Capítulo 2
—PUEDO recitarle poesía —le dijo sir Joseph, mientras recorrían danzando el salón de baile—. La poesía puede preservarnos del silencio y, aun así, no requiere que tengamos que pensar.
«¿Poesía?» A Louisa le dio un vuelco el corazón.
—¿Se burla de mí?
—Oh, tal vez. Usted podría hacer una inclinación de cabeza o tocarme el brazo con su abanico de vez en cuando y nadie notaría que eludimos la obligación de conversar. Tengo un amigo que adora los sonetos de Shakespeare. —Hizo una pausa mientras ella echaba un vistazo a su alrededor en busca de algo que decir, cualquier cosa, pero él le ahorró el esfuerzo, lanzándose a un sereno y casi contemplativo recitado—: «En mí contemplas ese mes en que de oro las hojas, o ninguna, o pocas, pendulean de ramas que tiritan con el frío…»
Al otro lado del salón, Isobel Horton golpeó el brazo de lord Lionel con el abanico cerrado.
Louisa en realidad adoraba ese soneto, el que sir Joseph había comenzado a recitar con el tono exacto de tristeza y calidez.
—¿Por qué mejor no me cuenta por qué está a la caza de una esposa, sir Joseph?
Él hizo una mueca. La pregunta era descortés, pero no había modo de eludirla.
—¿A la caza? ¿Me imagina llevando polainas, con el trabuco cargado y listo para atrapar alguna pequeña paloma candorosa al vuelo? Creo que la imagen no es del todo inexacta. Necesito una esposa por dos razones.
Él «necesitaba» una esposa. Las mujeres anhelan un esposo, sueñan con niños a los que amar. No se les está permitido «necesitar» un marido. Por más valiente que fuera y por más maravilloso que le pareciera su gusto en poesía, Louisa deseó golpear a sir Joseph y no precisamente con el abanico.
—Dos razones. Por favor, explíquese.
Se vieron obligados a detenerse por una pareja que tenían delante y que parecía demasiado ocupada en coquetear como para moverse al ritmo de la música.
—Primero, soy responsable de dos niñas y es deseable para ellas la influencia de una mujer adulta que desempeñe el papel de madre.
En la parte de su cerebro donde residía la facultad del lenguaje, Louisa advirtió que sir Joseph había conseguido aludir a su condición de padre sin reconocer ninguna relación con una mujer. No dijo «Mis hijas necesitan una madre», ni tampoco: «Necesito una esposa para que eduque a mis hijas».
Había hecho más bien una descripción de un puesto de trabajo, aunque bastante adecuada, dadas las circunstancias.
—¿Y la segunda razón?
Echó un vistazo alrededor. Esperó hasta que los tortolitos se movieron, avanzando como un ser de tres piernas, con las cabezas lo bastante juntas como para provocar rumores.
Louisa quería golpearlos a ellos también, quizá con la culata del trabuco imaginario de sir Joseph.
—Hay un título.
Ella olvidó a los tortolitos y casi también a lord Lionel, al otro lado del salón, apretado contra los pechos de la señorita Horton.
—¿Cómo dice?
—Hay un título. —Al hablar sonaba cansado y su voz no era más que un susurro—. La baronía ha estado en suspenso durante más de doscientos años, y si Dios quiere, así permanecerá.
En suspenso. Se podía mantener un título en el aire, fuera del alcance de una familia, durante siglos. Solía ocurrir con las antiguas baronías cuando el poseedor del título sólo dejaba descendencia femenina, mujeres que se reproducían, se multiplicaban y eran fértiles, haciendo que resultase imposible escoger un heredero varón para el título, porque varios tenían el mismo derecho a reclamarlo.
—No parece muy complacido por este asunto. —De hecho, sonaba horrorizado.
—Espero con fervor que un primo en cuarto grado, el descendiente de Sixtus, que lleva su mismo nombre y que es el otro aspirante al título, pronto envíe noticias sobre un heredero. Cada año, al recibir su felicitación de Navidad, abrigo la esperanza de que llegue al mundo un nuevo primo varón al año siguiente.
—¿No quiere usted el título?
Se detuvieron peligrosamente cerca de un ramo de muérdago que colgaba encima ellos y él… se estremeció. El hombre de anchos hombros y hablar franco, que había sido condecorado por su valentía, se echó a temblar.
