Capítulo 14
CUANDO la pasión menguó y Joseph yacía en silencio entre sus brazos, surgió otra clase de placer. El de acariciarle la musculosa espalda, el de acompasar su respiración con la suya, el de recorrer con los dedos el sedoso desorden de su pelo.
—Debería moverme.
Pronunció esas palabras en un suave gruñido, acompañado de un mordisco en el lóbulo de la oreja de Louisa.
Ella le dio una palmada en el trasero y le besó la mejilla.
—Todavía no. —No cuando aún estaba tan sobrecogida por la intimidad que la idea de apartarse de él la llenaba de tristeza.
Minutos más tarde, Joseph le besó la sien.
—Louisa, vamos a causar un desastre si alguien no va a buscar una maldita toalla.
—Mis pensamientos ya son un desastre. —Cosa que no le importaba en absoluto, lo cual era otra novedad.
Lo soltó y él se levantó, retirando su miembro de su cuerpo con una suave y húmeda caricia.
—No estés tan desolada, milady. La noche acaba de empezar.
Ella observó cómo se dirigía al agua, escurría la toalla y se limpiaba rápidamente los genitales.
—No eres muy delicado contigo mismo.
—No hace falta que lo sea. Tú eres un asunto muy distinto. —Parecía definitivamente un pirata cuando dirigió la vista hacia la cama—. ¿Una toalla, señora?
—¿Para qué?
—Para arreglar el desastre que ha armado tu esposo al derramar su simiente en tu interior.
No había poesía en sus palabras, pero Louisa aprobaba su franqueza. Así era como quería que él le hablara de asuntos íntimos: abiertamente y con una ceja arqueada a modo de desafío.
—Apreciaré una toalla. Y más apreciaré un esposo debajo de estas mantas para mantenerme abrigada.
—Tiene que haber alguno por aquí, en algún lado. —Con paso arrogante, regresó a la cama—. Probablemente yo te sirva por un rato, si prometes no robarme todas las mantas.
Louisa quería robarle el corazón.
—La toalla, por favor.
De hecho, comenzó a notar algo húmedo entre las piernas. Qué… curiosa y conyugal era aquella sensación.
Joseph le dio una suave toalla seca y se subió a la cama mientras ella se limpiaba.
—Tengo entendido que tienes intenciones de quedarte por aquí, ¿es así, esposa?
La miraba en la oscuridad.
Louisa dejó la toalla en la mesilla de noche y tuvo la impresión de que Joseph intentaba sonsacarla sin revelar mucho de sí mismo.
—Tengo planeado compartir esta cama contigo durante los próximos cuarenta años más o menos, Joseph Carrington. Si esa idea no te gusta…
Él terminó su frase por ella en un instante.
—Sesenta —gruñó—. Sesenta como mínimo, o setenta. Hay personas que llegan a vivir cien años, aunque si tenemos muchas más demostraciones de esta felicidad conyugal, deberíamos estar agradecidos por alcanzar los cuarenta y cinco. He sufrido heridas en la Península, ¿sabes?
Louisa lo cubrió con las mantas para silenciarlo.
—Me casé con un hombre que dice cosas absurdas.
Él suspiró y apoyó la frente en la suya.
—Un bruto que dice cosas absurdas. ¿Estás bien, Louisa? Nos hemos apasionado más de lo que quizá sería recomendable para un primer encuentro.
—No, no estoy bien.
Él se apartó y en su mirada había verdadera preocupación, incluso cierto temor.
—Estoy horriblemente arrepentido. Despertaremos a los criados y pediremos que te preparen un baño bien caliente. Del modo más humilde, te suplico…
Ella le cubrió la boca con una mano.
—Estás diciendo cosas ridículas otra vez, Joseph Carrington. No sólo estoy bien. Estoy decididamente complacida.
Y enamorada. También estaba decididamente enamorada de su esposo, pero eso no era conveniente ni digno y no valía la pena mencionarlo.
Joseph se tumbó junto a ella y dejó escapar un gran suspiro.
—Yo también estoy complacido.
