Hangar de mantenimiento, Regis Air
Después de dejar a Jim en compañía del director Barnes, Eph se dirigió al hangar, donde él y Nora podrían hallar un poco de tranquilidad después de todo lo ocurrido.
Las lonas del piso y las cortinas aislantes del hospital habían sido retiradas de la puerta de acceso al avión. Habían instalado escaleras en las puertas de salida, y un grupo de oficiales de la junta de la Seguridad Nacional del Transporte, o NTSB, estaba realizando labores cerca de la zona de carga. La aeronave había sido declarada escenario de un crimen. Eph observó a Nora, quien llevaba un mono Tyvek, guantes de látex, y el pelo recogido debajo de una gorra de papel. No estaba equipada para una contención biológica, sino para preservar evidencias.
—Es realmente sorprendente, ¿verdad? —le dijo a manera de saludo.
—Sí —respondió Eph, con los planos del avión bajo el brazo—. Es algo que sólo ocurre una vez en la vida.
Había café servido en una mesa, pero Eph sacó un cartón de leche helada de la nevera portátil y vació el contenido con rapidez. Desde que había dejado el alcohol, sentía deseos de tomar leche entera a todas horas, como un bebé sediento de calcio.
—Todavía no hay nada aquí —prosiguió Nora—. La NTSB está sacando las grabaciones y el historial de vuelo. No sé por qué creen que las cajas negras funcionarán, cuando todos los elementos del avión han fallado de una manera tan contundente. Sin embargo, admiro su optimismo. Hasta este momento, la tecnología no nos ha conducido a ninguna parte. Ya han pasado veinticuatro horas, y este caso todavía está sin resolver.
De todas las personas que Eph conocía, Nora era quizá la que mejor trabajaba bajo presión.
—¿Alguien ha subido al avión desde que sacaron los cadáveres?
—Creo que no.
Eph subió con sus planos por la plataforma de las escaleras y entró en el avión. Todos los asientos estaban vacíos y la iluminación era normal. La única diferencia con respecto al reconocimiento anterior era que él y Nora ya no llevaban los trajes de contención. Todos sus cinco sentidos estaban disponibles.
—¿Hueles eso? —preguntó Eph.
—¿Qué es? —dijo Nora.
—Amoniaco.
—¿Huele a fósforo también? —El olor le hizo cerrar los ojos—. ¿Fue eso lo que los aniquiló?
—No. En el avión no hay rastros de gases. Pero… —Eph miró algo que no podía verse sin la ayuda de luces especiales—. Nora, anda y trae por favor las lámparas Luma.
Nora fue a buscarlas, y Eph cerró las persianas de las ventanas, tal como lo habían hecho la noche anterior. La cabina quedó a oscuras.
Nora regresó con dos lámparas que irradiaban una luz negra semejante a la que se utiliza en los parques de diversiones, dándole un aspecto fantasmagórico a los algodones de azúcar. Eph recordó la fiesta del noveno cumpleaños de Zack, celebrada en una bolera con este tipo de iluminación, y cómo cada vez que su hijo sonreía los dientes le resplandecían de un modo extraño.
Encendieron las luces, e inmediatamente la cabina oscura se transformó en un abigarrado remolino de colores que envolvían su interior, desde el piso hasta los asientos, delineando las siluetas oscuras donde habían estado los pasajeros.
—¡Dios mío! —exclamó Nora.
La sustancia, salpicada y resplandeciente, cubría incluso una parte del techo.
—No es sangre —dijo Eph, anonadado por lo que acababa de ver. La escena era semejante a un cuadro de Jackson Pollock—. Se trata de algún tipo de materia biológica.
—No sé qué pueda ser, pero está regada por todas partes, como si hubiera explotado. Pero ¿de dónde viene?
—De aquí; donde estamos nosotros. —Eph se arrodilló y examinó la alfombra, donde el olor era más fuerte—. Necesitamos tomar una muestra y analizarla.
—¿Te parece? —dijo Nora.
Eph se levantó sorprendido.
—Mira esto. —Le mostró un plano del avión donde aparecían los accesos de emergencia del Boeing 777—. ¿Ves este módulo sombreado al frente del avión?
Ella lo vio.
—Parecen unas escaleras.
—Justo detrás de la cabina de mando.
—¿Qué significa OFCRA?
Eph fue a la cocina, localizada antes de la cabina de mando. Las iniciales estaban en una pared.
—Significa «área de descanso de la tripulación» —dijo Eph—. Algo usual en los aviones que hacen vuelos transatlánticos.
Nora lo observó.
—¿Alguien ha mirado aquí?
—No lo sé, pero nosotros no —respondió Eph.
