Calle Worth, Barrio Chino

Ephraim Goodweather no podía decir si la sirena que acababa de escuchar había sonado en la calle —lo que equivalía a decir que era real— o si era parte de la banda sonora del videojuego al que estaba jugando en ese momento con su hijo Zack.

—¿Por qué siempre me matas? —le preguntó Eph.

El niño de pelo rubio se encogió de hombros, como si la pregunta lo hubiera ofendido.

—De eso se trata, papá.

El televisor estaba al lado de la amplia ventana que daba al oeste, que, de lejos, era el espacio más agradable del pequeño apartamento, ubicado en un segundo piso en el extremo sur del Barrio Chino. La mesa de la cocina estaba repleta de cajas abiertas de comida china; tenía también una bolsa de cómics de Forbidden Planet, el teléfono móvil de Eph, el de Zack, y los olorosos pies del chico. Se trataba de otro juguete que Eph había comprado pensando en Zack. Del mismo modo en que su abuela exprimía el jugo de media naranja, Eph trataba de aprovechar el máximo de diversión y alegría del escaso tiempo que pasaban juntos. Su único hijo era su vida, su aire, su agua y su alimento, y tenía que nutrirse de él mientras pudiera, porque a veces pasaba una semana entera, y el único contacto que tenía con su hijo se reducía a una o a dos llamadas telefónicas, algo semejante a pasar una semana sin ver el sol.

—Qué… —Eph presionó su control, ese objeto inalámbrico y extraño en su mano, hundiendo todos los botones equivocados. Su soldado caía una y otra vez al suelo—. Déjame levantarme por lo menos.

—Demasiado tarde. Estás muerto de nuevo.

Para muchos de sus conocidos, hombres que estaban en una situación semejante a la suya, el divorcio parecía haber sido tanto de sus esposas como de sus hijos. Podían hablar todo lo que quisieran, decir que extrañaban a sus hijos, que sus ex esposas socavaban las relaciones con sus hijos —bla-bla-bla—, pero realmente nunca parecían esforzarse de verdad. Un fin de semana con sus hijos se transformaba en un fin de semana fuera de su nueva vida libre. Para Eph, en cambio, los fines de semana con Zack eran la esencia de su vida. Él nunca había querido divorciarse, ni siquiera ahora. Reconocía que su matrimonio con Kelly había terminado, pues ella había dejado muy en claro su posición, pero él se negaba a renunciar a reclamar a Zack. La custodia del niño era el único asunto sin resolver, la única razón por la cual seguían legalmente casados.

Éste era el último de los fines de semana de prueba para Eph, tal como fue estipulado por el consejero familiar designado por el tribunal. Zack sería entrevistado la próxima semana, y luego se tomaría una decisión final. A Eph no le importaba que obtener la custodia fuera un proceso largo, pues era la batalla de su vida. Haz lo correcto por Zack constituía el quid de la culpabilidad de Kelly, que obligaba a Eph a conformarse con unos derechos de visita generosos. Pero lo correcto para Eph era aferrarse a Zack. Eph le había torcido el brazo al gobierno norteamericano —su empleador— para poder establecerse con su equipo en Nueva York y no en Atlanta, donde estaba localizado el CDC, para, evitarle más molestias a Zack de las que ya había padecido.

Él podía luchar más duro y sucio, tal como se lo había aconsejado su abogado en muchas ocasiones. Ese hombre conocía todos los trucos relacionados con los divorcios. Una de las razones por las cuales Eph no se atrevía a hacerlo era por su prolongada melancolía que sentía tras el fracaso de su matrimonio. La otra era toda la piedad que era capaz de acumular en su interior, cualidad que lo hacía ser un médico extraordinario, a la vez que un cliente lamentable en un caso de divorcio. Le había concedido a Kelly casi todas las demandas y exigencias financieras solicitadas por su abogado y lo único que quería era vivir con su único hijo.

El mismo que en aquel instante le estaba lanzando granadas.

Eph replicó:

—¿Cómo puedo responderte con disparos si me arrancaste los brazos?

—No lo sé. ¿Por qué no lo intentas con los pies?

—Ahora sé por qué tu madre no te deja tener un sistema de juegos.

—Porque me vuelve hiperactivo, antisocial y… ¡AH, TE MATÉ!

La barra que indicaba la capacidad de vida de Eph quedó en cero.

Fue entonces cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar, deslizándose entre las cajas de comida como un escarabajo hambriento y metálico. Probablemente era Kelly, para recordarle que le suministrara a Zack el inhalador para el asma. O tal vez llamaba para asegurarse de que no se hubiera ido con Zack a Marruecos o algo parecido.

Eph tomó el aparato y miró la pantalla. Era un número local, con código de área 718. El buzón de mensajes decía escuetamente: CUARENTENA JFK.

Los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades tenían una estación de cuarentena en la terminal internacional del JFK. No era una unidad de atención, ni siquiera de tratamiento ambulatorio; simplemente constaba de algunas oficinas pequeñas y una sala de revisión: una estación auxiliar y un cortafuegos para identificar y sofocar los estallidos que amenazaran a la población general norteamericana. Gran parte de la labor de dichos centros consistía en aislar y evaluar pasajeros enfermos, o en diagnosticar ocasionalmente una meningitis meningocócica o un síndrome respiratorio agudo y grave (SARS).

La oficina permanecía cerrada por las noches, y Eph estaría libre hasta el lunes por la mañana. Desde hacía varias semanas, había reemplazado a otros médicos para poder pasar todo el fin de semana con Zack.

Desactivó el sistema de vibración y dejó el teléfono al lado de la caja con tortitas de cebolla. No era su problema.

