Unas cuantas horas después, el doctor Bennett estaba terminando la larga jornada de aquel día en la morgue de la Oficina del Forense de Manhattan. Debería haber estado exhausto, pero en realidad estaba lleno de júbilo. Había sucedido algo extraordinario. Era como si las leyes habitualmente predecibles de la muerte que regían la descomposición hubieran sido escritas de nuevo en esa sala. Era algo que iba más allá de la medicina establecida, de la biología humana en sí… y que probablemente pertenecía incluso al ámbito de lo milagroso.
Suspendió las autopsias nocturnas, tal como lo había planeado. El personal realizaba sus labores, y los investigadores médico-legales operaban en los cubículos de arriba, pero la morgue le pertenecía a él. Había notado algo durante la visita de los médicos del CDC, relacionado con la muestra de sangre que había tomado y el líquido opalino que había recogido en la jarra, la cual había guardado en uno de los refrigeradores, detrás de algunos recipientes semejantes a los de los postres que se encuentran en cualquier refrigerador.
Desenroscó la tapa y observó el contenido cerca de la pileta. Momentos después, la superficie, de unos ciento ochenta mililitros de sangre blanca, se onduló y Bennett se sobresaltó. Respiró profundamente para recobrar la compostura. Pensó qué hacer a continuación, y sacó otra jarra idéntica del compartimiento de arriba. Le echó la misma cantidad de agua y las puso boca abajo, pues necesitaba cerciorarse de que la perturbación no era el resultado de vibraciones de algún camión que pasaba por allí o algo parecido.
Observó y esperó.
Y entonces lo vio de nuevo. El líquido blanco y viscoso se onduló, mientras que la superficie del agua, que era mucho menos densa, permaneció inmóvil.
Algo en la muestra de sangre se estaba moviendo.
Bennett pensó con detenimiento. Arrojó el agua al desagüe y pasó lentamente la sangre aceitosa de una jarra a otra. El líquido era espeso como un jarabe y se escurría de una manera lenta pero precisa. No vio ningún cuerpo pasar por el chorro delgado. El fondo de la primera jarra quedó ligeramente cubierto con la sustancia blanca, pero no vio nada extraño.
Dejó la otra jarra sobre el mostrador y esperó de nuevo.
No tuvo que esperar mucho tiempo: la superficie se onduló y Bennett casi se cae del banco.
Escuchó un ruido detrás, semejante a un rasguño o a un crujido.
Se dio la vuelta con nerviosismo. Las lámparas iluminaban las mesas vacías de acero inoxidable, las superficies impecables y el piso inmaculado. Las víctimas del vuelo 753 estaban en los cuartos fríos a la entrada de la morgue.
Tal vez habían sido unas ratas. Era imposible erradicar las plagas del edificio, y eso que lo habían ensayado todo. Seguramente estaban en las paredes, o debajo del piso. Escuchó un momento más y se concentró de nuevo en la jarra.
Pasó de nuevo el líquido de una jarra a otra y se detuvo en la mitad del procedimiento. El contenido de las dos jarras era básicamente igual. Las puso debajo de la lámpara y observó la superficie lechosa en busca de una señal de vida.
Ahí estaba, en la primera jarra. Un plop, casi como el producido por un pequeño pez al asomarse a la superficie brumosa de un estanque.
Bennett observó la otra jarra sin detectar novedad alguna, y entonces arrojó el contenido por el desagüe. Comenzó de nuevo, dividiendo el contenido entre las dos jarras.
El sonido de una sirena en la calle le hizo incorporarse. El vehículo pasó, y aunque debía imperar de nuevo el silencio, escuchó algo; eran sonidos de movimientos a sus espaldas. Se dio la vuelta de nuevo, sintiéndose tan paranoico como tonto. La sala estaba vacía, la morgue esterilizada y en calma.
Y no obstante… algo estaba haciendo un ruido. Se levantó en silencio, y miró hacia un lado y al otro para determinar de dónde provenía.
Dirigió su atención a la puerta metálica del cuarto refrigerado. Dio unos pasos hacia él y agudizó todos sus sentidos.
Era un crujido, un movimiento, como si viniera de adentro. Había pasado suficiente tiempo en ese lugar como para no asustarse por la simple cercanía con los muertos… pero entonces recordó el crecimiento ante mórtem que habían presentado los cadáveres. Claramente, su ansiedad lo había llevado de vuelta a los tabúes humanos relacionados con los muertos. Todo lo concerniente a su trabajo se esfumó ante la aparición de los instintos humanos normales. Cortar cadáveres abiertos, profanarlos, retirar la piel del rostro para destapar los cráneos, extirpar órganos y despellejar genitales… Se rió de sí mismo en la sala vacía. Así que, a fin de cuentas, él era básicamente una persona normal.
Su mente le estaba jugando una mala pasada. Seguramente era un problema técnico en los ventiladores, o algo así. Había un interruptor de seguridad dentro del cuarto refrigerado; un botón grande y rojo en caso de que alguien quedara atrapado accidentalmente en su interior.
Miró de nuevo las jarras y esperó detectar más movimientos. Deseó tener a mano su computador portátil para registrar sus pensamientos e impresiones.
Plop.
Esta vez estaba preparado; el corazón le palpitó, pero su cuerpo conservó la calma. La primera jarra estaba inmóvil. Tomó la otra y dividió el líquido por tercera vez, vertiendo aproximadamente treinta mililitros en cada recipiente.
Mientras hacía esto, creyó ver algo que pasaba de la primera jarra a la segunda. Era muy delgado, de no más de cuatro centímetros y medio de largo, si es que realmente estaba viendo lo que pensaba…
Un gusano, un trematodo. ¿Se trataba de una enfermedad parasitaria? Había varios parásitos que se transformaban para mejorar sus funciones reproductivas. ¿Era ésa la explicación de los extraños cambios que había observado en las mesas de autopsia?
Sostuvo la jarra y revolvió el líquido blanco bajo la luz de la lámpara. Observó cuidadosamente el contenido… y evidentemente… algo se deslizó en su interior, no una, sino dos veces. Algo se retorció. Era delgado, tan blanco como el líquido, y se movió con mucha rapidez.
Bennett tenía que aislarlo. Guardarlo en formalina para estudiarlo e identificarlo. Si lo que acababa de ver era cierto, entonces habría docenas, o tal vez cientos… quién sabe cuántos, circulando dentro de los otros cuerpos en el…
Un golpe agudo en el cuarto frío lo estremeció, haciéndole brincar y soltar la jarra, la cual cayó del mostrador, aunque sin romperse. Sin embargo, rodó hasta llegar al desagüe y su contenido se derramó. Bennett profirió una serie de obscenidades y examinó la superficie de acero inoxidable en busca del gusano. Sintió un calor en la mano izquierda. Le había salpicado un poco de sangre blanca y la piel comenzó a arderle. Se apresuró a lavarse con agua fría y se secó en su bata para prevenir cualquier afección cutánea.
Se dio la vuelta y se dirigió al refrigerador. Seguramente el golpe que había escuchado no se debía a un desperfecto eléctrico; era como si una de las camillas con ruedas que estaban adentro hubiera chocado con otra. Era imposible… y no tardó en maldecir de nuevo, pues el gusano se había ido por el desagüe. Tomaría otra muestra de sangre para aislar este parásito. Era un descubrimiento suyo.
Se acercó al cuarto frío todavía secándose la mano en la solapa de su chaqueta, haló la manija y retiró el seguro. Un bufido de aire rancio y refrigerado lo invadió al abrir la puerta.
Después de ser liberada en compañía de los demás pacientes del pabellón de aislamiento, Joan Luss contrató un coche para que la llevara directamente a la casa de recreo de uno de los socios fundadores de su firma de abogados, en New Canaan, Connecticut. Durante el viaje, le pidió al conductor que se detuviera un par de veces debido a las náuseas que tenía. Era una combinación de gripe y nervios. Pero no importaba: ella era víctima y defensora a la vez; perjudicada y consejera militante, luchando para que los familiares de las víctimas fueran compensados, así como los cuatro afortunados sobrevivientes. La firma de Camins, Peters y Lilly podría obtener el cuarenta por ciento de la compensación más alta jamás pagada por una corporación; más que Vioxx, e incluso que WorldCom.
Y Joan Luss era una de las socias de esa firma.
Uno podría creer que se está bien en Bronxville, hasta que va a New Canaan. Bronxville, lugar de residencia de Joan, era una aldea apacible en el condado de Westchester, veinticuatro kilómetros al norte del corazón de Manhattan, a veintiocho minutos en el tren Metro-North. Roger Luss, su esposo, trabajaba en el departamento de finanzas internacionales de Clume & Farstein, y casi todos los fines de semana viajaba al extranjero.
Joan también había viajado bastante, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando nacieron sus hijos. Sin embargo, ella extrañaba los viajes y había disfrutado ampliamente de la semana que pasó en Berlín, alojada en el Ritz Carlton de la Potsdamer Platz. Como ella y Roger se habían acostumbrado tanto a vivir en hoteles, habían reproducido ese estilo de vida en su hogar: todos los baños tenían calefacción por pisos radiantes, había un baño turco en la parte inferior de la casa, recibían flores frescas dos veces por semana, mantenían un jardinero los siete días, y, por supuesto, tenían una empleada doméstica y una lavandera. Lo único que faltaba era que les abrieran la cama por la noche y les colocaran un dulce en cada almohada.
Haber comprado una propiedad en Bronxville varios años atrás, antes del actual auge de la construcción, y sin las tasas de impuestos prohibitivamente altas, había representado un gran salto para ellos. Pero ahora, después de haber tenido la oportunidad de visitar New Canaan —donde la socia principal, Dory Camins, vivía como una señora feudal en una propiedad con tres casas, estanque para pescar, establos con caballos y una pista ecuestre—, Bronxville se le antojaba pintoresco, provinciano e incluso… un poco aburrido.
Ahora estaba en casa, y acababa de despertarse de una agitada siesta tomada al final de la tarde. Roger estaba en Singapur, y escuchó varios ruidos en la casa que no tardaron en despertarla del susto. Se sentía ansiosa e inquieta, algo que atribuía a la reciente reunión, tal vez la más importante que había tenido en su vida.
Salió de su estudio, apoyándose en la pared mientras bajaba las escaleras y entraba en la cocina donde Neeva, la extraordinaria niñera de sus hijos, limpiaba el desorden de la cena y recogía las migas, pasando un trapo húmedo por la mesa.
—Neeva, yo podía haber hecho eso —dijo Joan, sin la menor intención de hacerlo y yendo directamente al armario donde guardaba sus medicamentos. Neeva era una abuela haitiana que vivía en Yonkers, al norte de Bronxville. Tenía sesenta y tantos años, pero parecía no tener edad; siempre llevaba vestidos de flores a la altura de los tobillos y cómodas zapatillas Converse. Neeva era una influencia benéfica y necesaria en la casa de los Luss. Era un hogar bastante agitado pues Roger viajaba bastante, Joan trabajaba muchas horas en la ciudad, y entre la escuela de los niños y las demás actividades, cada uno de ellos iba en dieciséis direcciones diferentes. Neeva era el timón de la casa y el arma secreta de Joan para que las cosas funcionaran bien en el hogar.