Se agachó y le dio vuelta a una manija que había en la pared, abriendo el panel. Una puerta que se plegaba en tres partes dejó al descubierto unos peldaños estrechos y en curva que ascendían a un compartimiento oscuro.
—¡Mierda! —exclamó Nora.
Eph iluminó las escaleras con su lámpara Luma.
—Supongo que quieres que yo suba primero.
—No, enviemos a otra persona.
—No sabría qué buscar.
—¿Acaso nosotros sí?
Eph ignoró el comentario y subió las escaleras angostas.
El compartimiento era estrecho, bajo y sin ventanas. Indudablemente, las lámparas Luma eran más apropiadas para exámenes forenses que para iluminar interiores.
Vieron dos asientos contiguos de clase ejecutiva plegados en el primer módulo. Detrás de ellos había dos literas pequeñas inclinadas hacia la pared. La luz oscura les permitió ver que ambos módulos estaban vacíos.
Sin embargo, también reveló rastros de la misma sustancia que habían descubierto abajo: en el piso, sobre los asientos, y en una de las literas, aunque la de arriba estaba marcada con algo semejante a huellas.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Nora.
También olía a amoniaco, y a otra sustancia indefinible y penetrante.
Nora se tapó la nariz con la mano.
—¿Qué es?
Eph estaba arrodillado entre los dos asientos.
—Huele a gusanos —señaló, intentando definir aquello—. Cuando yo era niño, los desenterrábamos y los cortábamos por la mitad para ver cómo se movía cada parte. Tenían el mismo olor de la tierra fría en la que vivían.
Eph alumbró las paredes y el piso con su linterna negra, y registró el compartimiento. Estaba a punto de terminar cuando vio algo detrás de los zapatos de papel de Nora.
—No te muevas —le dijo.
Se agachó para tener un mejor ángulo del piso alfombrado, y ella se detuvo como si fuera a pisar una mina explosiva.
Un terrón pequeño sobresalía en la alfombra. Era negro y debía de pesar pocos gramos.
—¿Es lo que creo que es? —preguntó Nora.
—La cómoda… —respondió Eph.
Regresaron a la zona del hangar reservada para el equipaje, donde los carros de los alimentos estaban siendo inspeccionados. Eph y Nora vieron las montañas de equipaje, las bolsas de golf y el kayak.
La cómoda de madera negra había desaparecido y la lona que la recubría estaba vacía.
—Alguien debió de moverla —dijo Eph, mirando el equipaje. Retrocedió unos pasos y observó el resto del hangar—. No puede estar lejos.
A Nora le brillaban los ojos.
—Apenas están comenzando a examinar el equipaje. No se han llevado nada.
—Pero esto sí —replicó Eph.
—Eph, éste es un lugar seguro. ¿Cuánto medía esa cómoda: dos metros y medio por uno y medio? Pesaba unos doscientos kilos. Se necesitarían cuatro hombres para cargarla.
—Exactamente. Por lo tanto, alguien sabe dónde está.
Fueron a la oficina del oficial encargado de los registros. El joven consultó la lista donde estaban anotados todas las personas y objetos que habían entrado y salido.
—Aquí no hay nada —dijo.
Eph advirtió la contrariedad de Nora y habló antes que ella.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí, en este lugar?
—Desde las doce aproximadamente, señor.
—¿No te tomaste un descanso? —le preguntó Eph—. ¿Qué hiciste durante el eclipse?
—Permanecí ahí —dijo señalando un lugar a pocos metros de la entrada—. Nadie pasó por la puerta.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Nora. Miró al encargado y añadió—: ¿Quién más pudo haber visto un ataúd grande?
Eph frunció el ceño al escuchar la palabra «ataúd». Miró de nuevo alrededor del hangar y luego hacia la cámara de seguridad instalada en las vigas del techo.
—Allá —dijo señalándola.
Eph, Nora y el oficial de la Autoridad Portuaria encargado del hangar subieron la escalera metálica que conducía a la oficina de control encima del hangar. Abajo, los mecánicos estaban removiendo la nariz de la aeronave para inspeccionar su interior.
Había cuatro cámaras de vigilancia que funcionaban las veinticuatro horas: una en la puerta que conducía a las escaleras de la oficina; otra a la entrada del hangar; una más en las vigas —la que había señalado Eph—, y una última en la oficina donde estaban ahora.
—¿Por qué hay una cámara aquí? —le preguntó Eph al encargado del mantenimiento.
El encargado se encogió de hombros.
—Tal vez porque aquí está la caja de gastos menores.
Tomó la silla desvencijada, cuyos brazos estaban pegados con cinta aislante, y movió unos botones detrás del monitor, logrando una vista de todo el lugar. Revisó las grabaciones de seguridad. Era una unidad digital de pocos años de antigüedad, que no permitía ver con claridad la imagen cuando se retrocedía la cinta.
