Capítulo 16

—LOUISA estaba espléndida. Por Dios, St. Just, deja un poco de tocino para los demás. —Maggie, condesa de Hazelton, miró con furia a su hermano, que levantó una tira crujiente y se la ofreció para que la mordisqueara.

—Mags, deberías haberle mordido los dedos —dijo Valentine desde su otro lado—. Y estoy de acuerdo contigo. Lou estaba espléndida, excepto cuando su mirada encontraba a su esposo, entonces se la veía radiante.

—El matrimonio les sienta bien a todos los Windham —comentó Anna, condesa de Westhaven, mientras su esposo volvía a llenar su taza de té.

Éste dejó la tetera en la mesa y le dio una palmadita en la mano allí mismo, delante de todos sus hambrientos y chismosos hermanos.

—Si alguien quiere saber mi opinión… —comenzó Westhaven.

—Pero no queremos —lo interrumpió Sophie.

—… habría dicho que era sir Joseph el que estaba en buena forma. No creo haber visto nunca a Louisa tan bien acompañada para bailar el vals.

Valentine estaba a punto de robar una tira de tocino del plato de St. Just, pero se detuvo para decir:

—Efectivamente, estaban espléndidos los dos. Él tiene a su favor que es alto, moreno y guapo, un aspecto que tantos otros han sabido aprovechar.

Ellen, su esposa, levantó su taza en gesto afirmativo desde el otro extremo de la mesa, un gesto al que Valentine respondió comiéndose un gajo de naranja.

—Es una lástima que llegasen tarde y tuvieran que marcharse temprano, en lugar de disfrutar de la hospitalidad de la casa por la noche, como los demás —comentó Maggie—. Pero al fin y al cabo están recién casados.

—Eso no tiene nada que ver —replicó Valentine—. Westhaven, deja de comerte a Anna con los ojos el tiempo necesario para pasarnos la tetera. —Mientras la infusión comenzaba a circular por la mesa, continuó—: Hoy Lou iba a llevar a sir Joseph a ver la organización benéfica de su elección y por eso tenían que salir temprano.

—¿Hay alguna organización por aquí que aún no haya recibido generosas donaciones de la duquesa y de Sophie? —preguntó Westhaven.

—No, por aquí no —respondió Vim, barón Sindal, desde su silla junto a Sophie—. Louisa nos dijo que está en Surrey, no muy lejos de aquí, pero puede que la nieve dificulte un poco la excursión.

Westhaven no dejó de comerse a su condesa con los ojos, pero sí detuvo su taza de té antes de llevársela a los labios.

—¿Una institución benéfica en Surrey?

—Una casa para huérfanos de la Península, cuyos parientes ingleses no tienen los medios para adoptarlos. —En vez de aclarar más el asunto, Sophie miró dentro de la tetera—. Está vacía. Que todos encontréis carbón entre vuestros regalos hoy.

Sindal le pasó su taza.

—Nuestra hermana vive para castigarnos —se lamentó St. Just, mientras untaba una generosa porción de mantequilla en su tostada—. No la privemos de uno de los pocos placeres que tiene.

—¿Y qué sabrás tú de mis variados y vastos placeres? —preguntó Sophie, pero luego miró al conde con el cejo fruncido—. Westhaven, no puedes tener esa mirada tan desalentadora durante el desayuno. Anna, bésalo ya o búscate algún muérdago y, con espíritu festivo, ofrécele al hombre un poco de…

—Sólo conozco una institución benéfica en Surrey que atiende a los desafortunados niños de la aventura peninsular. —Westhaven retiró su silla de la mesa—. Sir Joseph tiene motivos para conocerla, pero me temo que Louisa aún no está al tanto del cercano y lamentable vínculo que él mantiene con el hogar. Si nos damos prisa, quizá podamos encontrarlos antes de que se marchen.

Entre leves maldiciones, algunos «¡vaya!», y un murmurado «que Dios nos proteja», el estado de ánimo en la mesa cambió de repente.

—Acompaña a tu hermano —dijo Emmie, condesa de Rosecroft, tocándole el brazo a St. Just—. Íbamos a visitar a Louisa hoy de todos modos.

—Señoras —dijo Westhaven y recorrió la mesa con la mirada—, quizá sea prudente que nos sigáis en el carruaje. Valentine, St. Just, os veo en los establos en diez minutos.

A continuación, varias sillas rechinaron y sólo quedaron dos personas en la mesa: el guapo y rubio barón Sindal, cuyo mayor honor era haberse casado con lady Sophie, y el atractivo y moreno conde de Hazelton, que se había unido en matrimonio a lady Maggie.

