Acercándose a la totalidad
La ansiedad aumentó en tierra a medida que la pequeña hendidura en el costado occidental del Sol —el «primer contacto» lunar— se transformó en una negrura inquietante, en una muesca redonda que consumió gradualmente el sol de la tarde. Inicialmente no hubo una diferencia evidente en la calidad o cantidad de la luz en la Tierra. Ya el boquete negro en lo alto del cielo, formando una hoz sobre el Sol habitualmente fiable, hacía que ese día fuera diferente a cualquier otro.
En realidad, el término «eclipse solar» es inexacto. Un eclipse ocurre cuando un cuerpo celeste pasa por el intervalo de la sombra proyectada por otro. Durante un eclipse solar, la Luna no entra en la sombra del Sol, sino que realmente pasa entre el Sol y la Tierra, oscureciendo el Sol y produciendo la sombra. El término correcto es «ocultamiento». La Luna oculta al Sol y proyecta una pequeña sombra en la superficie de la Tierra. No se trata pues de un eclipse solar, sino de un eclipsamiento de la Tierra.
La distancia entre la Tierra y el Sol es aproximadamente cuatrocientas veces mayor que la que hay entre la Luna y la Tierra. En una coincidencia notable, el diámetro del Sol es casi cuatrocientas veces más grande que el de la Luna. Y por eso, la Luna y la fotosfera del Sol —el disco brillante— parecen tener casi el mismo tamaño si se les observa desde la Tierra.
Un ocultamiento total sólo es posible cuando la Luna está en su fase nueva y cerca del perigeo, el punto más cercano a la Tierra. La duración de la totalidad depende de la órbita de la Luna, que nunca supera los siete minutos con cuarenta segundos. Este ocultamiento en particular debía durar exactamente cuatro minutos y cincuenta y siete segundos: poco menos de cinco minutos de una noche irreal en medio de una hermosa tarde a comienzos de otoño.
Cubierto a medias por la Luna nueva e invisible, el cielo aún brillante comenzó a adquirir una tonalidad oscura, como si se tratara de un atardecer, aunque sin la calidez propia de esa luz. En la Tierra, la luz tenía un aspecto pálido, como si hubiera sido filtrada o atenuada, y las sombras habían perdido su nitidez. Tal parecía que el mundo se hubiera difuminado.
La hoz seguía haciéndose más pequeña al ser consumida por el disco lunar; su precario brillo resplandeció como en señal de pánico. El ocultamiento pareció cobrar fuerza —al igual que una especie de velocidad desesperada— a medida que el paisaje terrestre se hacía gris y los colores perdían su fuerza habitual. El poniente se oscureció más rápido que el saliente debido a la sombra de la Luna.
El eclipse sería parcial en gran parte de los Estados Unidos y Canadá, alcanzando la totalidad en una zona que tenía dieciséis mil kilómetros de largo por ciento sesenta de ancho, y describiendo el oscuro umbral de la mancha lunar sobre la Tierra. La trayectoria de oeste a este era conocida como el «sendero de la totalidad», que comenzaba en el cuerno de África, daba una curva en el océano Atlántico para terminar al oeste del lago Michigan, y se movía a una velocidad de más de seiscientos kilómetros por hora.
A medida que el Sol menguante fue estrechándose, el firmamento adquirió una tonalidad violeta y ahogada. La oscuridad del poniente reunió fuerzas, cual sistema de tormentas, silencioso y sin viento, propagándose por el firmamento y cercando al Sol debilitado, como un gran organismo sucumbiendo a una fuerza corruptora que se explayara desde su interior.
El Sol se hizo peligrosamente delgado, y el espectáculo —visto con lentes protectores— era como una ranura elaborada por el hombre que hubiera sido lanzada al firmamento y bloqueado la luz diurna. El semicírculo despidió un brillo blanco y adquirió una tonalidad plateada en sus últimos estertores agónicos.
Extrañas bandas de sombra comenzaron a proyectarse sobre la Tierra. Las oscilaciones formadas por la refracción de la luz en la atmósfera terrestre, semejantes al efecto de la luz titilando en el fondo de una piscina, se retorcían como si fueran serpientes difusas. Estos inquietantes juegos de luz hicieron que a todos los espectadores se les pusieran los pelos de punta.
El final llegó con rapidez. Los últimos destellos fueron escalofriantes e intensos, y la media Luna se redujo a una línea curva, a una delgada cicatriz en el cielo, y luego se fragmentó en perlas de un blanco incandescente, representando el último de los rayos del Sol que atravesaba los valles más profundos de la superficie lunar. Las gotas fulguraron y desaparecieron con rapidez, apagándose como la débil llama de una vela sofocada en la cera negra. La cromosfera de color carmesí, esa atmósfera delgada y superior del Sol, resplandeció durante algunos segundos finales, y el rey de los astros desapareció.
Era la totalidad.