—Joan, no tienes buen aspecto. «Joan» sonaba como «Jon» gracias al acento isleño de Neeva.
—Ah, simplemente estoy un poco cansada. —Sacó algunos Motrin, dos Flexeril y se sentó en la mesa de la cocina, abriendo la revista House Beautiful.
—Deberías comer —dijo Neeva.
—Me duele al tragar —respondió Joan.
—Toma sopa entonces —le sugirió Neeva, y se dispuso a traerle un plato.
Neeva era una figura maternal no sólo para los niños, sino para todos. ¿Por qué Joan habría de necesitar otra madre? Su verdadera madre —dos veces divorciada, y que vivía en un apartamento en Hialeah, Florida— no estaba preparada para ese papel. ¿Y cuál era la ventaja adicional? Que cuando la maternidad de Neeva se hacía molesta, Joan podía enviarla a hacer un recado con los niños.
—Supe lo del avión —dijo Neeva mirando a Joan desde el abrelatas eléctrico—. No es nada bueno. Es algo malo.
Joan se burló de Neeva y de sus encantadoras supersticiones tropicales, pero su risa se vio interrumpida de manera abrupta por el fuerte dolor que sintió en el mentón.
Mientras la sopa giraba en el horno microondas, Neeva fue a observar a Joan y le puso su mano curtida y morena sobre la frente; le palpó las glándulas del cuello con sus dedos de uñas grises. Joan retrocedió del dolor.
—Están muy inflamadas —dijo Neeva.
Joan cerró la revista.
—Tal vez debería regresar a la cama.
Neeva retrocedió y la miró extrañada.
—Deberías regresar al hospital.
Joan se habría reído si no hubiera sentido tanto dolor.
—¿Regresar a Queens? Créeme, Neeva: estoy mucho mejor aquí, en tus manos. Además, ese asunto del hospital era una estrategia de la compañía de seguros contratada por la aerolínea. Los beneficiados eran ellos, no yo.
Joan pensó en la demanda mientras se frotaba el cuello dolorido e inflamado, y se sintió reanimada de nuevo. Miró alrededor de la cocina. Era curioso cómo una casa en la que había invertido tanto tiempo y dinero redecorándola y renovándola podía parecerle ahora tan… vetusta.
Camins, Peters, Lilly… Peters, Lilly… & Luss.
Keene y Audrey entraron en la cocina, renegando por un incidente relacionado con un juguete. Sus voces penetraron con tanta agudeza en los oídos de Joan que sintió el impulso de golpearlos con tal fuerza que salieran volando y se estrellaran contra el piso de la cocina. Sin embargo, logró calmarse, y canalizó su agresividad en un falso entusiasmo, levantando una muralla alrededor de su rabia. Cerró la revista y levantó la voz para callarlos.
—¿Os gustaría tener un poni y un estanque para cada uno?
Creyó que sus hijos se habían calmado gracias a su soborno generoso, pero en realidad fue su sonrisa, desafiante como la de una gárgola en su expresión de odio puro, la que los asustó hasta inmovilizarlos.
Para Joan, aquel silencio momentáneo fue la felicidad absoluta.
La llamada al 911 fue para denunciar la presencia de un hombre desnudo a la salida del Queens-Midtown Tunnel. Las autoridades lo clasificaron como una persona de comportamiento desordenado y de baja prioridad. Una patrulla de la policía llegó antes de ocho minutos y se encontró con una gran congestión, peor de lo que era usual un domingo por la noche. Algunos conductores sonaron la bocina y señalaron hacia el norte. Gritaron que el sospechoso, un hombre gordo que sólo llevaba puesta una etiqueta roja en el pie, ya no estaba allí.
—¡Voy con niños! —gritó un hombre a bordo de una Dodge Caravan desvencijada.
El oficial Karn, que iba conduciendo la patrulla, le dijo a su compañero, el oficial Lupo:
—Me atrevería a decir que su perfil es Parle Avenue. Asiste con frecuencia a clubes de sexo, y tomó mucho éxtasis antes de su juerga habitual del fin de semana.
El oficial Lupo se desabrochó el cinturón y abrió la puerta.
—Estoy asignado al tráfico. El donjuán es todo tuyo.
—Muchas gracias —dijo el oficial Karn tras el portazo. Encendió su radio y esperó con paciencia, pues no le pagaban por apresurarse, a que se normalizara el tránsito.
Recorrió la calle 38, observando atentamente los cruces de las avenidas. No sería difícil encontrar a un hombre gordo desnudo, especialmente por la reacción previsible de los transeúntes; pero éstos no daban muestras de estar asustados. Un hombre que fumaba afuera de un bar vio la patrulla y se acercó señalando hacia uno de los costados de la calle.
Entraron otras dos llamadas denunciando a un exhibicionista gordo que deambulaba afuera de la sede de las Naciones Unidas. El oficial Karn se apresuró hacia allá, decidido a ponerle fin al asunto. Recorrió el pabellón con las banderas iluminadas de todos los países miembros y llegó a la entrada de los visitantes en el extremo norte. Por todas partes había caballetes azules del NYPD, así como bolardos de contención contra los coches-bomba.
Karn se acercó a un grupo de policías con cara de aburridos que estaban al lado de los caballetes.
—Señores, estoy buscando a un hombre gordo y desnudo.
—Podría darte algunos números telefónicos —le dijo un policía, encogiéndose de hombros.
Gabriel Bolívar regresó a bordo de una limusina a su nueva residencia de Manhattan; eran dos casas unifamiliares en la calle Vestry, en Tribeca, que estaban siendo remodeladas totalmente. Cuando terminara la remodelación, las dos casas unidas tendrían treinta y una habitaciones y un área de mil trescientos metros cuadrados, incluyendo una piscina, cuartos para dieciséis empleados, un estudio de grabación en el sótano y un teatro con veintiséis asientos.
El ático era la única parte de la casa terminada y amueblada, pues se había trabajado febrilmente mientras Bolívar estaba en su gira europea. Todos los demás cuartos estaban sin terminar; apenas revocados o cubiertos con plástico y paneles aislantes. Todas las superficies y ranuras estaban cubiertas de aserrín. Su mánager le había informado sobre los avances de la construcción, pues Bolívar estaba muy interesado en lo que pronto sería su palacio decadente y lujoso.
La gira «Jesús lloró» había terminado con una nota en falso. Los promotores tuvieron que esforzarse mucho en llenar los auditorios para que Bolívar pudiera ufanarse de que había agotado la taquilla en cada una de sus presentaciones. Por último, el vuelo chárter había sido cancelado a última hora. Y en lugar de esperar en el aeropuerto de Berlín, Bolívar prefirió regresar en un vuelo comercial. Todavía estaba sintiendo los efectos de ese error: su condición física empeoraba cada vez más.
Atravesó la puerta principal acompañado de su cuerpo de seguridad y de tres jovencitas. Ya habían traído algunos de sus tesoros más preciados, entre los cuales se contaban dos panteras gemelas de mármol negro a ambos lados del vestíbulo de ocho metros y medio de altura; dos cubos industriales de color azul que, según se decía, habían pertenecido a Jeffrey Dahmer, y varios cuadros de artistas importantes: Mark Ryden, Robert Williams, Chet Zar. El interruptor activaba una serie de luces que iluminaban la escalera de mármol, y un ángel lagrimoso de orígenes inciertos, «rescatado» al parecer de una iglesia rumana durante el régimen de Ceaucescu y bañado por la misma luz que espejeaba sobre la escalera de mármol, completaba la galería.
—Es hermoso —dijo una de las chicas, mirando los rasgos del ángel sombrío y desgastado por el tiempo.
Bolívar se detuvo, acosado por un dolor agudo que parecía perforar sus entrañas. Se aferró a una de las alas del ángel y las chicas se acercaron a ayudarlo.
—Baby —le dijeron, sosteniéndolo, y él intentó contener el dolor. ¿Sería que alguien lo había intoxicado en el club? No sería la primera vez. Varias chicas ya lo habían drogado anteriormente, ansiosas por vivir una aventura con Gabriel Bolívar y por conocer a la leyenda sin maquillaje. Apartó a sus admiradoras, hizo lo propio con sus escoltas y se mantuvo erguido a pesar del dolor. Sus escoltas permanecieron atrás mientras él utilizaba su bastón con incrustaciones de plata para instar a las chicas a que subieran por las escaleras de mármol blanco y vetas azules hacia el ático.
Dejó que las chicas se sirvieran bebidas y se pincharan en el otro baño. Bolívar se encerró en el suyo, sacó su provisión de Vicodin y se tomó dos píldoras con un trago de whisky. Se frotó el cuello, intentando alejar la sensación que tenía en su garganta y preocupado por su voz. Quiso abrir el grifo con cabeza de cuervo y echarse un poco de agua en la cara para refrescarse, pero aún tenía el maquillaje puesto. Nadie lo hubiera reconocido en los clubes sin él. Observó el aspecto enfermizo que le daban las sombras demacradas de sus mejillas y las pupilas negras e inertes de sus lentes de contacto. Realmente era un hombre hermoso, y ninguna capa de maquillaje podría ocultar su belleza; él sabía muy bien que ésa era una parte del secreto de su éxito. Toda su carrera se había basado en la corrupción de la belleza, y en seducir al público con aires musicales trascendentes, para después subvertirla con aullidos góticos y distorsiones industriales. La juventud era sensible a eso, más que a cualquier otra cosa: a desfigurar la belleza y a subvertir los valores establecidos.
Hermosa corrupción: era un título tentativo para su próximo CD.
Su disco Deseo escabroso había vendido seiscientas mil copias durante la primera semana de lanzamiento en los Estados Unidos. Era un éxito enorme para una época posterior al MP3, aunque representara casi medio millón de unidades menos de las alcanzadas con Atrocidades lujuriosas. El público se estaba cansando de sus travesuras, tanto en el escenario como fuera de él. Ya no era el «anti-todas-las-cosas» que Wal-Mart se había complacido en vetar, y al que la América religiosa —incluyendo a su propio padre— había jurado combatir. Era curioso cómo su progenitor coincidía con Wal-Mart, confirmando su teoría de que todo era sumamente aburrido. Sin embargo, con la excepción de la derecha religiosa, cada vez le era más difícil impactar al público. Su carrera estaba llegando a un punto muerto y él lo sabía. Bolívar no pensaba convertirse en un cantautor de música folclórica o algo por el estilo, pero las autopsias teatrales, así como los mordiscos y las cortadas en el escenario, ya no resultaban novedosas. Eran tan previsibles como las canciones que solicita el público en un concierto. Él no podía seguir jugando con su público: tenía que salirles adelante, porque de lo contrario resultaría atropellado.