—No podemos dejar que Carrington se enfrente solo a la multitud —comentó Hazelton—. No sería justo.

—Y lo que es aún peor, después tendríamos que escuchar a nuestros cuñados contar la historia una y otra vez, en los años venideros, con su valentía aumentando con cada relato.

—No podemos permitirlo. —Hazelton alzó sus oscuras cejas—. Cabría preguntarse a quién van a rescatar, si a Joseph o a Louisa.

—Tal vez a los dos.

Ambos hombres se levantaron, se llenaron los bolsillos de bollos de canela y se dirigieron hacia los establos.

 

 

 

Joseph pasó un brazo sobre los hombros de Louisa mientras el carruaje avanzaba con dificultad.

—¿No vas a decirme adónde vamos?

—Es una sorpresa. —Exhibía una engreída sonrisa, muy satisfecha con la misteriosa sorpresa y consigo misma.

—Estoy aprendiendo a disfrutar de tus sorpresas.

Ella no dijo nada más y se acurrucó a su lado. Había comenzado su mañana de Navidad con una agradable sorpresa para Joseph: mientras él cubría su cuerpo con el suyo, ella le rodeó la creciente erección con una mano.

Y entonces él la sorprendió a su vez poseyéndola con suavidad y muy lentamente desde atrás…

—¿A qué se debe esa sonrisa, Joseph Carrington?

No se le escapaba nada. Estar acompañado de una mente tan vivaz era un continuo placer.

—Recuerdos felices de una mañana navideña.

—Esos cachorros eran preciosos, ¿no te parece? Me pregunto cómo los llamarán.

«¿Cachorros? Ah, sí, los cachorros.»

—Yo voto por Westhaven y Rosecroft. Podemos bautizar al nuevo asno con el nombre de Valentine.

Su esposa soltó una risa ahogada.

—¿Cómo podías ignorar que había un potrillo en camino? ¿Y qué harás con un asno, Joseph? No es la clase de digno animal que debería tener un par del reino y oficial de caballería retirado.

—Jesucristo montaba en un asno. ¿Qué mejor recomendación puede tener una criatura? Además, Clarabelle es amable y paciente con las niñas. Pueden aprender a montar en ella esta primavera y, para el verano, estarán listas para los ponis.

Dejó pasar su referencia a él como par del reino, pero sabía exactamente lo que su esposa tenía en mente. Poco a poco, lo estaba preparando para el día en que sería, ya no sir Joseph, sino Joseph, lord Wheldrake. En aquella bonita y helada mañana navideña, la idea no le inspiró el temor que le había provocado pocos días atrás.

Tras varios minutos de avanzar por el campo en silencio, Joseph se llevó los nudillos de ella a los labios.

—Me gusta bastante la idea de ser tu caballero, Louisa. Pero si tenemos que arrastrar el lastre de un título, una mera baronía no parece tener bastante dignidad para ti.

—Qué tonterías dices. Las baronías son de los títulos más antiguos del reino. Y dado que los de esposa y madre son los únicos que los superan, me contento con ellos.

Sir Joseph consideró la posibilidad de complacer a su esposa en un carruaje en marcha.

—¿Falta mucho para llegar, Louisa?

Habían salido temprano, en parte porque las niñas se habían levantado antes del amanecer, habían llamado a la puerta y no habían parado de reírse durante todo el desayuno.

—No mucho. Joseph, ¿es posible permitirse intimidades maritales en un carruaje en marcha?

Volvió la cabeza para contemplarla. La mirada que descubrió en sus ojos sugería que la pregunta no había sido sólo teórica.

—Me tientas, esposa. Me tientas terriblemente, pero prefiero terminar con este asunto cuanto antes para regresar a la tibieza y comodidad de nuestra cama, donde puedo satisfacer tus caprichos como deseo.

Se le notó la desilusión.

—No me has dado mi regalo de Navidad—. Le acarició la bragueta con una mano y Joseph respondió besándola con intensidad.

Al final resultó que, poco después, el cochero detuvo el carruaje por iniciativa propia, para dejar descansar a los caballos, pero pasó un buen rato antes de que los ocupantes del vehículo volvieran a darle la señal de seguir adelante.

 

 

 

—¿Quién eres?

—Soy tu tío Gayle, pero puedes llamarme Westhaven si estás en una disposición más formal.

Fleur miró a Amanda de reojo para ver si su hermana sabía qué quería decir con «disposición formal».

