Capítulo 6

—¿QUÉ es esto? —Ellen Windham cogió el pequeño volumen que su esposo acababa de dejar en la mesilla de noche.

—Poesía. —Lord Valentine se sentó en la cama y se quitó las botas—. Poesía bastante picaresca. Estoy pensando poner música a algunos poemas.

Ellen se sentó junto a él y pasó una página.

—«Venus te ha reservado sólo para ti su mejor espina amatoria…» —leyó—. «Cupido, sin remordimientos, arremolina amor y odio en una sola copa…» —Continuó un poco más, al tiempo que Valentine se ponía en pie y se quitaba los pantalones y los calcetines.

—¿Me prestarás atención, esposa, o te dedicarás a inquietar tu mente con esos lascivos versos?

—Algunos son hermosos. Muchos lo son. —Dejó el libro a un lado y miró a su marido a medio desvestir junto a la chimenea—. Tú también eres hermoso.

Él le sonrió y le tendió una mano.

—Tengo que enviarle el libro a Louisa, que colecciona cosas así, pero puedes escoger por mí los poemas que te parezcan hermosos y les pondré música.

Ellen avanzó hacia él, permitiendo que la rodeara con sus brazos.

—¿No hay en algún lugar de tu interior algún deseo de que estemos en la ciudad ahora, Valentine? Ya casi es Navidad y tu familia estará reunida allí.

—Sólo están a un día de distancia a caballo y las composiciones fluyen más fácilmente cuando puedo trabajar aquí, cerca de ti y del bebé. ¿Te preocupa eso?

Ella asintió contra su pecho.

—Adoro a tu familia. Ellos también forman parte de tu música.

Valentine apoyó la barbilla contra su sien, un gesto que tendía a hacer cuando se ponía pensativo.

—Sus excelencias disfrutarían de pasar un tiempo con el bebé —murmuró—. Podemos ir a Moreland unos días antes. St. Just ya está en camino y Westhaven se marchará a Surrey un día de éstos.

Ellen se relajó entre sus brazos, liberándose de una sutil tensión que ni siquiera sabía que tenía.

—Sí, me gustaría —concluyó—. Si comienzo a hacer todas las cosas que tengo pendientes mañana con la primera luz del día, podría arreglarlo todo para que nos marchemos temprano.

Ella nunca remoloneaba en la cama por la mañana. En el sutil y enrevesado lenguaje matrimonial, estaba advirtiéndole a Valentine que era él quien no se demoraría en el lecho a la mañana siguiente.

—Entonces, a dormir ahora mismo, esposa. —Se apartó de ella—. Permíteme que termine de lavarme y nos iremos a dormir temprano. —Le besó largamente la mejilla para subrayar lo que había dicho.

Con una placentera sensación de calidez en el vientre, Ellen comprendió el significado de lo que insinuaba. Siempre lo comprendía y, solícita, se quitó la bata y se metió debajo de las mantas a observar las abluciones de su esposo. Aun después de un año de matrimonio, mirar a Valentine desnudo tenía tanto interés para ella que se olvidó de preguntarle por qué Louisa coleccionaba poemas picarescos, más allá de lo bonitos que fuesen.

 

 

 

El intento de coordinar su guardarropa con el de lord Lionel convenció a Louisa de varias verdades:

La primera, que carecía de la cualidad que permitía a la mayoría de las jóvenes prestar interés a su ropa y sus accesorios, no sólo por unas horas o días, sino durante semanas e incluso toda la vida. Advertir eso fue más bien como aceptar una verdad que había dado por sentada largo tiempo atrás. El aburrimiento era lo único que la había impulsado a experimentar y adivinar las elecciones de vestuario de Lionel.

La segunda, que su padre estaba «volcado en la tarea» de nuevo, lo que quería decir que el duque había conseguido que sus hijos se casasen y ahora la misma Louisa estaba en el punto de mira de sus intentos. Lo que era peor, la duquesa conspiraría con él, planeando alegremente otra cena antes del traslado a Moreland, al final de la semana.

Y el despliegue de muérdago en toda la casa era indescriptible.