—Fue el chico que me vendió esto —le dijo a Zack, señalando el juego—. Llamó para burlarse de mí.

Zack se estaba comiendo otra masa china.

—No puedo creer que hayas conseguido entradas para el juego de mañana de los Yanquis contra los Medias Rojas.

—Lo sé. Son buenos puestos; al lado de la tercera base. Tuve que sacar dinero de tu fondo universitario para comprarlas. Pero no te preocupes; con tus capacidades, llegarás lejos simplemente con un grado de secundaria.

—Papi…

—De cualquier modo, ya sabes cómo me duele echarle siquiera un dólar al bolsillo de Steinbrenner. Es básicamente un acto de traición.

—Fuera, Medias Rojas; vamos, Yanquis —dijo Zack.

—Primero me matas, ¿y ahora me provocas?

—Pensé que ya te habías acostumbrado.

—Eso es…

Eph envolvió a su hijo con un abrazo rotundo, haciéndole cosquillas en las costillas, y Zack se retorció, estremeciéndose de risa. Zack se estaba haciendo más fuerte, y se había estremecido con una fuerza considerable, este chico, al que anteriormente solía cargar en un hombro. Zachary tenía el mismo cabello de su madre, tanto por su color rubio (tal como ella lo tenía cuando Eph la conoció en la Universidad) como por su textura fina. Y sin embargo, para asombro y alegría de Eph, reconoció sus propias manos en las de su hijo de once años. Las mismas manos de amplios nudillos que no querían hacer otra cosa que jugar al baloncesto, que detestaban las lecciones de piano y que anhelaban con impaciencia formar parte del mundo adulto. Era extraño ver de nuevo esas manos jóvenes. Una cosa era cierta: nuestros hijos llegan al mundo para reemplazarnos. Zachary era como un ovillo humano perfecto, y su ADN contenía todo lo que Eph y Kelly fueron alguna vez el uno para el otro: sus esperanzas y sueños, todo el potencial de su juventud mutua. Probablemente era por esto por lo que cada uno de los dos trabajaba tan duro, a su propio modo contradictorio, para sacar lo mejor de él. Tanto era así que pensar que Zack estuviera creciendo bajo la influencia de Matt, el novio con quien vivía Kelly, un tipo «querido» y «amable», pero tan moderado en todo que era prácticamente invisible, era un motivo de desvelo para Eph. Él quería verdaderos desafíos para su hijo, inspiración y grandeza en su vida. La batalla por la custodia de Zack ya estaba zanjada, mas no la batalla por la custodia de su espíritu, de su alma misma.

El teléfono de Eph empezó a vibrar de nuevo, avanzando por la mesa como aquellas cajas de dientes de juguete castañeantes que le regalaban sus tíos en Navidad. El aparato interrumpió el alboroto que habían armado, y Eph soltó a Zack, resistiendo el impulso de mirar la pantalla; algo grave estaba sucediendo; de lo contrario, no lo estarían llamando. Seguramente se trataba de una epidemia o de un viajero infectado.

Eph se obligó a no coger el teléfono. Alguien más tendría que hacerse cargo de la situación. Era su fin de semana con Zack, quien lo estaba mirando en ese momento con mucha atención.

—No te preocupes —dijo Eph, dejando el teléfono de nuevo sobre la mesa, y la llamada se fue al correo de voz—. Ya cumplí con mi deber. No trabajaré este fin de semana.

Zack asintió animado, pues había encontrado su control.

—¿Quieres más?

—No lo sé. ¿Cuándo llegaremos a la parte en que el pequeño Mario comienza a lanzarles barriles a los monos?

—Papi…

—Prefiero esos estereotipos italianos que corren y engullen hongos para marcar puntos.

—De acuerdo. ¿Y cuántos kilómetros de nieve tenías que recorrer cada mañana para llegar a la escuela?

Ahora sí…

Eph se abalanzó sobre él, pero Zack estaba preparado y apretó los codos para que no lo tocara en las costillas. Eph cambió de estrategia y se dirigió al infalible tendón de Aquiles, forcejeando con los talones de Zack, a la vez que intentaba esquivar una patada en la cara. El chico estaba suplicando un poco de piedad cuando Eph advirtió que su móvil estaba vibrando de nuevo.

Eph saltó enfadado, sabiendo que, esa noche, su trabajo y su vocación lo iban a alejar de su hijo. Miró el identificador de llamadas, y esta vez el número estaba antecedido por el indicativo de Atlanta. Ésa era una noticia muy mala. Eph cerró los ojos, presionó el teléfono contra su sien e intentó despejar su mente.

—Lo siento, Z —le dijo a Zack—. Déjame ver qué sucede.

Se fue a la cocina con el teléfono en la mano para contestar la llamada.

—¿Ephraim? Soy Everett Barnes.

Era el doctor Everett Barnes, director del CDC.

Eph estaba de espaldas a Zack. Sabía que su hijo lo estaba observando y no se atrevía a mirarlo.

—Sí, Everett, ¿sucede algo?

—Recibí una llamada de Washington. Tu equipo se está dirigiendo en este momento al aeropuerto.

—Señor, en realidad…

—¿Lo viste en la televisión?

—¿En la televisión?

Eph se dio la vuelta y estiró su mano abierta frente a Zack, para pedirle paciencia. Encontró el mando a distancia y hundió algunos botones, pero la pantalla se oscureció por completo. Zack le arrebató el mando y sintonizó malhumorado la televisión por cable.

El canal de noticias mostraba un avión estacionado en la pista de rodaje. Los vehículos de apoyo formaban un perímetro amplio y presuntamente intimidante. Era el aeropuerto internacional JFK.