—Debe de ser pariente de nuestra madrastra, porque habla como ella —declaró Amanda—. Íbamos a ver a los cerditos recién nacidos de Lady Ophelia. Hay doce y, cuando hemos ido a desearles unas felices fiestas, papá ha dicho que no había ni un maldito enano en la camada y nuestra mamá no lo ha regañado ni nada porque es Navidad. Tú puedes jugar con nuestros cachorros si no quieres ir al establo. Éste se llama igual que tú.

—Lou lo pagará caro —dijo el otro hombre. Era tan alto como Westhaven, pero tenía el pelo más oscuro y sonreía un poco—. Felicitad de nuestra parte a Lady Ophelia, a la que conoceremos algún otro un día. Hemos venido a ver si sabéis adónde se han marchado vuestros padres. Los sirvientes dicen que no lo saben.

Fleur miró a su hermana de reojo para confirmar que no iban a revelar nada. Su madrastra les había dicho que era un secreto.

—Esto es una pérdida de tiempo —dijo el hombre que se llamaba Westhaven. Se parecía a papá antes de salir de viaje, muy impaciente y decidido.

Un tercer hombre alto entró a la habitación de las niñas; se parecía mucho a los dos primeros, aunque era un poco más musculoso, como papá.

—Hola, niñas, yo soy vuestro tío Devlin. ¿Ya os ha asustado Westhaven con su furia e irritación?

Ese hombre sí que parecía divertido, tenía una bonita sonrisa y amables ojos verdes.

—Mamá y papá no han dicho nada de regalarnos tíos para Navidad —observó Amanda, pero sólo le dirigía la sonrisa al tío más grande.

Al más grande de los tres, porque todos eran tan altos como su padre.

—Bueno, es porque somos una sorpresa —dijo el otro hombre moreno—. Yo soy vuestro tío Valentine y en el carruaje tenemos una manada entera de tías esperando para malcriaros. Westhaven está un poco malhumorado hoy porque Papá Noel le ha traído un dolor de cabeza por haberse portado mal ayer.

—No me porté mal.

A juzgar por su sonrisa, a los otros dos tíos eso les hizo bastante gracia.

—Ahí está tu problema —intervino el tío Devlin—. Se me ocurre que es un buen día para que un par de señoritas se reúnan con sus tías para dar un paseo en el carruaje.

El tío Gayle (no parecía justo llamarlo por el mismo nombre que al cachorro de Fleur) parecía contemplar la idea.

—¿Para qué?

—Para mantener la paz. Emmie y yo nunca sacamos la artillería pesada delante los niños —respondió el tío Devlin, a quien no entendían muy bien.

—¿Les gusta jugar a los soldados? —preguntó Fleur.

Amanda parecía intrigada por la idea. Siempre subía a las colinas al galope y se lanzaba por las barandillas para perseguir a los franceses.

El tío Devlin frunció el cejo; tenía unas hermosas cejas oscuras, bastante parecidas a las de su padre.

—De hecho, de vez en cuando, si he me he portado extremadamente bien, mi hija me permite jugar a los soldados con ella.

—Yo también conozco el juego —añadió el tío Valentine—. Soy muy bueno en el ataque relámpago y alguna vez he logrado tomar prisionera a alguna muñeca.

—A la señorita Wolverhampton no le gustaría que la tomaras prisionera —replicó Fleur, aunque el tío Valentine estaba bromeando…, ¿verdad?

—Caballeros, quizá podáis poneros de acuerdo para jugar a soldados con nuestras sobrinas algún otro día —intervino Westhaven.

Sonaba como si le doliesen los dientes, cosa que Fleur sabía que era consecuencia del peligro, propio de las fiestas, de comer demasiados dulces.

—Vosotros también podéis jugar —concedió Fleur, porque era Navidad y había que ser buenas con los tíos que las visitaban en su habitación.

—Tú podrás ser Wellington —añadió Amanda, sumándose al ánimo del día.

—Entonces a mí me queda el papel de los mercenarios de Blucher —dijo el tío Devlin—, sacando a los demás de apuros, como siempre.

—Oh, ¡qué bien! —El tío Valentine ya no sonreía—. Dejarás que tu hermanito haga el papel de los infernales franceses otra vez, ¿verdad? Vamos a ver si compongo un vals para la presentación en sociedad de tu hija, St. Just.

El tío Gayle ya no fruncía tanto el cejo. De hecho, parecía estar a punto de sonreír, pero era demasiado grande para permitírselo.