Pero ¿acaso no había recurrido a todos los extremos posibles? ¿Qué otra estrategia se le podría ocurrir?
Escuchó unas voces de nuevo; era como un coro de principiantes sin oficio, voces destempladas que reflejaban su propio dolor. Inspeccionó el baño para asegurarse de que estaba solo. Sacudió la cabeza con fuerza. Ahora el sonido era similar al de una concha de caracol acercada al oído, sólo que en vez de escuchar el eco del océano, Gabriel oyó algo semejante al gemido de las almas en el limbo.
Salió del baño; Mindy y Sherry se estaban besando, y Cleo estaba en la cama con una bebida en la mano, mirando al techo y sonriendo. Las tres se sobresaltaron y se dieron la vuelta, esperando que él se acercara. Se deslizó en la cama, sintiendo fuertes punzadas en el estómago, y creyó que eso era lo que necesitaba: una vigorosa limpieza de tuberías para despejar su sistema. La rubia Mindy fue la primera en acercarse a él; pasó los dedos por su cabello negro y sedoso, pero Bolívar prefirió a Cleo; había algo en ella que le hizo deslizar su mano pálida por la piel morena de su cuello. Ella se quitó el top para que él pudiera acariciarla y resbaló sus manos sobre el cuero fino del pantalón que cubría las caderas del cantante.
Le dijo:
—He sido una fan tuya desde…
—Shhh —le susurró él, para interrumpir las zalamerías habituales de sus fans. Las voces debían de ser producto de las pastillas que acababa de tomarse, y se habían reducido a un sonido rasgado, como una corriente eléctrica, aunque con un poco de vibración.
Las otras dos chicas se acostaron a su lado, sus manos como cangrejos explorando la superficie de su cuerpo. Comenzaron a quitarle la ropa para descubrir al hombre que había debajo; Mindy volvió a acariciar su pelo y él se apartó, como si hubiera alguna torpeza en las manos de la chica. Sherry se rió juguetonamente, desabrochándole los botones de los pantalones. Él sabía de los rumores que circulaban, gracias a sus numerosas conquistas, sobre su tamaño y habilidades. Ella metió la mano en sus pantalones de cuero y le tocó el pubis; y aunque no se decepcionó, tampoco se asombró. Allá abajo aún no había nada, lo que era desconcertante, incluso a pesar de su enfermedad. Él siempre había demostrado su hombría en condiciones mucho más adversas.
Se concentró de nuevo en los hombros de Cleo, en su cuello y en su garganta: eran adorables, pero se trataba de algo más que eso. Sintió una fuerte sensación en la boca. No eran náuseas, sino quizá todo lo contrario: una necesidad a mitad de camino entre el apetito sexual y la necesidad de alimentarse. Sin embargo, era algo más fuerte: una compulsión, un ansia; un impulso de violar, de ultrajar, de devorar.
Mindy le mordió el cuello; Bolívar se excitó, apretándola contra las sábanas, primero con furia, y luego con ternura forzada. Le tocó el mentón, le estiró el cuello, y pasó sus dedos cálidos por su garganta suave y firme. Sintió la fuerza de sus músculos jóvenes y los deseó con más vehemencia que a sus pechos, sus nalgas o a su pelvis. El sonido que lo había obsesionado provenía de ella.
Acercó su boca a la garganta de la chica. La rozó con sus labios y la besó, pero no era eso lo que buscaba. La mordisqueó suavemente; su instinto parecía ser el indicado, pero había algo completamente desviado en su método.
De algún modo, deseaba más.
El repiqueteo resonó en su propio cuerpo, y su piel era como un tambor fustigado en una ceremonia antigua. La cama pareció dar vueltas, y su cuello y tórax se estremecieron con una mezcla de deseo y repulsión. Intentó pensar en otra cosa, pero al igual que durante la amnesia producida por la efervescencia sexual, sólo escuchó unos quejidos femeninos. Tenía el cuello de la chica entre sus manos y lo estaba chupando con una intensidad que iba más allá de los besos febriles. La sangre estaba aflorando a la superficie de su piel; la chica gritaba y las otras dos, semidesnudas, trataron de desprenderla de sus garras.
Bolívar se enderezó, escarmentado por la vista del moretón en la garganta, y luego, tras recordar su jerarquía, hizo valer su autoridad.
—¡Fuera de aquí! —ordenó, y ellas obedecieron, cubriéndose los cuerpos como pudieron con sus ropas, mientras Mindy se quejaba y gemía al bajar las escaleras.
Bolívar se levantó de la cama, regresó al baño y buscó su maletín de maquillaje. Se sentó en el banco de cuero para cumplir su rutina nocturna. Se limpió el maquillaje —lo supo porque vio las manchas en el pañuelo—, pero su piel seguía teniendo el mismo aspecto cuando se miró de nuevo en el espejo. Se frotó con más fuerza y se rasguñó las mejillas con sus uñas, pero no pudo retirar las manchas que veía en su cara. ¿Se había adherido el maquillaje a su piel, o acaso estaba así de enfermo y demacrado?
Se rasgó la camisa: estaba tan blanco como el mármol y con los surcos verdosos de las venas interrumpidos por manchas violáceas de sangre estancada.
Se ocupó de sus lentes de contacto, retirando cuidadosamente el par de gelatinas cosméticas y depositándolas en la solución líquida del estuche. Parpadeó, se tocó y se sintió un poco extraño. Se acercó al espejo y volvió a parpadear, examinándose bien los ojos.
Sus pupilas estaban completamente negras, como si tuviera los lentes de contacto; sólo que ahora tenían más textura y eran más reales. Y cuando parpadeó, notó algo dentro del ojo. Se paró frente al espejo con los ojos completamente abiertos, como si tuviera miedo de cerrarlos.
Debajo de sus párpados había aparecido una membrana nictitante, y un segundo párpado translúcido se cerraba debajo del primero, deslizándose horizontalmente a través del ojo. Era como una catarata espesa eclipsando sus pupilas negras, cerrándose sobre su mirada salvaje y aterrorizada.
Augustin «Gus» Elizalde estaba sentado en una zona de comida con el sombrero puesto. Era un restaurante estrecho, localizado a una manzana de Times Square. Las hamburguesas de neón brillaban en las ventanas, al igual que los manteles de cuadros rojos y blancos de las mesas. Era un lugar económico para tratarse de Manhattan. Entrabas y pedías en el mostrador —sándwiches, pizza, carne a la brasa—, pagabas y te ibas a un espacio de mesas apretujadas, rodeadas por murales y góndolas venecianas. Félix devoró su plato viscoso de macarrones con queso. Era lo único que comía, y cuanto más desagradable fuera su tonalidad —casi siempre naranja—, más le gustaban. Gus miró su hamburguesa a medio comer, y se concentró en la cafeína y el azúcar de su Coca-Cola, que le daban algo de energía adicional.
No se había sentido bien con lo de la furgoneta. Se quitó el sombrero para examinarlo debajo de la mesa, y miró la banda de nuevo. Allí estaban los cinco billetes de diez dólares que le había dado el tipo a manera de anticipo, más los quinientos que se había ganado por haber terminado el trabajo. El dinero estaba metido allí y lo tentaba. Él y Félix podrían divertirse como locos con la mitad de esa cifra. Podía llevarle la mitad a su madre, el dinero que ella necesitaba para los gastos de la casa.
El problema era que Gus se conocía muy bien, y no sabía parar cuando comenzaba. Su problema era tener dinero en el bolsillo.
Debería decirle a Félix que lo llevara a su casa ahora mismo para librarse de la mitad de su carga al entregarle el dinero a su madre sin que el cabrón de su hermano se enterara. Ese adicto al crack podía fumarse cualquier cantidad de dólares con la velocidad de un demonio.
Sin embargo, era un dinero sucio. Había hecho algo malo para obtenerlo; eso era evidente, aunque no sabía qué. Y darle ese dinero a su madre era como pasarle una maldición. Lo mejor que podía hacerse con el dinero sucio era gastarlo con rapidez y deshacerse de él: lo que por agua viene por agua se va.
Gus se sentía dividido. Sabía que una vez que comenzara a beber, perdería la capacidad de controlarse, y que Félix era la gasolina que encendía su llama. Los dos se gastarían fácilmente los quinientos cincuenta dólares antes del amanecer, y en vez de regalarle algo hermoso a su madre, o llevarle algo útil, entraría hecho añicos arrastrando su resaca, con el sombrero hecho pedazos y los bolsillos por fuera.
—¿Qué andas pensando, Gusto? —le preguntó Félix.
Gus negó con la cabeza.
—Soy mi peor enemigo, ‘mano. Soy como un pinche chucho maldecido que no sabe lo que le depara el mañana. Tengo ese lado bien oscuro, cabrón, y a veces se apodera de mí.
Félix bebió un sorbo de su Coca-Cola extragrande.
—¿Qué chingados estamos haciendo entonces en este restaurante culero? Vámonos ya a buscarnos algunas muchachas.
Gus pasó el dedo por la cinta de cuero que había dentro de su sombrero, y en la que escondía el dinero del que Félix no sabía nada, por lo menos hasta ahora. Sacaría sólo cien, o doscientos, la mitad para cada uno. Sacaría exactamente eso: era su límite y nada más.
—Tienes que pagar si quieres divertirte, ¿o que no?
—A guevo.
Gus miró a su alrededor y vio a una familia levantarse de la mesa, con sus postres a medio terminar. Gus comprendió lo que estaba pensando Félix. Por el aspecto que tenían esos chicos del medio Oeste, vestidos para asistir al teatro, parecía que nunca habían escuchado una sola vulgaridad en su vida. ¡Al diablo con ellos! Si vienes a esta ciudad y mantienes a tus hijos despiertos después de las nueve de la noche, te arriesgas a que vean el show completo.
Félix terminó su repulsivo plato mientras Gus se acomodaba el sombrero con el dinero escondido adentro, y salieron rumbo a la noche. Iban por la calle 42, Félix encendió un cigarrillo, y oyeron unos gritos. Escuchar gritos en Midtown Manhattan no era motivo para correr, hasta que vieron al tipo gordo y desnudo avanzando hacia ellos por la Séptima Avenida y Broadway.
Félix se rió, y poco faltó para que escupiera el cigarrillo.
—¡Órale! Gusto, ¿ya viste ese cabrón? —dijo, comenzando a caminar deprisa, como un transeúnte invitado por algún anunciante a un espectáculo de última hora.
Gus no estaba para esos trotes y siguió caminando despacio.
La gente que se encontraba en Times Square le abrió paso al tipo de trasero pálido y flácido. Las mujeres gritaban medio sonrientes, y se tapaban los ojos y la boca. Un grupo de jovencitas que celebraba una despedida de soltera le tomó fotos con sus teléfonos. Cada vez que el tipo daba la espalda, se formaba un nuevo corrillo que gritaba ante ese cuerpo macilento y lleno de grasa.