Calle Kelton; Woodside, Queens
KELLY GOODWEATHER no podía creer lo rápido que había oscurecido. Permaneció en la acera, al igual que todos sus vecinos, en lo que normalmente —a esa hora del día— era el lado soleado de la calle, observando el cielo oscurecido con unos lentes con marco de cartón que venían incluidos en las botellas de gaseosa Diet Eclipse de dos litros. Kelly era una mujer instruida y sabía qué estaba sucediendo desde un punto de vista intelectual. Y sin embargo, sintió una descarga de pánico casi aturdidora, un deseo de correr y esconderse. El alineamiento de cuerpos celestes y el paso de la sombra de la Luna agitaron algo en su interior. Tocó las fibras recónditas del animal asustado por la noche que surgía dentro de ella.
Seguramente otras personas sintieron lo mismo. La calle se había silenciado durante el eclipse total. Todos estaban bajo una luz extraña, y aquellas sombras como gusanos, proyectadas en el césped, justo fuera de su visión, contra las paredes de la casa, parecían espíritus errantes. Era como si un viento frío hubiera soplado en la calle sin mecer cabello alguno, pero estremeciéndolos por dentro.
Es lo que te dice la gente cuando tiemblas: Alguien acaba de caminar sobre tu tumba. Ése era el aspecto que tenía ese «ocultamiento». Algo o alguien estaba caminando sobre alguna tumba mientras la Luna muerta avanzaba sobre la Tierra viva.
Miró hacia arriba y vio la corona solar: un anti-Sol, negro y sin rostro, brillando demencialmente alrededor de la vacuidad de la Luna, observando la Tierra con el cabello blanco y resplandeciente, como una cabeza de la muerte.
Bonnie y Donna —la pareja que vivía al lado— estaban abrazadas, y Bonnie tenía la mano metida en el amplio bolsillo trasero de los jeans de Donna.
—¿No es sorprendente? —dijo Bonnie sonriendo.
Kelly no fue capaz de responder: ¿acaso ellas no entendían? Para Kelly, esto no era una simple curiosidad ni un entretenimiento vespertino. ¿Acaso no veían que esto era una especie de presagio? Las explicaciones astronómicas y los razonamientos intelectuales podían irse al diablo. ¿Cómo era posible que aquello no significara algo? Probablemente no tenía un significado inherente per se. Se trataba de una convergencia de órbitas. Pero ¿acaso había algún ser sensible que no fuera capaz de atribuirle algún significado, ya fuera negativo o positivo, religioso, psíquico o de algún otro tipo? Simplemente porque entendemos cómo funciona algo, no significa necesariamente que lo comprendamos…
Ellas hablaron de nuevo con Kelly, quien estaba sola, y le dijeron que podía quitarse los lentes.
—¡No querrás perderte esto!
Kelly no se iba a quitar sus lentes, independientemente de lo que dijeran por la televisión sobre los procedimientos a seguir durante la «totalidad». La televisión también decía que comprar costosas píldoras y cremas rejuvenecedoras evita el proceso de envejecimiento.
En toda la calle se escucharon «oohs» y «aahs» al unísono, en un evento realmente colectivo en el que las personas se sentían cómodas con la singularidad del momento y lo aceptaban. A excepción de Kelly. «¿Qué me pasa?», se preguntó ella.
Su sensación se debía, parcialmente al hecho de haber visto a Eph en la televisión un momento atrás. No dijo mucho en la conferencia de prensa, pero por la expresión de sus ojos y la forma como habló, Kelly supo que estaba sucediendo algo realmente malo y que iba más allá de las aseveraciones del gobernador y del alcalde sobre la muerte súbita e inexplicable de doscientos seis pasajeros en un vuelo transatlántico.
¿Se trataba de un virus? ¿De un ataque terrorista? ¿De un suicidio masivo?
Y ahora esto.
Deseó que Zack y Matt estuvieran en casa. Anheló su compañía en ese instante, que ese asunto del ocultamiento solar terminara de una vez por todas, y tener la certeza de que nunca más volvería a experimentar esa sensación. Miró hacia arriba a la Luna asesina en su oscuridad triunfal a través del filtro de los lentes, y temió no ver el Sol nunca jamás.
El estadio de los Yanquis, el Bronx
ZACK PERMANECIÓ EN SU ASIENTO al lado de Matt, quien observó el eclipse boquiabierto y frunciendo el ceño como un conductor para ver mejor el tráfico. Más de cincuenta mil seguidores de los Yanquis tenían puestos lentes de protección para el eclipse, y se habían puesto de pie para mirar la Luna que oscurecía el cielo en aquella tarde perfecta de béisbol. Todos menos Zack Goodweather. El eclipse era agradable y todo lo demás, pero él ya lo había visto, así que concentró su atención en el banquillo, pues prefería ver a los jugadores de los Yanquis. Allá estaba Jeter, con los mismos lentes que tenía Zack, apoyado en una rodilla en el escalón superior como si esperara su turno al bate. Los lanzadores y los catchers habían salido de la zona de calentamiento, y estaban reunidos en el campo derecho, contemplando el espectáculo como todos los demás.