La tercera cosa que advirtió fue algo por lo que Louisa intentó sentirse culpable: que, inconscientemente, estaba alimentando inútiles esperanzas en Lionel Honiton. Éste bailaba bien. Vestía bien. Repartía bonitos halagos como si fuera Papá Noel sacando regalos de Navidad de su bolsa. Y sonreía con tanta indulgencia que ella deseaba golpear su masculina barbilla con el puño cerrado.

La buena sociedad sostenía que las hermanas debían casarse siguiendo el orden de nacimiento, así que, como ejercicio teórico, Louisa había intentado considerar la idea de casarse con Lionel. Pero incluso teóricamente, la idea había fracasado por completo. Imaginar el pachulí en la oscuridad le resultaba espeluznante.

Algún día, en un futuro lejano, tal vez llegase un hombre que pudiese pasar por alto las indiscreciones y tropiezos de juventud de Louisa, aunque esos tropiezos fuesen serios y las indiscreciones atroces. Pero cuando esos errores quedasen a veinte años de distancia, podría verlos con una perspectiva menos catastrófica. Se volverían tan insignificantes que podría incluso contárselos a su futuro esposo sin que éste la rechazase de plano por sus confesiones.

Eso esperaba. No obstante, Lionel no era de ningún modo un candidato posible.

El desafío presente era desalentarlo con amabilidad, sin alentar a nadie más, así que Louisa se concentró en ello.

—Debes recurrir a los amigos de lord Lionel —dijo Jenny otra vez, demostrando que era tan persistente como la duquesa, aunque su objetivo fuera bastante distinto—. Deene es amigo tanto del duque como de la duquesa. Sir Joseph es un vecino en quien confían, que sirvió en el ejército con St. Just y Bartholomew, e incluso Hazelton tenía buenas relaciones con nuestra familia antes de que Maggie se casara con él.

—Hazelton escuchaba por el ojo de las cerraduras y era el terror de todas las reuniones sociales —replicó Louisa.

—Ahora te llevas a las mil maravillas con él —rebatió Eve—. Lionel tiene pocas cosas buenas, excepto que hace una reverencia con estilo y tiene algún sentido de la moda. Se dice que sus finanzas son espantosas.

Louisa permanecía con sus hermanas junto a los helechos, en los confines de otro salón de baile, y aunque gozaban de una relativa privacidad, Eve hablaba en voz baja.

—Bueno, no necesitas preocuparte tanto de que Lionel pueda ser tu cuñado. —Le debería haber sido más difícil, mucho más difícil, pronunciar esas palabras.

Jenny arrancó la punta de la hoja de un helecho.

—¿Por qué? ¿Te has enfadado con él?

—Aún no. —Louisa vio cómo los dedos de su hermana se ponían verdes, conforme rompía la hoja del helecho—. Espero que no lleguemos a tanto.

—Escoge otra persona para coquetear —sugirió Eve en tono práctico y frío, examinando el salón de baile—. A mí la táctica me funciona, aunque creo que es mejor escoger tres o cuatro cada temporada. Es menos probable que den nada por supuesto si no se distinguen entre varios.

Mientras Louisa buscaba una respuesta, Timothy Grattingly se les acercó.

—Señor Grattingly. —Louisa le tendió una mano. No podía estar más agradecida de verlo, porque su aparición había interrumpido lo que sin duda iba a ser un agotador interrogatorio—. ¿Ya ha llegado el vals?

—¿Lo pregunta en serio? —Grattingly sonrió, aunque a ella le pareció más una mirada lasciva que una auténtica sonrisa—. ¡He contado los minutos, hasta los segundos! Venga, milady, que nos quedaremos sin sitio en la pista de baile.

Louisa se puso en pie, pero así como supo que no se entretendría más con lord Lionel, tomó otra decisión: tampoco podía dar vueltas por el salón con aquel torpe idiota, ni siquiera los diez minutos (o seiscientos segundos) que por lo general duraba el vals.

—¿Es posible que vayamos a tomar el aire al jardín de invierno, señor Grattingly? Hace demasiado frío fuera, pero le confieso que tengo la intención de acercarme al bufé lo antes posible.