La detuvo. En la pantalla, la cómoda se veía exactamente donde había estado, a un lado del equipaje que habían bajado del avión.
—Ahí está —dijo Eph.
El oficial asintió.
—De acuerdo. Veamos adónde pudo ir.
El encargado adelantó la cinta. El mecanismo funcionaba con más lentitud que al retroceder, pero de todos modos era demasiado rápido. La luz del hangar había disminuido durante el ocultamiento, y cuando se normalizó de nuevo, la caja enorme ya había desaparecido.
—Para, para —dijo Eph—. Retrocédela.
El encargado la retrocedió un poco y hundió la tecla Play. El cronómetro inferior indicaba que la imagen avanzaba con mayor lentitud que antes.
El hangar se oscureció y la cómoda desapareció al mismo tiempo.
—¿Qué diablos…? —exclamó el encargado, hundiendo la tecla de la pausa.
—Retrocede sólo un poco —le pidió Eph.
El encargado obedeció, y la cinta avanzó a velocidad normal.
El hangar se oscureció, pero aún seguía iluminado por las luces interiores. La cómoda estaba allí, y luego desapareció.
—¡Vaya! —exclamó el oficial.
El encargado hundió la tecla de la pausa. Él también estaba confundido.
—Hay un vacío, un corte —señaló Eph.
—No hay cortes. Ya viste el cronómetro —contestó el encargado.
—Entonces retrocédela un poco más. Un poco más… ahí… Ponla.
La cómoda desapareció.
—¡Houdini! —exclamó el encargado.
Eph miró a Nora.
—No pudo desaparecer así sin más —dijo el oficial, y señaló el equipaje que estaba cerca—. El resto del equipaje ha permanecido en el mismo lugar. No hay cortes en la grabación.
—Retrocédela otra vez, por favor —solicitó Eph.
El encargado lo hizo una vez más, y la cómoda desapareció de nuevo.
—Espera —dijo Eph, al notar algo—. Retrocédela… lentamente.
El encargado la retrocedió.
—Ahí —indicó Eph.
—¡Cielos! —exclamó el encargado, saltando casi de la silla—. Lo vi.
—¿Viste qué? —preguntó Nora junto al oficial.
El encargado retrocedió algunas secuencias de la grabación.
—Ahí viene… —le advirtió Eph—. Ya casi… —El encargado mantuvo la mano en la consola, como el participante de un juego televisivo esperando hundir el botón de las respuestas—:… Ahí.
La cómoda había desaparecido de nuevo. Nora se acercó:
—¿Qué?
Eph señaló un lado del monitor.
—Ahí está.
Una mancha borrosa se hizo visible en el borde derecho de la pantalla.
—Es algo que cruza frente a la cámara —explicó Eph.
—¿A la altura de las vigas? —señaló Nora—. ¿Qué podría ser? ¿Un pájaro?
—Es demasiado grande —observó Eph.
El oficial se inclinó y dijo:
—Debe de ser algún fallo técnico. Una sombra.
—No lo creo —replicó Eph—. ¿Una sombra de qué?
El oficial se incorporó.
—¿Puedes pasar la grabación fotograma por fotograma?
El encargado lo intentó. La cómoda desapareció… casi al mismo tiempo que aparecía la sombra en las vigas.
—Es todo lo que puedo hacer con esta máquina.
El oficial observó la pantalla de nuevo.
—Creo que sólo es una coincidencia —señaló—. ¿Cómo podría moverse algo a semejante velocidad?
—¿Puedes acercar la imagen? —preguntó Eph.
El encargado miró disgustado.
—No es una CSI, sino una simple cámara comprada en Radio Shack.
—De nada sirvió —declaró Nora mirando a Eph, y los dos funcionarios se sintieron impotentes—. Pero ¿cómo y por qué?
Eph se puso la mano detrás del cuello.
—La tierra de la cómoda… debe de ser la misma que encontramos en el tapete del avión. Lo cual significa…
—¿Estamos formulando la hipótesis de que alguien pasó de la zona de equipaje a la zona de descanso de la tripulación? —inquirió Nora.
Eph recordó la sensación que había tenido cuando estuvo al lado de los pilotos muertos en la cabina de mando, poco antes de descubrir que Redfern aún estaba vivo. Era la sensación de una presencia, de algo que rondaba cerca.
—Y llevó algo de eso… de esa materia biológica, a la cabina de los pasajeros —le dijo a Nora en privado.
Ella miró de nuevo la imagen de la sombra en las vigas.
—Creo que alguien estaba escondido en ese compartimiento cuando subimos por primera vez al avión —aseveró Eph.