—Damas y caballeros —anunció Bob Sheppard al público—, niños y niñas: pueden quitarse los lentes de seguridad.
Todos lo hicieron. Cincuenta mil personas, casi al unísono. Exclamaron en señal de admiración, algunos aplaudieron, y entonces estalló un clamor general, como si los seguidores estuvieran tratando de hacer salir a Matsut, el jugador modesto e infalible, para que recibiera sus merecidas alabanzas después de lanzar un pelotazo hacia el Monument Park.
En la escuela, Zack había aprendido que el Sol era un horno termonuclear de seis mil grados Kelvin de temperatura, y que su corona —es decir, la capa exterior, visible desde la Tierra únicamente durante un eclipse total— estaba conformada por un gas de hidrógeno inexplicablemente más caliente, pues su temperatura alcanzaba los dos millones de grados Kelvin.
Lo que vio al quitarse los lentes fue un disco negro y perfecto bordeado por una delgada capa carmesí, y rodeado por un aura de luz blanca y tenue. Era como un ojo: la Luna, una pupila negra y ancha; la corona, la parte blanca del ojo; y los rojos fulgurantes centelleando de los bordes de la pupila —volutas de gas calcinante estallando desde los bordes del Sol— las venitas inyectadas en sangre. Era un poco como el ojo de un zombi.
¡Qué bueno!
Cielo zombi. No: Zombis del eclipse. Zombis del ocultamiento. ¡Zombis ocultos del planeta Luna! Un momento: la Luna no es un planeta. Luna Zombi. Podía ser una idea para la película que él y sus amigos pensaban filmar ese invierno. Las radiaciones lunares del eclipse transformaban a los jugadores de los Yanquis de Nueva York en zombis que se alimentaban de cerebros humanos. ¡Sí! Y su amigo Ron, que parecía una versión joven de Jorge Posada:
—Oye, Jorge. ¿Me podrías dar tu autógrafo?… Un momento… ¿qué haces?… Oye, ése es mi… ¿qué tienes… en los ojos?… Ay… No… ¡¡NOOO!!
Se escuchaba el sonido de un órgano y algunos borrachos convertidos en directores de orquesta movían los brazos y exhortaban a la tribuna a cantar una floja canción que decía «la sombra de la luna me persigue». Los fanáticos del béisbol casi nunca necesitan una excusa para hacer ruido. Esa gente hubiera gritado incluso si el ocultamiento se hubiera debido a un asteroide que estuviera a punto de chocar contra la Tierra.
¡Vaya! Zack concluyó sorprendido que eso mismo habría dicho su padre de haber estado allí.
Matt estaba admirando ahora los lentes gratuitos; le dio un pequeño codazo a Zack:
—Será un recuerdo muy agradable, ¿verdad? Creo que toda esta gente entrará en eBay mañana a esta hora.
Un borracho tropezó contra el hombro de Matt, derramando cerveza en sus zapatos. Matt permaneció un momento inmóvil, y luego se dirigió a Zack con los ojos en blanco, como diciendo: «¿Qué se puede hacer?». Sin embargo, no dijo ni hizo nada. Ni siquiera se dio la vuelta para mirarlo. Zack advirtió en ese instante que nunca había visto a Matt tomar cerveza; sólo vino blanco o tinto por las noches, en casa y en compañía de su madre. También tuvo la sensación de que a pesar de todo su entusiasmo por el béisbol, Matt sentía miedo de los fanáticos que había a su alrededor.
Deseó que su papá estuviera a su lado y sacó el teléfono del bolsillo de Matt para ver si le había respondido.
La pantalla decía: «Buscando señal». Aún estaba fuera de servicio. Los rayos solares y la radiación afectaban a las ondas radiales y los satélites; eso era lo que se decía. Zack guardó el teléfono y miró de nuevo el campo de juego, buscando a Jeter con los ojos.
Estación Espacial Internacional (ISS)
A TRESCIENTOS SESENTA KILÓMETROS sobre la Tierra, la astronauta Thalia Charles, ingeniera de vuelo norteamericana de la Expedición 18, flotaba en la gravedad cero en compañía de un comandante ruso y de un ingeniero francés, por el vestíbulo que unía el módulo del Unity con la parte posterior de la escotilla del laboratorio Destiny. La nave espacial de investigación orbitaba alrededor de la Tierra dieciséis veces al día, casi cada hora y media, a una velocidad de veintiocho mil kilómetros por hora. Los ocultamientos no eran un espectáculo grandioso en la órbita inferior de la Tierra: bastaba con bloquear el Sol con cualquier objeto redondo en una ventana para ver la corona espectacular. Por lo tanto, a Thalia no le interesaba el ocultamiento, sino el resultado que este fenómeno tenía en la lenta rotación de la tierra.