—Piense, lady Louisa, que nuestro regente es propenso a conceder títulos. ¿Qué sucedería si se le ocurriese transformar éste en algo más que una baronía? ¿Qué sucedería si recordase que mi título de caballero fue ganado en combate? ¿Y si su enorme capacidad para los sentimientos afectara a su generoso corazón y…? Ser caballero ya es bastante malo. Una baronía sería casi insoportable y bastaría para enviar a cualquiera al manicomio.
Quizá el coraje de sir Joseph no fuese ilimitado. El de Louisa tampoco lo era.
—Entonces usted sería lord Alguien, sir Joseph. Se sentaría en la Cámara de los Lores y podría escoger entre las debutantes.
Consiguió detenerse antes de decir que incluso le perdonarían que se hubiese dedicado a la cría de cerdos. Criar animales no era una actividad comercial, era decididamente una ocupación agraria. Pero tocino, jamón, manteca y cuero eran artículos necesarios; era probable que todos los nobles que vivían en el campo criaran algunos de esos animales.
Louisa tampoco le preguntó qué pensaba de los duques, ni de sus hijas, si tan intolerables le resultaban las baronías.
—En parte, debe casarse por ese título, entonces.
Sir Joseph dejó escapar un suspiro y luego la alejó del muérdago que pendía sobre sus cabezas cual espada de Damocles.
—No he dicho que debiese casarme. Las niñas son el principal motivo por el que no me opongo al matrimonio, y además está esa cuestión del título, lejana pero no meramente teórica. Los títulos acarrean responsabilidades y mi primo ya no es tan joven.
Como hija de un duque, Louisa lo comprendió de inmediato: necesitaba un heredero. Un título no puede languidecer durante doscientos años en estado de suspensión, para luego caer de inmediato en las codiciosas garras de la corona por ausencia de herederos.
—Tal vez este año la unión de su primo y su esposa dé frutos.
—Elevo plegarias para que así ocurra, aunque éste es su tercer matrimonio.
La pareja que tenían delante se susurraba cosas al oído, y sus cabezas estaban tan cerca que el joven podría robarle un beso a su pareja.
—Sir Joseph, tengo un poco de sed. ¿Le importa si abandonamos el baile y buscamos alguna bebida?
Él no respondió. Se limitó a sacarla de la línea de parejas en movimiento y se dirigió a la mesa donde los esperaba aquel vino con canela, que no estaba lo bastante tibio y que era tan empalagoso que daba náuseas. Louisa lo siguió y fingió beber de su copa; sintió que la velada se extendía ante ella como un ejercicio interminable de obligaciones sociales que cumplir y estrategias para evadir los ramos de muérdago.
Mientras tanto, al otro lado del salón, la señorita Horton empujaba a lord Lionel, éste se reía y la orquesta seguía tocando.
—El secreto para un cortejo breve y exitoso es escoger a una mujer desesperada.
Los amigos de lord Lionel Honiton se rieron, como era de esperar, ante aquella salida pronunciada por uno del grupo. Lionel bebió un sorbo de buen brandy: Petersham era el anfitrión y era demasiado nuevo en la ciudad para comprender que quienes bebían su brandy y manoseaban a sus criadas no eran necesariamente sus amigos.
—Te equivocas —dijo Lionel con voz cansina, sentado en un sofá acolchado junto a la chimenea, en respuesta al ingenioso que había dicho aquello—. Reconozco que una muchacha desesperada es el secreto de un breve cortejo que culmina en matrimonio, pero mejor aún si son sus padres los que están desesperados; en ese caso, se garantiza que el acuerdo sea realmente exitoso.
A continuación siguió una ronda de exclamaciones de aprobación y volvió a circular el decantador de brandy.
—Y luego —el ingenioso alzó su copa como si propusiera un brindis— llega la noche de bodas.
Más risas y golpes de los pies contra el suelo, porque era bastante tarde y el decantador ya había pasado varias veces de mano en mano. Esos mismos hombres que eran capaces de intercambiar alegremente comentarios sobre la deshonra de una mujer antes de la cena, cuatro horas más tarde se habrían degradado hasta convertirse en los muchachitos inmaduros que en realidad eran, aunque ya no tuvieran edad, ansiosos de revolcarse con cualquier cosa que llevase falda y de celebrar sus mutuas hazañas.
Mientras el grupo comenzaba a debatir cuántas temporadas hacían falta para que llegase a la desesperación una joven decente, así como sus padres, lord Lionel se rellenó la copa.
