Capítulo 15
UN hombre había alcanzado un estado lamentable cuando se preocupaba por que su cerda favorita padecía migrañas. Lady Opie no era el animal sociable que solía ser y, sin embargo, estaba bien de peso (de hecho, su peso era espectacular) y no parecía que le faltase nada.
Joseph la dejó echada y decaída en la paja de su pocilga. Soneto le resopló desde el potrero adjunto. Joseph se acercó al cubículo y le rascó la peluda barbilla.
—Mendigo desvergonzado. ¿También quieres una zanahoria?
Visitar al caballo le daba la oportunidad de demorar otros cinco minutos la visita a los padres de Louisa, así que se dirigió a la reserva de zanahorias almacenadas en la sala de las monturas.
¿Qué dirían sus excelencias del puñado de niños desamparados de Joseph? Moreland no había sido un santo antes de casarse (pocos herederos ducales lo eran), pero sus hijos bastardos se limitaban a dos y los había educado a ambos bajo su propio techo.
Joseph escogió una zanahoria de aspecto decente y, sin darse cuenta, empezó a masticar el extremo cuando descubrió una pequeña misiva plegada en el sillín de la montura de Soneto.
—Maldito sea. —Reconoció la letra. La maldita cosa había estado allí, donde cualquier mozo de cuadra podía haberla visto y llevado a la casa.
No había dirección, sólo su nombre a secas.
Carrington:
El último hombre que tuvo doce bastardos al menos lucía una corona y le otorgaba títulos a su progenie. ¿Qué puedes legarles tú a los tuyos que no sea escándalo y notoriedad? Y pensar que un poco de dinero podría ahorrarte esta vergüenza… o quizá mucho dinero.
—Maldito, maldito… —Arrugó la nota con furia en el puño y luchó con el impulso de soltar una retahíla de blasfemias. Habría más notas, más amenazas, y cuando el despreciable cobarde que intentaba aprovecharse de unos niños inocentes para sacar beneficio se mostrara, habría otro duelo, como mínimo.
La idea hizo que Joseph se detuviese antes de salir del establo. Apuntó y lanzó la zanahoria para que aterrizara directamente ante los grandes cascos de Soneto.
Sólo había una persona que estuviera al tanto de su considerable riqueza personal y que tuviese alguna idea de la índole de su casa de Surrey. Esa persona necesitaba dinero y tenía algunos discutibles motivos para guardarle rencor.
Al día siguiente era Nochebuena, y Joseph no iba a pasar las fiestas buscando a Lionel Honiton y dándole una paliza al muy cabrón, tan remilgado y con tanto encaje, pero se prometió en secreto que el Año Nuevo de Honiton comenzaría de un modo verdaderamente memorable.
—Esa nota parece preocuparte.
Louisa alzó la vista y se encontró a su esposo mirándola desde la puerta de su salón privado.
—Es de Sophie. —Cruzó la habitación y le tendió el papel—. Dice que hoy nos reuniremos todos los hermanos en Sidling, para cocinar pasteles. La idea es doble: prepararnos para la fiesta de recepción en casa de sus excelencias mañana y sacar a mis hermanos de Moreland.
Louisa quería unirse a sus hermanos, pues tenía muchísimas ganas de verlos, aunque también quería permanecer entre los brazos de su esposo y desnudar su alma ante él.
Joseph leyó la nota.
—No puedo creer que tus hermanos sean de alguna ayuda en la cocina.
—Rothgreb mantendrá a los muchachos encerrados en su estudio, bebiendo ponche de huevo con especias y escuchando sus historias.
Algo en la expresión de Joseph se volvió difícil de descifrar mientras permanecía quieto en el umbral.
—Entonces, ¿no necesitarás que te acompañe?
Había sido una pregunta, pero no sonó así. Louisa lo arrastró dentro, cogiéndolo de la muñeca.
—Por supuesto que necesitaré que me acompañes. Si no, mis hermanas me mantendrían prisionera hasta la primavera, interrogándome sobre la vida de casada, sobre nuestras hijas y sobre cuál será el nombre de nuestro primer hijo.
—Son un grupo bastante intimidante.
Louisa entrelazó los dedos con los suyos y lo besó en la boca, sólo porque estaban casados y podía hacerlo.
—Un grupo animado y un poco… atrevido. Papá afirma que hemos salido a él, pero yo he visto la forma en que la duquesa lo mira cuando cree que están en privado.
—Louisa Carrington, escandalizarás mis oídos de hombre recién casado.