—Creo verlo, Everett.

—Jim Kent acaba de ponerse en contacto conmigo. Está llevando todo lo que necesita tu equipo Canary. Estarás al frente de esto, Ephraim. No van a hacer ningún movimiento hasta que llegues allí.

—¿Quiénes, señor?

—La Autoridad Portuaria de Nueva York y la Administración para la Seguridad del Transporte. La junta de la Seguridad Nacional del Transporte y el Departamento de Seguridad Interior se encuentran allí en estos momentos.

El proyecto Canary era un equipo de reacción, rápida integrado por epidemiólogos entrenados para detectar e identificar amenazas biológicas. Su labor incluía la detección de amenazas naturales, tales como enfermedades virales y rickettsiales que se encuentran en la naturaleza, así como brotes de origen humano. La mayoría de sus fondos provenían de las aplicaciones de Canary en el campo del bioterrorismo. Su sede estaba localizada en la ciudad de Nueva York, con filiales ubicadas en hospitales universitarios de Miami, Los Ángeles, Denver y Chicago.

El programa debía su nombre al antiguo recurso utilizado por los mineros de llevar un canario enjaulado a las profundidades de las minas de carbón como un sistema de alerta biológico crudo, aunque eficaz. El organismo altamente sensible de este pájaro detectaba rastros de gas metano y de monóxido de carbono antes de que alcanzaran niveles tóxicos o explosivos, haciendo que esta criatura generalmente cantarina se silenciara y balanceara en su percha.

En esta época moderna, todos los seres humanos tienen el potencial de ser ese canario avizor. La labor del equipo de Eph consistía en aislarlos cuando dejaran de trinar, tratar a los infectados y contener la propagación.

Eph preguntó:

—¿Qué sucede, Everett? ¿Murió alguien en el avión?

El director respondió:

—Todos están muertos, Ephraim. Todos.

Calle Kelton; Woodside, Queens

KELLY GOODWEATHER se sentó a la pequeña mesa frente a Matt Sayles, el «compañero» con el que vivía (la palabra «novio» sonaba demasiado juvenil, mientras que «pareja» sonaba demasiado anticuada). Estaban compartiendo una pizza casera con pesto, tomates secos y queso de cabra, decorada con un poco de jamón crudo y acompañada de una botella de vino Merlot de once dólares y un escaso año de antigüedad. El televisor de la cocina estaba sintonizado en NYl porque a Matt le gustaban las noticias. En cuanto a Kelly, detestaba este tipo de canales con todas sus fuerzas.

—Lo siento —le dijo ella de nuevo.

Matt sonrió, haciendo un círculo desganado en el aire con su copa de vino.

—Claro que no es mi culpa. Pero sé que teníamos este fin de semana planeado para nosotros solos…

Matt se limpió los labios con la servilleta que tenía en el cuello de su camisa.

—Él suele encontrar la forma de interponerse entre nosotros. Y no me refiero a Zack.

Kelly miró la silla que estaba vacía. Era indudable que Matt quería que el chico estuviera ausente el fin de semana. Zack estaba pasando algunos fines de semana con Eph en su apartamento del Bajo Manhattan, mientras se decidía la batalla por su custodia con la mediación del tribunal. Para ella, esto significaba una cena íntima en casa, con las usuales expectativas sexuales por parte de Matt, que Kelly no tenía reparos en cumplir, y que inevitablemente hacían que valiera la pena la copa adicional de vino que ella se permitiría.

Pero no esa noche. Aunque sentía lástima de Matt, también estaba muy complacida consigo misma.

—Te debo una —le dijo ella guiñándole el ojo.

Matt sonrió en señal de derrota.

—Trato hecho.

Era por eso por lo que Matt resultaba tan reconfortante. Después de la irritabilidad de Eph, de sus estallidos, de su personalidad recia y del mercurio que circulaba por sus venas, ella necesitaba a alguien tranquilo como Matt. Se había casado con Eph siendo todavía muy joven, y aplazó muchas cosas —sus propias necesidades, ambiciones y proyectos— para ayudarle a ascender en su carrera médica. Si ella pudiera darles algún consejo sobre la vida a las niñas de cuarto grado en la Escuela Pública 69 de Jackson Heights, sería el siguiente: nunca se casen con un genio, especialmente si es apuesto. Kelly se sentía tranquila con Matt, y, de hecho, disfrutaba de la ventaja que tenía en esta relación. Ahora era su turno de recibir cuidados.

En la pequeña televisión blanca de la cocina se anunciaba el eclipse del día siguiente. El reportero ensayaba varios lentes para los ojos y los calificaba según su grado de seguridad, transmitiendo desde un quiosco en Central Park donde vendían camisetas. Los presentadores anunciaban la cobertura en vivo y en directo para la tarde siguiente.

—Será un gran espectáculo —predijo Matt, y Kelly supo gracias a ese comentario que él no permitiría que su deserción le arruinara la noche.

—Se trata de un importante evento astronómico —apostilló Kelly—, y lo están abordando como si fuera simplemente otra tormenta de nieve.

A continuación apareció el aviso «Noticia de última hora». Ésta era generalmente la señal para que Kelly cambiara de canal, pero la particularidad de la historia despertó su interés. Las cámaras de los reporteros mostraban la imagen distante de un avión en la pista de rodaje del JFK rodeado de luces. La aeronave estaba tan iluminada y con tantos vehículos y hombres alrededor, que cualquiera habría pensado que un ovni había aterrizado en Queens.

—Terroristas —dijo Matt.