—Tal vez querréis coger algunos soldados y traer unas cuantas muñecas. Vamos a emprender un breve viaje para ir a buscar a vuestros padres, así podremos celebrar la Navidad con ellos.

Fleur advirtió su desliz y, sin duda, su hermana mayor también lo notó; era el mismo que se le había escapado a Amanda antes y uno que la pequeña permitiría muy contenta que todos cometieran. El tío Gayle se había referido a la nueva esposa de su papá no como su «madrastra», sino como su «madre».

Qué bonito sería si para Navidad recibiesen, de una vez y para siempre, una nueva mamá. Amanda recogió sus muñecas, Fleur su libro de cuentos favorito y los tíos las acompañaron a la salida, los tres discutiendo sobre a quién le tocaría ser los malditos franceses.

 

 

 

—Percival, ¿el príncipe de Gales nos viene a visitar en estas fiestas?

El duque se acercó al ventanal y, como todos sus hijos se habían lanzado en pos de Louisa, deslizó una mano por la delgada cintura de su esposa.

—¡Por Dios! Ése es su escudo de armas, ¿verdad? Será mejor que arreglemos las habitaciones de lujo, amor… —Su esposo se detuvo al tiempo que, en el camino de entrada, un lacayo extendía la escalerilla de un elegante vehículo y de él se apeaba un hombre diminuto, envuelto en pañuelos y bufandas.

—No es el regente, pues —murmuró la duquesa—. ¿Se trata de uno de tus excéntricos compatriotas de la Cámara de los Lores, Percy?

La mujer tenía una forma de referirse a los asuntos de Estado como si mereciesen la misma atención que una camarera un tanto alegre. De vez en cuando, su esposo compartía su perspectiva, como por ejemplo cuando esos asuntos de Estado interferían en la poca tranquilidad que un hombre podía conseguir a hurtadillas, con su propia esposa, el día de Navidad.

—No tengo idea de qué ocurre. El príncipe y yo no somos exactamente mejores amigos.

Un lacayo leyó una tarjeta del Honorable Señor Alguien Hamburg, Especial lo que Fuera para el Comité de Algo de la Comisión de Su Majestad Real por Quién Sabe Qué. El oído del duque ya no era lo que había sido antes… a veces.

—Hágalo pasar, Porter, y que nos traigan una bandeja navideña, si puede encontrar en la cocina a alguien lo bastante sobrio como para preparar una.

La duquesa reprimió una sonrisa.

—Si ha sobrado ponche de la reunión, no tendría sentido desperdiciarlo.

—Querida, te aseguro que no se desperdicia. Tenemos una buena cantidad de criadas en estado interesante todos los otoños, lo que demuestra el vigor con que celebramos las fiestas cada año en Moreland.

Desde abajo, en el pasillo principal, se oía el jaleo, y la duquesa entrecerró los ojos.

—Cuatro de nuestros hijos nacieron en otoño, Moreland. Yo tengo muy buenos recuerdos de las Navidades.

Oh, era un deleite, un verdadero deleite, estar casado con aquella mujer, y cada década, cada año el deleite crecía más. Pero claro, durante las pocas horas en que la casa estaba libre de hijos, nietos, sobrinas y vecinos, el maldito regente tenía que enviar alguna maldita felicitación navideña.

El lacayo anunció a Hamburg, que se inclinó profundamente ante la duquesa y luego ante el duque.

—Sus exce… sus excel… sus excelencias —soltó con dificultad, después de varios intentos fallidos, delatando así su borrachera. El hombrecillo parpadeó como un búho y echó un vistazo al salón principal, una bonita sala en la parte delantera de la casa, con grandes ventanales que daban a la gran extensión nevada del parque de Moreland.

—Señor Hamburg, felicitaciones por las fiestas y por el día. —La duquesa le dirigió al sirviente del príncipe la misma sonrisa que había provocado la caída de más de un caballero, y Hamburg también se balanceó un poco sobre sus pies—. ¿Tomamos asiento?

La dama se sentó mientras él seguía parpadeando. Luego, varios momentos después, dijo:

—Sí, su excelencia.

Se dirigió a una pequeña silla dorada, tapizada con terciopelo rosado, se echó hacia atrás los faldones de la levita y casi se cayó sobre el asiento.

—Vengo con la esperanza de encontrar a su hija, lady Louisa, y su esbozo. —Las cejas de Hamburg se desplomaron en medio de su rubicunda frente—. Su esposo, quiero decir, porque traigo buenas noticias para sir Joseph de parte del mismo regente. Noticias… —el hombre agitó las cejas mirando a la duquesa y señaló el techo con un regordete dedo— ¡de gran alegría!