Joseph bromeaba, pero a Louisa la palabra «escandalizar» le molestó.
—Ven conmigo a casa de Vim y Sophie, Joseph. Las niñas se decepcionarán por no ir a Moreland, pero se mantendrán ocupadas recortando copos de nieve y estrellas de papel y pidiendo deseos.
—Gastando papel muy caro, quieres decir.
Ese comentario no era en absoluto propio de él.
—¿Hay algún problema, Joseph?
Él dudó y, por un instante, Louisa estuvo segura de que sabía lo de los libros, la poesía y todo el desastre.
—Tu familia en grupo me recuerda cómo era enfrentar un asalto de la caballería francesa. Sin embargo, supongo que tendré que someterme y que Rothgreb no les permitirá que me ataquen.
—Los maridos de mis hermanas tampoco, y, llegado el caso, anoche me pareció que te gustaba que te atacasen.
Ella ciertamente había disfrutado al hacerlo.
Él cerró la puerta y pasó el pestillo con un suave sonido; de golpe, su expresión se volvió muy concentrada.
—¿Tú llamas a eso un ataque, Louisa Carrington? ¿Tú llamas a esas dulces y tiernas caricias de una flamante esposa que se sonroja un ataque?
Comenzó a desabrocharse el chaleco y a ella se le aceleró el corazón.
—Tienes mucho que aprender. —Sus botas golpearon el suelo con dos ruidos sordos—. Siempre será un placer enseñarte.
—Joseph, no es media mañana todavía, estoy completamente vestida…
—Cosa que puede remediarse de inmediato si hace falta. —Se quitó la camisa por encima de la cabeza y Louisa vio que un botón salía disparado y volaba por el salón hasta aterrizar en el alféizar de la ventana.
—Sir Joseph Carrington, no puedes estar contemplando en serio que… ¡oh!
Él la cogió en brazos y la levantó contra su pecho.
—No estoy contemplando nada, mi amor. La contemplación es para los eruditos y para los colegiales en penitencia. —Se dirigió con ella en brazos a la habitación que compartían, la dejó caer sobre el colchón y luego la cubrió con su cuerpo semivestido.
No se marcharon hacia Sidling hasta que hubo transcurrido una hora más, el tiempo que sir Joseph y su esposa se dedicaron a atacarse completa, tierna y maravillosamente.
Louisa se estrechó contra el costado de Joseph con la esperanza de que el calor de su cuerpo fuese de algún consuelo para su pierna en los fríos confines del carruaje. Arrastrarla a sus habitaciones, arrastrarla y atacarla, no podía haber sido bueno para él.
—Deberíamos hacer que en la cocina mantengan ladrillos calientes todo el tiempo mientras la familia esté en casa. Es probable que haya muchas visitas en las próximas dos semanas.
—¿Debemos llamar a los refuerzos? —Le rodeó los hombros con un brazo, pero ella advirtió la incomodidad que había en su voz.
—No estás acostumbrado a la familia, ¿verdad?
Joseph dejó escapar un suspiro; probablemente era la reacción de un hombre que tampoco estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas, mucho menos una esposa.
—Perdí a mis padres muy joven y luego me criaron dos tías solteras; Fleur y Amanda se llaman así por ellas. Para mí, familia es un puñado de parientes queridas, ancianas y cariñosas, y no puedo ver que los Windham tengan una sola de esas características.
—Dales algunas décadas.
Louisa sintió que él se apoyaba contra su sien, lo que la impulsó a suspirar a su vez. Joseph era sorprendentemente cariñoso cuando estaban en privado.
—¿Has comenzado a buscar alguna obra de beneficencia para hacer una donación? Westhaven me mirará reflexivo y con desprecio durante los próximos cinco años si falto a esa parte del acuerdo.
—Hace eso, ¿verdad? Mira reflexivamente y con desprecio. Cuando contempla a Anna, en cambio, se remueve en su asiento y esboza algo parecido a una sonrisa.
Y luego siguió un análisis del árbol genealógico: Anna y Westhaven, Emmie y St. Just, Sophie y Sindal, Valentine y Ellen, Maggie y Hazelton, y (aunque ellas todavía eran solteras) Eve y Jenny, con las que Joseph había bailado. Había bastante tiempo antes de que comenzara la fiesta para hablar del tío Tony, la tía Gladys y los primos.
—El batallón de ataque embiste primero —murmuró Joseph, ayudando a Louisa a apearse del carruaje.
—Ese batallón eran los primeros que atacaban después de un asedio —dijo Louisa, mirándolo con curiosidad—. Es una sombría comparación, Joseph.