—¿No quiere bailar el vals? —Su expresión reflejaba consternación. En realidad, era la primera vez que Louisa recordaba haber rechazado una oferta para salir a la pista.

A su lado, Jenny había dejado de juguetear con el helecho y se había puesto otra vez los guantes.

—Si su propósito es bailar, señor Grattingly, yo puedo acompañarlo con gusto.

La oferta de Jenny fue algo mucho más que directa: fue rápida. También era coherente con la personalidad de la joven, al punto de ofrecerse a sacrificarse.

—Tonterías. —Louisa cogió el brazo del caballero—. Al señor Grattingly no le importará acompañarme.

Excepto que, al parecer, sí le importaba. Avanzaron por el salón en la dirección opuesta al jardín de invierno, deteniéndose a conversar con todo el mundo. Incluso se encontraron con Lionel, con el que Grattingly intercambió unas palabras de cortesía. Todo el tiempo Louisa intentaba sonreír y no parecer aburrida.

Esa noche, Lionel iba vestido de lavanda, dorado y blanco. En su imaginación, Louisa repitió su algoritmo con simbólicas variables para el chaleco, la chaqueta, el pantalón y los calcetines. A lo largo de la semana, el joven cambiaría el chaleco y los calcetines por un conjunto en rosa, dorado y blanco. Después de eso, sería marrón, dorado y blanco…

—¿Continuamos? —Grattingly hizo una reverencia al abrirle la puerta del jardín cubierto y Louisa sintió en el rostro el impacto del aire húmedo y el olor a tierra. El lugar tenía bastante luz para tratarse de un invernadero y había un bendito silencio, aunque no cabía duda de que otras parejas también lo utilizaban para darse un respiro del salón de baile.

—¿Tomamos asiento? —le preguntó Grattingly—. No me importaría dejar descansar los pies. —Dicho esto, le dedicó otra de sus poco atractivas sonrisas.

—Este banco servirá —dijo Louisa, señalando el primero que vio.

—¿Qué le parece si primero buscamos la famosa orquídea de Navidad? Me han dicho que está en flor y que los de la Sociedad Botánica vienen en tropel para dibujarla, olerla y deleitarse con su belleza.

Louisa había visto orquídeas antes, pero Grattingly estaba arrastrándola de la mano a las profundidades del invernadero.

—No sabía que nuestros anfitriones tuviesen orquídeas en su colección.

Grattingly se detuvo en un banco en sombras, junto al camino de gravilla.

—Sentémonos aquí.

Se colocó entre Louisa y el camino de regreso al salón de baile. El joven no era mucho más alto que ella, pero era lo bastante fornido como para que el hecho de que se interpusiese en su camino le provocara una incómoda sensación en el estómago.

—Señor Grattingly, aunque podamos estar en el invernadero, a la vista del salón y con la puerta abierta, la ubicación que ha escogido… ¡ay!

—La ubicación que he escogido es perfecta —dijo él, apretándose contra el cuerpo de Louisa.

Le empujó la espalda contra un árbol apartado del camino, en sombras.

—¡Señor Grattingly! ¿Cómo se atreve…?

Notó un par de húmedos labios en la mandíbula y le llegó el agrio aliento del vino.

—Por supuesto que me atrevo. Casi me ruegas que te arrastre hasta aquí. Con las tetas casi saliéndosete del vestido, ¿cómo esperas que reaccione un hombre?

Le metió una mano en el escote y cerró los dedos alrededor de un pecho. En ese instante, Louisa estaba demasiado aturdida como para pensar, pero luego advirtió que algo más poderoso que el miedo la arrollaba por dentro.

—¡Baboso sinvergüenza, presumido, borracho apestoso, imbécil!

Lo empujó con fuerza, pero él no cedía y aquellos labios, gruesos y húmedos, se le acercaban de un modo abominable. Oyó la voz de Devlin en su cabeza diciéndole que usase la rodilla, pero en ese instante, Grattingly se apartó abruptamente de ella y aterrizó con el trasero en el suelo.