Porter apareció por la puerta con una bandeja con ruedas, lo cual, en opinión del duque, nunca era señal de malas noticias.

—No tiene que viajar muy lejos para encontrarlos, señor Hamburg —respondió la duquesa con amabilidad—. Pero seguramente puede quedarse un momento más con nosotros para tomar algún alimento, ¿verdad? El viaje desde la ciudad no debe de haber sido fácil.

—No lo ha sido, mi buena mujer.

«¿Mi buena mujer?» Al duque no le importaba de parte de qué comité ni de qué comisión proviniera el pequeño borrachín, pero nadie llamaba «mi buena mujer» a la duquesa de Moreland… Sin embargo, Esther parecía divertida.

—Los caminos… —continuó Hamburg, inclinándose para rascarse el trasero mientras hablaba— los caminos están deplorables. Si no fuera por las buenas posadas y las excepcionales libaciones que ofrecen, viajar por esta isla en forma de cetro sería imposible, aunque fuese para obedecer los más entusiastas caprichos de su alteza real.

La duquesa le entregó a su huésped una taza de té.

—¿Es un capricho lo que lo trae a Kent, señor Hamburg?

—Nada menos. Muchas gracias. Quiero decir, ¿le ha puesto dos terrones de azúcar a esta taza? No puedo soportar un té que no esté debidamente endulzado.

—Tres —respondió la duquesa con solemnidad—. Le doy mi palabra.

El duque empezó también a disfrutar al ver que su esposa se estaba divirtiendo. «Noticias de gran alegría.» El enviado probablemente también estuviese disfrutando y, a fin de cuentas, ¿no trataba de eso la Navidad?

Hamburg probó el té.

—Bueno, está bien, entonces. Sin embargo, a un hombre no le viene mal un poco de amargura. Andar por todos lados, en lo más crudo del invierno, dejando títulos de conde en los calcetines de los que deberían encontrar allí títulos de barones es una obra que despierta el apetito. Una baronía no sería suficiente, ¿entiende? Un vizcondado tampoco. Los bollos son deliciosos, señorita.

«¿Señorita?»

Los ojos de la duquesa comenzaron a brillar.

El duque se sentó a su lado.

—Hamburg, ¿debemos entender que sir Joseph Carrington será nombrado conde?

—«Debemos»… «Yo» esto y «yo» aquello —replicó el hombrecillo, dejando su taza en la mesa con fuerza—. Todo el maldito día está «yo», «yo», «yo»… Voy al baño. Tengo gases. Pero luego soy yo el que se queda despierto por la noche, solo y con frío… Bueno, en realidad, llevo unos cuantos ladrillos calientes conmigo… pero me paso la noche en vela, preguntándome si se va a rascar él solo el trasero o les dejará esa labor a los sirvientes…

—¿Más bollos, señor Hamburg? —La duquesa apenas se podía aguantar la risa, al tiempo que el hombre soltó un suspiro que parecía estar conteniendo desde hacía mucho tiempo.

—Sí, por favor, señora. Unos cuantos bollos no me vendrán mal. No saben el frío que hace en ese carruaje. Un hombre tiene que vivir de las migas de consideración que le lanzan.

La duquesa no le sirvió a su esposo otra taza de té, sino que le entregó un plato con dos bollos. El duque interpretó eso como la medida del cautivador desempeño de Hamburg: preferiría escuchar lo próximo que iba a decir el mensajero del príncipe antes que comerse los bollos.

—¿Está buscando a sir Joseph para informarle de su gran fortuna? —preguntó.

—Bueno, ¿qué otro motivo le parece que me tendría merodeando por todas partes el día de Navidad? Su majestad el rey no lo aceptaría de otro modo y yo vivo para servirle. Buenos bollos, señor. Aplaudo a su esposa por la calidad de su cocina.

—Muchas gracias —murmuró Esther, y esas palabras fueron lo único que evitó que el duque ordenase a Porter que llevara al señor «Noticias de gran alegría» a la salida.

—Le falta muy poco para llegar al hogar de sir Joseph, «Notici»… señor Hamburg —dijo en cambio—. Y va a llegar allí en un buen momento, ya que todos los hermanos Windham estarán también en la casa y podrán celebrar el reconocimiento con Louisa y su conde.