—Lo lamentarás por la mañana —dijo una voz a su derecha.
El joven sujetó la copa con ambas manos, para que su calor entibiara el líquido.
—No lo lamentaré en absoluto. Estás demasiado sobrio si crees que estaré despierto por la mañana, Harrison.
El apuesto Harrison estaba apoyado en la repisa de la chimenea y ofrecía un oscuro y esbelto contraste al aspecto nórdico de Lionel. También era excesivamente serio, lo que hacía que éste pareciera ingenioso por contraste. En suma, se trataba de una compañía útil… para Lionel.
—Estarás en pie a primera hora del día. —El tono de Harrison era burlón y un poco condescendiente.
—Quizá esté de camino a casa de madrugada, ya que el término se aplica técnicamente una vez ha pasado la medianoche, pero en cuanto a lo de primera hora del día… —Lionel hizo una pausa para beber otro sorbo—, que Dios no lo permita.
—Sí que lo estarás, porque mañana es el desayuno de Navidad en casa de lady Carstairs y es muy probable que asistan las tres hermanas Windham. Has adulado a ese trío durante todo el año.
—¿En serio? —preguntó su amigo, bostezando y rascándose… entre los muslos; luego miró su copa—. ¿Dices que irán las tres?
Harrison entrecerró sus oscuros ojos.
Elijah Harrison era un vividor. Pintaba retratos, lo que significaba que ni siquiera era un caballero, aunque era heredero de alguien desconocido, por lo que tenía un título y se lo toleraba. Además, al regente le gustaba imaginarse como un mecenas, y Harrison disfrutaba de cierto prestigio en Carlton House.
—Moreland tiene tres hijas solteras —respondió Harrison—. Todas son bonitas y tienen buena dote, sólo resta decidir cuál de ellas dará menos trabajo.
Si el tono de Harrison hubiese sido acusatorio, Lionel podría haberse alarmado; pero hablaba como si constatara hechos, y éstos eran, por cierto, bastante aburridos.
Aburridos pero exactos.
—Tú estás intentando decidir cuál de ellas es lo bastante vanidosa como para insistir en que pintes su retrato —replicó Lionel—. O quizá, mejor, esperas convencer a su excelencia de que las tres merecen ser retratadas.
Tras pronunciar esas palabras, dejó que sus insinuaciones flotaran en el aire.
—Nunca me ha gustado que un hombre que persigue públicamente a una mujer la calumnie luego en privado. Me huele a… desesperación. —Harrison miró la copa en la mano de Lionel—. Desesperación y deshonra. Que tengas una buena noche, «milord».
Dicho esto, se marchó con elegancia, dejando tras de sí la taimada insinuación de Lionel y a éste con el deseo de levantar un pie y patearle su advenedizo trasero. Se contuvo, no porque Harrison tuviese razón —era cierto que Lionel estaba empezando a desesperarse, y que rara vez consideraba el honor como algo más que un cómodo disfraz para ocultar oscuros motivos—, sino porque se proponía divertirse un rato con una de las regordetas y risueñas criadas de Petersham. Una discusión pública con un pintor que no era más que un don nadie habría estropeado por completo esa posibilidad.
Sir Joseph pasó dos días sin demasiada actividad: visitó con regularidad a Lady Opie, garabateó varias notas para el mayordomo de su casa de Londres, montó a caballo con su administrador, volvió a visitar a sus arrendatarios… y todo eso para posponer un viaje que no deseaba emprender.
Pero estaba obligado a hacerlo. Su singular conversación con Louisa Windham estaba clavada en su mente como la proverbial piedra en el zapato; hasta que no hubo pronunciado las palabras en voz alta ante ella, «necesito una esposa», esa necesidad no había sido exactamente apremiante. Pero en ese instante, como un dolor de muelas, le parecía que jamás podría sacarse el asunto de la cabeza.
—¿Cuándo volverás?
Amanda, jugueteando en su regazo, pronunció la última palabra como si fuera un quejido de al menos seis sílabas. Sonó como «vol-ve-ra-a-a-ás».
—Sí, papá… —Fleur se aferró a su chaqueta de montar con sus regordetas manitas y comenzó a trepar por su rodilla izquierda—. ¿Cuándo volverás? ¿Cuándo?
—No recuerdo haber invitado a ninguna de las dos a sentarse encima de mí. —Sin embargo, allí estaban, cada una ocupando el territorio de su elección y despidiendo olor a jabón, lavanda y algo más: quizá no fuera más que el olor a niñas traviesas.