Destiny, el principal laboratorio espacial de la ISS, medía ocho metros y medio por cuatro —aunque el espacio interior del módulo cilíndrico era más pequeño, debido a los equipos que estaban en los costados—, y era tan largo como cinco personas acostadas por una de ancho. Cada ducto, tubo y conexión de cable tenía acceso directo y estaba a la vista, por lo que cada una de las cuatro paredes del Destiny parecía del tamaño de una placa madre. En ciertas ocasiones, Thalia se sentía como en un pequeño microprocesador que realizaba las computaciones dentro de un gran computador espacial.
Thalia caminó con sus manos en el nadir, el piso del Destiny —pues en el espacio no hay arriba ni abajo— hacia un anillo ancho y con forma de lente que contenía varios pernos. La contraventana del portal estaba diseñada para proteger la integridad del módulo ante posibles colisiones con micrometeoros o basura espacial. Abrió la manija de una pared con los pies, revelando una ventana de sesenta centímetros de diámetro y con calidad óptica.
La circunferencia azul y blanca de la Tierra se hizo visible.
La labor de Thalia consistía en tomar algunas fotografías de la Tierra con una cámara Hasselblad por medio de un cable disparador. Pero cuando miró inicialmente el planeta desde su inusual punto de vista, se estremeció con lo que vio. La enorme mancha negra de la sombra lunar parecía un punto muerto sobre la Tierra, una falla oscura y amenazante en lo que habitualmente era este planeta, de un saludable color azul. Más desconcertante aún era que no podía ver nada dentro de la umbra, la parte central y más oscura de la sombra de la Luna; esa zona había desaparecido en un abismo negro. Era como ver una imagen de satélite de una verdadera catástrofe: la destrucción causada por un incendio horas después de haber consumido a la ciudad de Nueva York, y el mismo propagándose sobre una amplia franja de la costa Este.
Manhattan
LOS NEOYORQUINOS ESTABAN REUNIDOS en Central Park, y el enorme césped de veintidós hectáreas fue invadido como para un concierto de verano. Los que habían traído sábanas y sillas portátiles en la mañana estaban de pie como el resto de los espectadores, los niños trepados en los hombros de sus padres y los bebés en los brazos de sus madres. El Castillo Belvedere, púrpura y gris, se erguía sobre el parque como un fantasmagórico detalle gótico en medio de ese espacio pastoral eclipsado por los rascacielos del Este y Oeste de la ciudad.
La vasta isla-metrópoli se detuvo, y todos sintieron la quietud de la ciudad a esa hora. El ambiente era como el de un apagón, tenso, pero comunitario. El ocultamiento impuso una especie de cualidad sobre la ciudad y sus habitantes, una suspensión de la estratificación social durante cinco minutos. Todos estaban bajo el mismo sol, o bajo la falta de éste.
Las radios sonaban en el césped, y la gente cantaba la popular «Eclipse total del corazón», de siete minutos de duración, que transmitía la emisora de radio Z-100.
A lo largo de los puentes del Este, que conectaban Manhattan con el resto del mundo, los espectadores permanecieron junto a sus vehículos estacionados, o sentados sobre ellos, y algunos fotógrafos con cámaras especiales tomaban fotos desde las aceras.
En muchas terrazas de edificios sirvieron cócteles, como en una celebración de Año Nuevo oscurecida momentáneamente por el espectáculo aterrador del cielo.
La gigantesca pantalla Panasonic Astrovision de Times Square transmitía el ocultamiento a las masas terrestres, a la vez que la fantasmagórica corona del sol resplandecía sobre «la encrucijada del mundo» como una advertencia lanzada desde un sector lejano de la galaxia, pero la transmisión se vio interrumpida por parpadeos de distorsión.
Los sistemas 911 de emergencia y 311 de no-emergencia recibieron un torrente de llamadas, incluyendo las de algunas mujeres embarazadas que decían tener contracciones prematuras «inducidas por el eclipse». Se enviaron unidades de emergencia médica, aunque el tráfico se había paralizado prácticamente en toda la isla.
Los dos centros psiquiátricos localizados en Randall’s Island, al norte del East River, confinaron a los pacientes violentos en sus cuartos y ordenaron cerrar todas las persianas. Los pacientes no violentos fueron llamados para reunirse en las cafeterías, donde estaban proyectando películas —comedias—, aunque durante los minutos del eclipse total algunos pacientes mostraron señales de impaciencia y quisieron abandonar la cafetería, pero no pudieron decir por qué. En Bellevue, el pabellón psiquiátrico ya había registrado un aumento en el ingreso de pacientes esa mañana, antes del ocultamiento.