Gus se preguntó dónde estarían los oficiales de policía. Así era América: un latino no podía siquiera arrimarse a una puerta para orinar con discreción sin verse envuelto en problemas, pero un blanco podía desfilar desnudo y a sus anchas por la capital del mundo.
—¡Pinche borracho! —exclamó Félix riéndose con el espectáculo gratuito, mientras seguía al hombre en compañía de otros curiosos, muchos de los cuales estaban borrachos. Las luces de la intersección más iluminada del mundo, pues Times Square es una encrucijada de avenidas, abarrotada de anuncios y palabras luminosas, un juego de pinball transcurriendo en medio del tráfico interminable, deslumbraron al hombre desnudo y le hicieron trastabillar. Avanzó tambaleándose como un oso escapado de algún circo.
Los juerguistas que venían con Félix retrocedieron cuando el hombre se dio la vuelta y se encaminó hacia ellos. Ahora parecía más atrevido, o tal vez era el pánico, semejante al de un animal asustado o herido, pues se llevaba la mano a la garganta como si se estuviera atragantando. Todo era muy cómico hasta que el hombre de aspecto enfermizo se abalanzó sobre una mujer y la agarró del pelo. Ella gritó, tratando de huir, pero una parte de su cabeza quedó en las manos del hombre: por un momento pareció como si él le hubiera perforado el cráneo, pero afortunadamente sólo se trataba de sus extensiones de pelo negro.
El ataque hizo que todo pasara de la risa al pánico. El hombre avanzó dando tumbos hacia el tráfico con el puñado de pelo artificial en la mano, perseguido por la muchedumbre que ahora le gritaba llena de rabia. Félix tomó la delantera y cruzó el semáforo. Gus se había quedado más atrás, entre los coches y el estrépito de sus bocinas. Le estaba gritando a Félix que se alejara de allí, pues tenía malos presentimientos.
El hombre se acercó a una familia que estaba reunida en la isla para contemplar la vista de Times Square en la noche. Los tenía acorralados contra la calle, donde el tráfico era veloz, y golpeó al padre con fuerza cuando trató de intervenir. Gus se dio cuenta de que era la misma familia del medio Oeste que había visto en el restaurante. La madre parecía más preocupada por apartar a sus hijos de la imagen del hombre desnudo que de protegerse a sí misma. El hombre la agarró por detrás del cuello, la acercó contra su barriga floja y su pecho flácido. Abrió la boca como si fuera a besarla, pero la mantuvo abierta como la boca de una serpiente, dilatando su mandíbula con un ligero crujido.
A Gus no le gustaban los turistas, pero no tuvo que pensarlo dos veces para acercársele al tipo por detrás y hacerle una llave. El hombre reaccionó con fuerza: su cuello era sorprendentemente musculoso bajo la carne floja. Sin embargo, Gus estaba en ventaja y el tipo se vio obligado a soltar a la madre, que se desplomó sobre su esposo en medio de los gritos de los niños.
Gus lo tenía sujeto, y el tipo forcejeaba con sus brazos tan grandes y fuertes como los de un oso. Félix avanzó hacia el frente para ayudarle… pero se detuvo. Miró el rostro del hombre desnudo como si algo en él estuviera realmente mal. Algunas personas que estaban detrás reaccionaron igual, y otras apartaron sus ojos horrorizadas, pero Gus no podía ver por qué. Sintió el cuello del tipo moverse bajo su brazo de una manera que no era nada natural, casi como si tragara en sentido horizontal, y no vertical. La expresión de Félix le hizo pensar que tal vez el hombre se estaba ahogando, y entonces aflojó la presión de los brazos…
Eso fue suficiente para que el hombre, con la fuerza animal propia de los dementes, se desprendiera de Gus tras darle un golpe con el codo.
Gus cayó aparatosamente a la acera y su sombrero voló. Se dio la vuelta y vio que rodaba hacia el tráfico. Gus se incorporó para perseguir su sombrero y su dinero, pero el grito de Félix lo inmovilizó. El tipo había agarrado a Félix con una especie de abrazo maniático, y apretaba la boca contra su cuello. Gus vio que su amigo sacaba algo de su bolsillo trasero y lo abría con un botón.
Corrió hacia Félix antes de que éste pudiera utilizar el cuchillo, y hundió el hombro en el cuerpo del tipo desnudo. Sintió cómo se quebraban sus costillas. Félix también cayó, y Gus vio que la sangre manaba del cuello de su amigo, pero más impactante aún fue la expresión de terror absoluto reflejada en el semblante de su compadre. Félix se sentó, soltando el cuchillo para tocarse el cuello. Gus nunca había visto a su amigo así. Supo que algo extraño había pasado —y estaba pasando—, pero no sabía qué. Lo único que tenía claro era que debía actuar para que su amigo pudiera recuperarse cuanto antes.
Agarró el cuchillo por el mango mientras el hombre desnudo se incorporaba. El tipo se tapó la boca con la mano, como si estuviera tratando de contener algo… algo que se retorcía. Sus mejillas abultadas y su barbilla estaban untadas de sangre, —la sangre de Félix—, y parecía sediento de más mientras avanzaba hacia Gus con la otra mano estirada.
Se le acercó con rapidez —mucho más rápido que cualquier hombre de su complexión— y derribó a Gus antes de que éste pudiera reaccionar. Su cabeza descubierta se golpeó contra la acera, y por un momento todo se hizo silencioso. Vio los anuncios de Times Square titilando en cámara lenta… una modelo con ropa interior lo miró desde un cartel… y entonces vio al tipo aproximarse. Algo palpitaba dentro de su boca mientras miraba a Gus con sus ojos vacíos y lóbregos…
El hombre se arrodilló en una pierna y expulsó lo que tenía en la garganta. Era una masa de carne pálida y hambrienta, que golpeó a Gus con la misma rapidez de la lengua retráctil de una rana. Gus se abalanzó sobre esa cosa con su cuchillo, atravesándola y apuñalándola como alguien que lucha contra una criatura durante una pesadilla. No sabía qué era, pero la quería lejos de sí y aniquilarla. El hombre retrocedió, emitiendo un sonido semejante a un chillido. Gus siguió acuchillando y cortando el cuello del hombre, y le dejó la garganta hecha jirones.
Gus retrocedió. El hombre se puso de pie, cubriéndose la boca y la garganta con las manos. No manaba un líquido rojo como la sangre, sino una sustancia blanca y cremosa, más espesa y brillante que la leche. Trastabilló y cayó en el pavimento de la calle.
Un camión intentó frenar, pero eso fue lo peor. Después de pisarle la cara con las ruedas delanteras, las traseras se detuvieron sobre su cráneo despedazado.
Gus consiguió levantarse. Todavía aturdido, miró el cuchillo que tenía en la mano; estaba manchado de blanco.
Lo golpearon desde atrás, lo agarraron de los brazos y su cuerpo chocó contra el pavimento. Reaccionó como si el hombre todavía lo estuviera atacando, retorciéndose y lanzando patadas.
—¡Suelta el cuchillo! ¡Suéltalo!
Giró su cabeza; vio a tres policías furiosos encima de él, y a otros dos detrás apuntándole con sus pistolas.
Gus soltó el cuchillo y dejó que le pusieran los brazos en la espalda y lo esposaran. Su adrenalina explotó y dijo:
—¡Chingados! ¿Ahora aparecen?
—¡Deja de resistirte! —dijo el policía, golpeándole la cara contra el pavimento.
—Él estaba atacando a esa familia: ¡pregúnteles!
Gus se dio la vuelta.
Los turistas se habían marchado, al igual que la mayoría de los curiosos.
Sólo Félix permanecía allí, sentado en un borde de la acera, aturdido y agarrándose la garganta, pero un policía lo derribó al suelo y se arrodilló para someterlo.
Más allá, Gus vio un objeto negro rodando entre el tráfico. Era su sombrero, con todo su dinero sucio adentro de la cinta. Un taxi que avanzaba despacio lo aplastó, y Gus pensó: «Así es América».
Gary Gilbarton se sirvió un whisky. Su familia —sus familiares políticos y consanguíneos—, así como sus amigos, se habían ido finalmente, dejando varias cajas de comida para llevar en el refrigerador, y canastos llenos de pañuelos desechables. Mañana tendrían una historia para contar:
Mi sobrina de doce años iba en ese avión…
Mi prima de doce años iba en ese avión…
Mi vecina de doce años iba en ese avión…
Gary se sintió como un fantasma al caminar por su casa de nueve habitaciones en el barrio residencial de Freeburg. Tocaba las cosas —una silla, una pared— y no sentía nada. Ya nada le importaba. Los recuerdos podían consolarlo, pero seguramente lo enloquecerían.
Había desconectado todos los teléfonos después de que los reporteros comenzaran a llamarlo en busca de información sobre la víctima más joven del avión; querían humanizar la historia —o al menos eso dijeron—. ¿Quién era ella?, le preguntaron. A Gary le tomaría el resto de su vida escribir un solo párrafo sobre su hija Emma. Sería el párrafo más largo de la historia.
Él estaba más concentrado en Emma que en su esposa Berwyn, pues, a fin de cuentas, los hijos son una extensión de los padres. Amaba a Berwyn, y ella ya no estaba. Pero su mente seguía girando alrededor de su pequeña hija, del mismo modo en que el agua da vueltas antes de vaciarse para siempre por un desagüe.
Esa tarde, un abogado y amigo suyo —un tipo al que Gary no había visto en su casa hacía por lo menos un año— le pidió que hablaran a solas en el estudio. Le hizo sentarse y le dijo que iba a ser un hombre muy rico. Una víctima tan joven como Em, con tantos años de vida por delante, garantizaba una suma astronómica por concepto de acuerdo extrajudicial.
Gary no respondió. No vio signos de dólar. No echó al tipo. Realmente no le importó. No sintió nada.
Había rechazado todas las ofertas de amigos y familiares, quienes se ofrecieron a pasar la noche con él para que no estuviera solo. Gary los convenció de que estaba bien, aunque ya había tenido pensamientos suicidas. No sólo pensamientos: era una determinación silenciosa; una certeza. Pero eso sería después. Ahora no. Lo ineluctable de semejante decisión era como un bálsamo, el único tipo de «acuerdo» que tendría un significado para él. La única forma de soportar todo esto era saber que habría un final después de todas las formalidades. Después de construir un parque para honrar la memoria de Emma. Después de establecer un fondo para becas de estudio. Pero antes debía vender su casa, pues ya estaba encantada.
Estaba de pie en la sala cuando sonó el timbre. Ya habían transcurrido unas horas después de la medianoche. Si era un reportero, Gary lo atacaría y lo mataría: así de simple; descuartizaría a ese intruso.
Abrió la puerta de golpe… y, de repente, todas sus ideas absurdas desaparecieron.
Una niña estaba descalza sobre el felpudo de bienvenida. Era su Emma.