Momentos más tarde, cuando Louisa dormitaba sobre el pecho de su esposo, se le ocurrió una idea.
—¿Sabes más versos de ese poema de Wilmot?
Al principio no estaba segura de que Joseph estuviese lo bastante despierto como para responder. Él le tocó el pelo en una lenta caricia y luego recorrió sus facciones, una por una. Recitó:
Eres mi vida y si te marcharas de mi lado
mil muertes cabrían en mi vida. Eres mi guía,
sin ti, amor, todo viaje se vuelve extravío.
Eres mi luz y sin la gloria de tu mirada
sobre mis ojos cae una noche eterna.
Mi amor, eres mi guía, mi vida, mi luz.
Joseph permaneció luego en silencio, acariciándole el pelo. Louisa se levantó y lo besó, para no decirle palabras del amor a un hombre que, en la oscuridad del dormitorio, le había dado tanto poesía como placer.
Y ante aquellos acompasados y sonoros versos llenos de sentimiento que le había ofrecido, ante la ternura de su mano acariciándole el pelo, Louisa abrigó la esperanza de que incluso su oscuro, cojo y a veces absurdo esposo quizá también estuviese un poco enamorado.
—Es demasiada pulcritud femenina la que honra mi mesa.
Joseph acompañó primero a su esposa, luego a Amanda y a Fleur, dándoles un beso a cada una en la mejilla. Desde su punto de vista, esperar que las niñas se comportasen bien en la mesa probablemente iba a arruinar la comida de ellas y la suya, pero esa mañana, si su esposa le hubiese pedido cenar con Lady Ophelia en la mesa, él mismo habría llevado a la cerda hasta el salón.
—¿Qué ha dicho papá? —Fleur se inclinó hacia Louisa para formular su pregunta, echándole un vistazo a su padre con incertidumbre.
—Ha dicho que hay demasiadas damas bonitas con él en el desayuno, lo cual lo hace desear ser más guapo —contestó Louisa.
Eso no era lo que había querido decir, ¿o sí?
—Papá es guapo. —Amanda parecía molesta ante la idea de que pudiese no serlo.
—Eres muy atenta, Amanda. Louisa, quizá puedas servirnos una taza a cada uno mientras yo preparo los platos para nuestras hijas.
Pero ¿qué comían los niños? Le molestó la pregunta y le molestó no saber la respuesta. Otro padre, un verdadero padre, la sabría.
Mientras observaba el aparador, se inspiró.
—¿Cómo les gustaría el desayuno a las señoritas? Tenemos tostadas con mantequilla, tortilla con nuestro propio queso blanco, arenque ahumado, carne, naranjas, jamón, tocino, el mejor tocino del reino, si he de decirlo, y también hay crêpes, ¿verdad, Louisa?
—Así es. Vamos a empezar con un poco de té, tostadas y huevos, y quizá una naranja.
No era mucho, pero le alegró saber que habían sido las mismas elecciones que él también había hecho para las niñas.
Joseph sirvió el desayuno para todos (el lacayo estaba misteriosamente ausente de su puesto) y se sentó en el extremo de la mesa, decidido a ignorar los torpes intentos de las niñas por ceñirse a los modales correctos.
—¿Puedo ponerle canela a mi tostada, por favor? —La infantil voz de Fleur interrumpió el esfuerzo de Joseph de cubrir de canela cada partícula cubierta de mantequilla de su tostada.
—Por supuesto. —Él le habría pasado la canela, pero la niña le tendió su plato.
Toda la comida transcurrió así, con intentos fallidos, traspiés y confusas señales de que todo parecía arreglarse de algún modo. Y, sin embargo, el desayuno no había sido exactamente terrible… no en el sentido que Joseph había temido.
—Después de montar a caballo todo el día de ayer, esposo, me pregunto si no te gustaría estirar un poco las piernas —inquirió Louisa, limpiándose los labios con la servilleta. Fleur y Amanda la imitaron con sobria precisión.
«Esposo.» Lo trataba así como si fuese la única forma de dirigirse a él a la que respondería.