Entre Bellevue y el Centro Médico de la Universidad de Nueva York, dos de los hospitales más grandes del mundo, estaba el que era quizá el edificio más feo de todo Manhattan. La sede de la Oficina Principal del Forense de Nueva York era un rectángulo contrahecho de un turquesa enfermizo. A medida que bajaban de los camiones de pescado las bolsas con los cadáveres en camillas con ruedas hacia las salas de autopsia y los refrigeradores del sótano, Gossett Bennett, uno de los catorce investigadores médicos de la oficina, salió a tomar un breve descanso. No pudo ver la Luna ni el Sol desde el pequeño parque detrás del hospital —pues la edificación se interponía entre él y el firmamento— así que se limitó a mirar a los espectadores. En la normalmente transitada autopista FDR, al otro lado del parque, las multitudes permanecían paradas junto a autos estacionados. El East River estaba tan oscuro como el alquitrán, reflejando un cielo igualmente inerte. A lo largo de él, una penumbra se cernía sobre la totalidad de Queens, interrumpida tan sólo por el resplandor de la corona solar reflejada en algunas de las ventanas más altas que daban al oeste, como las llamas blancas de alguna fábrica de materias químicas.
«Así es como se verá el comienzo del fin del mundo», pensó para sus adentros antes de regresar a la oficina con el fin de ayudar a clasificar a los muertos.
Aeropuerto Internacional JFK
LOS FAMILIARES DE LOS PASAJEROS y tripulantes fallecidos en el vuelo 753 de Regis Air fueron invitados a suspender los trámites y el café que les había brindado la Cruz Roja, con el fin de dirigirse al área restringida ubicada detrás de la terminal 3. Con nada en común salvo su pena, los dolientes de miradas vacías observaron el eclipse tomados de la mano, apoyados unos sobre otros en señal de solidaridad o por la necesidad de un contacto físico, y dirigieron su mirada triste hacia el poniente oscuro.
No sabían que serían divididos en cuatro grupos y conducidos en autobuses escolares a las dependencias de la Oficina del Forense, donde cada familia entraría por turnos en una sala para ver una fotografía post mórtem y ayudar a identificar formalmente a su ser querido; las familias que lo solicitaran podrían ver los restos físicos. Luego recibirían cupones para alojarse en el hotel Sheraton del aeropuerto, donde les ofrecerían una cena tipo bufé y un grupo de psicólogos estaría a su disposición durante toda la noche para ayudarles a sobrellevar el duelo.
Por ahora, observaban el disco negro brillando como un farol al revés, succionando la luz de este mundo para transportarla al firmamento. El fenómeno era un símbolo perfecto de su pérdida. El eclipse no era insólito en lo más mínimo. Simplemente les pareció congruente que el cielo y su Dios estimaran conveniente ilustrar de algún modo su desespero.
Nora se mantuvo apartada de los demás investigadores fuera del hangar de mantenimiento de Regis Air, esperando que Eph y Jim regresaran de la conferencia de prensa. Dirigió sus ojos hacia el orificio negro de mal augurio en el cielo, pero tenía la mirada extraviada. Se sintió atrapada en algo que no entendía, como si hubiera visto surgir un enemigo nuevo y extraño. La Luna muerta eclipsando al Sol vivo. La noche ocultando al día.
Una sombra pasó a su lado. La vio con el rabillo del ojo, tomándola por un destello semejante a la sombra serpentina que se había deslizado sobre la pista antes de la totalidad. Era algo que estaba más allá de lo que ella podía ver, en el extremo mismo de su percepción, escapando del hangar de mantenimiento como la sombra de un espíritu oscuro, y que ella atinó a sentir.
Y durante el breve instante que tardó en dirigir su pupila hacia ella, la sombra desapareció.
Lorenza Ruiz, la operadora del remolcador de los equipajes y quien había sido la primera persona en tener contacto con el avión muerto, estaba alucinada con la experiencia. No había podido olvidar la noche anterior, cuando estuvo bajo la sombra de la aeronave. Dio vueltas durante toda la noche sin poder dormir, hasta la hora de levantarse. La copa de vino blanco que tomó antes de acostarse no surtió efecto. La experiencia le pesaba como algo de lo cual no podía desprenderse. Lorenza miró el reloj al amanecer y descubrió que estaba impaciente por regresar al JFK. No porque sintiera una curiosidad morbosa, sino por ver de nuevo la imagen del avión inactivo, la cual se había grabado en su mente como una luz brillante alumbrando sus ojos. Lo único que sabía era que tenía que regresar para verlo de nuevo.
Ahora sucedía este eclipse, y por segunda vez en veinticuatro horas el aeropuerto estaba cerrado. Esta interrupción se había planeado varios meses atrás —la FAA había decretado suspender las actividades durante quince minutos en todos los aeropuertos localizados en zonas donde ocurriría el ocultamiento, pues no era aconsejable que los pilotos utilizaran lentes con filtros durante el despegue o el aterrizaje—; sin embargo, a ella todo le pareció bastante concluyente y simple:
Avión muerto + eclipse solar = Nada bueno.