Gary Gilbarton frunció el ceño, pues no podía creer lo que veía, y se arrodilló frente a ella. El rostro de la niña no reflejaba ninguna emoción. Gary estiró la mano para tocar a su hija, pero vaciló. ¿Estallaría como una pompa de jabón y desaparecería de nuevo para siempre?
Le tocó el brazo, le estrechó sus delgados bíceps, y el tejido de su vestido. Era de carne y hueso; estaba allí. La agarró y la atrajo hacia él, abrazándola y estrechándola entre sus brazos.
La soltó y la miró de nuevo, retirándole el cabello greñudo de su cara pecosa. ¿Sería cierto? Miró hacia la calle sumergida en la bruma para ver quién la había traído.
No había ningún coche a la entrada, ningún sonido del motor de un automóvil perdiéndose en la distancia.
¿Había venido sola? ¿Dónde estaba su madre?
—Emma —fue lo único que acertó a decirle.
Gary se puso de pie, la llevó adentro, cerró la puerta de la casa y encendió la luz. Emma parecía estar aturdida. Llevaba el mismo vestido que le había comprado su madre para el viaje, y que la hacía parecer tan grande como cuando se lo había probado frente a él. Había mugre en uno de los puños, y tal vez sangre. Gary la examinó detenidamente y vio que tenía sangre en sus pies descalzos —¿dónde habría dejado los zapatos?—, mugre por todos lados, raspaduras en las palmas de la mano y moretones en el cuello.
—¿Qué te pasó, Em? —le preguntó, sosteniéndole el rostro con las manos—. ¿Cómo hiciste para…?
Sintió de nuevo una oleada de alivio que por poco lo apabulla, y la estrechó con fuerza. La cargó y la dejó sentada en el sofá. La niña parecía traumatizada y extrañamente pasiva. Era muy diferente a su Emma sonriente y obstinada.
Le tocó el rostro, como lo hacía Berwyn cuando Emma tenía fiebre, y constató que lo tenía muy caliente, tanto que su piel se sentía pegajosa y estaba terriblemente pálida, casi traslúcida. Vio las venas debajo de su piel, unas venas rojas y prominentes que nunca antes le había visto.
El azul de sus ojos parecía haberse apagado. Probablemente se había golpeado la cabeza. Todo parecía indicar que la niña estaba en shock.
Inicialmente pensó en llevarla a un hospital, pero no iba a dejarla salir de su casa… nunca más.
—Ya estás en casa, Em —dijo él—. Estarás bien.
La tomó de la mano para llevarla a la cocina. Le daría algo de comer. La sentó en su silla y la miró desde el mostrador mientras le preparaba dos gofres con chispas de chocolate, su plato favorito. Ella permaneció sentada con las manos a los lados, observándolo, aunque sin mirar exactamente, ajena a todo lo que había a su alrededor. No hubo conversaciones triviales ni anécdotas escolares.
Los gofres saltaron de la tostadora y él les untó mantequilla y sirope, sirviéndolos en un plato que dejó frente a ella. Gary se sentó en la silla para observarla. La tercera silla, el lugar de mamita, aún estaba vacío… Quién sabe, tal vez el timbre de la puerta sonara de nuevo…
—Come —le dijo, pero ella no cogió el tenedor. Él cortó un pedazo y lo sostuvo frente a su boca; ella no la abrió.
—¿No? —le dijo él. Entonces se llevó el tenedor a la boca y masticó el trozo de gofre para estimular su apetito. Lo volvió a intentar, pero la respuesta de la niña fue la misma. Una lágrima resbaló por la mejilla de Gary. En ese momento supo que algo muy malo le había sucedido a Em, pero apartó esa idea de su mente.
Ella ya estaba allí: había regresado.
—Ven.
La llevó a su habitación. Él entró primero, y Emma se detuvo después de cruzar la puerta. Sus ojos miraron el cuarto como un recuerdo lejano en los ojos de una anciana que hubiera regresado milagrosamente a la infancia.
—Necesitas dormir —le dijo él, buscándole un pijama en los cajones del ropero.
Ella permaneció en la puerta con sus brazos pegados al cuerpo.
Gary se dio la vuelta con el pijama en sus manos.
—¿Quieres que te lo ponga?
Se arrodilló, le alzó el vestido, y su hija preadolescente no hizo la menor objeción. Gary descubrió más arañazos, y un moretón grande en el pecho. Tenía los pies muy sucios, con rastros de sangre reseca, y la temperatura de su piel era muy alta.
Pero no la llevaría al hospital; nunca más permitiría que se alejara de él.
Llenó la bañera con agua y la sentó allí. Se arrodilló para limpiarle las contusiones con un paño enjabonado. Ella ni siquiera se inmutó. Le lavó el pelo sucio y enmarañado con champú y acondicionador.
Ella lo miró con sus ojos oscuros, sin la menor señal de comunicación. La niña estaba en una especie de trance, de shock, de trauma profundo.
Pero él velaría por su bienestar.
Le puso el pijama, tomó un cepillo grande de la canasta de mimbre que había en un rincón y le peinó el pelo rubio.
«Estoy alucinando con ella», pensó Gary. «He perdido el contacto con la realidad».
Y mientras la seguía peinando, concluyó: «Me importa un pepino».
Levantó las sábanas y el edredón acolchado, y acostó a su hija, tal como lo hacía cuando era una niña pequeña. Dobló las sábanas a la altura del cuello de Emma, quien permanecía inmóvil y con un aspecto somnoliento, pero con los ojos completamente abiertos.
Gary se detuvo antes de inclinarse para besar su frente todavía caliente. Era poco más que un fantasma, un fantasma cuya presencia él acogía, un fantasma que podía amar.
Le humedeció la frente con sus lágrimas, agradecido por su presencia.
—Buenas noches —le dijo, pero ella no le respondió. Emma seguía inmóvil bajo el halo rosado de la lámpara de su mesa de noche, con la mirada fija en el techo, sin reconocerlo, sin cerrar los ojos y sin esperar el sueño. Esperaba… otra cosa.
Gary cruzó el pasillo para ir a su habitación. Se cambió y se acostó en la cama. Él tampoco durmió. También estaba esperando algo, aunque no sabía qué.
Sólo lo supo cuando lo escuchó.
Fue un crujido leve en el umbral de su cuarto. Se dio la vuelta y vio la silueta de Emma frente al quicio de la puerta, acercándose a él con su figura menuda en medio de la penumbra, Se detuvo al lado de su cama y abrió la boca de par en par, como si fuera a bostezar.
Su Emma había regresado a él. Eso era lo único que importaba.
Zack tuvo dificultades para dormir. Era cierto lo que todos decían: que se parecía mucho a su padre. Y aunque era muy joven para tener una úlcera, lo cierto es que ya sentía el peso del mundo en sus espaldas. Era un chico muy serio, y sufría a causa de ello.
Eph le había dicho que era algo congénito. Ya desde la cuna su mirada tenía una ligera expresión de preocupación, y sus ojos intensos y oscuros siempre estaban buscando algo. Su expresión ligeramente preocupada le causaba gracia a Eph, pues le recordaba mucho a sí mismo.
Durante los últimos años, Zack había sentido el peso de la separación, del divorcio y de la batalla por su custodia. Tardó un tiempo en convencerse a sí mismo de que no era culpable de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, sabía que si hurgaba más de la cuenta, una rabia profunda afloraría en su corazón. Años de susurros rabiosos a sus espaldas… los ecos de las peleas nocturnas… los golpes a las paredes despertándolo a media noche… todo aquello no tardó en pasarle factura. Y ahora, a la tierna edad de once años, Zack era un insomne.
Algunas noches sofocaba los ruidos de su casa con su iPod nano y se distraía mirando por la ventana de su cuarto. Otras noches la abría y escuchaba el sonido más insignificante que pudiera ofrecer la noche, hasta que los oídos le zumbaban.
Él personificaba la esperanza de muchos niños de su edad, que esperaban que los sonidos de la calle le revelaran sus misterios en horas de la noche, cuando ésta no se sintiera observada: fantasmas, asesinatos, lujuria. Sin embargo, lo único que Zack había visto hasta la hora en que el sol aparecía en el horizonte era el parpadeo hipnótico y azul de la televisión de la casa de enfrente.
El mundo estaba desprovisto de héroes y de monstruos, aunque Zack los buscaba con su imaginación. La falta de sueño afectó al chico, quien muchas veces se quedaba dormido en la escuela, y sus compañeros, que no pasaban por alto ni el menor detalle, inmediatamente le pusieron sobrenombres que iban desde el típico «zoquete», al más críptico «Necro-Zack», cada grupo eligiendo su favorito.
Zack soportaba los días de humillación con el recuerdo y la promesa de las visitas de su padre.
Se sentía bien con Eph, especialmente cuando estaban en silencio. Su mamá era demasiado perfecta, observadora y amable, sus expectativas implícitas (supuestamente para el bien de él) eran imposibles de cumplir, y él sabía, de un modo extraño, que la había decepcionado desde el momento en que nació, por ser varón, y por parecerse tanto a su papá.
Pero con Eph todo era distinto. Zack le contaba a su papá todo aquello que su mamá anhelaba saber. No eran cosas graves y mucho menos secretas, sino simplemente privadas, aunque sí tan importantes como para no revelárselas a ella y reservarlas para Eph, que era lo que hacía Zack.
En ese momento, acostado y sin poderse dormir, Zack pensó en el futuro. Estaba seguro de que nunca más volverían a estar unidos como una familia. Eso no era posible. Pero se preguntó cuánto podrían empeorar las cosas. Ése era Zack en una sola frase, preguntándose siempre: ¿cuánto pueden empeorar las cosas?
Y la respuesta, siempre inevitable, era: podrían empeorar mucho.
Tenía la esperanza de que, al menos ahora, toda la legión de adultos «preocupados por él» desaparecería de su vida: terapeutas, jueces, trabajadores sociales y el novio de su madre. Todos ellos lo mantenían como rehén de sus propias necesidades y metas estúpidas. Todos tan «interesados» en él, en su bienestar, cuando en realidad a ninguno de ellos le importaba un pepino.
La canción de My Bloody Valentine terminó de sonar en el iPod, y Zack se quitó los auriculares. El cielo aún no estaba claro, y finalmente se sintió cansado. Le agradó sentirse así, pues no le gustaba pensar.
Se dispuso a dormir y ya se estaba quedando dormido cuando sintió unos pasos. Flap-flap-flap, como un eco de pies descalzos sobre el asfalto. Zack se asomó por la ventana y vio a un tipo. Estaba desnudo.
Tenía una palidez lunar, las marcas de su estómago brillando en la oscuridad. Era evidente que había sido gordo, pero ahora la piel le colgaba por todas partes, lo que hacía imposible definir su figura.