—Por lo general, es así —respondió Joseph—. Hoy no tengo ningún deseo de montar, parece que nevará de nuevo, pero una breve visita al ganado es una buena manera de comenzar un día de descanso.
Un soldado de caballería cuidaba de su propio caballo. Por primera vez, lo sorprendió sospechar que un verdadero caballero inglés cuidaba de sus propios hijos sólo de manera indirecta.
Amanda clavó en su padre una ilusionada mirada.
—¿Podemos levantarnos?
—Por supuesto. Poneos las botas e id a buscar vuestras capas.
—¿Puedo…? —comenzó Fleur.
Joseph agitó una mano.
—Fuera de aquí las dos.
Eso fue un error, un paso en falso, porque Fleur agachó la cabeza y Louisa apretó los labios.
Era desesperante estar a merced de tantas mujeres.
—Aunque espero que ambas honréis la mesa del desayuno de nuevo mañana. No recuerdo cuándo he disfrutado más de una comida.
A su alrededor todas sonrieron, aunque esa vez había estado cerca. Cuando las niñas se dirigieron a la puerta y corrieron por el pasillo hacia la escalera, Joseph llenó la taza de té de su esposa y la suya… porque aún no tenía a mano la petaca.
—Me gustaría saber qué nota he sacado, por favor.
Louisa echó azúcar y crema en ambas tazas.
—Lo hemos hecho bastante bien, pero no era un examen, Joseph.
—¿Qué ha sido entonces?
Ella deslizó su taza junto a su mano y le palmeó los nudillos.
—Ha sido un desayuno. Cuando estén seguras con esta comida, agregaremos algún que otro almuerzo. Para cuando llegue el momento en que se recojan el pelo, una cena familiar no será ningún desafío.
Su esposa era una mujer guapa, incluso hermosa. A la luz de la mañana, su piel tenía un tono luminoso, sus ojos verdes brillaban y el sol arrancaba reflejos a su pelo oscuro.
Pero también era… adorable. Adorable a la manera de una mujer que se había tomado tiempo para ocuparse de las niñas y comprenderlas, adorable como una mujer que dormía abrazada a su esposo toda la noche. La sensación de protección…
Joseph bebió un sorbo de té y supo que andarse con rodeos era una cobardía.
Dejó su taza y miró por la ventana el frío y gris paisaje nevado.
—No son mías, Louisa. Ninguna de las dos.
—Son nuestras. —Ella le dio una palmada en la mano, pero él se la cogió, le dio vuelta y le apretó los dedos entre los suyos.
—No soy su padre. Amanda nació cuando no habían pasado ni ocho meses de la boda… Yo estaba en España y Cynthia no me notificó inmediatamente el nacimiento. Después, al volver, vi los registros de la parroquia. Hablé con la partera y me dijo que Amanda había nacido después de un tiempo de gestación normal. La misma partera me confirmó el día del nacimiento de la niña, que mi esposa había retrasado en casi dos meses.
Louisa no retiró la mano. Él la amaba por eso. Por eso y por muchas cosas más.
—¿Y Fleur?
—No había visto a Cynthia durante un año cuando Fleur nació. No debería haber pasado tanto tiempo en España sin un permiso, se podía hablar con Wellington de estas cosas, pero era más fácil…
Louisa le apretó la mano. Ese gesto debería haber hecho que se sintiese atrapado, pero en cambio se sintió reconfortado.
—¿Te culpas por ello, Joseph?
—Por supuesto que sí. Cynthia estaba desesperada por casarse conmigo, con un hombre al que sólo había conocido brevemente y que estaba socialmente por debajo de ella. Debería haberme dado cuenta de cuál era su situación y ahorrarle el matrimonio.
Louisa entrecerró los ojos.
—Ella tenía una familia que proteger. ¿Son hijas de Lionel, Joseph?
Él negó con la cabeza.
—Honiton lo niega y él estaba en Escocia cuando Fleur fue concebida. No sé quién es su padre, y como jamás le pregunté a Cynthia por el asunto, no tuvo oportunidad de decírmelo.
—Está bien. —Louisa bebió un delicado sorbo de té, pero mantuvo su mano en la de Joseph.