—Tú siempre te marchas —opinó Amanda—. Pero cuando te quedas, tampoco vienes a vernos.
Fleur se sumó al coro.
—Antes venías a arroparnos.
—Y vosotras erais unos bebés. Niñas pequeñas que no se deslizaban por la barandilla de las escaleras ni rogaban que les regalasen un poni todo el rato.
Amanda lo miró con sus grandes ojos castaños.
—Podrías regalarnos ponis para Navidad. Nunca nos hemos portado mejor.
—Sí —convino Fleur—. ¡La niñera no ha necesitado sus sales desde el lunes!
—Permitidme que os recuerde que es martes por la mañana. —Joseph impidió con suavidad que Fleur se llevase un pulgar a la boca—. No os ilusionéis con que os vaya a regalar ponis para Navidad. Las dos sois demasiado pequeñas y el invierno no es la mejor estación para aprender a montar.
A Fleur le tembló la barbilla de un modo preocupante.
—Si fuésemos niños, ya tendríamos nuestros ponis.
Amanda asintió con energía y sus oscuros rizos se balancearon.
—Fleur tiene razón. Si fuésemos niños, nos darías lo que te pedimos.
—Si fuerais niños, podríais heredar un maldito título.
Las palabras salieron de su boca en un murmullo, pero eran lo bastante inapropiadas como para que aquellos tiernos oídos no se perdiesen una sola sílaba.
—¡Papá ha dicho «maldito»! —Fleur se cubrió la boca con la mano como si quisiera contener la risa—. «Maldito» es una palabra mala. Se supone que no debemos decir «maldito», «maldición», «maldita sea» ni…
—¡Basta! —Joseph la rodeó con un brazo para cubrirle la boca con la mano, que era mucho más grande que toda la cara de la niña. Pero lo superaban en número, y Amanda comenzó con su parte.
—Ni «condenado», ni «al demonio». Si fuéramos niños, tú mismo nos enseñarías a decir maldiciones e incluso a eructar, y sabríamos cómo tirarnos…
Las dos niñas resbalaron por su regazo, riéndose sin parar, y saltaron a medio metro de él.
—¡Ya basta las dos! —Se puso en pie, se irguió cuan alto era y las miró con el cejo fruncido—. Así no ganaréis más que un carbón para vuestro calcetín. Cuando regrese de la ciudad, espero que ambas os comportéis a la perfección, que tanto las criadas como la señorita Hodges tengan informes excelentes, y que no se produzca ningún otro escándalo como éste ni haya tanta rebeldía.
Ambas se quedaron en silencio al oír su tono, y sus sonrisas dejaron paso a miradas de incertidumbre; lo miraban a él y se miraban entre sí.
Joseph volvió a sentir ese vacío en la boca del estómago que notaba cada vez que pensaba que no era un buen padre para aquellas niñas (no lo era en absoluto), y mucho menos para la docena de niños a los que no veía más que de vez en cuando.
Apoyó una rodilla en el suelo, temiendo que aquellas miradas inseguras se transformaran en barbillas trémulas (se estremeció de sólo pensarlo) y en una doble catarata de lágrimas femeninas.
—Dadme un beso de despedida. Rezad vuestras plegarias en mi ausencia, no seáis muy malas la una con la otra y haced caso a la señorita Hodges.
—Sí, papá.
Extendió los brazos y las niñas avanzaron hacia él, primero Amanda, que era la que usualmente asumía los riesgos, luego Fleur, la fiel seguidora. Ambas lo besaron con obediencia en la mejilla y lo dejaron marchar.
—Y manteneos lejos de las barandillas.
Sin decir una palabra, abandonó la habitación infantil, montó en su caballo y dirigió el animal hacia Londres. Los caminos estaban secos, hacía buen tiempo y su montura, tras casi diez kilómetros, parecía estar de buen humor, lo que dejó a Joseph libertad para reflexionar.
A él no le hacía falta una esposa, pero aquellas niñas que dependían de él necesitaban una mujer que se ocupara de ellas y por ese motivo buscaría una. Ella sabría qué hacer con la señorita Hodges, a quien Joseph había oído lamentarse, sin que la mujer se diera cuenta, del color «plebeyo» de sus hijas.