Cuando la Luna apagó al Sol como una mano sofocando un grito, Lorenza sintió el mismo pánico eléctrico que había sentido mientras permanecía frente a la rampa de equipajes bajo el fuselaje del vuelo 753. Sintió el mismo deseo de correr, aunque acompañado de la certeza de que no tenía absolutamente ningún lugar adónde ir.
Ahora lo estaba escuchando de nuevo. Era el mismo sonido que había oído al comienzo de su jornada, sólo que ahora era más fuerte y consistente. Era un zumbido monótono, y lo más extraño es que ella lo escuchaba con la misma intensidad independientemente de que tuviera puestos los protectores auditivos o no. En ese sentido, era semejante a un dolor de cabeza, algo que sentía en su interior. Y sin embargo, se agudizó en su mente al reanudar sus labores.
Decidió aprovechar los quince minutos de descanso que tenía por causa del eclipse para rastrear la fuente del sonido. Sin la menor sorpresa, se vio a sí misma observando el acordonado hangar de mantenimiento donde estaba el moribundo 777.
El ruido era diferente al de cualquier máquina que hubiera escuchado. Era un sonido sordo y precipitado, como el de un líquido circulando. O como el murmullo de una docena de voces, de cien voces diferentes, tratando de acoplarse. Tal vez las vibraciones del radar se estaban alojando en los fragmentos metálicos de sus calzas dentales. Varios oficiales y asistentes miraban el ocultamiento, pero nadie parecía perturbarse o ser consciente incluso del zumbido. Y sin embargo, por alguna extraña razón, se sintió importante por estar allí en ese momento, escuchando el ruido y con la esperanza de poder entrar en el hangar —para calmar su curiosidad, ¿o tal vez para algo más que eso?— y mirar de nuevo el avión, como si la vista de la aeronave aliviara de algún modo el sonido persistente en su cabeza.
De repente, sintió una carga en la atmósfera, como una brisa cambiando de dirección, y tuvo casi la certeza de que la fuente del ruido se había desplazado al hemisferio derecho de su cerebro. Le sorprendió este cambio súbito bajo la luz oscura de la Luna resplandeciente, mientras llevaba las gafas y los protectores de felpa en la mano. Los vertederos de basura y los remolques de almacenamiento estaban frente a algunos contenedores grandes, y más allá había algunos matorrales, así como pinos ralos y grises azotados por el viento, con la basura enganchada en sus ramas. Luego estaba la barrera contra los huracanes, detrás de la cual la maleza silvestre se extendía por varias hectáreas.
Voces. Le pareció que el sonido se asemejaba a voces que intentaban esbozar una sola voz, una palabra… algo.
Lorenza se acercó a los remolques, pero un crujido abrupto de los árboles, un chasquido, la hizo retroceder. Gaviotas con panzas grises, aparentemente asustadas por el eclipse, huyeron despavoridas de las ramas y de los vertederos, desperdigándose en todas las direcciones como los cristales de una ventana rota.
Las voces se habían hecho más agudas, casi angustiosas, y la estaban llamando. Eran como un coro de condenados, una cacofonía que pasaba del susurro al rugido, y se transformaba de nuevo en un susurro, esforzándose en articular una palabra que ella no pudo descifrar, y que sonaba a algo como:
—… aaaaaaaqqqqqquuuííí.
Lorenza estaba a un lado de la pista; se quitó los protectores y conservó las gafas con filtros para el eclipse. Se alejó de los vertederos y del olor rancio de la basura, y se dirigió hacia los grandes remolques de almacenamiento. El sonido no parecía provenir del interior de los remolques, sino de detrás de ellos.
Caminó entre dos contenedores de casi dos metros de altura, pasó al lado de una llanta de avión vieja y desgastada, y vio otros contenedores aún más viejos, de un color verde pálido. Volvió a oír el sonido. No sólo escuchó el repiqueteo, sino que también lo sintió; era un cúmulo de voces que vibraban en su cabeza y en su pecho, llamándola. Tocó los contenedores pero no sintió ninguna palpitación extraña; siguió su camino y se detuvo en la esquina.
Sobre la hierba alta y calcinada por el sol, y la basura llevada por el viento, había una caja grande de madera, con grabados elaborados y de aspecto antiguo. Lorenza se dirigió hacia el pequeño claro, preguntándose por qué alguien dejaría una antigüedad tan valiosa abandonada en un lugar como ése. Los robos —organizados o de otro tipo— eran comunes dentro del aeropuerto: tal vez alguien la había ocultado allí con la intención de recogerla más tarde.
Luego vio los gatos. Los alrededores del aeropuerto albergaban cientos de gatos salvajes, algunos de los cuales habían sido mascotas domésticas que escaparon de sus jaulas de transporte. Otros fueron dejados allí por residentes locales que querían deshacerse de ellos. Peor aún, no faltaban los viajeros que los abandonaban a su suerte para no pagar la elevada tarifa de transporte. Los gatos domésticos, incapaces de defenderse solos, se unieron a la colonia de gatos salvajes que deambulaban por los cientos de hectáreas de terrenos sin construir, a fin de no ser presas de animales más grandes y de poder sobrevivir en manada.