El aeropuerto JFK estaba a sólo dieciséis kilómetros de distancia. El reportero informó de que la aeronave en cuestión se había apagado por completo después de un aterrizaje normal, y que hasta el momento no se había producido ningún contacto con la tripulación ni con los pasajeros. Todos los aterrizajes habían sido suspendidos como medida de precaución, y el tráfico aéreo estaba siendo desviado a Newark y a LaGuardia.

Kelly comprendió que aquel avión era la causa por la cual Eph llevaría a Zack de regreso a casa. Lo único que ella quería ahora era que Zack regresara pronto. Kelly se preocupaba mucho, y su casa era sinónimo de seguridad para ella. Era el único lugar del mundo que podía controlar.

Kelly se puso de pie y fue a la ventana que había frente al fregadero. Disminuyó la intensidad de la luz y observó el cielo, más allá del patio de su vecino. Vio las luces de los aviones dando vueltas sobre el aeropuerto LaGuardia, girando como escombros relucientes atrapados en el remolino de una tormenta. Ella nunca había estado en el centro del país, donde los tornados pueden verse a varios kilómetros de distancia, pero aquello le produjo la misma sensación, como si algo amenazante viniera en su dirección y ella no pudiera hacer nada al respecto.

Eph llegó y estacionó el Ford Explorer del CDC. Kelly tenía una pequeña casa rodeada de setos bajos en una calle pendiente con casas de dos pisos; era un vecindario ordenado. Ella lo recibió en la acera, como si no quisiera que entrara en su casa, y lo trató como a un resfriado del que finalmente se había liberado después de una década de sufrirlo.

Se la veía más rubia y delgada; aún era muy guapa, aunque le pareció estar frente a una persona distinta; evidentemente, Kelly había cambiado mucho. En algún lugar, probablemente en una vieja caja de zapatos escondida al fondo de un armario, estaban las fotos de la boda de una mujer joven y sosegada, con el velo corrido, sonriéndole triunfalmente a su novio de esmoquin, los dos jóvenes y felizmente enamorados.

—Había sacado todo el fin de semana —dijo él, saliendo del auto delante de Zack, y empujando la verja de hierro—. Es una emergencia.

Matt Sayles salió al corredor iluminado, y se detuvo en el escalón superior. Tenía la servilleta metida en su camisa, tapándole el logo de Sears, pues administraba la tienda del centro comercial de Rego Park.

Eph fingió ignorar su presencia, y se mantuvo concentrado en Kelly y en Zack, quien cruzó el jardín. Kelly le sonrió, y Eph no pudo dejar de preguntarse si ella prefería eso: que Zack se fuera con él para pasar sola un fin de semana con Matt. Kelly lo abrazó de forma protectora.

—¿Estás bien, Z?

Zack asintió.

—Me imaginó que estás decepcionado.

Zack asintió de nuevo.

Ella vio la caja y los cables en su mano.

—¿Qué es eso?

Eph se adelantó:

—Es el nuevo sistema de juegos de Zack. Se lo he prestado para el fin de semana. —Eph miró a Zack, su cabeza contra el pecho de su madre, con su mirada perdida—. Pero si puedo desocuparme, tal vez mañana, esperemos que así sea, regresaré por ti y recuperaremos lo que podamos de este fin de semana. ¿De acuerdo? Ya sabes que te lo compensaré, ¿verdad?

Zack asintió con su mirada todavía distante.

Matt le dijo:

—Ven, Zack. Veamos si podemos conectar eso.

Era un tipo amable y de fiar. Era indudable que Kelly lo había entrenado bien. Eph lo vio abrazar a su hijo, y Zack miró una última vez a Eph.

Ahora estaba solo, y él y Kelly se miraron mutuamente en el pequeño pedazo de césped. Detrás de ella, sobre el techo de su casa, giraban las luces de los aviones que esperaban la orden para aterrizar en alguno de los dos aeropuertos alternos de la ciudad de Nueva York. Toda la red de transportes, sin mencionar las diversas agencias gubernamentales y las encargadas del cumplimiento de la ley, estaban esperando a este hombre que miraba a una mujer que decía no amarlo más.

—Es ese avión, ¿verdad?

Eph asintió.

—Todos están muertos. Todos los que iban a bordo.

—¿Todos están muertos? —Los ojos de Kelly brillaron de preocupación—. ¿Qué…? ¿Cómo pudo ser?

—Eso es lo que tengo que averiguar.

Eph sintió que la urgencia de su trabajo comenzaba a agobiarlo. Le había fallado a Zack, pero el mal ya estaba hecho y tenía que seguir adelante. Se metió la mano en el bolsillo y le entregó un sobre cerrado con un clip.

—Para mañana por la tarde —le dijo—. Por si no regreso antes.

Kelly vio las entradas, frunció el ceño al ver el precio y las metió de nuevo en el sobre. Lo miró con una expresión cercana a la simpatía.

—Procura no olvidar nuestra reunión con la doctora Kempner.

Era la terapeuta de familia, y quien decidiría la custodia de Zack.

—Por supuesto —respondió—. Estaré allí sin falta.

—Ten cuidado —dijo ella.

Eph asintió y se marchó.

Aeropuerto Internacional JFK

UNA MULTITUD SE HABÍA REUNIDO fuera del aeropuerto, atraída por el evento inexplicable, extraño y potencialmente trágico. Mientras Eph conducía, la radio abordaba el asunto del avión como un posible secuestro, y especulaba sobre un vínculo con algún conflicto internacional.

En la terminal, dos vehículos del aeropuerto pasaron al lado de Eph. Uno de ellos llevaba a una madre en llanto, tomando de la mano a un par de niños asustados; en el otro iba un hombre de raza negra con un ramo de rosas rojas en su regazo. Eph no pudo dejar de pensar en los niños como Zack y en las mujeres como Kelly que estarían en el avión. Pensó detenidamente en eso.