El pelo y los ojos oscuros no habían sido considerados en absoluto plebeyos en el rey Carlos II ni en su esposa española. Pero en la actualidad las mujeres se regían por otro criterio, que sostenía que el pelo y la piel clara eran lo bonito, mientras que el pelo oscuro…
Louisa Windham tenía pelo y ojos oscuros y en ella la combinación resultaba… encantadora. No era una mujer apacible; había en ella un ligero aire de descontento, quizá de aburrimiento. Pero era a ella a quien Joseph le había comunicado su necesidad de una esposa y ante quien había admitido que el título ocupaba un lugar en sus preocupaciones.
El título.
Su primo Sixtus Hargrave Carrington le había escrito para comunicarle que no gozaba de buena salud. Recibir su carta anual tantos días antes de la Navidad sólo sirvió para poner de relieve el problema: era improbable que Sixtus llegara al año siguiente.
Cualquier persona que aspirara a un título declarado en suspenso, aunque sólo estuviese relacionada con el linaje de un modo remoto, podía solicitar que se lo adjudicaran. Hargrave y Joseph habían acordado tácitamente no solicitar que se escogiera a uno de los dos, aunque los dos tenían el mismo derecho para reclamarlo. Si alguno de ellos moría sin dejar herederos, el otro lo recibiría directamente.
Y eso…
Joseph recordó el alivio que sintió cuando lady Louisa le ahorró el trabajo de tener que bailar y recorrer juntos la pista, o quizá se lo había ahorrado a sí misma. Recordó que él le había ofrecido recitar poesía para tener un respiro y no tener que entablar una conversación superficial. Pensó en sus hijas, a merced de una empleada que no aprobaba su «color»… algo que un niño no puede evitar ni controlar.
—Mi vida no es un cuento de hadas —le dijo a su caballo—, pero es bastante soportable. Puedo mantener económicamente a mis hijas. Gozo de cierta privacidad y puedo, en ocasiones, leer para un público entusiasta.
El caballo resopló.
—Vale, para un público tolerante.
Un caballero puede renquear, pero un lord debe bailar el vals. Un caballero puede leer a Shakespeare ante su cerda favorita, un lord probablemente tendría prohibido tener una cerda favorita. Un mero caballero podría admirar a la distancia a una encantadora dama de pelo oscuro, mientras que un lord…
Un lord tendría un título y una sucesión de la que ocuparse, así que debía, sin excepción, tener una esposa que le diera hijos.
Joseph puso su caballo al galope y apartó de su mente todas las ideas que involucraban damas y valses; lo mejor era rezar por su cuarto primo y su inmediata recuperación.
—Mi amor, pensaba que saldrías esta mañana. —Dicho esto, su excelencia, el duque de Moreland, hizo una instantánea evaluación del cejo ligeramente fruncido de la duquesa y se dirigió hacia el salón privado, para sentarse a su lado. Vio que el gesto desaparecía de su cara y cerró la puerta tras de sí.
Lo que sea que preocupara a su esposa, ella intentaría ocultarlo. Tontita. Si el duque hubiese oído las trompetas que anunciaban el comienzo de la cacería, no habría sentido más deseos de meterse en el tema e investigar.
—¿El té está recién hecho? —Tomó asiento junto a la duquesa.
Pero no iba a engañarla de ese modo. Ella sabía que, para su esposo, la finalidad del té era ayudar a la digestión de las tartas de crema. En el mejor de los casos, podía ser adecuado para mezclar con una generosa dosis de brandy en un día frío.
El duque consideraba que el té en sí mismo no era algo que valiese la pena y hacía mucho tiempo que ella lo sabía.
—He enviado a Westhaven y a Anna de compras con las niñas —explicó la duquesa—. Eve ha intentado excusarse, pero sus hermanas no se lo han permitido.
—Y te han abandonado así a mi dudosamente grata compañía. —Y a él al dudosamente apetecible contenido de la bandeja del té: bollos y mantequilla, mermelada y miel. Ni siquiera galletas ni tartas—. ¿Quién supones que preparará el bollo de Navidad este año, dado que Sophie se ha marchado con su barón?
—¿Y de dónde crees que Sophie había sacado su receta, Moreland?
Le encantaba cuando lo llamaba «Moreland» con aquel tono de maestra. La besó en la mejilla.
—De tu madre, porque tu interés por la cocina es casi igual a mi interés por una taza de té tibio. ¿Qué te preocupa tanto, mi amor? ¿Quieres salir a dar un paseo? ¿Que mande a comprar algo a Gunter’s y hagamos un picnic?