—Supongo que sí. —Ella lo cogió del brazo—. Pero los que sobrevivían al ataque eran promovidos en el terreno y llegaban los primeros al botín de guerra.
—Creo que nosotros ya hemos disfrutado del botín de guerra —señaló Louisa mientras se acercaban a la mansión Sidling—. ¿A qué te promoverán?
—A cuñado.
No parecía contento con la idea, pero Louisa tenía que admitir que la multitud de los Windham en aquella vieja mansión resultaba bastante intimidante. Pensó que había abrazado y besado y besado y abrazado durante horas, antes de que sus hermanas intentasen arrastrarla en dirección a la cocina.
Westhaven le cogió la mano antes de que el secuestro tuviese realmente lugar.
—Necesito hablar con la dama de sir Joseph, suponiendo que pueda dedicarle un momento a su querido y viejo hermano.
Westhaven era su querido hermano. Nunca sería viejo, no en el inofensivo sentido en el que él lo decía. Louisa se cogió de su brazo.
—Como han obligado a mi esposo a ir al estudio para cumplir sentencia con el resto de los hombres, puedo dedicarte un minuto.
Westhaven la escoltó hasta un pequeño salón sin fuego encendido. Era una estancia cómoda, llena de cojines bordados, invernales rayos de sol y pinturas de personas sonrientes… Probablemente fuese un salón familiar.
—Tienes buen aspecto, Louisa. Parece que el matrimonio te sienta bien, ¿verdad?
Parecía avecinarse un fraternal interrogatorio, pero ella también advirtió que Westhaven estaba realmente preocupado e intentaba no demostrarlo.
—Mi matrimonio con sir Joseph me sienta muy bien. Espero que podamos cumplir con el requisito de darles nietos a sus excelencias, algo de lo que están ansiosos, como prueba de lo bien que nos llevamos. —Se soltó del brazo de su hermano—. ¿Tienes que hacerme alguna pregunta más, o puedo ir a recibir la porción de masa que me corresponde, mientras mis hermanas me someten a su propio interrogatorio?
Él le dio un golpecito en la nariz, en un gesto que no era en absoluto propio de él.
—Todavía no. Tengo un regalo para ti. —Buscó algo detrás de una silla y levantó un saco de lino.
—Hay una moda, cada vez más extendida, que consiste en envolver los regalos en papel decorado o en tela —dijo Louisa.
El saco estaba atado con cinta roja; todo un gesto por parte de su hermano, no cabía duda.
—Ábrelo, Lou. Feliz Navidad de parte de todos nosotros, y de Victor también, me parece.
La mención del hermano que había perdido la batalla contra la tisis muchas Navidades atrás hizo que Louisa observase con atención las facciones de Westhaven.
—No hacía falta que me compraseis nada, tú lo sabes. Si no fuese por mi familia, doscientos volúmenes de un potencial escándalo andarían sueltos por ahí. De este modo, sólo veintisiete…
Él negó con la cabeza.
La leve irritación que le había producido su dramatismo desapareció y se mezcló con la alegría navideña por ver a la familia, dejándole la sensación de que el momento se había vuelto significativo.
Dejó el lazo en una silla y miró el contenido del saco. Vio un montón de pequeños volúmenes rojos, unos más usados, otros intactos, y todos con el título de su potencial perdición.
Louisa Windham Carrington sabía muchos idiomas, incluidos algunos antiguos y modernos. Se escribía con las mentes más educadas del reino acerca de astronomía, matemáticas, ciencias naturales y economía. Había leído más latín que los eruditos más importantes de Cambridge y podía recitar más poesía que los prodigios literarios de Oxford.
Pero sólo encontró una palabra para decirle a su hermano.
—Gracias.
—Están todos ahí excepto uno —explicó Westhaven—. Podemos deducir casi con toda certeza que ese único ejemplar está en el fondo de algún río, enterrado con algún valiente soldado de caballería en el Continente o acumulando polvo en el desván de algún anciano cascarrabias. Tus problemas han terminado, Lou. Nos ha llevado años y el esfuerzo de todos los hermanos y de algún otro pariente, pero gracias a Dios y a sus ángeles los hemos encontrado todos.
Su sonrisa era tierna, triunfal y cariñosa y, al tiempo que Louisa permitía que la abrazase, fue consciente de que su hermano y ella estaban compartiendo un bonito momento lleno de gratitud, amor familiar y lealtad.