—Bueno… —comentó ella en señal de aprobación—. Pero ¿dónde está ahora?
—Donde quiera que esté la cómoda —contestó Eph.
Gus
GUS CAMINÓ ENTRE la línea de autos del estacionamiento del JFK. El chirrido de las llantas de los coches al bajar por las rampas de salida hacía que el lugar pareciera un manicomio. Sacó la tarjeta del bolsillo de su camisa y revisó de nuevo el número escrito a mano. También se aseguró de que no hubiera nadie cerca.
Encontró la furgoneta; era una Econoline blanca, destartalada, sucia y sin ventanas traseras, que estaba en un extremo, estacionada en una zona de trabajo rodeada de conos anaranjados, cubierta con una lona gruesa y pedazos de hormigón, pues una parte del revestimiento superior se había desprendido.
Abrió la puerta del conductor con un trapo; efectivamente, estaba sin seguro. Retrocedió un poco; el lejano y simiesco chirrido de las llantas interrumpía el silencio, y pensó que se trataba de una trampa. En cualquiera de los coches podía haber una cámara que lo estuviera grabando. Era algo que había visto en la serie televisiva Cops: la policía instalaba pequeñas cámaras en el interior de camiones estacionados en las calles de Cleveland o de cualquier otra ciudad, las cuales registraban los movimientos de las personas que robaban coches para dar una vuelta o llevarlos a un desguace. Estaba mal que te pescaran, pero caer en la trampa y salir en la televisión en un programa de máxima audiencia era algo mucho peor. Gus prefería que lo dejaran en calzoncillos y lo mataran de un disparo en la nuca a quedar en ridículo y ser catalogado como un tonto.
Sin embargo, había aceptado los cincuenta dólares que le había ofrecido el tipo por hacer esto. Era un dinero fácil, y Gus los tenía dentro de la banda del sombrero, a modo de prueba en caso de que las cosas salieran mal.
El tipo estaba en el mercado cuando Gus entró a comprar un Sprite. Lo vio detrás de él cuando iba a pagar. Gus oyó que alguien se le estaba acercando y se dio la vuelta con rapidez. Era el tipo; quería saber si Gus estaba interesado en ganarse un dinero fácil.
Era un tipo blanco, con un traje elegante, y daba la impresión de estar fuera de lugar. No parecía un policía, pero tampoco un homosexual. Tenía aspecto de misionero.
—Se trata de una furgoneta en el estacionamiento del aeropuerto. La recoges, la llevas a Manhattan, la estacionas y te vas.
—¿Una furgoneta? —preguntó Gus.
—Así es; una furgoneta.
—¿Qué tiene adentro?
El tipo negó con la cabeza. Le entregó una tarjeta de negocios doblada con cinco billetes nuevos de diez dólares.
—Toma este anticipo.
Gus sacó los billetes como si se tratara de la carne de un sándwich.
—Si le informas a la policía, te acusarán de incitación a la comisión de un delito.
—Aquí está anotada la hora en que debes recogerla. No llegues temprano ni tarde.
Gus palpó los billetes doblados como si fueran una muestra de tela fina. El tipo lo observó, y Gus notó que también reparó en sus tres pequeños iconos tatuados en la mano. Eran símbolos de pandillas mexicanas que significaban ladrón, pero ¿cómo podía saberlo ese tipo? ¿O acaso los tatuajes lo habían delatado? ¿Por qué el tipo se le había acercado?
—Encontrarás las llaves y las otras instrucciones en la guantera.
El tipo comenzó a alejarse.
—Oye, cabrón —le dijo Gus—. Todavía no he dicho que sí.
Gus abrió la puerta y esperó. Subió después de no escuchar ninguna alarma. No vio cámaras, pero de todos modos no las vería, ¿verdad? Detrás del asiento delantero había una división metálica sin ventanas. ¡Quién sabe! Tal vez iba a transportar a un contingente de policías que iban atrás.
Sin embargo, la furgoneta parecía completamente normal. Abrió la guantera con el trapo. Lo hizo con suavidad, como temiendo que se le abalanzara una serpiente, y la pequeña luz se encendió. Adentro estaba la llave del motor, el tique del estacionamiento y un sobre de manila.
Gus miró el interior del sobre y lo primero que vio fue su paga. Cinco billetes nuevos de cien dólares, algo que le agradó y le molestó al mismo tiempo. Le agradó porque era más de lo que esperaba, y le molestó, porque le sería imposible cambiar un billete de cien sin despertar sospechas, especialmente en su barrio. Incluso los bancos inspeccionarían detenidamente cada uno de los billetes que saliera de los bolsillos de un mexicano tatuado de apenas dieciocho años.