Por encima de la cabeza de su visita, le dirigió una mirada a Porter, que se hallaba junto a la puerta del salón, un poco inclinado hacia delante, con los ojos enrojecidos, los hombros hacia atrás y la peluca un tanto torcida. El mayordomo asintió con la cabeza y se marchó disimuladamente.

—¿Le sirvo más té, señor Hamburg?

El hombrecillo contempló su taza vacía.

—El regente me habló mucho sobre el ponche que se les ofrecía aquí a los invitados. Me perdí el día de la celebración. Mis disculpas, pero había una criada en la posada donde nosotros… el cochero, los postillones, los lacayos y yo… nos detuvimos para que los caballos descansasen…

Observar cómo un hombre tan, pero tan calvo se ruborizaba era un interesante fenómeno natural. El color le subió del cuello a las mejillas y a la frente y continuó ascendiendo, hasta que la cabeza entera de Hamburg estuvo cubierta por un bonito tono rosado que el duque había oído llamar alguna vez «rubor de doncella».

—Tenemos atractivas muchachas en las tabernas de aquí, de Kent —señaló el duque.

—Pero ¡los caminos en un estado terrible! —exclamó Hamburg—. Habría que hacer algo para remediarlo, si me preguntan a mí… pero él nunca lo hace. Sólo quiere saber si el chaleco morado le queda mejor que el de color salmón, por Dios. Les aviso: el hombre es gordo. Tan gordo como un cerdo en el mercado y sus tirantes rechinan horriblemente. Hay que fingir que no se oye nada y eso requiere un gran esfuerzo.

Entre quejas, reclamos y más insultos a la figura real, Hamburg se terminó el té y los bollos y se metió un bollo más en el bolsillo al tiempo que sonreía angelicalmente ante su buena amiga, la «señorita».

Porter le explicó al cochero exactamente cómo ir a la propiedad de sir Joseph, y Hamburg se envolvió en sus bufandas y se metió en el carruaje.

—Percival —dijo la duquesa mientras se despedían de él—, ¿te parece que ha sido amable de tu parte meter esa botella de ponche en su bolsa?

El duque vio un generoso ramo de muérdago a menos de dos metros de distancia y le dio un beso en la mejilla.

—El hombre está sufriendo, «señorita»; seguramente no pretenderás privarlo de un sorbito medicinal, ¿verdad?

—Esta Navidad he conseguido mi primer compañero de borrachera. No podría negarle nada a un amigo tan bueno y tan raro. —La duquesa estaba a punto de sonreír cuando, de repente, frunció el cejo—. Percival, los niños ya están en casa de Louisa y Joseph. ¿Crees que sería entrometido de nuestra parte…?

—Están enganchando los caballos del trineo ahora mismo, querida, y como conocemos todos los caminos y atajos, estoy seguro de que le sacaremos mucha ventaja al vehículo de Hamburg.

—Qué espléndido eres, Percival. Simplemente espléndido.

Y entonces, sin siquiera una ramito de muérdago que justificase semejante muestra de cariño, la duquesa de Moreland dio un cuidadoso beso en la mejilla del duque. Cinco minutos más tarde, estaban bien abrigados a bordo del trineo, con ladrillos calientes en los pies, mantas sobre el regazo y unas cuantas petacas llenas de ponche en los bolsillos del duque.

 

 

 

—Al parecer el carruaje del príncipe ha pasado por aquí esta mañana. Todos los mozos de cuadra están demasiado ocupados con el chisme como para llenar un balde de agua. ¿Cuánto falta para llegar?

St. Just sostenía el balde para que su caballo bebiese, mientras Westhaven hizo lo que mejor le salía: frunció el cejo pensativo.

—No estamos muy lejos. La propiedad de sir Joseph está sólo a unos cuantos kilómetros de la mía en línea recta. Yo le puedo dar de beber a mi propio caballo.

St. Just avanzó en la fila.

—Los generales tienen que estar libres para ocuparse de cualquier aspecto de la marcha que requiera atención. ¿Cómo lo llevan las damas?

—Jamás en la vida has oído tantas risas saliendo de un solo carruaje. Creo que ya han abierto sus petacas.

Valentine cogió el balde de St. Just, tiró el agua restante en la nieve y lo sumergió en el abrevadero para darle de beber a su caballo.

—Hace bastante frío y eso justifica algún que otro trago. ¿Alguien ha pensado qué vamos a decirles a Louisa y a sir Joseph cuando esta procesión llegue a su puerta?

—Comenzaremos con «derramar sangre no resuelve nada» —respondió Westhaven—. De ahí pasaremos a «no discutáis delante de los niños», y terminaremos observando que «una taza de té no nos vendría mal».