Todo ello habría sido un muy buen presagio si Louisa hubiese creído realmente que ese último volumen estaba pudriéndose en el fondo de algún oscuro río.
Sin embargo, sabía que eso no era verdad. El último y más importante ejemplar de aquel libro infernal estaba en las blancas manos de un hombre con el que Louisa había bailado un vals. Uno al que había tratado con toda cortesía y al que alguien debía detener como fuera.
—Me gustan estas fiestas —declaró el regente, masticando un bocado de budín de ciruelas—. Hace un tiempo horrible, eso es verdad, pero la buena comida y los buenos amigos abundan. Déjame ver ese menú una vez más.
Tendió sus regordetes dedos en dirección a Hamburg, que le entregó el documento que pedía (tenía cinco hojas), sacado de un delicado escritorio a algunos metros del fuego.
Su alteza real desvió la mirada de su bandeja.
—Besugo, estás mirando mi budín como un niño mendigo. Eso queda feo, muchacho.
El sirviente dirigió la mirada a los querubines que adornaban alegremente el techo.
—¿Crees que ocho postres…? Oh, esto no funcionará. No hay nada de chocolate entre ellos. A mis amigos les gusta mucho el chocolate.
Los amigos de su alteza real eran principalmente mujeres, sobre todo una en particular. Hamburg intercambió una mirada con el lacayo, que confirmó que compartían la misma opinión acerca de alterar el menú cuando las cocinas habían comenzado hacía mucho tiempo a preparar la comida navideña.
—Quizá su alteza real pueda obsequiar a sus invitados con pastillas de chocolate o servirlas entre los platos de los postres…
Más budín de ciruelas desapareció en el buche real.
—Supongo que podemos hacer eso. Cuando te marches, dile a Mortenson que venga a verme. Se quejará y lloriqueará acerca de los gastos, pero es Navidad, ¿no? Los dueños de las tiendas estarán felices de tenernos como clientes.
—Durante décadas. —Dada la gran cantidad de dulces que compraban.
—Besugo, ¿estás intentando adularme para ganarte mi favor?
Bueno, sí, lo hacía, pero el sol estaba a punto de ponerse y Hamburg creía que iba a poder experimentar el espíritu de las fiestas esa noche, a menos que alguien se interpusiese para detener su entusiasmo navideño.
—Por supuesto que no, su alteza real.
—No es la mejor respuesta, pero asumiremos que eres honesto. Sin embargo, has sido demasiado escrupuloso, y por tanto debes ser castigado por tu virtud.
Sólo en la casa del regente un hombre bueno sería castigado por su virtud.
—Me gusta servir a su alteza real.
El príncipe esbozó una sardónica sonrisa.
—Vives para quejarte de tu servicio, así que te perdonaremos tus inclinaciones. El día de Navidad irás a ver a sir Joseph Carrington y le informarás de su título. Me gustaría dejar claro, en el día del sagrado nacimiento, que siento un especial afecto por ese leal sirviente, especialmente si nuestro querido amigo mantiene a todo un regimiento de niños pobres al margen de la caridad de las capillas.
Hamburg miró, a su pesar, cómo el trasero real se levantaba de una silla bien mullida.
—Las cartas de los nombramientos están… —El regente recorrió la habitación con la vista—. Allí, sobre la chimenea. —Chasqueó los dedos—. Por favor.
El lacayo fue a buscar los documentos atados con un lazo y se los dio al soberano.
—¿Entiendo que su alteza real quiere que esto sea entregado el mismo día de Navidad?
—Al día siguiente no causaría la misma impresión, ¿no es así? Se recompensa a los comerciantes y a las órdenes más bajas ese día.
—Por supuesto. Será en Navidad.
—Así es. ¿Lo ves? Tienes el honor de transmitirle la decisión real a un destacado y leal oficial. Sir Joseph probablemente habrá llevado a su esposa a la casa familiar de Kent. Si te marchas ahora, estarás a tiempo de causar sensación en la fiesta anual de Moreland. Cuidado con el ponche. La duquesa no permite que un invitado pase sed y, aunque la libación es deliciosa, también patea como una mula.
Como si el duque de Moreland fuera a beber ponche con un sirviente, por más de Carlton House que fuera… El lacayo meneó la cabeza ligeramente, con conmiseración, al tiempo que el regente se sentaba para dar buena cuenta de otro trozo de budín de ciruelas.
—Puedes llevarte uno de los carruajes. Uno de cuatro caballos irá bien. Uno de seis puede ser tedioso cuando los caminos están mojados. Dos postillones y la librea completa, ya sabes lo que hay que hacer.