—Louisa me ha preguntado si puede quedarse en Moreland la próxima primavera.
Su excelencia se reclinó en el asiento, intentando poner en marcha aquella parte de su cerebro que cada tanto le permitía superar las dificultades cuando la parte paternal recibía un golpe inesperado: la de político brillante y exitoso oficial de caballería retirado.
Cogió la mano de su esposa porque necesitaba no sólo la información que le daba, sino también la seguridad que transmitía el contacto físico.
—¿Cuál es el problema, Esther? Louisa no es de las que se dan por vencidas ni de las que se desaniman fácilmente.
Pero Louisa pertenecía a ese vasto e inexplorado territorio conocido como «sus hijas». El duque adoraba a sus cinco hijas adultas y moriría de buena gana por protegerlas, pero cuando se trataba de entenderlas… Más le valdría intentar comprender los procesos mentales de… alguna otra especie desconocida.
—He estado pensando en ello —respondió la duquesa— y tienes razón. Ella no es de las que se desaniman. En eso, ha salido a su padre; es más propensa a pasar a la acción que a la introspección.
—En tus momentos de máxima honestidad, me has comparado con un elefante en un bazar, Esther.
—Un elefante muy apuesto. —Se acercó a él de aquel sutil modo que tienen las mujeres de moverse sin que se note—. Un adorable y cariñoso elefante, que por lo general me mantiene muy contenta.
—Semejante adulación me obligará a cerrar la puerta, Esther Windham. —Había pasado un cuarto de siglo desde la última vez que tuvieron que cerrar una puerta en mitad del día, pero la casa estaba llena de muérdago y él tenía que hacer un esfuerzo si quería que su esposa esbozara una sonrisa en particular.
Ella inclinó la cabeza, conforme esa sonrisa nacía desde la comisura de sus labios.
—Hablábamos de Louisa.
El duque comprendía las prioridades, porque ésa era la esencia de ostentar un título nobiliario. Pero tranquilizar a la duquesa requeriría algo más que coquetear con ella. Le deslizó un brazo alrededor de la cintura para que apoyase la cabeza en su hombro.
—Hablábamos de nuestra querida Louisa —repitió, besándole la frente—. Es la joven más bonita que alguna vez ha bebido ponche en Almack’s. Te preocupa y, por lo tanto, también yo debo preocuparme por ella.
—Me parece que he entendido su razonamiento, pero quiero saber qué piensas al respecto. Creo que, como es la mayor de nuestras hijas solteras, desea permanecer en Moreland para no hacer sombra a sus hermanas menores.
Su marido le acarició el dorado cabello mientras sopesaba su teoría. Tuvo la precaución de no estropearle el peinado; un hombre casado con una duquesa sabía esas cosas.
—Tu razonamiento es lógico y me parece que Louisa piensa así. Todavía hay mucha gente que cree que las hijas deben casarse en el orden en que nacieron o no casarse en absoluto. Me permito repetir que Louisa debería haber sido oficial de caballería. Tiene la gallardía necesaria y monta de maravilla.
—Y también tiene opiniones audaces y una peligrosa tendencia a ocuparse de asuntos que están fuera de su alcance.
—No puedes culpar a la niña de parecerse a su madre en algunos aspectos.
Esther se irguió y lo fulminó con la mirada, hasta que él sonrió por esa reacción. Ella también sonrió y se dejó caer junto a él.
—Tú, con tu título de duque… Debería darte vergüenza.
—Y también soy padre. ¿Has hablado con Louisa acerca de esas extravagantes ideas? No podemos permitir que se rinda tan pronto, Esther. Los jóvenes son estúpidos. Todo el mundo lo sabe, con excepción de los mismos jóvenes, y nuestra hija no es de las que toleran la estupidez en ninguna de sus formas.
—Percival, ¿y qué sucederá si Louisa tiene razón?
El sutil dejo de desaliento en la voz de su esposa lo alarmó.
—¿Si tiene razón? ¿Abandonar la carrera después de cuántas, sólo tres temporadas? Esther, son tonterías, puras tonterías, pensar que…
Ella le colocó un dedo en los labios y él pudo percibir el olor a rosas y su piel tan suave contra su boca.
—Seis temporadas, Percival. Eso significa que durante cinco ha tenido que permanecer allí de pie, con el carnet de baile vacío, convencida de que nadie pediría su mano, repitiéndose todo ese tiempo que sus hermanas no se casaban por su culpa.