Los gatos famélicos estaban sentados sobre las patas traseras, observando el armario. Lorenza creyó ver unos pocos felinos sucios y roñosos, pero miró a lo largo de la barrera contra los huracanes y vio que el número de gatos ascendía fácilmente a cien, observando sentados la cómoda de madera, y sin reparar en Lorenza.
La caja no se movía; desde allí tampoco salía el sonido que ella había escuchado. Le intrigó haber ido hasta allá, ver esa escena extraña, pero no encontrar lo que estaba buscando. Siguió escuchando aquel coro inquietante. ¿Sería que los gatos también lo oían? No: estaban concentrados en la cómoda cerrada.
Lorenza se dispuso a regresar y los gatos se pusieron rígidos. El pelaje del lomo se les erizó a todos. Giraron sus cabezas costrosas al mismo tiempo, cien pares de ojos de gatos salvajes mirándola en la noche crepuscular. Lorenza quedó petrificada, pues temía que la atacaran; y otra oscuridad se cernió sobre ella, como un segundo eclipse.
Los gatos huyeron por el terreno descampado, trepando por la reja oscura, o resguardándose en huecos y madrigueras.
Lorenza no pudo moverse; una oleada de calor la envolvió como un horno abierto detrás de ella. Sintió una presencia. Intentó moverse y los sonidos en su cabeza se unieron en una voz única y terrible.
—AQUÍ.
Algo la levantó del suelo.
Los gatos regresaron; Lorenza yacía con la cabeza destrozada al pie de la barrera atestada de basura. Las gaviotas habían llegado antes, pero los gatos las ahuyentaron con rapidez y empezaron a desgarrar su ropa con voracidad para saciarse con su cuerpo.
Préstamos y curiosidades Knickerbocker,
Calle 118, Harlem Latino
EL ANCIANO SE SENTÓ FRENTE A las tres ventanas de su apartamento en penumbra, observando el Sol oculto en el oeste, cinco minutos de oscuridad a mediados del día.
Era el acontecimiento astronómico más importante que tenía lugar en Nueva York en cuatro siglos.
El tiempo no podía ignorarse.
Pero ¿con qué objeto?
La urgencia se apoderó de él como una mano febril. No abrió la tienda ese día, y se dedicó a sacar cosas del sótano desde el amanecer. Objetos y curiosidades que había adquirido con el paso del tiempo…
Herramientas de funciones olvidadas. Implementos raros de oscuros orígenes. Armas de procedencia olvidada.
El anciano estaba muy cansado, y sus manos nudosas le dolían. Sólo él podía ver lo que iba a suceder. Era algo que —según todos los indicios— ya había comenzado a suceder.
Sin embargo, nadie le creería.
Goodfellow… o Goodwilling, cualquiera que fuera el apellido del hombre que habló en la ridícula conferencia televisiva, al lado del médico con uniforme de la marina. Todos los demás parecían exhibir un optimismo prudente, regocijándose por los cuatro sobrevivientes, a la vez que decían desconocer el número total de muertos. Queremos asegurarle al público que esta amenaza ha sido contenida. Sólo un funcionario público se atrevería a declarar que algo semejante ya había concluido y que no suponía ningún riesgo, sin saber siquiera de qué se trataba.
El hombre que estaba detrás de los micrófonos era el único que parecía saber algo más sobre aquella aeronave defectuosa y llena de pasajeros muertos.
¿Goodwater?
El informe provenía de la sede del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta. Setrakian no lo sabía con certeza, pero presintió que su mejor oportunidad era aliarse con aquel hombre. Tal vez era la única que tenía.
Cuatro sobrevivientes: si sólo supieran…
Observó de nuevo el disco negro y resplandeciente en el cielo. Era como mirar un ojo cegado por una catarata. Era como vislumbrar el futuro.
Grupo Stoneheart, Manhattan
EL HELICÓPTERO aterrizó en el helipuerto de la sede del Grupo Stoneheart en Manhattan, un edificio de acero y cristales oscuros en el corazón de Wall Street. Los últimos tres pisos estaban ocupados por la residencia privada de Eldritch Palmer en Nueva York, un lujoso ático con pisos de color ónix, esculturas de Brancusi y paredes adornadas con cuadros de Francis Bacon.
Palmer se sentó en el salón de medios audiovisuales con las cortinas cerradas mientras observaba en su pantalla de setenta y dos pulgadas el resplandeciente globo ocular negro, cuyos bordes centelleaban con un carmesí furibundo, rodeado de un blanco encendido. Este salón, como su casa de Dark Harbor y la cabina de su helicóptero médico, también tenía una temperatura constante de diecisiete grados centígrados.