—Por supuesto. Un carruaje de cuatro caballos, dos postillones. —Lo que convertía el viaje en un asunto completamente distinto. Los carruajes reales eran muy cómodos y Kent no estaba muy lejos. Además, cuando el carruaje del príncipe de Gales se acercaba por el camino, todo el mundo se paraba a mirar.
—Márchate. —La mano real se agitó lánguidamente—. Feliz Navidad, besugo, y Crenshaw tiene una pequeña cosa para ti, para que no pases frío mientras viajas.
Un joven fornido, con peluca y librea de lacayo se hallaba junto a la puerta, sosteniendo una caja de madera que parecía llena de… botellas.
—Su alteza real, sólo voy a Kent.
—Chis. Necesito paz y tranquilidad para examinar el menú.
—Feliz Navidad y gracias.
—Feliz Navidad, besugo, y procura que el cochero no se emborrache. Les tengo aprecio a nuestros animales.
Lo único que salvó a Joseph fue el tiempo que tardó el mensajero. Llegó cuando Louisa estaba arriba, terminando con los últimos detalles de su atuendo. Veinte minutos antes o después y ella también se habría enterado en el mismo momento que Joseph de la muerte de su primo, Hargrave.
—No sufrió en los últimos momentos, señor… quiero decir, milord.
—Señor está bien. Nada es oficial todavía.
Rogaría a Dios que arreglar los trámites legales llevase meses. Con frecuencia, los títulos tardaban mucho en llegar y, desde luego, Joseph no iba a acelerar el proceso.
El lacayo parecía estar a punto de discutir con Joseph por rechazar un tratamiento más formal, pero una mirada a su cara bastó para zanjar el asunto.
—Es usted bienvenido aquí, por supuesto, si quiere quedarse a pasar las fiestas —dijo Joseph. El hombre, de edad madura, tenía la figura de un jinete, no medía más de un metro y medio y su aspecto era a un tiempo marchito y juvenil—. La cocinera lo alimentará hasta que no pueda más y estoy seguro de que hace días que han colocado la ponchera en el vestíbulo de los sirvientes.
—Un trago de bebida no vendría mal, mil… señor. El viejo, ejem, el señor Sixtus Hargrave Carrington me dio una carta para usted y un mensaje.
Joseph cogió la hoja de pergamino plegada y sellada, con su nombre garabateado en el exterior.
—Gracias. ¿Cuál era el mensaje?
El hombrecillo se tiró de una de las rojas orejas.
—Dijo que me asegurase de decirle «Feliz Navidad», porque la suya sería probablemente la mejor que había pasado en cincuenta años.
—¿Y su viuda? —Perder a un esposo en la época navideña no debía de ser nada fácil.
—Debería haber visto usted a los solteros revoloteando a su alrededor durante el funeral, mil… señor. Saldrá adelante y el señor Carrington no envidiará su diversión tampoco. Estuvo a su lado mientras vivió. Él no esperaba nada más.
Joseph asintió y frunció el cejo, mirando la carta.
—Vaya a la cocina y gracias por traer las noticias en persona.
El hombrecillo hizo una reverencia al marcharse, dejando a Joseph a solas con la última carta de Sixtus Hargrave Carrington. Reacio, abrió el sello, porque el hecho de tener algo suyo que leer significaba que los asuntos de Hargrave en la esfera de los mortales no habían concluido.
Mi querido Joseph:
Mientras lees esto, yo retozo en el reino celestial con las náyades y las musas, con mi cuerpo devuelto otra vez al vigor juvenil del que tú todavía disfrutas. La Deidad me ha concedido mi más profundo deseo de Navidad y ha puesto fin a mi sufrimiento: no te atrevas a recriminarle Su gesto hasta que tú mismo estés destruido por la enfermedad y hayas perdido toda dignidad en tus últimos años.
Lamento que, al morir sin descendencia, eso signifique que tú recibas ahora la carga del maldito título, como lo has llamado siempre, pero creo que descubrirás que el título de barón viene con más bendiciones de las que habrías supuesto.
Sé amable con Penelope, por favor. A pesar de su juventud, ha sido una buena esposa para mí. Habrá recibido una buena herencia, de acuerdo con mis deseos y con lo que se merece. Confío en que no permitas que los cazafortunas se aprovechen de su generosa naturaleza mientras está de duelo por mi muerte.