La duquesa era sensata. Y resultaba más peligrosa que nunca cuando exhibía esa cualidad.
—Maggie tenía más de treinta años cuando se casó, mi amor. Los hombres son idiotas, ése es el problema. Necesitamos tiempo para madurar y superar las ensordecedoras demandas de nuestra naturaleza, para ser capaces de apreciar en una mujer…
Se interrumpió.
Él mismo se había comportado como un idiota, y lo único que había salvado su matrimonio del infierno era la gracia de Dios misericordioso y la inteligencia de su querida esposa.
—Yo tampoco quiero perder las esperanzas con ella, Percival, porque Louisa tiene un tierno corazón y será una maravillosa esposa y madre. Pero verla torturarse una temporada tras otra…
«Torturarse.» Ésa no era una palabra que a un padre le gustara oír relacionada con ninguno de sus hijos, pero menos aún con una hija bonita, orgullosa y (aceptar la verdad también formaba parte de las responsabilidades de ser duque) a veces demasiado directa.
—Baila bien. —Necesitaba defender a Louisa incluso ante su propia madre.
—Con los pocos que la invitan.
—Habla muchas lenguas a la perfección.
—Entonces, ¿por qué no ha despertado el interés de algún diplomático? Suelen ser de buenas familias y hemos visto a bastantes por aquí en los últimos años.
—Es muy culta.
—Algunos dirían que demasiado.
—Entiende de matemáticas más que cualquier catedrático de Oxford.
—Percival, eso no puede considerarse un atributo que pueda asegurarle un futuro feliz.
El duque se puso en pie, porque tanta honestidad lo obligaba a pasearse por el salón.
—Louisa no es culpable de tener un cerebro. No es su culpa no ser remilgada, rubia ni afectada. Tú nunca has sido afectada, Esther, y ninguna mujer que tenga tu magnificente altura podría ser considerada «remilgada».
Refinada sí (su esposa lo era cuando quería), pero no remilgada.
—Tampoco le he pedido nunca a lord Hubert una calada de su cigarro.
—Hubert tiene como mínimo ochenta años. ¿De qué otro modo puede una joven halagar a un viejo cascarrabias y coquetear con él? —Excepto que el viejo Hubert, cuando bebía más de la cuenta, se volvía un poco pueril y una calada de su cigarro, con varios brandis encima, se trasformaba en una insinuación mucho más lasciva. El duque tembló a recordar la tensa conversación que había tenido con él a la sobria luz del día.
La duquesa se alisó la falda con un ademán altivo.
—Tampoco he asegurado nunca que podía llegar a Brighton en mi carruaje en un tiempo récord, con el argumento de que el peso ligero de una mujer me daría ventaja ante los rechonchos caballeros de Carlton House.
—No lo dijo con intención de insultar al regente. —Y gracias a Dios, el regente estaba lo bastante convencido de su elegante figura como para no considerarlo una ofensa.
—Percy, en seis años los jóvenes no han aprendido a apreciar a Louisa, pero también es cierto que ella tampoco ha moderado en modo alguno su conducta.
—No tendría por qué hacerlo. —Volvió a sentarse junto a su esposa—. Es valiente, inteligente, leal como ninguna; basta con ver el sacrificio que se propone hacer por sus hermanas. Debemos encontrarle un pretendiente, Esther.
La duquesa alzó las cejas, lo que indicaba que el duque había llegado a una conclusión diferente de aquella a la que ella quería llevarlo. La satisfacción de él fue equivalente a la que experimenta el zorro cuando cuarenta perros, ladrando con todas sus fuerzas, dejan de perseguirlo para ir detrás de algún ciervo o conejo.
La duquesa no le cogió la mano ni apoyó la cabeza en su hombro.
—Pensaba más bien en permitirle que se quedase con Sophie y Sindal durante un tiempo, o quizá excusarla por completo de asistir a la temporada de la próxima primavera.
—Eso podría ser, pero primero investiguemos las demás alternativas, ¿te parece?
Le sirvió a su esposa otra taza de té humeante, preparándola exactamente a su gusto, y se la acercó sin servirse una para sí mismo.
—Le encontraremos un candidato en la ciudad antes de que lleguen las fiestas. Simplemente, debemos poner toda nuestra dedicación. Hay hombres de sobra para escoger… ¿Acaso puede ser tan difícil encontrarle un pretendiente antes de Navidad?