Era viejo, pero parecía no tener edad. El escaso pelo mal teñido en su cabeza casi calva y las venas varicosas de sus piernas hacían suponer que tenía unos setenta años; pero su paso tenía un vigor, y su andar un tono, que era difícil no compararlos con los de un hombre joven. Zack pensó en todo esto, pues era muy parecido a Eph. Su madre le habría ordenado que se retirara de la ventana y llamara al 911, mientras que Eph le habría pedido que describiera con pelos y señales la complexión de aquel hombre desnudo.
La pálida figura merodeó por la casa de enfrente. Zack escuchó un pequeño quejido, y luego el chirrido de la reja del patio. El hombre apareció de nuevo y se dirigió hacia la puerta de los vecinos. Zack pensó en llamar a la policía, pero su mamá lo acosaría con muchas preguntas, y además, él tenía que ocultarle su insomnio, pues de lo contrario tendría que padecer días y semanas enteras de citas y pruebas médicas, para no hablar del motivo de preocupación que representaría para ella.
El hombre llegó hasta la mitad de la calle y se detuvo. Sus brazos eran flácidos y tenía el pecho completamente caído; ¿realmente respiraba? La brisa nocturna le mecía el cabello, dejando al descubierto las raíces de color café rojizo.
Miró hacia la ventana de Zack, y por un momento extraño sus miradas se encontraron. A Zack se le aceleró el corazón. Hasta ese momento no había visto al tipo de frente; sólo le había alcanzado a distinguir el costado y la espalda, pero ahora le podía ver el tórax atravesado por una enorme cicatriz en forma de «Y».
Sus ojos eran como tejidos muertos, de aspecto opaco incluso bajo la suave luz de la luna. Lo peor de todo era que poseían una energía frenética, iban de un lado a otro y se concentraban en él, mirándolo con una expresión indefinible.
Zack se agachó y se retiró de la ventana, completamente asustado por la cicatriz y por aquella mirada vacía. ¿Qué expresaba ese señor?
Conocía esa cicatriz y sabía lo que significaba. Era la cicatriz de una autopsia. Pero ¿era eso posible?
Se arriesgó a mirar de nuevo por el borde de la ventana. Lo hizo con mucho cuidado, pero la calle estaba vacía. Se sentó para ver mejor: el hombre había desaparecido.
¿Alguna vez había estado allí? ¿No sería que la falta de sueño realmente se estaba apoderando de él? Ver cadáveres caminando desnudos por la calle no era algo que el hijo de unos padres divorciados quisiera contarle a un terapeuta.
Entonces se le ocurrió algo: hambre. Eso era. Aquellos ojos vacíos lo habían mirado con un hambre intensa…
Zack se metió debajo de las mantas y enterró su cabeza en la almohada. La ausencia del hombre no lo tranquilizó, y más bien le produjo el efecto contrario. Había desaparecido, pero Zack lo vio en todas partes. Podía estar abajo, irrumpiendo en su casa por la ventana de la cocina. No tardaría en subir las escaleras con mucha lentitud —¿podía escuchar ya sus pasos?— y en cruzar el corredor hasta llegar a su puerta. Abriría la cerradura con suavidad, pues estaba rota y el seguro no funcionaba, llegaría hasta su cama, y ¿después qué? Temía escuchar la voz del hombre y enfrentar su mirada muerta, pues tenía la terrible certeza de que, por más que caminara, el hombre ya no estaba vivo.
Zombis…
Zack se escondió debajo de su almohada, su mente y su corazón agitados, lleno de miedo y rezando para que las luces del amanecer acudieran a su rescate. Por primera vez en su vida deseó que amaneciera para ir a la escuela.
El parpadeo hipnótico del televisor se había desvanecido en la casa de enfrente y un sonido lejano de cristales rotos se escuchó en la calle desierta.
Ansel Barbour hablaba solo mientras deambulaba por el segundo piso de su casa. Tenía la misma camiseta y los calzoncillos con los que había intentado dormir, y el pelo totalmente revuelto. Después de halárselo y apretárselo durante todo el día. No sabía qué le estaba sucediendo. Ann-Marie sospechaba que tenía fiebre, pero cuando se acercó con el termómetro él no soportó la idea de que le metieran ese tubo con punta de acero debajo de su lengua ardiente. Tenían un termómetro de oído para los niños, pero él ni siquiera era capaz de permanecer lo suficientemente quieto para una lectura exacta. Ann-Marie le puso la mano en la frente y sintió calor, mucho calor, pero eso ya no era noticia para Ansel.
Ansel notó que su esposa estaba petrificada por el miedo. No hizo ningún esfuerzo por ocultarlo; para ella, cualquier enfermedad era un asalto a la seguridad de la unidad familiar. La más pequeña anomalía, el menor signo de vómito en uno de los niños o una jaqueca, eran recibidos con el mismo temor que uno podría sentir con una prueba de sangre con resultados negativos, o con la repentina aparición de un tumor en cualquier parte del cuerpo. Ahora sí, pensó Ann-Marie; era el comienzo de esa tragedia terrible que tarde o temprano la abatiría.
La tolerancia de Ansel para con las excentricidades de Ann-Marie estaban en su punto más bajo. Él estaba viviendo momentos terribles y necesitaba su ayuda, no su estrés. En ese momento él no podía ser el más fuerte de los dos. Necesitaba que ella asumiera el control.
Hasta los niños permanecían alejados de él, asustados por la mirada ausente de su padre, o tal vez —y él era vagamente consciente de eso— a causa de su hedor, el cual le recordaba el olor a manteca de cocina congelada durante mucho tiempo en una lata oxidada. De tanto en tanto los veía esconderse detrás de la balaustrada de la escalera, observándolo cruzar el rellano del segundo piso. Él quería disipar sus temores, pero temió perder el control al tratar de explicarles, y empeorar así las cosas. La mejor forma de tranquilizarlos sería recuperándose y escapando de la desorientación y el dolor que lo agobiaban.
Se detuvo en la habitación de su hija, le pareció que las paredes eran demasiado púrpura y oscuras, y regresó al corredor. Permaneció completamente inmóvil en el rellano —tanto como pudo— y escuchó de nuevo ese ruido sordo, ese latido cercano y agitado, completamente distinto al martilleo en su cabeza que acompañaba sus jaquecas. Era casi… como en las salas de cine de las ciudades pequeñas, cuando en los momentos silenciosos de las películas se puede escuchar el sonido de la cinta rodando en el proyector. Es algo que distrae y te conduce a la certeza de que eso no es real, como si fueras el único en comprender esa verdad.
Movió la cabeza con firmeza y se retorció de dolor… tratando de utilizarlo como un blanqueador para limpiar sus pensamientos. Sin embargo, aquel golpeteo, aquel latido resonaba en las fibras más recónditas de su ser.
Los perros también se estaban comportando de una forma extraña. Pap y Gertie, la pareja de san bernardos torpes y grandes, gruñían como si sintieran la presencia de algún animal en el jardín.
Ann-Marie entró en el cuarto y vio a Ansel sentado en el borde de la cama, sosteniéndose la cara con las manos como un huevo que se fuera a romper.
—Deberías dormir —le dijo ella.
Él se agarró del pelo como tomando las riendas de un caballo desbocado, y suprimió el deseo de reprenderla. Tenía un problema en la garganta, y cuando se recostaba durante cierto tiempo, su epiglotis aumentaba de tamaño, obstruyéndole las vías respiratorias y sofocándolo hasta que podía respirar de nuevo. Sentía terror de morir mientras estuviera durmiendo.
—¿Qué hago? —preguntó ella en la puerta, apretando firmemente su mano contra la frente.
—Tráeme un poco de agua —le dijo él. La voz silbó en su garganta en carne viva, lacerándolo como una oleada de vapor—. Que sea tibia. Disuelve un poco de Advil, ibuprofeno, o lo que sea.
Ella se quedó mirándolo sin saber qué hacer.
—¿No te sientes al menos un poco mejor…?
Su timidez, que normalmente despertaba fuertes instintos protectores en él, ahora sólo le producía rabia.
—Ann-Marie, tráeme un maldito vaso de agua y llévate a los niños afuera. ¡Haz algo, y por favor, mantenlos alejados de mí!
Ella se marchó llorando.
Ansel escuchó que salían al patio, y fue al primer piso, sosteniéndose del pasamanos de las escaleras. Ella había dejado el vaso a un lado del fregadero, sobre una servilleta, y las pastillas disueltas enturbiaban el agua. Se llevó el vaso a los labios con las dos manos y se obligó a beber el contenido. Vertió agua en su boca, y su garganta no tuvo otra opción que tragarla. Bebió un poco, pero expulsó el resto del contenido sobre la ventana del fregadero que daba al patio posterior. Jadeó mientras veía la mezcla líquida escurrir por el cristal, distorsionando la visión de Ann-Marie, quien estaba detrás de los columpios, mirando el cielo oscuro, y descruzando sus brazos únicamente para empujar a Haily.
El vaso resbaló de su mano y cayó al fregadero. Salió de la cocina y se dirigió a la sala; se tumbó en el sofá, sumido en una especie de estupor. Tenía la garganta inflamada y se sintió más enfermo que nunca.
Tenía que regresar al hospital. Ann-Marie tendría que defenderse sola durante un tiempo. Podía hacerlo si no tenía otra opción. Incluso podría ser bueno para ella…
Intentó concentrarse y determinar con claridad lo que debía hacer antes de marcharse. Gertie llegó hasta la puerta jadeando, y un sonido retumbó en los oídos de Ansel.
Entonces advirtió que el sonido provenía de los perros.
Se levantó del sofá y se fue gateando en dirección a Pap, acercándose para oír mejor. Gertie gimoteó y retrocedió hasta la pared. Pap estaba intranquilo, pero continuó echado sobre sus patas. El gruñido en la garganta del perro se hizo más fuerte, y Ansel lo agarró del collar cuando intentaba levantarse para huir de él.
Trum… trum… trum.
El sonido estaba dentro de ellos.
Pap gimoteó y se sacudió, pero Ansel, un hombre corpulento que casi nunca apelaba a su fuerza, le pasó el brazo alrededor del cuello, inmovilizando al san bernardo con una llave. Apretó su oído contra el cuello del perro, y el pelaje del animal le hizo cosquillas en el tímpano.
Sí; era un repiqueteo. ¿Sería la sangre del animal circulando?
Ése era el sonido. El perro intentó desprenderse en medio de aullidos, pero Ansel apretó con más fuerza su oído contra el cuello del animal, pues necesitaba saber si aquélla era la fuente del sonido.
—¿Ansel?
Se dio la vuelta con tanta rapidez que sintió una pavorosa oleada de dolor; vio a Ann-Marie en la puerta, y a Benjy y a Haily detrás de ella. Haily estaba abrazada a la pierna de su madre y Benjy a un lado; ambos lo estaban mirando. Ansel retiró el brazo y el perro escapó.
Ansel estaba arrodillado.
—¿Qué es lo que quieres? —le gritó.
Ann-Marie permaneció completamente inmóvil, paralizada por el miedo.
—Yo… no… los llevaré a dar una vuelta.