La propiedad asociada al título de barón es un lugar adorable que tuve ocasión de visitar hace sólo algunos años. No esperes hasta la temporada de urogallos para verlo por ti mismo. Mi último deseo, Joseph, es que, con tu nueva esposa, hagáis un viaje al norte, donde está el que ahora es tu hogar familiar. Yorkshire en primavera es glorioso, un complemento perfecto para tu nuevo matrimonio.
Confía en mí, querido muchacho. Lleva el título con orgullo y honor. Siempre seré tu pariente que te quiere,
Sixtus Hargrave Carrington
Maldita fuera, aquella carta le dolía como el demonio.
Le dolía pensar que nunca más oiría la chillona e irreverente risa, que no habría más cartas navideñas intercambiadas entre los dos supervivientes de una vieja y no muy ilustre familia. Le dolía pensar que Amanda y Fleur, de algún modo, habían perdido lo poco que les quedaba de familia con lazos de sangre.
Y le dolía saber que, después de generaciones y generaciones de Carrington, con los ancianos tramando qué rama de la familia recibiría el título y cuándo llegaría el feliz día, sólo quedaba uno de ellos: un criador de cerdos cojo, con más dinero de lo que era decente tener.
—¿Joseph? —Louisa entró en la biblioteca sin hacer ruido.
Joseph le tendió una mano, embriagándose con la visión de su esposa con un vestido de terciopelo rojo con bordes dorados, encaje blanco en las muñecas y una cruz en el pecho.
—Querida. —Al cogerle la mano, la acercó, envolviéndola en su abrazo y apoyando la mejilla en su pelo—. Eres como una aparición celestial.
Ella le rodeó la cintura con los brazos.
—Y tú estás muy guapo con esta ropa, lo cual es una suerte, porque mamá y papá nos inspeccionarán, así que debemos estar bien presentables y mostrarnos alegres.
—Alegres. —«Qué ocurrencia»—. Sixtus Hargrave Carrington ha muerto. —¿Desde cuándo el matrimonio significaba que un hombre no tenía control sobre su estúpida boca?—. No era mi intención decírtelo hasta después de las fiestas.
Ella lo estrechó más contra sí.
—Lo siento mucho. Y sé que te aterroriza la idea de asumir el título, Joseph, pero no será necesariamente una carga.
—Aterrorizar. —Consideró la palabra—. Creo que esa palabra no le hace justicia a lo que siento. Deberé votar en el Parlamento, abrirme paso entre las muchas invitaciones de cortesía, dejar tarjetas por todas partes cuando vaya a la ciudad. Mis hijas deberán ser presentadas en sociedad…
Louisa lo besó para hacerlo callar. Mantuvo su boca sobre la suya y no desistió hasta que él también la besó.
Joseph notó que suspiraba contra sus labios.
—Estarás al tanto de lo que ocurra en la Cámara de los Lores, Joseph. Eres un hombre protector por naturaleza y es mejor que tengas tú esa responsabilidad antes que algún viejo marqués que padece de gota, al que sólo le preocupa proteger sus propios privilegios y oprimir a los católicos.
—Pero… ¡la ciudad, Louisa!
—Tendremos familia allí. El esposo de Maggie va allí con frecuencia. El de Sophie pronto recibirá también su título. La influencia del duque te pondrá en cualquier comité que escojas y ofrecerás las cenas políticas más deslumbrantes que se hayan visto en muchos años.
En el humor de Joseph pareció abrirse un rayo de luz.
—Esto no te amedrenta en absoluto, ¿verdad?
—No tengo talento natural para las conversaciones banales, Joseph, pero los políticos tampoco. Tú y yo tenemos un cerebro complementario y tu sentido común es superior al de cualquiera. Lo lograremos.
Estaba segura del complemento de sus cerebros y tenía motivos para estarlo. Aunque Joseph no creía tanto en sus propias dotes intelectuales, en ese asunto confiaba en su esposa.
La abrazó, inspirando su perfume a clavo y limón y agradeciendo al cielo en secreto que aquella mujer hubiese accedido a ser su esposa.
Y luego recordó a los que dependían de él en Surrey.
¿Un barón con título podía soportar el escándalo de tener múltiples bastardos mejor de lo que lo haría un mero criador de cerdos?
—¿Prefieres que nos quedemos en casa, Joseph? —Louisa estaba acurrucada contra él, lo bastante cerca como para advertir que, al tiempo que Joseph se lamentaba de un destino que la mayoría de los hombres hubiesen celebrado por todo lo alto, su cuerpo comenzaba a celebrar algo completamente distinto—. Podríamos decir que estamos de duelo, y sería verdad.