Su equipo lo estaba esperando frente a la puerta de embarque número seis. Como siempre, Jim Kent hablaba por teléfono a través del micrófono que tenía en la oreja; era el encargado de manejar los aspectos burocráticos y políticos del control de enfermedades en el CDC. Tapó el micrófono del teléfono con la mano y dijo a manera de introducción:

—No hay informes similares en ninguna otra parte del país.

Eph subió al vehículo de la aerolínea y se sentó en la parte posterior, al lado de Nora Martínez. Nora, bioquímica de formación, era su mano derecha en Nueva York. Llevaba guantes de nailon, pálidos, suaves y lúgubres como azucenas. Ella le abrió un poco de espacio y él lamentó la atmósfera enrarecida.

El coche se puso en movimiento y Eph olió la sal del mar en el viento.

—¿Cuánto tiempo estuvo el avión en la pista antes de oscurecerse? —preguntó.

—Seis minutos —contestó Nora.

—¿No hubo contacto por la radio? ¿La del piloto también se apagó?

Jim se dio la vuelta y respondió:

—Presumiblemente, pero no se ha confirmado. Los agentes de la Autoridad Portuaria ingresaron en la cabina de pasajeros, vieron una multitud de cadáveres y salieron tan rápido como habían entrado.

—Espero que hayan utilizado máscaras y guantes.

—Afirmativo.

El vehículo dobló por una esquina, y sus ocupantes vieron el avión que estaba en la distancia. Era una enorme aeronave, que, iluminada desde distintos ángulos, brillaba como la luz del día. La bruma de la bahía cercana formaba un aura resplandeciente alrededor del fuselaje.

—¡Qué cosa! —exclamó Eph.

—Le dicen el triple siete —comentó Jim—. El 777 es el birreactor más grande del mundo. Tiene un diseño único y está equipado con tecnología punta. Y por eso a las autoridades les intriga que todos los equipos se hayan apagado. Creen que se trata de un acto de sabotaje.

Las llantas del tren de aterrizaje eran enormes. Eph miró el orificio negro de la puerta abierta sobre el ala izquierda.

—Ya hicieron un examen para detectar gases o cualquier otra sustancia fabricada por el hombre —dijo Jim—. No saben qué hacer; simplemente tienen que comenzar de cero.

—Y nosotros somos esa cifra —replicó Eph.

Aquella nave silenciosa y misteriosamente ocupada por personas muertas era como si un agente de HAZMAT[2] que trabaja con sustancias peligrosas un día despertara con un tumor en la espalda. El equipo de Eph estaba al frente del laboratorio de biopsias encargado de informarle a la Administración Federal de Aviación si tenía señales de cáncer o no.

Los oficiales de la TSA[3], vestidos de chaqueta azul, acudieron a Eph tan pronto se detuvo el coche para darle la misma información que le había suministrado Jim. Le hicieron preguntas y hablaron entre ellos como si fueran reporteros.

—Esto ya ha ocurrido demasiado —dijo Eph—. La próxima vez que suceda algo así de inexplicable, nos llaman en segundo lugar. Primero los de HAZMAT, y luego nosotros. ¿Entendido?

—Sí, doctor Goodweather.

—¿El equipo HAZMAT está listo?

—Está a la espera.

Eph se detuvo frente a la furgoneta del CDC.

—Debo decir que esto no tiene apariencia de formar parte de un evento contagioso espontáneo. ¿Seis minutos en tierra? El factor tiempo es sumamente corto.

—Tuvo que ser un acto deliberado —dijo uno de los oficiales de la TSA.

—Es probable —replicó Eph—. Tal como están las cosas, debemos aplicar una estrategia de contención en términos de lo que pueda esperarnos allí. —Le abrió la puerta trasera de la furgoneta a Nora—. Nos pondremos los trajes y veremos qué hay.

Una voz lo detuvo.

—Uno de los nuestros va en ese avión.

—¿Uno de quiénes?

—Un agente federal aéreo. Es un procedimiento normal en vuelos internacionales en los que participan aeronaves norteamericanas.

—¿Iba armado?

—Sí, tal como se acostumbra.

—¿Los ha llamado? ¿Les ha hecho alguna advertencia?

—Absolutamente nada. Seguramente fueron aniquilados de inmediato.

Eph asintió, y observó la expresión preocupada de los hombres.

—Quiero su número de asiento. Comenzaremos por ahí.

Eph y Nora subieron a la furgoneta del CDC, cerraron la doble puerta de atrás y se olvidaron de todo el frenesí que había en la pista de rodaje.

Tomaron dos trajes de contención nivel A de un armario. Eph se quitó la ropa y quedó en camiseta y calzoncillos, y Nora en sostén deportivo negro y bragas color lavanda. Ambos movieron sus codos y rodillas como pudieron dentro de la estrecha furgoneta Chevy. El pelo de Nora era grueso, oscuro y desafiantemente largo para una epidemióloga de campo. Se lo recogió con una cinta elástica, moviendo sus manos con rapidez y determinación. Su cuerpo era agradable y voluptuoso, y su piel tenía el tono cálido del pan ligeramente tostado.

Eph y Nora tuvieron un romance fugaz después de que él se separara definitivamente de Kelly y ella iniciara los trámites del divorcio. Fue un asunto de una sola noche, seguido de una mañana embarazosa e incómoda que se prolongó durante algunos meses… hasta el segundo flirteo de unas pocas semanas atrás, más apasionado que el primero y lleno de intenciones para superar los obstáculos que los habían abrumado la primera vez, pero que no obstante los había conducido a hacer otra pausa prolongada e incómoda.