—Está bien —dijo él. Se suavizó un poco con la mirada de sus hijos, y la sensación de ahogo en su garganta le hizo carraspear—. Papá está bien —les tranquilizó, limpiándose la saliva con el dorso de la mano—. Papá va a estar bien.
Giró la cabeza hacia la cocina, donde estaban los perros. Todos sus pensamientos apacibles se desvanecieron al escuchar de nuevo el repiqueteo. Era más fuerte que antes y ahora venía acompañado de un latido.
Eran ellos.
Sintió una vergüenza nauseabunda en su interior y se estremeció; luego se llevó un puño a la sien.
—Sacaré a los perros —dijo Ann-Marie.
—¡No! —Se contuvo, estirando la mano abierta hacia ella—. ¡No! —dijo con un tono más calmado. Intentó recobrar la compostura y parecer normal—. Están bien aquí. Déjalos.
Ella vaciló como si quisiera decir o hacer algo, pero finalmente se dio la vuelta, tomó a Benjy y se marchó.
Ansel se apoyó en la pared y fue al baño. Encendió la luz para mirarse los ojos en el espejo. Estaban llenos de venas rojas y eran como huevos de un marfil amarillento y difuso. Se limpió el sudor de la frente y del labio superior, y abrió la boca para mirarse la garganta. Esperaba ver sus amígdalas inflamadas o algún tipo de erupción lechosa, pero sólo vio una mancha oscura. Le dolía levantar la lengua pero lo hizo y miró debajo. La tenía irritada, completamente enrojecida, y tan ardiente como un carbón encendido. Se tocó, y el dolor fue tal que pareció taladrarle el cerebro, extendiéndose por ambos lados de la mandíbula y tensionándole los tendones del cuello. Tosió con fuerza, arrojando unos coágulos negros contra el espejo. Era sangre, mezclada con una sustancia blanquecina; tal vez era flema. Parecía como si hubiera expulsado un residuo sólido, pedazos podridos de sí mismo. Extendió el brazo y tomó un coágulo con la punta del dedo medio. Se lo llevó a la nariz para olerlo, frotándolo con el dedo pulgar. Era como un coágulo de sangre descolorido. Se lo llevó a la boca y una vez se disolvió en su interior, tomó otro y se lo tragó. No tenía mucho sabor, pero sintió una sensación casi balsámica en la lengua.
Se inclinó hacia delante, lamiendo las manchas sangrientas sobre la fría superficie. Debería haber sentido dolor en la lengua al hacerlo, pero al contrario, la irritación en la boca y en la garganta disminuyeron. Incluso en la parte más suave debajo de la lengua, el dolor se redujo a un hormigueo. El repiqueteo también se desvaneció, aunque no desapareció por completo. Miró su reflejo en el espejo manchado de sangre e intentó comprender qué clase de alucinación podría estar afectándolo.
El alivio fue desesperadamente breve. La tensión apareció de nuevo, como si unas manos fuertes le estuvieran apretando la garganta. Apartó la mirada del espejo y salió al corredor.
Gertie lloriqueó y retrocedió para alejarse de él, apresurándose hacia la sala. Pap estaba arañando la puerta trasera, pues quería salir, pero se marchó cuando lo vio entrar en la cocina. Ansel permaneció allí, con la garganta palpitándole. Se dirigió al armario donde estaba la comida para los perros y sacó una caja de huesos con sabor a leche. Cogió uno entre sus dedos como hacía siempre, y se dirigió a la sala.
Gertie estaba con las patas extendidas junto a las escaleras. Ansel se sentó en su banco y agitó el hueso.
—Ven a papá —dijo, con un susurro desalmado que le desgarró el alma.
Las ventanas del hocico de la perra se ensancharon al percibir el aroma en el aire.
Trum… trum…
—Ven, niña. ¡Ven por tu hueso!
Gertie se incorporó lentamente con sus cuatro patas, dio un pequeño paso, se detuvo y olisqueó de nuevo. Su instinto le dijo que detrás de ese obsequio había algo que no estaba bien.
Pero Ansel sostuvo el hueso sin moverlo, y esto pareció tranquilizar a la perra. Avanzó lentamente por la alfombra con la cabeza abajo y los ojos alertas. Ansel asintió y el repiqueteo en su cabeza aumentó cuando ella se aproximó.
—Vamos, Gertie —la animó Ansel.
La perra se acercó y probó el hueso con su lengua gruesa, lamiéndole algunos de los dedos. Lo hizo varias veces, pues quería la golosina y confiar en su amo. Ansel le tocó la cabeza con la otra mano, como a ella le gustaba. Se le salieron las lágrimas al hacer esto. Gertie se inclinó hacia adelante para tomar el hueso, y entonces Ansel la agarró del collar y cayó sobre ella con todo su peso.
Gertie luchó para desprenderse, gruñendo y tratando de morderlo, pero su reacción de pánico llenó de determinación a su amo. La sujetó debajo de la mandíbula inferior y le cerró el hocico para alzarle la cabeza y acercar su boca al cuello peludo de la perra.
Le mordió la piel tersa y ligeramente grasosa; la perra aulló cuando él probó su piel, y la textura de su carne gruesa y suave desapareció rápidamente bajo una oleada de sangre caliente. El dolor del mordisco hizo reaccionar a Gertie, pero Ansel la agarró con fuerza, levantándole la cabeza aún más, para que el cuello del animal quedara totalmente descubierto.
Estaba ingiriendo la sangre de la perra en sorbos largos, sin poder parar, con la urgencia desconocida y excitada que despertaba en su garganta. No podía entenderlo; lo único que contaba para él era la satisfacción que esto le proporcionaba. Era un placer paliativo que le daba poder. Sí: poder, como cuando un ser le extrae la vida a otro.
Pap entró aullando en la sala. Fue un quejido lastimero semejante al de un fagot, y Ansel supo que tenía que hacer algo para que aquel san bernardo de ojos tristes dejara de asustar a los vecinos. Gertie se movía lánguidamente debajo de él, y Ansel corrió tras Pap, derribando una lámpara de pedestal antes de alcanzar al perro.
El placer de la sensación de beberse al segundo animal lo extasió por completo. Sintió en su interior algo semejante a lo que sucede cuando la succión aumenta en un sifón y se logra el cambio deseado en la presión. El líquido fluyó sin esfuerzo y lo sació.
Ansel se sentó con el último sorbo de sangre animal todavía en su boca. Por un momento se sintió adormecido y confundido, y tardó en regresar a la realidad circundante. Miró al perro muerto a sus pies, y se sintió completamente despierto y frío.
El remordimiento se apoderó de él.
Se puso de pie y vio a Gertie; se miró el pecho, arañándose la camiseta empapada de sangre.
¿Qué me está pasando?
La sangre en la alfombra se veía como una desagradable mancha negra. Sin embargo, no había mucha y fue entonces cuando recordó que se la había bebido toda.
Se acercó a Gertie y la tocó, sabiendo que estaba muerta —que la había matado—, y, dejando su repugnancia a un lado, la envolvió en la alfombra manchada. La levantó emitiendo un fuerte rugido, atravesó la cocina y bajó las escaleras hacia el cobertizo de los perros. Se arrodilló, desenrolló la alfombra con el pesado san bernardo, y fue en busca de Pap.
Los dejó contra la pared del cobertizo, debajo del tablero de las herramientas. Su repulsión era distante y extraña. Sentía el cuello tensionado pero no irritado, la garganta fresca y la cabeza despejada. Se miró las manos ensangrentadas y tuvo que aceptar aquello que no podía entender.
Lo que acababa de hacer le hizo sentirse mejor.
Regresó a la casa y subió las escaleras. Se quitó la camisa ensangrentada y los calzoncillos, y se puso una sudadera vieja, pues sabía que Ann-Marie y los niños regresarían en cualquier momento. Sintió de nuevo el repiqueteo mientras buscaba las zapatillas. No lo escuchó: lo sintió, y su significado lo aterrorizó.
Escuchó voces en la puerta de su casa.
Su familia había regresado.
Bajó de nuevo y salió por la puerta de atrás sin ser visto, tocando la hierba del jardín con sus pies descalzos y tratando de huir del latido que invadía su cabeza.
Se dirigió a la entrada pero escuchó voces en la calle. Había dejado las puertas del cobertizo abiertas, y en medio de su desesperación decidió esconderse dentro de la perrera. No sabía qué otra cosa hacer.
Gertie y Pap yacían inertes, y poco faltó para que un grito escapara de sus labios.
¿Qué he hecho?
Los inviernos de Nueva York habían combado las puertas del cobertizo, y no encajaban completamente bien. A través de la abertura vio a Benjy servirse un vaso de agua del grifo.
¿Qué me esta pasando?
Era como un perro que se hubiera vuelto repentinamente feroz.
Seguramente me he contagiado con algún tipo de rabia.
Escuchó voces. Eran los niños, bajando los peldaños del porche de atrás; estaban llamando a los perros. Ansel miró a su alrededor, agarró un rastrillo y lo pasó entre las manijas interiores de la puerta con tanta rapidez y tan silenciosamente como pudo. Así dejaría a los niños por fuera y él se encerraría adentro.
—¡Ger-tie, Pa-ap!
Sus voces no denotaban preocupación. Durante el último par de meses, los perros se habían escapado de la casa en algunas ocasiones, razón por la cual Ansel había clavado una estaca de hierro en el cobertizo para amarrarlos durante la noche.
Las voces de los niños se desvanecieron en sus oídos mientras el repiqueteo se apoderaba de su cabeza: era el ritmo constante de la sangre circulando por sus venas infantiles, pequeños corazones bombeando duro y fuerte.
¡Dios mío!
Haily llegó a la puerta. Ansel vio sus zapatillas rosadas por la ranura del piso y se acurrucó. La niña intentó abrir las puertas, las cuales chirriaron pero no cedieron.
Llamó a su hermano. Benjy se acercó y sacudió las puertas con todas sus fuerzas.
Trum… trum… trum…
Ansel sintió que la sangre de los niños lo estaba llamando. Se estremeció y se concentró en la estaca que tenía enfrente. Estaba enterrada a casi dos metros de profundidad, rodeada de un sólido bloque de hormigón. Era lo suficientemente fuerte para mantener asegurados a los dos san bernardos durante una tormenta de verano. Miró los estantes de la pared y vio una cadena para perros que todavía conservaba la etiqueta del precio. Tuvo la certeza de que en algún lugar había un candado.
Esperó a que los niños se alejaran un poco antes de salir y coger la cadena metálica.
