¿Cómo te atreves a llamarlo?

Setrakian tomó la estaca que tenía debajo de su cama, y la sacó lentamente…

—Un hombre tiene el derecho a ser llamado por su propio nombre antes de encontrarse con Dios —dijo Setrakian con el decoro propio de la juventud.

La Cosa gorjeó de alegría.

—Jovencito, entonces tú me puedes decir el tuyo…

Setrakian lo atacó, y la punta metálica de la estaca produjo un sonido rasgado, brillando un instante antes de apuntarla contra el corazón de la Cosa.

Pero ese instante bastó; la Cosa detuvo la estaca con sus garras a unos centímetros de su pecho.

Setrakian intentó liberarse y forcejeó con la otra mano, pero la Cosa también lo inmovilizó. Laceró a Setrakian en un costado del cuello con la punta del aguijón que tenía en la boca; fue un corte tan rápido como el parpadeo de un ojo, que bastó para inyectarle una sustancia paralizante.

Entonces agarró firmemente al joven de las manos y lo levantó de la cama.

—Pero tú no verás a Dios —añadió la Cosa—. Pues lo conozco personalmente, y sé que ya no está…

Setrakian estuvo a un paso de desmayarse debido a la fuerza con que esas garras lo sujetaban de las manos, las mismas que lo habían mantenido con vida en el campo durante tanto tiempo. Sintió su cabeza a un paso de estallar, y jadeó con la boca completamente abierta para dejar entrar el aire en sus pulmones, pero ninguna señal de grito reveló su dolor.

La Cosa lo miró fijamente a los ojos, y le vio el alma.

—Abraham Setrakian —ronroneó—. Un nombre tan suave, tan dulce, para un chico tan lleno de energía… —Se acercó a su cara—. ¿Por qué quieres destruirme, niño? ¿Por qué crees que soy merecedor de tu ira, si ves más mortandad todavía cuando estoy ausente? El monstruo no soy yo, sino Dios. Tu Dios y el mío, el padre que nos abandonó hace tanto tiempo… puedo ver en tus ojos aquello que más temes, y no soy yo… sino el foso en llamas. Y ahora verás qué sucede cuando lo alimento contigo sin que Dios haga nada por impedirlo.

Y entonces, con un crujido brutal, la Cosa le trituró los huesos de las manos al joven Abraham.

El joven cayó al suelo, acurrucado en un ovillo de dolor, sus dedos destrozados contra el pecho. Había caído en un espacio iluminado por la luz.

Estaba amaneciendo.

La Cosa gruñó, y trató de acercársele nuevamente.

Pero los prisioneros comenzaron a despertarse, y la Cosa desapareció mientras el joven Abraham quedaba inconsciente.

Lo encontraron sangrando antes del llamado a lista y lo condujeron a la enfermería de la que los prisioneros no salían nunca. Un carpintero con las manos destrozadas no sería de ninguna utilidad en el campo, y el jefe de vigilancia autorizó su ejecución de inmediato. Fue llevado al foso ardiente con el resto de los desahuciados y le ordenaron formar una fila y arrodillarse. El humo negro, espeso y grasiento, no dejaba ver el sol inclemente. Setrakian fue obligado a desnudarse y luego lo llevaron al borde de aquel abismo, teniendo que arrastrarse con sus manos destrozadas, y temblando de miedo al observar el hueco.

El abismo ardiente, sus llamas hambrientas lamiendo sus flancos, el humo grasiento levantándose como en un ballet hipnótico; el ritmo de la línea de ejecución —el sonido del gatillo, el disparo, el leve rebote de la vaina de la bala al golpear la tierra— todo conspiró para que Abraham se sumergiera en un trance de muerte. Observó cómo las llamas consumían la carne y roían los huesos, revelando la más pura esencia del hombre: materia vil. Bultos de carne desechable, aplastada e inflamable, combustible eficaz para el carbón.

La Cosa era diestra en el terror, pero aquella crueldad sobrepasaba cualquier otra forma de exterminio, no sólo porque carecía de la más mínima dosis de piedad, sino porque era ejecutada sistemáticamente, de una manera fría y racional. Era una elección deliberada. El exterminio no estaba relacionado con la guerra en sí, y su único objetivo era la maldad. Eran hombres que habían decidido hacerle esto a otros, inventando razones, argucias y mitos para satisfacer su deseo de una forma metódica y lógica.

El oficial nazi le disparó a cada prisionero detrás de la cabeza con frialdad, arrojándolo al abismo en llamas con un puntapié. La determinación de Abraham se vino al suelo. Sintió náuseas, no por el olor ni por lo que veía, sino por la certeza de que Dios ya no estaba en su corazón. Sólo existía aquel hueco infame.

El joven lloró por su fracaso y el de su fe mientras sentía el cañón de la pistola Luger contra su piel desnuda.

Era otra boca en su cuello.

Y entonces escuchó los disparos. Un grupo de prisioneros había tomado las torres de observación, apoderándose del campo y matando a todos los oficiales que encontraban a su paso.

El oficial que fungía de verdugo huyó, dejando a Setrakian al borde del abismo en llamas.

Un polaco que estaba a su lado se levantó y empezó a correr, y el cuerpo de Setrakian se llenó de ímpetus. Empezó a correr hacia la alambrada de púas que rodeaba al campo con las manos apretadas contra su pecho.

Escuchó las ráfagas de las ametralladoras, y vio a guardias y prisioneros caer ensangrentados al suelo. El humo se elevaba, y no sólo del foso. Eran incendios que habían estallado en todo el campo. Se acercó a otros prisioneros que estaban en la cerca, unos brazos anónimos lo alzaron —pues sus manos fracturadas se lo impedían— y Abraham cayó al otro lado.

Permaneció tendido en el suelo, expuesto a las balas de los rifles y ametralladoras que desgarraban la tierra a su alrededor, y de nuevo otros brazos lo ayudaron a levantarse.

Y a medida que sus salvadores invisibles caían abatidos por las balas, Setrakian corrió hasta quedar exánime, y entonces empezó a llorar… pues aunque Dios estuviera ausente, él había encontrado al hombre. Al hombre asesino del hombre, pero también al hombre como salvador del hombre; horrores y bendiciones entregados por manos anónimas.

Todo era una cuestión de elección.

Siguió corriendo varios kilómetros, incluso cuando empezaron a llegar los refuerzos austríacos. Tenía heridas abiertas en los pies y sus dedos destrozados por las rocas, pero ahora que estaba al otro lado de la cerca nada podía detenerlo. Su mente tenía un solo propósito cuando finalmente llegó al bosque y se derrumbó en la oscuridad, ocultado por la noche.