En cierto modo, él y Nora trabajaban muy de cerca: si hubieran tenido trabajos remotamente normales o convencionales, el resultado habría sido diferente; todo habría sido más fácil y casual, pero aquello era un «amor en la trinchera», y como cada uno de ellos se entregaba tanto al proyecto Canary, les quedaba muy poco para darse mutuamente, o al resto del mundo. Era una alianza tan demandante que nadie les preguntaba «¿cómo te fue hoy?» durante los tiempos de receso, porque éstos eran simplemente inexistentes.

Un ejemplo de esto se dio en ese instante: quedaron prácticamente desnudos el uno frente al otro de la forma menos sensual posible, pues ponerse un traje biológico es la antítesis de la sensualidad. Es lo contrario a la atracción: es un adentrarse en la profilaxis… en la esterilidad.

La primera capa consistía en un traje Nomex blanco y de una sola pieza, marcado por detrás con las iniciales del CDC. El cierre iba desde las rodillas hasta el mentón; el cuello y los puños se cerraban con velcro, y las botas negras les llegaban a la altura de las pantorrillas.

La segunda capa era un traje blanco y desechable elaborado con Tyvek, un material semejante al papel. Las medias elásticas iban sobre las botas, y los guantes Silver Shield para protegerse de sustancias químicas iban encima de una capa de nailon, sujetados en las muñecas y los tobillos. Luego estaban los equipos para respirar: un arnés SCBA, un tanque de titanio liviano, una máscara de oxígeno del tamaño de la cara, y un sistema de seguridad de alerta personal (PASS) con una alarma de bombero.

Vacilaron antes de ponerse las máscaras. Nora esbozó una sonrisa a medias y le tocó la mejilla a Eph con la mano. Le dio un beso y le preguntó:

—¿Estás bien?

—Ajá.

—No pareces… ¿Cómo estaba Zack?

—Malhumorado y molesto: no era para menos.

—No tienes la culpa…

—¿Y qué? Lo cierto es que el fin de semana con mi hijo se ha ido al diablo y nunca podré recuperarlo. —Se acomodó la máscara—. ¿Sabes qué? Hubo un tiempo en mi vida donde todo se reducía a mi familia o a mi trabajo. Creí escoger mi familia. Pero aparentemente no bastó con eso.

Hay momentos como éstos, que se dan sin previo aviso, generalmente en tiempos de crisis, cuando miras a alguien y comprendes que te dolerá estar sin esa persona. Eph vio lo injusto que había sido con Nora al aferrarse a Kelly —ni siquiera a ella, sino al pasado, a su matrimonio difunto, a lo que había sido alguna vez—, y todo por el bien de Zack. Nora quería al chico, y era obvio que él también la quería.

Sin embargo, no era el momento para profundizar en eso. Eph sacó su respirador y revisó el tanque. La capa exterior consistía en un traje «espacial» hermético de color amarillo canario, un casco sellado con una ventana de visualización de doscientos diez grados, y un par de guantes incorporados. Éste era el traje de contención de nivel A, el «traje de contacto» de doce capas, que, una vez selladas, aislaban por completo la atmósfera exterior.

Nora revisó que el traje de Eph estuviera debidamente cerrado, y él hizo lo mismo con el de ella. Los investigadores que trabajan con materiales peligrosos operan con un compañerismo semejante al de los buzos. Sus trajes se inflaron un poco debido al aire en circulación. Aislar los agentes patógenos implicaba acumular sudor y calor corporal, y la temperatura dentro de sus trajes podía ser treinta grados mayor que la temperatura ambiental.

—Lo siento bien apretado —dijo Eph a través del micrófono que había en el interior de su máscara.

Nora asintió, detectando su mirada a través de su máscara. Se miraron como si ella fuera a decirle algo. Pareció cambiar de opinión y le preguntó:

—¿Estás listo?

Eph asintió.

—Empecemos con esto.

Jim encendió su consola de comando en la pista de rodaje y conectó las cámaras que ambos tenían en sus respectivos monitores. Encendió las pequeñas linternas que llevaban en las solapas de los hombros; pero la destreza de sus movimientos se vio limitada por el grosor de las múltiples capas de los guantes.

Los agentes de la TSA se acercaron y les dijeron algo, pero Eph fingió estar sordo; sacudió la cabeza y se tocó el casco.

Se aproximaron al avión, y Jim les mostró a Eph y a Nora un plano que contenía una vista vertical de los asientos, con los números correspondientes a los pasajeros y los tripulantes listados en el respaldo. Señaló el punto rojo en el 18A.

—Es el asiento del agente federal aéreo —dijo Jim por el micrófono—. Su apellido es Charpentier: fila de salida, asiento de la ventana.

—Entendido —dijo Eph.

Jim señaló otro punto rojo.

—La TSA mencionó a otro pasajero importante. Un diplomático alemán que iba en el vuelo: Rolph Hubermann. Clase ejecutiva, segunda fila, asiento F. Venía para hablar sobre la situación de Corea en el Consejo de la ONU. Es probable que llevara una de esas valijas diplomáticas que no son examinadas en la aduana. Quizá no se trate de nada, pero en estos momentos un contingente de alemanes viene en camino desde la ONU para reclamarla.

—Está bien.

Jim se fue a mirar los monitores. El interior del perímetro tenía más claridad que el día, y ellos se movían casi sin proyectar sombras. Eph subió por la escalera del camión de bomberos, y caminó sobre el ala hasta llegar a la puerta.

Fue el primero en entrar. La quietud era palpable. Nora entró después, y permanecieron de espaldas uno contra el otro a la entrada de la cabina central.