El capitán Redfern llevaba puesto un camisón. Estaba acostado en la cama rodeada de cortinas de plástico; tenía los labios abiertos en una especie de mueca y respiraba con dificultad. Sintió una molestia creciente cuando comenzó a oscurecer y le administraron un potente sedante para mantenerlo dormido durante varias horas, pues necesitaban que permaneciera inmóvil para hacerle varias resonancias magnéticas. Eph redujo la intensidad de la luz, y encendió su lámpara Luma para iluminar el cuello de Redfern, pues quería examinarle otra vez la cicatriz. Y ahora que el resto de las luces estaban difuminadas, observó algo nuevo. Un extraño movimiento en la piel de Redfern, o, más bien, debajo de la piel. Era como una soriasis subcutánea y jaspeada, una mancha justo debajo de la epidermis, de tonalidades negras y grises.
Acercó la lámpara para ver mejor y la parte sombreada reaccionó, moviéndose como si intentara evitar la luz.
Eph retrocedió y retiró la linterna. El capitán Redfern tenía una apariencia normal mientras no estuviera iluminado por la lámpara.
Eph se acercó de nuevo y le alumbró la cara. La carne jaspeada debajo de la piel formaba una especie de máscara. Era como un segundo ser envejecido y deforme asomando detrás del rostro del piloto. Una figura lúgubre, un demonio despierto en su interior mientras Redfern dormía. Eph acercó más la lámpara… y, de nuevo, la sombra interior se onduló, esbozando una especie de mueca y tratando de ocultarse.
Redfern abrió los ojos, como si la luz lo hubiera despertado. Eph dio un salto, impactado por lo que había visto. Al piloto le habían suministrado una dosis tan alta de secobarbital como para dormir a dos hombres. Redfern estaba demasiado sedado para recobrar la consciencia.
Tenía los ojos completamente abiertos y miró hacia el techo; parecía muy asustado. Eph retiró la linterna y se acercó a él.
—¿Capitán Redfern?
El piloto estaba moviendo los labios y Eph se acercó para escuchar lo que intentaba decir.
Sus labios resecos se movieron y dijo:
—Él está aquí.
—¿Quién está aquí, capitán?
Redfern daba la impresión de estar presenciando una escena horrible.
—El señor Sanguijuela —respondió.
Varias horas después, Nora regresó y se encontró con Eph en la sala de espera del Departamento de Radiología. En las paredes del corredor había varios cuadros pintados por pacientes infantiles en señal de agradecimiento. Eph le contó lo que había visto debajo de la piel de Redfern.
—¿La luz negra de nuestras lámparas Luma no es una luz ultravioleta de bajo espectro? —preguntó Nora.
Eph asintió. Él también había estado pensando en el comentario del anciano que los abordó fuera de la morgue.
—Quiero verlo —dijo Nora.
—Redfern está en radiología —le informó Eph—. Tuvimos que suministrarle más sedantes para hacerle las resonancias magnéticas.
—Ya recibí las pruebas del avión. Del líquido que encontramos allí. Tenías razón. Hay rastros de amoniaco y fósforo… —dijo Nora.
—Lo sabía.
—Pero también encontraron residuos de ácido oxálico, úrico y de hierro. Y plasma.
—¿Qué?
—Plasma crudo. Y una gran cantidad de enzimas.
Eph se llevó la mano a la frente como si se estuviera tomando la temperatura.
—¿Cómo? ¿Enzimas digestivas?
—Sí. ¿En qué te hace pensar esto?
—En excrementos de aves o murciélagos. En guano. Pero ¿cómo…?
Nora negó con la cabeza, sintiéndose excitada e intrigada al mismo tiempo.
—Quienquiera, o lo que sea, que estuviera en ese avión… se pegó una cagada descomunal en la cabina.
Eph estaba pensando en eso cuando vio a un hombre vestido con bata que se apresuraba por el corredor y lo llamaba por su nombre. Era el técnico de las resonancias magnéticas.
—Doctor Goodweather, no sé lo que sucedió. Salí un momento a tomarme un café. Estuve menos de cinco minutos fuera.
—¿A qué se refiere? ¿Pasó algo?
—Su paciente… ya no está en el escáner.
Jim Kent estaba hablando por su teléfono móvil fuera de la tienda de regalos del primer piso.
—En estos momentos le están haciendo unos exámenes —le dijo a su interlocutor—. Su condición parece empeorar con rapidez, señor. Sí, deben entregar los resultados de los escáneres dentro de un par de horas. No, no sabemos nada de los demás sobrevivientes. Creí que usted quería recibir esta información. Sí, señor, estoy solo…
Se distrajo al ver a un hombre alto y pelirrojo, vestido con un camisón, que avanzaba con pasos inseguros por el corredor, y arrastraba la sonda que tenía conectada a su brazo. A menos que Jim estuviera equivocado, se trataba del capitán Redfern.
—Señor, yo… acaba de suceder algo… lo llamaré más tarde.
Colgó y se quitó el cable del oído, guardándolo en el bolsillo de su chaqueta y siguiendo al paciente, quien estaba a unos cuantos metros de distancia. El hombre se detuvo brevemente y giró la cabeza, como si hubiera visto que alguien lo seguía.
—¿Capitán Redfern? —le dijo Jim.
El paciente dobló por el pasillo y Jim lo siguió, pero al dar la vuelta descubrió que estaba vacío.
Jim miró los carteles de las puertas. Abrió una que decía ESCALERAS y vio los descansos angostos de cada piso, así como un tubo plástico de suero que descendía por las escaleras.
—¿Capitán Redfern? —lo llamó de nuevo, y el eco de su voz retumbó en las escaleras. Sacó su teléfono para llamar a Eph, pero la pantalla decía SIN SERVICIO. Abrió la puerta que daba a un corredor, y no vio que Redfern corría hacia él desde un costado, pues estaba distraído con el teléfono.
Durante su búsqueda, Nora abrió la puerta de las escaleras y se encontró en un pasillo del sótano del hospital. Allí vio a Jim, sentado en el piso y apoyado contra la pared con las piernas estiradas. Tenía una expresión somnolienta.
El capitán Redfern estaba descalzo junto a él, de espaldas a Nora. Algo colgaba de su boca y derramaba sangre en el piso.
—¡Jim! —gritó ella, pero él no mostró ninguna reacción. Sin embargo, el capitán Redfern se puso rígido. Se giró hacia Nora, pero ella no alcanzó a ver lo que tenía en la boca. Quedó asombrada con el color de su piel, anteriormente pálida, y que ahora se veía vigorosa y sanguínea. La parte delantera de su camisón tenía manchas de sangre, al igual que sus labios. Lo primero que pensó es que estaba sufriendo algún tipo de ataque. Temió que se hubiera arrancado un pedazo de su propia lengua y estuviera tragando sangre.
Lo miró más de cerca y su diagnóstico se hizo más incierto. Las pupilas de Redfern estaban completamente negras, y la esclerótica roja, cuando debería estar blanca. Tenía la boca abierta en una mueca extraña, como si tuviera la mandíbula desencajada. Su cuerpo despedía un calor extremado, diferente a cualquier tipo de fiebre.
—Capitán Redfern —dijo ella, llamándolo una y otra vez, procurando sacarlo de su trance. Él avanzó hacia ella con una expresión de hambre rapaz en sus ojos vaporosos. Jim seguía inmóvil. Era obvio que Redfern se había vuelto violento, y Nora quiso tener un arma en la mano. Miró alrededor y sólo vio un teléfono de la red interna del hospital con el código de alerta 555.
Tomó el auricular de la pared, pero no había alcanzado a levantarlo cuando Redfern la lanzó al suelo. Nora se aferró al auricular, y el cable se desprendió de la pared. Redfern tenía la fuerza de un maniático. Se acercó a ella y le sostuvo fuertemente los brazos contra el piso brillante. El rostro de Redfern se contrajo y su garganta se estremeció; ella pensó que le iba a vomitar encima.
Nora estaba gritando cuando Eph cruzó la puerta como un rayo, golpeó a Redfern con todas sus fuerzas en el torso y lo derribó. Eph se enderezó y extendió una mano cautelosa para apaciguar a su paciente.
—Espere…
Redfern emitió un sonido sibilante. No como el de una serpiente, sino casi como si le saliera de la garganta. Comenzó a reírse con sus ojos negros, inexpresivos y vacíos. Utilizaba los mismos músculos faciales de la sonrisa, sólo que al abrir la boca parecía no querer volver a cerrarla.
Su mandíbula inferior se relajó, y algo carnoso y rosado que no era su lengua se asomó detrás de los labios. Era algo más largo, muscular y elástico, y se movía. Era como si se hubiera tragado un calamar vivo, y uno de sus tentáculos se agitara frenéticamente dentro de su boca.
Eph retrocedió. Agarró el soporte del suero para evitar que cayera y lo esgrimió en posición horizontal, a manera de arma, para mantener alejado a Redfern y a la cosa que tenía en la boca. Redfern le arrebató el estante de acero y sacó la cosa de su boca, que se extendía a dos metros de distancia, el mismo largo del soporte del suero. Eph la esquivó justo a tiempo. Escuchó el sonido producido por la punta del apéndice —tan angosto como un aguijón carnoso— al golpear la pared. Redfern lanzó el soporte al piso, partiéndolo en dos, y Eph cayó de espaldas dentro de uno de los cuartos que bordeaban el pasillo.
Redfern entró tras él, con una expresión hambrienta en sus ojos negros y rojos. Eph buscó desesperadamente algo con qué defenderse, pero sólo encontró un trépano sobre un estante. El instrumento quirúrgico tenía una cuchilla cilíndrica y giratoria, utilizada para abrir el cráneo durante las autopsias. Eph lo encendió, la cuchilla comenzó a girar y Redfern avanzó con su aguijón ligeramente retraído, aunque todavía afuera, con sus bolsas de carne palpitantes a los lados. Eph intentó cortárselo.
Falló, pero le arrancó un tajo del cuello. Comenzó a brotarle sangre blanca, igual a la que había visto en la morgue, aunque no manaba en la misma dirección de las arterias sino hacia delante. Eph soltó el trépano para impedir que las cuchillas lo salpicaran con el líquido. Redfern se llevó las manos al cuello, y Eph agarró un extintor de fuego, el objeto más pesado que pudo encontrar. Le dio tres golpes a Redfern, la cabeza de éste traqueó, y de su columna salió un crujido desarticulado y completamente horrible.
Redfern colapsó y su cuerpo se desplomó contra el piso. Eph soltó el tanque y retrocedió, horrorizado por lo que acababa de hacer.
Nora entró en el cuarto sosteniendo un pedazo del soporte, y vio a Redfern completamente desplomado. Soltó el arma y se abalanzó sobre Eph, quien la rodeó con sus brazos.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Ella asintió, y se tapó la boca con la mano. Señaló a Redfern, y Eph vio los gusanos saliendo de su cuello. Eran rojizos, como si estuvieran llenos de sangre, brotando como cucarachas que escapan de un cuarto cuando alguien enciende la luz. Eph y Nora se dirigieron hacia la puerta.
—¿Qué diablos acaba de suceder? —preguntó Eph.
Nora retiró la mano de la boca.
—El señor Sanguijuela… —dijo ella.
Escucharon un quejido en el corredor. Era Jim, y corrieron a ayudarle.