—Discúlpenme. —Sir Joseph estaba a menos de medio metro de distancia, desabrochándose la chaqueta con aire despreocupado. Su expresión era tan serena como el tono de su voz, pero al tiempo que colocaba la prenda sobre los hombros de ella, mantenía la mirada fija en Grattingly—. Espero no estar interrumpiendo.

—No interrumpe. —Louisa se envolvió en la chaqueta que tenía sobre los hombros, refugiándose tanto en su olor de cedro como en su calor corporal—. El señor Grattingly ya se marchaba.

—¿Quién demonios eres tú para venir aquí y molestar a una dama que está disfrutando un poco? —le espetó el joven, tambaleándose y poniéndose en pie.

En un extremo del camino, una puerta se cerró. Louisa percibió el sonido a la distancia, como solía advertir el comienzo de la lluvia aunque estuviese leyendo un buen libro.

Pero aquello no era un buen libro. De forma instintiva sabía que, sin previo aviso y sin buscarlo, estaba en medio de algo que no era nada bueno.

—No estaba disfrutando, patán. —Quería que sus palabras sonaran como disparos cargados de feroz indignación, pero, para su propio horror, le tembló la voz. Se le aflojaron las rodillas y cayó sentada en el duro banco.

—¿Qué ocurre aquí? —Lionel Honiton estaba de pie en el camino, con tres o cuatro personas detrás.

—Nada —respondió sir Joseph—. La dama tiene una migraña y se marchará pronto.

—¡Una migraña! —Grattingly estaba en pie, pero a Louisa le pareció que oscilaba un poco—. Esta perra estaba a punto de tener algo mucho más grande que una…

Sir Joseph, al igual que el resto de invitados, llevaba guantes de gala, por lo que no debería haber sonado tan fuerte y claro cuando le golpeó la mandíbula a Grattingly.

Lionel dio un paso adelante.

—No nos precipitemos. Grattingly, discúlpate. Todos podemos ver que estás un poco ebrio. Nadie se ofende por lo que dice un hombre que ha bebido algunas copas, ¿verdad?

—No estoy borracho, imbécil. Tú…

—Eso no es una disculpa. —Sir Joseph se tiró de los guantes—. Mi padrino se pondrá en contacto con el suyo para fijar las condiciones del duelo. Si alguien de los aquí presentes pudiese dejar de mirar boquiabierto e ir a buscar a las hermanas de la dama, se lo agradecería.

No dijo nada más, sino que fulminó con la mirada a la pequeña multitud que los rodeaba, hasta que Lionel los obligó a marcharse. Nadie defendió a Grattingly, que se apartó con sonoras pisadas, con los pantalones manchados de tierra y mascullando algo que Louisa no alcanzó a oír.

Sin pedirle permiso, sir Joseph se sentó a su lado al tiempo que ella libraba una lucha interior para no abrazarlo y soltar también algunas maldiciones.

—Louisa… —La suavidad de su voz la desconcertó—. ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza, pero era mentira. Si Joseph no hubiese aparecido, aquella multitud habría visto algo mucho peor que un vestido arrugado o la tierra que ensuciaba el trasero de Grattingly.

—Estás temblando. —Sir Joseph le entregó un pañuelo—. Luego vendrán los escalofríos. Alguna vez incluso he llegado a vomitar. En una ocasión, para mi horror infinito, lloré. Por suerte, sólo mi caballo presenció semejante indignidad.

—¿Grattingly intentó besarte a ti también?

—Eres valiente. —¿Cómo hacía un hombre para poner una nota de aprobación y calidez en sólo dos palabras?—. ¿Quieres un trago?

—¿Tu brebaje especial?

Le pasó la petaca.

—Nada es tan eficaz como esto. Tengo que preguntártelo de nuevo, Louisa, ¿te ha lastimado?

—Tengo algunos moratones. ¿Nos has seguido hasta aquí?

—No. He venido por la tranquilidad.