—Lo siento. Debería haberte puesto al tanto de estas cosas antes de la boda.
Y por qué no lo había hecho era algo que no quería analizar muy en detalle.
Louisa dejó su taza en el platillo y miró sus manos unidas con el cejo fruncido.
—No veo qué diferencia hay, Joseph. Nacieron del vientre de tu esposa. Legalmente, eres el único padre que tendrán. Las quieres y ellas te quieren a ti. ¿Qué importa todo lo demás?
Él meditó esas palabras para asegurarse de que comprendía su sentido, porque sentido tenían, y en abundancia.
—Soy el único padre que tendrán. —Se llevó la mano de Louisa a los labios y le besó la palma—. Y tú eres la única madre que necesitarán nunca.
—Exacto. ¿Más té?
Él no quería beber más té. Quería llevar a su esposa arriba y hacerle el amor otra vez. Quería agradecerle haber suavizado un peso que le había oprimido el corazón durante años; deseaba ponerse de rodillas, sobre su endeble y poco de fiar rodilla…
Se oyó un portazo en el piso de arriba.
—No más té, gracias. Será mejor que nos pongamos guantes y bufandas, para no demorar la salida que tenemos planeada.
Ella asintió, sonrió débilmente y permitió que Joseph la ayudase a ponerse en pie. Él se detuvo a su lado frente a la puerta, atento al jaleo de dos pares de pequeñas botas en la escalera principal.
—Louisa, gracias.
Ella lo miró.
—Sus modales no son ningún desafío, esposo. Lo único que he hecho ha sido formular una invitación y recordarles un par de cosas.
Él no pudo distinguir si Louisa no lo comprendía a propósito o si daba tan poca importancia al hecho de estar educando a las hijas de un desconocido. «Las quieres y ellas te quieren a ti. ¿Qué importa todo lo demás?» Decidió intentarlo otra vez.
—Gracias por eso, también.
Cuando le ofreció su brazo, ella se lo cogió y salió con él del salón del desayuno. Fuera amenazaba nieve y el cielo era de un gris plomizo, pero en el corazón de Joseph Carrington el sol intentaba abrirse paso entre las nubes.
Louisa alzó a Fleur por encima de una valla de madera, luego trepó tras ella y, cuando saltó al suelo, descubrió a su esposo mirándola con el cejo fruncido.
Era guapo hasta cuando fruncía el cejo y le pareció más guapo aún cuando le confesó, con sus ojos azules llenos de perplejidad y vacilación, que les había dado un hogar a dos niñas que no llevaban su sangre.
—No debes preocuparte.
Lo retuvo cuando él intentó salir corriendo detrás de las niñas.
—Quizá el estanque no esté del todo congelado, Louisa, y a su edad las advertencias son inútiles.
—Las mantendremos todo el rato al alcance de la vista y del oído, pero no es a eso a lo que me refería. —Entrelazó su brazo con el suyo para impedir que avanzara a zancadas por la nieve—. En la casa de un mero comerciante, jamás se incubaría el huevo de un cuco.
—Yo soy un comerciante, vendo un cerdo excelente, en caso de que no lo hayas notado.
—Pronto serás un barón y te has casado con la hija de un duque; en las familias nobles las cosas se toman de otro modo.
Él la miró consternado, como si el asunto de la conversación acabase de revelarse para él.
—Dios me salve de tener un título de barón; y en realidad serían dos «huevos de cuco». En su día me casé con una mujer que necesitaba un amigo, no un esposo. La abandoné para ir a jugar a los soldado por ahí, y tú sugieres que no debería preocuparme por las consecuencias.
«¿Jugar a los soldados?»
—Te has atormentado por esto desde la muerte de Cynthia, ¿no es así?
Él permaneció en silencio, con la vista fija en Fleur y Amanda, que chillaban con alegría mientras se arrojaban bolas de nieve.
—No debería haber dejado que ella soportase su carga sola, Louisa. Eso no es lo que significa el matrimonio. No puede serlo.
—Ciertamente, no debería serlo.