Los cadáveres estaban sentados frente a ellos en una hilera tras otra. Los rayos de luz proyectados por las linternas de Eph y Nora enfocaron sus ojos abiertos y sin brillo.

No tenían sangre en la nariz, los ojos desorbitados, la piel hinchada ni manchas negras; tampoco espumarajos ni restos de sangre alrededor de la boca. Todos permanecían sentados sin mostrar señales de pánico ni de resistencia. Sus brazos colgaban de los asientos o descansaban sobre sus regazos. No había señales de trauma evidentes.

Aquí y allá los teléfonos móviles —en regazos, bolsillos y bolsos de mano— emitían timbres de mensajes o sonaban con tonos vivaces. No se escuchaba ningún otro sonido.

Vieron al agente aéreo en el asiento de la ventana, muy cerca de la puerta. Era un hombre de unos cuarenta años, cabello negro y despoblado, vestido con una camiseta de béisbol de botones y ribetes azules y naranjas distintivos de los Mets, con Mr. Met, la mascota del equipo, y vaqueros azules. Su mentón descansaba sobre el pecho, como si estuviera echando una siesta con los ojos abiertos.

Eph se inclinó sobre una rodilla; el amplio pasillo de salida le daba espacio para moverse. Le tocó la frente, le echó la cabeza hacia atrás, y ésta se movió libremente sobre el cuello. Nora, que estaba a su lado, le alumbró los ojos con su linterna, pero las pupilas de Charpentier no reaccionaron. Eph le abrió la mandíbula y alumbró el interior de su boca, la lengua y la parte superior de la garganta, que tenía una tonalidad rosada, sin señales de sustancias tóxicas.

Eph necesitaba más luz. Se estiró para abrir la persiana de la ventana, y las fuertes luces retumbaron en el interior como un grito blanco e incandescente.

No había vómito ocasionado por inhalación de gases. Las víctimas envenenadas con monóxido de carbono, presentan decoloración y ampollas en la piel, lo cual les confiere un aspecto deslucido y macilento, como el del cuero secándose al sol. Su postura no denotaba incomodidad ni señal de resistencia agónica. A su lado estaba una mujer madura que vestía la típica ropa de hotel de vacaciones y lentes de lectura sobre la nariz, frente a sus ojos apagados. Estaban sentados como lo estarían los pasajeros normales, con los asientos completamente verticales, esperando a que se apagara la señal de ABRÓCHENSE LOS CINTURONES.

Los pasajeros que estaban frente a la salida delantera tenían sus objetos personales en compartimentos empotrados en la pared de la cabina. Eph sacó una bolsa de Virgin Atlantic del bolsillo frente al asiento de Charpentier y abrió el cierre hasta arriba. Sacó una camiseta gruesa de Notre Dame, un puñado de libros de crucigramas desencuadernados, un audiolibro de terror y una bolsa de nailon pesada y con forma de riñón. Abrió el cierre y vio la pistola negra y forrada en caucho que había adentro.

—¿Ven esto? —preguntó Eph.

—Lo vemos —dijo Jim por la radio. Jim, los agentes de la TSA y todos aquellos cuyo rango les permitía estar cerca de los monitores veían todo lo que sucedía gracias a la cámara instalada en el hombro de Eph.

—Cualquier cosa que haya sido, lo cierto es que los tomó a todos por sorpresa, incluyendo al agente federal —añadió Eph.

Cerró la bolsa, la dejó en el suelo y avanzó por el pasillo. Se estiró sobre los cadáveres, levantando la persiana cada dos o tres filas, y la fuerte luz proyectó extrañas sombras, mostrando sus rostros en altorrelieve, como viajeros que hubieran perecido tras acercarse demasiado al Sol.

Los teléfonos seguían repicando y la disonancia se hizo cada vez más estridente, como si decenas de relojes despertadores sonaran simultáneamente. Eph procuró no pensar en la angustia de quienes los estaban llamando.

Nora se acercó a un cadáver.

—No tiene ninguna señal de trauma —señaló.

—Lo sé —replicó Eph—. Es jodidamente aterrador. —Observó la galería de muertos y pensó. Entonces dijo—: Jim, alerta a la OMS en Europa. Informa de esto al ministro de Sanidad alemán, y ponte en contacto con los hospitales. Si se trata de algo contagioso, seguramente también habrá brotes allí.

—Lo haré —respondió Jim.

En la cocina situada entre la primera clase y la ejecutiva, cuatro auxiliares de vuelo —tres mujeres y un hombre— estaban sentados en sus asientos con los cinturones abrochados y con el cuerpo hacia delante, presionando las correas de los cinturones de seguridad. Eph pasó frente a ellos y tuvo la sensación de flotar sobre un naufragio.

Escuchó la voz de Nora:

—Eph, estoy en la parte trasera. No hay novedades. Vuelvo en un momento.

—De acuerdo —dijo Eph mientras regresaba a la cabina iluminada gracias a la luz que entraba por las ventanillas, abriendo las cortinas del separador de los amplios asientos de la clase ejecutiva. Localizó a Hubermann, el diplomático alemán, sentado al lado del pasillo. Tenía sus manos rollizas cruzadas sobre el regazo, la cabeza desplomada y un mechón canoso sobre los ojos.

La valija diplomática que había mencionado Jim estaba en la maleta debajo de su asiento. Era de vinilo azul y tenía un cierre en la parte superior.

Nora se acercó.

—Eph, no estás autorizado para abrir eso…

Eph abrió el cierre; sacó una barra de Toblerone a medio consumir y un frasco de plástico lleno de pastillas azules.