Podría haber salido a la terraza para observar el ocultamiento; a fin de cuentas, el clima estaba lo suficientemente fresco. Pero la tecnología lo acercó a este suceso, no a la sombra proyectada, sino a la imagen del Sol subordinado a la Luna, que era el preludio de la devastación. Su estadía en Manhattan sería breve. La ciudad de Nueva York no le parecía lo suficientemente agradable como para pasar mucho tiempo allí.
Realizó algunas llamadas telefónicas; consultas reservadas a través de su línea privada. Su cargamento había llegado tal como estaba previsto.
Se levantó sonriente de la silla y se dirigió con lentitud —y firmeza— a la inmensa pantalla, como si se tratara de un umbral que estuviera a punto de cruzar. Tocó la imagen del furioso disco negro en la pantalla LCD, con los píxeles líquidos serpenteando al igual que bacterias bajo las arrugadas yemas de sus dedos, como si estuviera estirándose para tratar de tocar al ojo mismo de la muerte.
Este ocultamiento era una perversión cósmica y una violación del orden natural. Una piedra fría e inerte secretando una estrella viva y calcinada. Para Eldritch Palmer, era la prueba de que cualquier cosa era posible, incluso la negación más rotunda de las leyes naturales.
De todos los seres humanos que observaban el ocultamiento, bien fuera directamente o a través de la televisión, él era quizá el único partidario de la Luna.
Torre de control del Aeropuerto
Internacional JFK
QUIENES ESTABAN EN LA CABINA DE OBSERVACIÓN de la torre de control, a noventa y ocho metros sobre la tierra, observaron el misterioso crepúsculo del atardecer en el oeste, más allá de la enorme sombra de la luna y de la umbra. La penumbra, un poco más luminosa por la ardiente fotosfera del sol, le había dado una tonalidad amarilla y naranja al firmamento lejano, como el borde de una cicatriz.
Esa columna de luz, sumergida en la oscuridad desde hacía exactamente cuatro minutos y treinta segundos, avanzaba sobre la ciudad de Nueva York.
—¡Pónganse los lentes! —fue la orden, y Jim Kent se puso los suyos, ansioso por ver de nuevo la luz solar. Miró a su alrededor en busca de Eph —todos los participantes de la conferencia de prensa, incluyendo al gobernador y al alcalde, habían sido invitados a la torre para observar el evento— y como no lo vio, concluyó que había regresado al hangar de mantenimiento.
De hecho, Eph había utilizado su descanso obligatorio de la mejor manera posible: revisando varios planos y catálogos del Boeing 777.
El fin de la totalidad
EL FINAL SE VIO MARCADO POR un fenómeno extraordinario. Protuberancias radiantes de luz afloraron en el costado occidental de la Luna, mezclándose en un solo rayo luminoso que producía el efecto de un diamante montado sobre un anillo de plata. Pero el precio de tanto esplendor, a pesar de la vigorosa campaña cívica para el cuidado ocular durante el ocultamiento, fue que más de doscientas setenta personas —noventa y tres de las cuales eran niños— quedaron ciegas de por vida tras observar la dramática reaparición del Sol sin la debida protección. La retina no tiene sensores para medir el dolor, y los afectados se dieron cuenta de que se habían lastimado los ojos cuando ya era demasiado tarde.
El anillo de diamante se expandió lentamente y se convirtió en un grupo de joyas conocido como las «Cuentas de Baily», las cuales se fundieron con la media luna del Sol, y básicamente empujaron a la Luna fuera de su camino.
En la tierra se vieron de nuevo las sombras, proyectadas débilmente sobre el suelo como espíritus inaugurales anunciando el paso de una forma de existencia a otra.
A medida que la luz natural comenzó a aparecer de nuevo, el relieve humano en la tierra adquirió destellos épicos. Hubo un estallido de aclamaciones, abrazos y aplausos espontáneos. Las bocinas de los automóviles sonaron por toda la ciudad y la voz de Kate Smith se escuchó por los altavoces del estadio de los Yanquis.
Noventa minutos después, la Luna se había retirado definitivamente de la trayectoria del Sol y el ocultamiento había terminado. En realidad, nada había sucedido: nada había alterado o afectado el firmamento, nada en la Tierra había cambiado más que unos minutos de sombra vespertina a lo largo del noreste de Estados Unidos. En Nueva York, los espectadores recogieron sus cosas como si un espectáculo de fuegos artificiales hubiera terminado, y aquellos que tenían que conducir reemplazaron la inquietud inspirada por el oscurecimiento, por el fastidio que les causaba la anticipación del tráfico que los esperaba. Un fenómeno astronómico excepcional había provocado asombro y ansiedad en los habitantes de los cinco condados de la ciudad, pero esto era Nueva York, y una vez que el evento concluyó, sus habitantes automáticamente dirigieron su atención a otras cosas.