Y, sin embargo, a pesar de la carga que suponía para ella, Louisa no iba a hablarle del librito rojo. Aún no. Comparado con la vida de las niñas, unas niñas que no tenían ninguna responsabilidad ni control sobre sus circunstancias, un puñado de poemas subidos de tono tenían poca importancia.
Pensaría en eso más tarde, en privado.
—Yo le debo la vida a un niño.
Joseph tenía la vista fija en Fleur y Amanda, y Louisa tuvo la sensación de que esas palabras le habían costado un gran esfuerzo.
—Cuéntame.
Lo condujo a un banco que algún sirviente atento había limpiado de nieve y se sentó, mirando a las niñas en lugar de prestar atención a la extraña maniobra que Joseph tenía que hacer para tomar asiento a su lado.
—No hay mucho que contar. Yo solía llevar órdenes de un general a otro, o comunicados destinados a Portugal. España era… difícil. La corte de Napoleón tenía espías por todas partes, el territorio cambiaba de manos con cada campaña y los habitantes quedaban a disposición de cualquier autoridad armada que se encontrase en la zona. Intentábamos no involucrar a los civiles, pero un ejército debe comer. Debe beber. Debe dormir en algún lado.
Fleur lanzó una bola de nieve y, aunque apuntó a su hermana, se fue hacia las ramas de un pino, por encima de la cabeza de Amanda. La lluvia de nieve que resultó empujó a Amanda a perseguir a su hermana menor, ambas gritando amenazas mientras se abrían paso entre los arbustos y las plantas.
—Llevaba órdenes de la costa, se podría decir que era un asunto peligroso, cuando pasé por un pueblo que con frecuencia se hallaba en mi camino. Las monjas de allí tenían un orfanato junto a su convento y por todos lados se veía a niños haciendo labores de hombres. Trabajaban en los huertos, cavaban zanjas de irrigación y servían la comida en la cantina. Yo estaba famélico, la comida allí era barata y nutritiva y, como estaba en mi camino en ese viaje, me detuve en Vera Cruz.
Cada niña se había refugiado detrás de un arbusto y en el aire flotaban las amenazas de cuántas bolas de nieve tenía cada una para arrojarle a la otra.
—Montaba un buen caballo, aunque no era muy bonito. El maldito animal nunca me había fallado, nunca había pisado mal, pero el muchacho del establo, Sebastián, insistió en que tenía una herradura floja. Le pedí que buscase un herrero para que se la fijase mientras yo comía. Tenía que cruzar un territorio en el que ningún inglés en su sano juicio pondría un pie y quería reunirme con mi unidad antes de que cayese la noche.
Louisa apretó sus enguantados dedos alrededor de la mano de su esposo. ¿En qué momento sus dedos se habían encontrado?
—El herrero estaba durmiendo la siesta, según Sebastián. Cuando se despertó, tuvo que ir a buscar sus herramientas y luego tuvo que arreglar un problema entre su esposa y su abuela. Las abuelas son las que mantienen España unida, créeme, sé de lo que hablo. Perdí la mitad de la maldita tarde mientras Sebastián me transmitía una excusa tras otra.
Fleur amenazó a su hermana con enterrarla en la nieve; Amanda le contestó que cavaría y saldría a tiempo para ver qué le había traído Papá Noel y para decirle que su hermana menor era un demonio.
—Para cuando llegué a mi unidad, los habían masacrado a todos.
Louisa le pasó una mano por la espalda y reclinó la cabeza en su hombro.
Tenía sentido que un hombre que le debía su vida a un niño quisiera devolver ese favor, muchas veces multiplicado, a muchos niños. Esperó que Joseph se lo explicara, que compartiera con ella la maravillosa obra de beneficencia de la que era capaz, pero él permaneció allí sentado en el frío banco, tan inmóvil como una escultura de hielo, mientras Fleur y Amanda se reían y jugaban en la nieve.
Ella se quedó sentada junto a su esposo hasta que el cielo cada vez más oscuro y el viento cada vez más frío la obligaron a llamar a las niñas y regresar a la casa.