St. Just intercambió una mirada con Valentine. Los caballos permanecieron sabiamente callados.

—Westhaven —comenzó St. Just—, sir Joseph defendió el honor de Louisa en un duelo, donde por lo general se derrama sangre. Si lo que dices es cierto, habrá una docena de niños por allí, y ya sabes que son expertos en ver y oír lo que no deberían ver ni oír. Lo del té es demasiado… estaríamos abusando groseramente de la hospitalidad de Louisa.

—Pero ella se alterará un poco cuando se entere de que su esposo tiene una colección de bastardos —replicó Westhaven y tendió una mano hacia su caballo para acariciarle el lomo—. Carrington estará molesto porque ella está molesta. Somos su familia. No podemos abstenernos de ofrecerles nuestra ayuda.

Valentine dejó el balde a un lado.

—Nos sentimos culpables por todo lo que sir Joseph nos dijo antes de llevarse a Louisa a Kent, eso de que no la apreciamos.

Westhaven se acarició la barbilla.

—Tenía razón.

Antes de que nadie pudiera decir nada más sobre el asunto, St. Just montó en su caballo.

—El hombre tiene una esposa y esa esposa es nuestra hermana, una hermana a la que tal vez esté a punto de rompérsele el corazón justo en Navidad, así que vámonos.

 

 

 

De todos los condados del reino, Surrey era el de paisaje más verde. Había campos, fincas y pastos en abundancia, pero aunque otras partes del país se transformarían en páramos o ciénagas si no se las cultivaba, Louisa pensaba que, en Surrey, los árboles se apoderarían del terreno con mucho gusto y convertirían el lugar en la boscosa Inglaterra de antaño.

—De haber sabido que íbamos a viajar la mitad de la distancia que hay hasta Londres… —Sir Joseph interrumpió la frase en cuanto Louisa empezó a acariciarle el muslo.

—Esposo, ¿decías algo?

—De haber sabido que íbamos a viajar tanto, no te habría permitido abrocharme el pantalón tan rápido.

—Si no estuviésemos tan cerca de nuestro destino, ahora estaría desabrochándotelo de nuevo. —Lo decía en serio: una revelación más que debía agradecer al matrimonio—. Me pregunto cómo hacen mis hermanos para portarse bien en público.

—No suelen hacerlo. —Sir Joseph tenía los labios contra la sien de ella y su voz rezumaba un perezoso cariño—. Westhaven es el maestro del beso sutil, es raro encontrar las manos de St. Just lejos del cuerpo de su condesa y lord Valentine mira a su esposa como si la acariciase. Tus hermanas son más discretas, pero no menos cariñosas con sus maridos.

El carruaje avanzaba dando tumbos y Louisa supo que muy pronto tendrían una difícil conversación. Saldría bien. Estaba decidida a que así fuese y su optimismo le permitió formular la siguiente pregunta.

—Joseph, ¿te opondrías a la idea de tener una familia numerosa?

Con sutileza, él la acercó a su cuerpo.

—El parto conlleva sus riesgos, Louisa.

—Sin embargo, tengo una buena constitución y ni mi madre ni Sophie tuvieron dificultades. Quiero hijos, Joseph. Disponemos de dinero y podemos permitirnos darles todo lo que deseen. Pensando en eso escogí la institución a la que me gustaría hacer la donación.

Él se irguió. No era su intención sentarse en el asiento frente a su esposa, pero así como la había acercado a su cuerpo cuando había mencionado su deseo de tener hijos, ahora se apartó de ella.

—¿Es ése el plan para hoy? ¿Visitar la organización de beneficencia que has escogido? —No parecía contento con la idea.

—Sí, efectivamente. Y además hay algunos asuntos acerca de los que quiero hablar y te pido que me escuches.

Joseph comenzó a examinar su sombrero, que reposaba en el asiento de enfrente.

—¿A ti te gustaría una familia numerosa, Louisa? ¿Tú quieres que te dé muchos hijos? Crecerán, ¿sabes?, y se convertirán en pequeñas personas traviesas, que chillan, que se deslizan por los pasamanos, piden ponis y necesitan zapatos, libros y cachorros. Comerán como un regimiento y arruinarán su ropa, una ropa que se les quedará pequeña antes de que las sirvientas puedan bajar siquiera el dobladillo una sola vez. Se despellejarán las rodillas, se romperán las clavículas y perderán sus muñecas. ¿Te das cuenta del lío que se arma cuando una niña de seis años pierde su muñeca? Yo tengo una versión de repuesto de la señorita Hampton-Como-Sea-Su-Maldito-Nombre, pero Amanda la encontró y dijo que una versión de repuesto nunca sería adecuada, porque la maldita cosa no «olía» igual… ¿Te parece gracioso?