Vio una tarjeta doblada en la que aparecía la dirección adonde debía llevar la furgoneta, y un código de estacionamiento que decía: «VÁLIDO SÓLO PARA UNA VEZ».
Comparó las tarjetas y vio que ambas tenían la misma letra.
Su ansiedad desapareció y en lugar de ello se exaltó. ¡Cabrón! Haberle confiado ese vehículo… Gus conocía tres lugares en el South Bronx donde podían reacondicionar esa furgoneta, además de satisfacer rápidamente su curiosidad sobre el tipo de contrabando que había en su interior.
El sobre de manila contenía otro, tamaño carta. Sacó algunas hojas, las dobló y sintió una oleada de calor en el centro de su espalda, los hombros y el cuello.
La primera decía Augustin Elizalde. Era la prueba que lo incriminaba, sus antecedentes penales, donde figuraba que había sido juzgado por homicidio y dejado en libertad, en una especie de borrón y cuenta nueva en su cumpleaños número dieciocho, tan sólo tres semanas atrás.
La segunda hoja contenía una fotocopia de su licencia de conducir, y la de su madre, ambas con la misma dirección de la calle 115 Este, acompañada de una foto de la fachada de su edificio en los proyectos de Taft Houses.
Miró la hoja durante dos minutos. Pensó en el tipo con aspecto de misionero y la información que tenía sobre él, sobre su madre, y el lío en que se había metido.
Gus no reaccionaba bien ante las amenazas, especialmente las que hacían mención a su madre: él ya la había hecho sufrir mucho.
La tercera hoja tenía algo escrito con el mismo tipo de letra de la dirección en la tarjeta: PROHIBIDO PARAR.
Gus se sentó frente a la ventana del restaurante Insurgentes, pidió huevos fritos con salsa de Tabasco y miró la furgoneta blanca estacionada en Queens Boulevard. A Gus le encantaba el desayuno, y desde que había salido del penal desayunaba las tres comidas del día. Pidió un desayuno especial; tenía con qué pagarlo: el tocino bien crujiente y el pan bien tostado. ¿PROHIBIDO PARAR? ¡Hijo de la chingada! A Gus no le gustaba este asunto, pues habían involucrado a su madre. Miró la furgoneta, pensó en las opciones que tenía y esperó a que sucediera algo. ¿Lo estarían observando? Si era así, ¿cuan cerca estarían? Y si podían espiarlo, ¿por qué entonces no habían llevado ellos mismos la furgoneta? ¿En qué clase de chingadera se había metido?
¿Qué podría haber en la maleta?
Un par de cabrones se detuvieron frente a la furgoneta. Agacharon la cabeza y se marcharon cuando Gus salió del restaurante, con su camisa sin mangas ondeando en la brisa de la tarde, mostrando los tatuajes de color negro y rojo de sus antebrazos. Los Sultanes Latinos no sólo estaban en el Harlem Latino; sus tentáculos se extendían al norte y al este del Bronx, y también hasta el sur de Queens.
Los pandilleros eran pocos, pero su sombra era larga. No te metías en problemas con uno de ellos, a menos que quisieras una guerra con todos.
Salió del boulevard y siguió al oeste hacia Manhattan, mirando por el retrovisor para asegurarse de que no lo siguiera nadie. La furgoneta se zarandeó al pasar por un trayecto en reparación; Gus escuchó con atención, pero no oyó nada detrás de la furgoneta. Sin embargo, algo estaba presionando la suspensión hacia abajo.
Sintió sed y se detuvo en un minimercado situado en una esquina, donde compró dos latas de cerveza Tecate de medio litro. Colocó una de las latas roja y dorada en el portavasos y reanudó la marcha; los edificios de la ciudad aparecieron frente al río, el sol ocultándose detrás de ellos; ya estaba oscureciendo. Gus pensó en su hermano Crispín, ese drogadicto redomado que se había instalado en su casa justo cuando Gus se esforzaba como nunca por ser bueno con su madre. Lo recordó sentado en el sofá de la casa apestando a drogas y sintió deseos de enterrarle un puñal oxidado en las costillas por llevar la enfermedad a su hogar. Su hermano mayor era un demonio necrófago, un zombi, pero su madre no se atrevía a echarlo de la casa. Lo dejaba holgazanear, fingía que no se drogaba en el baño, y al poco desaparecía otra vez con algunas pertenencias de ella.
Gus necesitaba guardar un poco de este dinero sucio para su madre, y dárselo después de que se marchara Crispín. Metería algunos billetes en su sombrero y se los daría a ella, para alegrarla. Haría algo bueno.
Gus sacó el teléfono antes de entrar en el túnel.
—Oye, Félix. Ven por mí.
—¿Dónde estás?
—En Battery Park.