Mentía. Lo hacía de un modo galante, pero por primera vez desde que lo conocía, sir Joseph decía cosas que no eran ciertas. Aun así, con él sentado en silencio a su lado y gracias al calor abrasador que su brebaje especial le producía, Louisa comenzó a calmarse y a recuperar el equilibrio.

—No decías en serio lo de enfrentarte a ese hombre con pistolas, ¿verdad?

Sir Joseph bebió un trago de la petaca y luego se la devolvió.

—Puede que Grattingly prefiera espadas, aunque puedo defenderme con cualquiera de las dos armas. Wellington lo demandaba a sus soldados, al igual que la destreza en la pista de baile.

—Ya veo. —Le tendió la petaca.

—Quédatela. ¿Qué piensas?

—Mis hermanos estarían ocultándose por los rincones, susurrando sus planes como si las mujeres de la casa jamás hubiesen oído hablar de un duelo por el honor de una dama. Tú en cambio te sientas aquí y, con aire despreocupado, admites que te batirás con ese hombre por mí.

Louisa quería discutir, con él o con cualquiera. La urgencia de batallar verbalmente era otra reacción al ataque que había recibido, pero el hecho de saberlo no la congraciaba con su salvador.

—En realidad, tus hermanos me han pedido que vigile un poco tu situación y todavía tengo que encontrar una forma de obtener tu permiso para hacerlo. Así es cómo lo veo, Louisa: primero, me ofenderías si esperases que no hiciera nada al respecto. Segundo, tu honor ha sido mancillado ante una audiencia que ya está divulgando por ahí los pocos detalles que ha visto. Podría aceptar una disculpa de Grattingly, suponiendo que tenga bastante inteligencia, pero eso no recompondrá tu reputación.

—¿Y un duelo sí?

—Quizá no, pero al menos servirá para mantener intacto mi honor, ¿no te parece?

Ella se volvió, apoyó la frente en su hombro y comprendió toda la trascendencia de la situación como si se tratase de un alud de lodo que le caía encima. Se le cortó la respiración y sintió un latido en la nuca.

—Estoy acabada, ¿verdad? Un estúpido paseo por el invernadero con ese cretino y todos los años de portarme bien no cuentan para nada. Al menos si hubiese cometido algún pecado, tendría el recuerdo para entretenerme en los años futuros. Pero no, nada de eso. No cabe duda de que yo lo he atraído aquí, del mismo modo como he atraído a muchos hombres a su perdición en jardines y salones. Por mi infinita perversión, he obtenido el fétido aliento de Grattingly, moratones y…

Sir Joseph la rodeó con los brazos. En el momento en que sus hermanas los encontraron, Louisa ya se había convencido de que nadie sabría que había llorado hasta quedarse sin lágrimas.

Nadie más que sir Joseph.

 

 

 

—Estoy tentado de desafiar yo mismo al maldito bastardo. —Su excelencia, el duque de Moreland, se dirigió al ventanal y volvió sobre sus talones con precisión militar—. St. Just ya está en camino desde el norte y sé que Valentine vendrá si lo mando llamar. Esto es malo, Carrington. Muy malo.

—Para el viernes a esta misma hora, ya habrá terminado, su excelencia.

—Para usted, quizá, pero ¿qué hay de mi Louisa? ¿Qué hay de sus hermanas? —El hombre buscó a tientas el brazo del sofá y se sentó en él de una incómoda manera, como Joseph podría haberlo hecho en una noche particularmente fría—. ¿Qué hay de mi esposa? Se ha quedado muda. No me ha regañado desde que esto ha ocurrido. Y cuando la duquesa de Moreland deja de regañar al duque, el orden natural de las cosas está en peligro.

Joseph se puso en pie y se acercó al aparador. Olió un par de decantadores, se decidió por el de Armagnac y le sirvió un trago al duque.

—Con propósitos medicinales, su excelencia.

Moreland cogió el vaso que le ofrecía, pero sólo lo sostuvo.

—Si no pensara que mi esposa moriría de furia, le juro por Dios que desafiaría al hombre yo mismo, Carrington.

Joseph regresó a su asiento.