—¿Qué es eso? —preguntó Nora.

—Creo que es Viagra —dijo Eph, introduciendo el recipiente en la bolsa y ésta en la maleta.

Se detuvo frente a una madre y a una niña que viajaban juntas. La pequeña tenía su mano enlazada en las de su madre. Ambas tenían un aspecto tranquilo.

—No hay señales de pánico; de nada —señaló Eph.

—Es absurdo —comentó Nora.

Los virus requieren de la propagación, y ésta toma tiempo. Los pasajeros que empezaran a contagiarse o aquellos a un paso de desmayarse habrían entrado en pánico y no habrían respetado las señales encendidas de ABRÓCHENSE LOS CINTURONES. Si se trataba de un virus, éste era diferente a cualquier patógeno que Eph hubiera observado en los años que llevaba como epidemiólogo en el CDC. Más bien, todos los indicios apuntaban a un veneno letal introducido en el ambiente hermético de la cabina del avión.

—Jim, quiero que hagan otra prueba de gas —dijo Eph.

—Ya tomaron muestras del aire y las midieron en partículas por millón —respondió Jim—. No encontraron nada.

—Lo sé, pero… es como si estas personas hubieran sido atacadas súbitamente, sin la menor advertencia. Tal vez las sustancias tóxicas se esfumaron al abrir la puerta. Quiero que inspeccionen la alfombra y cualquier otra superficie porosa. Examinaremos los tejidos pulmonares cuando estas personas estén en la morgue.

—De acuerdo, Eph. Entendido.

Eph avanzó con rapidez por los espaciosos asientos de cuero de la primera clase y llegó a la cabina de mando. La puerta tenía barrotes, un marco de acero a ambos lados y una cámara en el techo. Estaba cerrada y Eph agarró la manija.

Escuchó la voz de Jim en el interior de su casco:

—Eph, me están diciendo que sólo se abre con una llave. No podrás…

La puerta se abrió frente a él.

Eph permaneció inmóvil en el marco de la puerta. Las luces provenientes de la pista de rodaje brillaron a través del parabrisas oscuro de la cabina, iluminando la cubierta de vuelo. Todos los tableros de los sistemas estaban apagados y oscuros.

—Eph, me están diciendo que debes tener mucho cuidado —le advirtió Jim.

—Diles que gracias por su experto consejo —dijo Eph antes de entrar.

Los tableros de los sistemas alrededor de los interruptores y los reguladores estaban oscuros. Un hombre en traje de piloto estaba sentado al lado derecho. Dos más, el capitán y el primer oficial, estaban sentados en los asientos gemelos frente a los controles. El primer oficial tenía las manos entrelazadas sobre su regazo, la cabeza caída sobre el hombro izquierdo y la gorra puesta. El capitán tenía la mano izquierda sobre una palanca, mientras el brazo derecho le colgaba del asiento, rozando la alfombra con sus nudillos. Tenía la cabeza echada hacia delante, y su gorra en el regazo.

Eph se inclinó sobre la consola de control entre los dos asientos para levantarle la cabeza al capitán. Le examinó los ojos con su linterna; tenía las pupilas fijas y dilatadas. Luego le asentó la cabeza sobre el pecho con suavidad.

Eph se estremeció al sentir algo; era una presencia.

Se retiró de la consola y examinó la cubierta de vuelo, dando un círculo de ciento ochenta grados.

—¿Qué te pasa, Eph? —preguntó Jim.

Eph llevaba mucho tiempo tratando con cadáveres como para sentir nervios. Pero había algo allí… en algún lugar cercano.

Dejó de sentir la extraña sensación, como si hubiera sido apenas un simple mareo. Eph trató de ignorar lo sucedido.

—Nada. Tal vez sea claustrofobia.

Luego miró al otro hombre que estaba en la cabina. Tenía la cabeza hacia abajo, el hombro derecho contra la pared lateral y el cinturón desabrochado.

—¿Por qué no tenía el cinturón abrochado? —se preguntó Eph en voz alta.

Oyó la voz de Nora:

—Eph, ¿estás en la cabina? Voy para allá.

Eph miró el alfiler de corbata del hombre muerto con el logo de Regis Air. La placa en su bolsillo decía REDFERN. Eph se arrodilló frente a él y lo tomó de las sienes para levantarle la cabeza. Tenía los párpados abiertos y los ojos hacia abajo. Eph le examinó las pupilas y creyó ver algo: un rayo de luz. Lo miró de nuevo, y el capitán Redfern se estremeció y emitió un gruñido.

Eph retrocedió, cayendo entre los asientos de los dos capitanes y chocando contra la consola de control. El primer oficial se desplomó sobre él, y Eph lo apartó con un empujón. Por un momento quedó atrapado debajo del peso muerto y desmadejado del cadáver.

Jim lo llamó con urgencia.

—¿Eph?

La voz de Nora denotaba pánico.

—¿Qué te pasa, Eph?

El epidemiólogo hizo un esfuerzo para dejar el cadáver del primer oficial en el asiento, y se puso de pie.

—¿Estás bien, Eph? —le preguntó Nora.

Eph miró al capitán Redfern, quien estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos y la mirada perdida. Sin embargo, su garganta se movía, y su boca abierta parecía atragantarse con el aire.

Eph dijo con los ojos completamente abiertos:

—Tenemos un sobreviviente.

—¿Qué? —exclamó Nora.

—Aquí hay un hombre vivo. Jim, necesitamos una camilla hermética para este hombre. Que la suban al ala. ¿Nora? —Eph hablaba con rapidez, mirando al piloto que temblaba en el piso—. Tendremos que examinar a todos los pasajeros, uno por uno.