—¿Tan abajo?
—Llega hasta la Novena y bajas derecho, cabrón. Nos iremos de party. Te debo dinero, pero gané algo hoy. Tráeme una chamarra o algo, y unos zapatos limpios. Vámonos por ahí.
—¡Me lleva la chingada! ¿Algo más, patroncito?
—Sácale el dedo a tu hermana y ven a recogerme, mamón.
Atravesó el túnel y condujo por Manhattan antes de doblar hacia el sur. Llegó a la calle Church, al sur de Canal, y miró los avisos de las calles. La dirección era un loft, en cuya fachada había un andamio, y sus ventanas estaban cubiertas con permisos de construcción, aunque no había maquinaria ni camiones alrededor. La calle era tranquila y residencial. El mecanismo del garaje funcionó tal como estaba previsto y el código de acceso abrió una puerta de acero que conducía a una rampa.
Gus estacionó y se cercioró de que no hubiera nadie. El garaje mal iluminado, con el polvo arremolinándose en la escasa luz que entraba por la puerta, le pareció el sitio ideal para una trampa. Sintió deseos de marcharse cuanto antes, pero necesitaba estar seguro de que no correría riesgos. Esperó a que la puerta del garaje se cerrara.
Tomó las hojas y el sobre de la guantera y los guardó en sus bolsillos, mientras terminaba su primera cerveza, aplastando la lata y saliendo de la furgoneta. Después de sopesar la situación, subió de nuevo con el trapo y limpió el volante, los botones de la radio, la guantera, las manijas interiores y exteriores de la puerta, y todo lo que creía haber tocado.
Miró a su alrededor; la única luz visible se colaba por las aspas de un extractor de aire, el polvo flotando en sus rayos tenues como la bruma. Limpió la llave del encendido y se cercioró de que todas las puertas de la furgoneta estuvieran cerradas.
Pensó un momento y se dejó llevar por la curiosidad. Intentó abrir la puerta de atrás con la llave.
Los seguros eran diferentes al encendido, y sintió cierto alivio.
«Terroristas», pensó. «En este instante yo podría ser un maldito terrorista que ha conducido una furgoneta llena de explosivos».
Podía sacar la furgoneta de allí, estacionarla frente a la comisaría de policía más cercana, y dejar una nota en el parabrisas, para que ellos vieran si había algo en ella o no.
Pero esos cabrones tenían su dirección, la dirección de su madre. ¿Quiénes serían?
Sintió rabia y una oleada de calor en la espalda. Golpeó la furgoneta con el puño para demostrar su disgusto con el trato que había hecho. Sintió una sensación de satisfacción, decidió olvidarse de todo, lanzó la llave sobre el asiento delantero y cerró la puerta de un codazo.
Escuchó algo. Por lo menos eso creyó: se trataba de algo que estaba adentro. Aprovechando los últimos rayos de luz que se filtraban por el extractor, Gus se colocó detrás de las puertas traseras para escuchar, casi tocando la furgoneta con sus orejas.
Era algo. Casi… como el sonido de un estómago hambriento, vacío e irritado. Un ronroneo.
«Ya está», concluyó retrocediendo. «Ya lo hice. No me importa si la bomba explota lejos de mi casa».
Un golpe sofocado pero claro en el interior de la furgoneta lo hizo retroceder. La bolsa de papel donde estaba su otra cerveza resbaló de su brazo, y la lata cayó, regando el contenido sobre el piso arenoso.
El líquido se redujo a una espuma turbia, y Gus se agachó para limpiarla. Luego se detuvo, sosteniendo la bolsa mojada.
La furgoneta se movió hacia un lado y los amortiguadores chirriaron.
Algo se había movido o corrido adentro.
Gus se incorporó, dejando la cerveza en el suelo, y retrocedió. Se detuvo a unos pasos de distancia con la intención de relajarse, y pensó que alguien le estaba haciendo perder la compostura. Se dio la vuelta y caminó con parsimonia hacia la puerta cerrada del garaje.
Los amortiguadores rechinaron otra vez; Gus se estremeció, pero no se detuvo.
Llegó al panel negro que tenía un interruptor con un pistón rojo al lado de la puerta. Lo hundió pero no sucedió nada.
Lo hundió dos veces más, primero de manera lenta y suave, y luego duro y rápido, pero el resorte del pistón parecía estar endurecido por la falta de uso.
La furgoneta crujió de nuevo y Gus se contuvo para no mirarla.
La puerta del garaje era lisa y no tenía manijas para halarla. Le dio una patada, pero la puerta permaneció inmóvil.
Se escuchó otro golpe en el interior de la furgoneta, como en respuesta al de Gus, seguido de un chasquido fuerte, y él se apresuró hacia el pistón. Lo golpeó rápidamente; una polea ronroneó, el motor se activó y la cadena empezó a moverse.