—Vosotras, las damas, y vuestros silencios. —Joseph le rascó detrás de la oreja a Lady Ophelia y recibió un bendito gruñido porcino como respuesta—. Estuve a punto de decirle, de informarla de que no sólo tenemos dos niñas bastardas, sino un pequeño regimiento.
Cambió de oreja y Lady Opie movió amablemente su gran cabeza.
—Debería emprender un viaje, porque de lo contrario, cuanto más tiempo pase en presencia de mi esposa, más rápido me transformaré en un hombre sin dignidad, sin orgullo.
«Sin secretos.»
Él deseaba ser un hombre sin secretos, sin secretos para Louisa, en todo caso. Pero ¿qué clase de fiestas serían aquellas Navidades si ponía todas sus cartas sobre la mesa matrimonial y era demasiado para el corazón de ella, incluso con lo pragmática y generosa que era?
—Me he convertido en la más patética de las criaturas: un hombre enamorado.
La situación era bastante desesperada, porque no sólo sentía entusiasmo por la compañía de Louisa y deseo de sus íntimas atenciones, sino también… respeto, cariño, deseo de protegerla y un anhelo de posesión que era ajeno a su naturaleza.
—Y después está el asunto de qué comprarle de regalo de Navidad, porque mi excursión de compras a la ciudad se desvió por completo hacia otras prioridades. —Miró a su amiga—. Una cerda como mascota sería una novedad. Si tu progenie crece hasta alcanzar tu tamaño, quizá me ahorre tener que comprar los ponis.
Al parecer, Lady Ophelia se ofendió por el comentario, pues se apartó de la mano de Joseph y se dejó caer en la paja de su pocilga.
—No estés triste. Tal vez vuelvas a encontrar el amor en primavera, milady. Todos nos perdemos algún baile de vez en cuando.
Ella lo ignoró. Joseph le puso un poco más de alimento en el comedero, le deseó un buen día y consideró la idea de regresar a la casa. Las damas estaban preparándose para la visita a Moreland. Y, por supuesto, Joseph no les permitiría enfrentarse a semejante desafío sin su escolta.
Todavía faltaban algunos días para la Navidad. No quería pasar las fiestas guardando secretos en su corazón, pero iba a tener que encontrar el momento correcto para revelar la situación de Surrey.
Sin embargo, lo animaba pensar que Louisa no había parpadeado al saber que sus hijas eran de otro padre. Uno o dos «huevos de cuco», como las había llamado, no habían amedrentado a su esposa en absoluto.
Catorce podían ser un asunto completamente distinto.
—Está visitando a Lady Opie —le confió Fleur mientras llevaba a Louisa hacia la casa—. Es la mejor amiga de papá. Soneto también es su amigo, pero él es un caballo y a veces se pone de mal humor. Lady Opie en cambio nunca lo hace.
—Ophelia es una dama formidable —replicó Louisa. La cerda era enorme, aunque bastante apacible para su tamaño—. ¿Deberíamos comprarle un regalo de Navidad y otro para Soneto?
—Oh, seguro que les encantaría —respondió Amanda, cogiéndole la otra mano—. Los dos comen zanahorias y tenemos toneladas y toneladas en las bodegas de verduras. A papá no le gustan las zanahorias.
—¿Cómo podéis saber algo así?
—No lo sabemos —dijo Fleur—. Pero a nosotras no nos gustan las zanahorias y, si tú crees que a papá tampoco, no las pondrás nunca en nuestros menús.
Amanda miró a Louisa con sus grandes ojos azules.
—Eso también querrá decir más para Soneto.
—Sois un par de pícaras. Sus excelencias os adorarán, pero nada os salvará de tener que comer alguna que otra zanahoria. Debéis aceptar vuestro destino con dignidad.
Cuando Louisa mencionó a sus padres, las niñas hicieron muchas preguntas y muchos «qué pasa si…»: «¿Qué pasa si el duque y la duquesa quieren que vayamos a vivir con ellos?».
Pero Louisa no iba a hacer su primera visita de casada a sus padres con el viejo y abrigado vestido que se había puesto para ir al establo, de modo que envió a las niñas a su habitación a preparar listas de regalos adecuados para Soneto y Lady Ophelia, recogió la correspondencia del día y se dirigió a la biblioteca.