—Preferiría no arruinarle las fiestas a nadie más. —Sin embargo, no la soltaba—. Mi primo era mayor, recibió su propio final con alegría y tuvo una larga y feliz vida. Hemos recibido otra fortuna, por cierto. Será mejor que escojas pronto esa obra de beneficencia, Louisa.
Ella se quedó rígida contra él, con la mano inmóvil en su espalda, y luego volvió a acariciarlo.
—¿Podemos llegar un poco tarde?
Al principio él no comprendió su pregunta, pero ella continuó con un suave y cariñoso beso en la boca y un pequeño apretón en su trasero. Una imagen apareció en su mente: la de la espalda de Louisa presionada contra la pared, con la falda levantada y su propio miembro enterrado en su dulce calor.
Ella era lo bastante alta como para que fuera posible, dado que él podía…
No, su pierna no soportaría la salvaje unión que deseaba ofrecerle a su esposa.
—Quítate la ropa interior.
Deslizó una mano por su pecho al soltarla del abrazo y se dirigió a cerrar la puerta. La sonrisa de Louisa era toda una Navidad de alegría femenina en sí misma y brilló aún más al verlo sentado en una silla y comenzando a desabrocharse los pantalones.
—Llegaremos algo más que un poco tarde si me dejas aquí solo, con mis partes al aire para tu entretenimiento.
Sus «partes», como él las había llamado, no estaban completamente listas para recibir visitas, pero a medida que Louisa se quitaba la ropa interior y la dejaba sobre el escritorio, el miembro de Joseph definitivamente se irguió.
—Me he preguntado sobre esto. —Lo miró sentado en la silla—. ¿Cómo hace uno…?
—Primero pones una rodilla a cada lado de mi cuerpo, como si estuvieses sentándote a horcajadas sobre mí. Espero que después me beses y entonces muy probablemente compartamos algunas intimidades maritales.
Louisa se levantó la falda y se acercó a la silla, colocándose exactamente como Joseph le había sugerido.
—O tal vez —le susurró al oído— podríamos recitarnos poesía el uno al otro.
Ella le sonrió, nada desconcertada por la idea de una imprevista escena de sexo en una silla junto al fuego. En su mirada había picardía, ternura y también una pizca de determinación.
—Mi querida esposa, tú eres la más bella poesía.
Eso debería haber sonado como una absoluta tontería, pero al tiempo que Louisa y una nube de terciopelo se posaban sobre su regazo, Joseph supo que había dicho la verdad. Sus movimientos sobre él eran poesía, su respiración junto a él era poesía, y su presencia le daba un consuelo más íntimo del que le habían dado nunca las palabras.
Hicieron el amor sin prisa y de un modo reconfortante. Joseph contuvo su propia conclusión hasta que Louisa encontró la suya al menos dos veces y posiblemente una tercera —no estaba seguro acerca de esos últimos y felices temblores—, luego dejó que el placer lo inundara y derramó su semilla dentro de su esposa.
Cuando la oleada del placer disminuyó, apretó la cara contra el perfumado pecho de Louisa, que le acarició suavemente el pelo, y Joseph se sintió físicamente mejor de lo que se había sentido en… mejor de lo que se había sentido nunca.
—No te he disuadido de la idea de asistir a la fiesta de los duques, ¿verdad? —preguntó ella con los labios presionados contra su sien.
La postura hacía que Joseph se sintiera protegido en su abrazo, algo probablemente casual.
—Tus padres no te han visto desde la boda. Se preocuparán si no te llevo a verlos pronto.
Quería exhibirla. Deseaba que todo el reino se maravillase ante su esposa y, sin embargo, no la soltaba para que pudiese ir a buscar su ropa interior. Cuando Louisa consiguió ponerse en pie, Joseph le entregó un pañuelo y se tomó un momento para arreglarse la ropa.
Ella se volvió para mirarlo mientras se ponía trabajosamente en pie.
—¿Tengo el pelo hecho un desastre?
Qué pregunta tan típica de una esposa, aunque en su anterior matrimonio Joseph no podía recordar haberla oído ni una sola vez. Llevaban casados una semana y Louisa ya asumía que podía confiar en que sería honesto acerca de algo tan personal.
Le gustaba que ella pensara así. Pero le habría gustado más ser merecedor de esa confianza.
El viaje en carruaje a Moreland fue más lento de lo que debía haber sido, porque caía una ligera nieve, oscureciendo los surcos que identificaban los congelados caminos. Louisa se preguntó si todas las parejas que llegaban tarde se entretenían con el mismo deporte.