—Me pareces adorable.

Sus cejas se desplomaron.

—Jamás podré comprender la mente femenina.

—Sin embargo, yo estoy empezando a comprender algo de ti. —Le acarició la barbilla, deseando que tuviesen tiempo para desabrocharle el pantalón. Ésa fue una idea, sólo una de muchas, de esa índole—. A ti te criaron tu madre viuda y luego tus tías solteras. Estás muy poco habituado a la vida de una familia normal, con hermanos, primos, tíos, abuelos, porque nunca los has tenido.

Él volvió la cabeza y le dio un beso en la palma, porque ella aún no había vuelto a ponerse los guantes.

—Es cierto lo que dices, pero cuando mis tías por fin me permitieron marcharme a la universidad, ya era un muchacho cualquiera entre la multitud de futuros caballeros. Para entonces, los libros y los caballos eran mis compañeros predilectos.

—¿Y fue lo mismo con el ejército de Wellington?

Permaneció en silencio unos minutos, mientras el carruaje aminoraba la velocidad en una curva.

—Te daré todos los niños que quieras, Louisa, con alegría y entusiasmo. Pero así como tú tienes asuntos que hablar conmigo, yo también tengo asuntos que hablar contigo.

Estaba bien. Ella esperaba que los asuntos de él se arreglasen con bastante facilidad cuando advirtiese dónde estaban. El carruaje redujo la velocidad aún más y Louisa abrió una de las ventanas más cercanas.

—Esto es muy bonito, con todos los árboles cubiertos de nieve. Ya veo por qué a Westhaven le gusta tanto este paisaje.

Sir Joseph le entregó los guantes.

—¿Estamos cerca de la propiedad de tu hermano?

—Sí, no está lejos.

Algo ensombreció la mirada de Joseph, algo desalentador.

—Louisa, antes de que vayamos a este lugar…

El carruaje se detuvo, el lacayo bajó los peldaños y Louisa se puso los guantes.

—Ya hemos llegado, ésta es la institución benéfica que he escogido, Joseph. No hay nada que puedas hacer para obligarme a cambiar de idea, absolutamente nada.

Parecía que él iba a decir algo, pero calló y se apeó del carruaje para ayudarla. Cuando llegó el momento en que ella debía retirar la mano, Joseph se la sujetó con los dedos.

—Louisa, hay algunas cosas que no sabes de esta casa. Cosas que debería explicarte yo mismo.

Ella inspeccionó los alrededores, porque no había estado allí antes.

—Es bonita, ¿no? —Recorrió con la vista la enorme y antigua casa estilo Tudor que, al igual que la granja, todavía tenía techo de paja. Ventanas con parteluz adornaban las plantas inferiores y una frondosa hiedra ascendía por las paredes que daban al norte—. Puedo imaginar muchas macetas de geranios aquí durante la primavera —continuó Louisa, inquieta por el silencio de Joseph—. Y puedo imaginarnos a nosotros pasando mucho tiempo aquí. Di algo, Joseph. Por favor, di algo.

Parecía muy serio y era un día en que debía sentir una gran alegría.

—Louisa, lo siento. Quería asegurarme de que nunca lo supieses y luego quise darte una explicación. Quizá siempre fue mi intención darte una explicación, pero luego…

En la casa, una puerta se abrió de golpe, la corona navideña quedó agitándose por el golpe y los cascabeles tintinearon alegremente. Oyeron un estruendo de pisadas (algunas de pies pequeños y otros no tan pequeños), seguido por un coro de alegres gritos.

—¡Es papá! ¡Sabíamos que no te perderías tu visita navideña! ¡Papá ha venido a visitarnos!

Louisa estaba sorprendida, confusa y bastante desconcertada. A medida que media docena de niños avanzaba en manada alrededor de donde se hallaba Joseph, ella le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Papá? —consiguió preguntar por encima del alegre jaleo.

Él rodeó con los brazos a cuantos niños podía acercar, pero le sostuvo la mirada casi desafiante.

—¿Papá? —preguntó Louisa otra vez en voz más baja, al tiempo que algo se agitaba dentro de su pecho.

Joseph asintió enfáticamente una vez y se inclinó para saludar a los niños.