Sólo para detenerse en seco ante la puerta.
Reconoció la naturaleza de la carta por la letra. La puso en el fondo de la pila, cerró la puerta de la biblioteca tras de sí y se dirigió al escritorio de su esposo.
Antes de abrir el sello, sacó la horrible nota que había encontrado en el libro contable de Surrey y comparó la letra.
—Alguien intenta hacernos sufrir a ambos. Alguien con una letra abominable.
Abrió la misiva y la leyó rápidamente, para que Joseph no descubriese la puerta cerrada con llave y se alarmase.
¿No se sorprendería tu esposo al descubrir que está casado con una dama que tiene la imaginación de una prostituta? ¿No se sorprendería toda la sociedad? Y pensar que un poco de dinero podría ahorrarte esta vergüenza… o quizá mucho dinero.
Louisa no arrojó la nota al fuego por más ganas que tuviera de hacerlo, sino que se la guardó en el bolsillo, abrió la puerta y regresó para sentarse al escritorio.
Por primera vez en la vida le resultaba difícil pensar. Sólo faltaba encontrar alrededor de una docena de libros, según el último cálculo de Westhaven, pero únicamente haría falta un maldito ejemplar y el futuro de Louisa, y probablemente el de su matrimonio, estaría arruinado.
Pronto, después de un par de notas más con la finalidad de perturbarla y empujarla a la desesperación, llegaría un reclamo de dinero. Louisa disponía de fondos —la asignación de Joseph para la casa era generosa y ella había ahorrado su paga mensual durante años—, pero eso no resolvería el problema, porque siempre habría una demanda más.
El problema sólo tenía dos soluciones. La primera era identificar al estafador y aniquilarlo. La segunda, no más fácil que la primera, era conseguir todos y cada uno de los ejemplares del libro y destruirlos.
Y, para que se produjera cualquiera de las dos soluciones, haría falta un milagro.
—Estoy buscando un libro.
Christopher North recorrió a su cliente de arriba abajo con la mirada, evaluándolo: decente, elegante, aunque tenía los puños raídos, la costura de uno de los codos del abrigo un poco rota, y las puntas de sus caras botas mostraban bastante uso y falta de cuidado.
Calidad original pero sin mantenimiento.
—Me jacto de conocer mi inventario muy bien, buen señor. ¿Qué libro busca?
—Poemas para amantes. Es un pequeño volumen de cubierta de cuero rojo y sé que lo tiene porque empeñé mi copia hace sólo dos semanas, junto con una caja de otros libros de similar naturaleza.
El joven aristócrata recordaba mal el título. Si un hombre poseía algo tan precioso como un raro volumen de poesía, y uno de muy buena poesía además, al menos debería recordar su título correcto.
—Me temo que insiste en algo que nace de un malentendido, amigo. —North le dedicó una brillante sonrisa a su cliente, aunque el hombre no parecía tener ni una pizca de alegría navideña—. Soy dueño de una librería. Vendo libros. No poseo una casa de empeños, y si la tuviese…
El joven hizo un gesto en el aire con la mano.
—Ahórreme los detalles comerciales. Necesito recuperar ese libro, si me hace el favor.
«Felices fiestas para usted también.»
—El ejemplar ha pasado a manos de otro cliente y dudo que lo traiga de vuelta.
Aunque North intentaba mantener un tono compasivo, en su corazón sabía que el pequeño volumen había terminado exactamente donde debía estar. Un vendedor de libros refinados tenía un instinto especial para esas cosas.
—Describa a ese otro cliente. ¿Era un hombre de la ciudad? Necesito ese libro.
—¿Es para hacer un regalo?
Los ojos del cliente se tornaron recelosos, delatando un intento de ocultar algo, a menos que North estuviese muy equivocado.
—Por así decirlo, debería ser un regalo. Lo he intentado en cada librería en diez calles a la redonda y nadie tiene ni un solo ejemplar a la venta. Sé que estaba en la caja que mi hombre le trajo. Dígame dónde puedo encontrar a ese otro comprador; un nombre sería de gran ayuda, o el emblema de su anillo o de su carruaje, y no lo molestaré más.