Pero no había sido un deporte. Joseph había sido tan… tierno con ella, sus caricias tan reverentes, sus besos una bendición sobre su piel.
«Mi querida esposa, tú eres la más bella poesía.» Esas palabras aterrizaron en su corazón como una flor que un caballero galante le lanzaba a su dama, pero era una rosa con espinas.
—¿En qué estás pensando, Louisa?
Ella deslizó una mano entre las suyas y él le apretó los dedos.
—Estoy pensando que un hombre con título pasa a ser objeto del escrutinio público más que su vecino sin título, pero al mismo tiempo está por encima de los juicios.
—No puedes estar filosofando sólo quince minutos después de que te haya hecho el amor desenfrenadamente, Louisa Carrington. Mi orgullo no lo permitirá.
—Quince minutos después de que yo te haya hecho el amor a ti desenfrenadamente, Joseph Carrington.
Él le besó los dedos.
—No existen trabas entre nosotros. Es un estado envidiable.
Aunque era pasajero.
Louisa recordó su intención de decirle la verdad en Navidad y ahora ya casi había llegado la fecha. Antes de que el coraje la abandonase, formuló una pregunta.
—Joseph, ¿estás dispuesto a hacer un corto viaje mañana?
Él no había encendido las lámparas del carruaje, así que Louisa contó con la bendición de la oscuridad para plantear su pregunta.
—¿El día de Navidad? ¿Adónde vamos?
Él permaneció en silencio tanto rato que Louisa se planteó si iba a responder, pero luego le dio una palmada en la mano.
—Si el tiempo lo permite. Sin embargo, no estaré disponible al día siguiente, y espero que no hayas gastado tu dinero para darme esta sorpresa.
—No es así. —Aunque esperaba que el ofrecimiento de gastar su dote en su obra de beneficencia la ayudaría a sacar otro asunto, más difícil de tratar, relacionado con un librito de versos rojo.
—¿Hemos de llevar a las niñas a este viaje, querida esposa?
—Creo que no. Querrán llevarse a los cachorros y no puedo recordar ni una sola buena experiencia que incluya cachorros y carruajes, y mucho menos dos cachorros, dos niñas y un carruaje.
El vehículo aminoró la marcha al entrar en el camino de Moreland.
—Entonces disfrutaré de tenerte toda para mí, Louisa Carrington. Tengo un pequeño presente que darte en honor de las fiestas… uno muy pequeño.
—¿Puedo usarlo para ver las estrellas?
Oyó que él se reía en la oscuridad.
—¿No las has visto antes, no te has elevado hasta ellas entre mis brazos?
—Me he casado con un hombre muy ingenioso, con un barón muy ingenioso.
—Nada de eso, Louisa. Me has prometido que no dirías nada hasta que el regente lo haya hecho oficial.
La reprimenda fue poco seria y nada en ella delataba que Joseph sintiese un peso igual al que lo oprimía cuando lo había encontrado en la biblioteca. Que le hubiese confiado su secreto, confiado en ella para proteger su privacidad de ese modo era… un regalo. Indicaba que el lazo matrimonial había florecido en un breve tiempo, un vínculo que ningún otro hombre había construido nunca con ella.
Lo amaba por eso. Lo amaba por educar a las hijas ilegítimas de su esposa sin siquiera preguntarse por su paternidad. Lo amaba por defender el honor de una dama que deberían haber defendido tanto su padre como sus hermanos. Lo amaba por presentarle a Lady Ophelia y por darle a sus hijas los nombres de sus tías solteras.
Lo amaba por ser él mismo, por criar los cerdos más felices del reino, por entender un título como un gran honor y no como una excusa para vivir una vida egoísta dedicada al ocio.
—¿Por qué el suspiro, Louisa?
—Estoy haciendo un catálogo de tus virtudes. La lista es larga.
El carruaje se detuvo en la gran plaza circular, ante la mansión Moreland. Había antorchas flanqueando la entrada y los copos de nieve que caían parecían minúsculas estrellas ante la iluminación.
—Pon en primer lugar que tuve la enorme inteligencia de casarme contigo cuando tuve la oportunidad, ¿puede ser?
Lo decía en serio. Sólo por eso, Louisa de algún modo encontraría el valor de decirle que un estúpido episodio de colegiala podía hundir a un recién nombrado barón y a su familia en un horrible escándalo.
Al día siguiente; se atrevería al día siguiente.