La puerta se abrió.
Gus salió antes de que estuviera entreabierta, deslizándose a la acera como un cangrejo y recobrando el aliento con rapidez. Se dio la vuelta y esperó, observando la puerta abierta que se cerró de nuevo. Se aseguró de que estuviera bien cerrada y que no saliera nadie de allí.
Miró a su alrededor, intentó calmarse, examinó su sombrero y llegó rápidamente a la esquina; quiso estar a otra manzana más de distancia de la furgoneta. Llegó a la calle Vesey, y se encontró frente a las barricadas y mallas de construcción que rodeaban lo que anteriormente había sido el World Trade Center. El lugar ya estaba completamente excavado, y la cuenca parecía un hueco enorme en medio de las calles serpenteantes del Bajo Manhattan, llena de grúas y camiones de construcción.
Gus intentó calmarse y sacó su teléfono.
—Félix, ¿dónde estás, amigo?
—En la calle Nueve. Voy para el Downtown. ¿Te pasa algo?
—No, nada. Llega rápido. Necesito olvidarme de un trabajo que acabo de hacer.
Pabellón de aislamiento, Centro Médico
del Hospital Jamaica
EPH LLEGÓ AL Centro Médico del Hospital Jamaica echando humo:
—¿Cómo es que se han ido?
—Doctor Goodweather —dijo la administradora—, no pudimos hacer nada para obligarlos a permanecer aquí.
—Yo le había dicho que apostara a un guardia para que no dejara entrar al cínico abogado de Bolívar.
—Apostamos un guardia; era un oficial de la policía. Vio la orden legal y nos dijo que no podía hacer nada. Pero no fue el abogado del cantante el que vino con la orden, sino la firma de abogados de la señora Luss. Pasaron sobre mí y hablaron directamente con la junta del hospital.
—¿Por qué no me informaron?
—Tratamos de comunicarnos con usted. Llamamos a su contacto.
Eph hizo un ademán brusco con los brazos. Jim Kent estaba junto a Nora; se le veía algo incómodo. Sacó su teléfono y revisó las llamadas:
—No veo… —Miró en señal de disculpa—. Tal vez fueron las manchas solares del eclipse o algo. No recibí llamadas.
—Le dejé el mensaje en el correo de voz —señaló la administradora.
Jim revisó de nuevo su teléfono.
—Espera… Hay algunas llamadas que pude haber perdido. —Miró a Eph y le dijo—: Han sucedido tantas cosas hoy… seguramente se me escapó.
Estas palabras aumentaron el disgusto de Eph. Jim no acostumbraba a cometer errores, y mucho menos en una situación tan importante. Miró a su fiable compañero, y su rabia se transformó en decepción.
—Las únicas cuatro posibilidades que tenía para resolver este caso acaban de salir por esa puerta.
—No fueron cuatro —dijo la administradora—. Sólo tres.
Eph se dio la vuelta y la miró.
—¿A qué se refiere?
El capitán Doyle Redfern estaba sentado en su cama, detrás de las cortinas de plástico típicas del pabellón de aislamiento. Tenía un aspecto demacrado, y sus brazos pálidos descansaban sobre una almohada que tenía en las piernas. La enfermera dijo que había rechazado todos los alimentos, pues decía tener algo en la garganta y una náusea persistente, y había rehusado incluso pequeños sorbos de agua. Una sonda lo mantenía hidratado.
Eph y Nora estaban a su lado. Llevaban máscaras y guantes pero no estaban completamente protegidos.
—Mi sindicato quiere que me vaya de aquí —dijo Redfern—. La política de las aerolíneas es: «El piloto siempre es el culpable. La culpa nunca es de la aerolínea, de los sobrecupos ni de la reducción de personal de mantenimiento». Seguramente culparán al capitán Moldes, y tal vez a mí, independientemente de las verdaderas causas. Pero hay algo que no está bien en mi interior. No me siento como si fuera yo.
—Su cooperación es indispensable —le respondió Eph—. No puedo agradecerle lo suficiente por permanecer aquí, pero quiero decirle que haremos lo que esté a nuestro alcance para que recobre su salud.
Redfern asintió, y Eph notó la rigidez de su cuello. Le examinó la parte inferior del mentón y le palpó los ganglios linfáticos: estaban muy inflamados. Sin duda alguna, el piloto tenía un síntoma relacionado con las muertes del avión… ¿o se trataría simplemente de alguna enfermedad contraída durante el transcurso de sus viajes?
—Un avión tan nuevo y con una maquinaria tan hermosa —prosiguió Redfern—. Realmente no entiendo por qué se apagó de esa manera. Tuvo que ser un sabotaje.