No estaba ofreciéndose a pagar por la información, ni había examinado la tienda para simular que iba a hacer alguna otra compra. La señora North tendría varias palabras para dedicarle a una persona así.
—Me temo que el caballero que busca no llevaba anillo de sello, ni llegó en un carruaje para que pudiese ver su escudo de armas.
Sir Joseph había dejado su tarjeta y su dirección exacta, por supuesto, pero North no iba a darle ninguna de las dos cosas a semejante espécimen.
—¿Qué hay de un nombre? Si compró un libro, debió de darle sus señas particulares o algo de dinero entonces.
—Pagó en efectivo y no tengo otra información del caballero más que el hecho de que se marchaba al campo para las fiestas. —North esbozó una sonrisa en dirección a las señoritas Channing, que estaban al otro lado de la tienda, clientes regulares. Las dos ancianas eran ávidas lectoras en varias lenguas.
—¿Qué más compró?
Por la forma en que el hombre fruncía el cejo y por cómo se golpeaba el muslo con los guantes, North concluyó que no sólo estaba decidido, sino desesperado. El libro no debía caer en manos de alguien como él. Hasta la señora North estaría de acuerdo en que había llegado el momento de las evasivas.
—Parecía un caballero muy educado, escogió tres libros de poesía en español del mismo estilo, tres ejemplares de Los viajes de Gulliver y un libro acerca de la historia de las carreras de caballos en Surrey.
El aristócrata se aferró al único destello de información veraz en todo el discurso.
—¿Surrey?
«Maldición.»
—Una compra de último minuto. Estaba claro que el caballero no era un experto jinete, si eso es lo que está pensando. —Aunque tenía aspecto de ser precisamente eso.
El hombre frunció el cejo aún más.
—¿De dónde saca esa conclusión?
La conclusión a la que North había llegado era que quería que aquel molesto truhán se fuera de su tienda. Exhibió una expresión de excesiva amabilidad.
—¿Para qué necesitaría un jinete tres ejemplares de Los viajes de Gulliver? —Sonaba como si estuviese pensando y era una improvisación bastante buena. North decidió intercalar un poco de verdad para variar—. Además, tenía una leve cojera. Dudo que se arriesgase a sufrir una nueva herida practicando un deporte ecuestre; además, está claro que le gustaba la poesía. ¿Qué jinete recitaría poesía en español?
El joven dejó de fruncir el cejo, pero le volvió la apariencia conspiradora al tiempo que murmuraba para sí mismo.
—Cojea, recita poesía, habla español, tiene una casa en Surrey y compró tres ejemplares de Los viajes de Gulliver. No tenía anillo de sello ni exhibía ningún escudo de armas.
—Y no dejó nombre ni dirección que pueda darle —añadió North con la incómoda sensación de que no había hecho lo bastante para despistar a aquel perro del rastro de sir Joseph—. ¿Podría mostrarle algún otro volumen de poesía, señor?
El muy arrogante ya estaba poniéndose los guantes y echándose la bufanda por encima de un hombro con esa clase de estilo que los jóvenes confundían con la gracia masculina. En lugar de la mirada conspiradora, exhibía ahora una sonrisa, lo que le causó a North un principio de dispepsia.
—No necesito ninguno, pero si encuentra algún otro ejemplar de ese libro, guárdemelo.
La puerta se cerró de golpe con un alegre tintineo de los cascabeles que pendían de ella, y North abrigó la esperanza de que sir Joseph y su dama pasasen las fiestas sin tener que sufrir la visita del inútil sinvergüenza que acababa de salir de su tienda. El anciano había hecho lo posible por asegurarse de que así fuese; la señora North estaría de acuerdo.
Se volvió sonriendo hacia las señoritas Channing y les tendió la mano.
—Mis queridas damas, es un hermoso día cuando tienen la delicadeza de honrar mi tienda con su presencia. ¿Qué han encontrado de interesante en esta encantadora tarde navideña?