—Excepto que un duelo tiene precisamente el propósito de detener una ofensa antes de que llegue a enemistad, su excelencia. La familia de Grattingly es lo bastante rica y ambiciosa como para traerle problemas a los Windham y, además, debo admitir que dos de sus hijos me confiaron el bienestar de lady Louisa.

El duque abrió sus azules ojos como platos y miró fijamente a Joseph.

—¿Se lo pidieron a usted? ¿Sin decirme nada a mí?

Joseph decidió que, después de todo, era un buen momento para servirse un trago y ganar algún tiempo para organizar sus pensamientos mientras saboreaba una copa de brandy.

—Qué tiempo tan horrible.

—Que le den al maldito tiempo, aunque al menos no nieva… de momento. —Su excelencia apuró la bebida de un trago y dejó el vaso—. ¿Qué es eso de que mis muchachos le hayan encargado a usted la tarea de cuidar de su hermana?

Aquello era uno de los motivos por los que Joseph no quería tener nada que ver con un título. Porque implicaba lidiar con otros títulos, con hombres mayores que tenían un alto concepto de sí mismos o jóvenes con más influencia que sentido común, además de un alto concepto de sí mismos.

—St. Just me pidió que me interesase por Louisa en los encuentros sociales durante su ausencia. Le expliqué el estado de cosas a Westhaven antes de que éste se marchase a Surrey, antes de reunirse con el resto de la familia en Kent.

Su excelencia despachó su segundo trago tan rápido como el primero.

—Mi suposición, aunque no es más que eso, es que Lou amenazó con escapar hacia el norte y St. Just quería estar enterado antes de que eso ocurriese. El muchacho todavía sigue un poco asustadizo, por las muchas batallas en las que participó. La duquesa también se preocupa por él.

El duque parecía un poco más pensativo.

—¿Otro trago, su excelencia?

El hombre echó un vistazo a su vaso.

—Mejor no. La duquesa ve la bebida con malos ojos. La situación requiere que tenga la cabeza despejada.

—Eso tiene sentido, así que permítame que le explique mi razonamiento.

El duque lo escuchó, atento a la explicación de Joseph de principio a fin sin la menor interrupción. Una vez que le hubo expuesto sus argumentos, se hizo un silencio en el salón, sólo interrumpido por el crujido del fuego y los silbidos del viento contra los cristales de la ventana.

Su excelencia dejó de contemplar las llamas y se dio media vuelta para mirar a su invitado.

—Debo tratar esta situación con mi esposa, Carrington. He tenido la fortuna de casarme por amor, mucho antes de que eso fuera común en la buena sociedad. Ha resultado bastante bien y desearía que mis padres supieran eso en el rincón del cielo donde se encuentren. La de ellos era una unión dinástica.

Joseph comprendió la advertencia: asumiendo que sobreviviese para el fin de semana y suponiendo que la dama en cuestión aprobase uno de sus planes, la felicidad de ella sobre la tierra se transformaría en su responsabilidad. La idea no era tan abrumadora como debería haberlo sido, sino que se vislumbraba como lo contrario, como un regalo de Navidad desproporcionado en relación con lo que merecía el destinatario.

—Comprendo su preocupación, su excelencia. Si a lady Louisa no le agrada mi plan, retiraré la oferta de inmediato.

Otro silencio, durante el que Joseph soportó el escrutinio de los perspicaces ojos azules del duque.

—Muy bien, Carrington. Mandaré llamar a Louisa para que hable con usted, pero deséeme suerte con mi esposa. Si creyese que la bronca resultante de haber bebido la devolvería a su estado habitual, bebería cada decantador del aparador.

Joseph miró las botellas mientras esperaba que Louisa llegase. Había doce y en la biblioteca de Westhaven seis. Desde cerca del alegre fuego, Joseph pensó en su pequeña petaca (la de repuesto, porque Louisa tenía la mejor de las dos), cuando la joven apareció en el umbral.

—Hola, Joseph. El duque me ha dicho que querías hablar conmigo.

—De hecho, le he preguntado si podría hablarte de matrimonio.

Dejó a un lado su petaca y lo envalentonó el hecho de que Louisa no escapase corriendo de la sala, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.