—Hemos examinado la mezcla de oxígeno y los tanques de agua, y los resultados son normales. No tenemos ningún indicio sobre la causa de las muertes ni del colapso del avión. —Eph le examinó las axilas: los ganglios eran del tamaño de frijoles—. ¿Sigue sin poder recordar nada del aterrizaje?
—Nada en absoluto. Me estoy volviendo loco.
—¿Podría decir por qué la puerta de la cabina de mando estaba sin seguro?
—No. Es algo que va en contra de las reglas de la FAA.
—¿Estuvo en la zona de descanso de la tripulación? —le preguntó Nora.
—¿Se refiere a la litera? —dijo Redfern—. Sí. Dormí un par de siestas durante el vuelo.
—¿Recuerda haber doblado los asientos?
—Estaban doblados. Tienen que estarlo si quieres estirarte. ¿Por qué?
—¿No vio nada extraordinario? —le preguntó Eph.
—¿Allá? No, nada. ¿Qué habría para ver?
—¿Sabe algo sobre una cómoda grande que estaba en la zona de equipaje? —inquirió Eph.
El capitán Redfern negó con la cabeza tras pensar en la pregunta.
—No tengo idea, pero parece que sospecha algo.
—Realmente no. Estoy tan intrigado como usted. —Eph se cruzó de brazos. Nora encendió la lámpara Luma y le examinó los brazos al capitán Redfern—. Por eso es tan importante que aceptes permanecer en el hospital. Quiero hacerle un examen completo.
El capitán Redfern miró el destello de la luz índigo en su piel.
—Si cree que puede descifrar lo que sucedió, seré su conejillo de indias.
Eph asintió en señal de agradecimiento.
—¿Desde hace cuánto tienes esa cicatriz? —le preguntó Nora.
—¿Qué cicatriz?
Ella le estaba observando la parte frontal de la garganta. El capitán inclinó la cabeza hacia atrás para que ella pudiera tocar una leve cicatriz que adquirió un color azul profundo al alumbrarla con la lámpara Luma.
—Parece una incisión quirúrgica.
Redfern se palpó con los dedos.
—No tengo nada.
Y de hecho, cuando ella apagó la lámpara, la línea era prácticamente invisible. La encendió de nuevo y Eph le examinó la incisión. Tenía tal vez un centímetro de largo, y unos pocos milímetros de ancho. El tejido que había crecido sobre la herida parecía ser muy reciente.
—Le haremos un escáner esta noche. La resonancia magnética deberá mostrarnos algo.
Redfern asintió y Nora apagó la luz.
—Bueno… hay otra cosa. —Redfern titubeó, y su seguridad desapareció momentáneamente—. Recuerdo algo, pero creo que no les servirá de nada…
Eph se encogió de hombros casi sin darse cuenta.
—Cualquier tipo de información puede sernos útil.
—Bien; cuando perdí el conocimiento… soñé con algo muy antiguo… —El capitán miró a su alrededor, casi avergonzado, y comenzó a hablar en voz baja—: Cuando yo era niño… dormía en una cama grande en la casa de mi abuela. Y cada noche, cuando las campanas de una iglesia cercana sonaban a eso de las doce, yo veía una cosa que salía de un armario grande y antiguo. Cada noche sin falta: sacaba su cabeza negra, sus brazos largos y sus hombros huesudos… y me miraba.
—¿Le miraba? —le preguntó Eph.
—Tenía la boca irregular, y sus labios eran negros y delgados… me miraba y simplemente… sonreía.
Eph y Nora quedaron perplejos, pues la intimidad de la confesión y su tono fantasioso eran bastante inusuales.
—Yo gritaba, mi abuela encendía la luz y me llevaba a su cama. Esto sucedió durante un año. Yo le decía el «señor Sanguijuela», pues su piel… era negra, semejante a la de las sanguijuelas ahítas de sangre que atrapábamos en un arroyo cercano. Los psiquiatras que me veían, decían que se trataba de «terrores nocturnos», lo cual me daba razones para no creer en él, pero… todas las noches regresaba. Me metía debajo de la almohada para esconderme, pero era inútil. Sabía que él estaba ahí, en el cuarto… Algunos años después nos mudamos, mi abuela vendió el armario y nunca más volví a verlo. Jamás volví a soñar con él.
Eph lo había escuchado con atención.
—Discúlpeme, capitán… pero ¿qué tiene que ver esto con…?
—A eso voy —respondió Redfern—. Lo único que recuerdo entre el aterrizaje y el momento en que desperté acá es que él apareció de nuevo en mis sueños. Vi de nuevo al señor Sanguijuela… y estaba sonriendo.