Capítulo 7
—¿QUÉ quiere ahora?
Su alteza real emitió un sonido de fastidio, como si Hamburg, uno de los sirvientes de menor rango de Carlton House, fuese el más ofensivo. No lo era, pero el abuso real le producía al pequeño hombre un perverso placer. Al regente le resultó fácil complacerlo en aquel día helado, ventoso e inútil.
—Le ruego de la manera más humilde a su alteza real que me perdone por la molestia de interrumpirle, pero el año está cerca de su final y está pendiente el asunto de…
El príncipe agitó una mano sin anillos, retorcida de una manera desagradable a causa de un severo reumatismo agravado por el clima.
—La maldita lista de los honores y los títulos de nobleza. ¿No piensa en otra cosa, besugo?
—Me paga para pensar en poco más, su alteza real, y como símbolo de la grandeza del reino y de su perdurable nobleza, no hay nada que se pueda comparar con…
—Basta ya, hombre, o le pagaré menos de lo que ya le pago.
Al parecer, eso cruzaba la línea del anhelado abuso real y pasaba a ser una sincera amenaza, porque la calva rosada de Hamburg se puso roja y sus labios, secos como una ciruela pasa, se quedaron inmóviles.
El regente se reclinó en su bien acolchado sofá y miró la larga lista que tenía delante. Borrachos y ladrones en su mayoría, y el ocasional borracho o ladrón casado con una prostituta. Un par de ellos eran lo bastante astutos como para haber donado dinero a sus varios proyectos antes de tender sus manos para pedir el favor real.
—Pensé que le había dicho que agregara a Joseph Carrington a la lista.
Después de recibir sugerencias nada menos que de Wellington y también de Moreland, le había indicado exactamente eso. Descubrir al hombre en un error, si es que se trataba de un error, le iluminó el espantoso día.
—Sir Joseph pronto heredará una baronía, su alteza real.
El regente hizo la lista a un lado y se dirigió a un lacayo para que le sirviera otra copa de ponche.
—¿Qué baronía? Conozco los títulos que sólo tienen un heredero que se interponga ante la perspectiva de la herencia vacante, y son pocos y muy preciosos.
—La situación de sir Joseph es un asunto de título en suspenso, su alteza real. El único otro pretendiente no tiene hijos, está enfermo y es bastante mayor.
—En suspenso. —Los títulos en suspenso eran algo tedioso y también raro—. ¿Por qué no lo ha pedido, si sólo hay una posibilidad más? ¿Por qué no lo han pedido ambos?
—Supongo que ninguna de las dos partes quiere despojar a la otra de su oportunidad.
Hamburg inspeccionó las habitaciones reales, estudiando los retratos y muebles que había visto en numerosas ocasiones. Tenía las manos a la espalda, pero el regente tuvo la clara sensación de que el hombre jugueteaba con los dedos.
El príncipe agitó otra vez una mano; los cuatro lacayos que había en la habitación se retiraron y el último de ellos cerró la puerta silenciosamente al salir.
—Hamburg, ¿qué es lo que no me dice? —El regente usó lo que en privado llamaba un tono de voz de «confesiones reales», en parte conspirativo, en parte confesional, en parte de sufrido padre de familia. Con él conseguía mucho más que en una sesión completa del Parlamento.
—La propiedad de la baronía, su alteza real… —Hamburg se balanceó entre un pie y otro, como un pingüino nervioso.
—Continúe y quizá pueda servirse un té. En la cocina se quejan cuando no hago los honores a la bandeja. También podría sentarse. No puedo soportar que la gente se pasee a mi alrededor.
Hamburg asintió con la cabeza, se sentó en el borde de un sofá de terciopelo rojo y, cuando cogió la taza de porcelana, le tembló ligeramente la mano.
—La propiedad de la baronía, Hamburg…
—Sí, eso. —Miró su taza vacía—. Parece que hubo algún malentendido en tiempos de Carlos II, o tal vez se trate de un error.
—En esa época hubo una buena cantidad de errores, el regicidio entre ellos.
Hamburg alzó la vista de la taza, probablemente para asegurarse de si debía reírse o no de la réplica real. El resultado fue su versión de lo que era una sonrisa, un forzado y tímido gesto que casi interrumpió la digestión del regente.
—Bastantes, su alteza real. Este error fue mucho más pequeño, muy pequeño, de hecho. En el intervalo, la propiedad de la baronía ha servido como hogar de niños pobres y, como hay bastantes, el lugar ha estado muy concurrido todo este tiempo.
Encontrar un nuevo hogar para niños pobres sonaba como un asunto desagradable y costoso, en especial porque ese tipo de niños eran una clase de habitantes que había proliferado mucho en los últimos años.
—¿Les ofrecemos apoyo económico?
—El reino lo hace, pero también hay ciertos benefactores. Unos pocos.
Sin duda se trataría de un par de viudas cascarrabias que irían a husmear cada Navidad, llevando un cajón de naranjas enmohecidas.
—El hogar de niños huérfanos de aquí cayó en un estado lamentable por depender de la generosidad de benefactores particulares, Hamburg. Me entristece que a esos niños indefensos les espere el mismo destino.
El tono de «confesiones reales» fue desapareciendo y presagiando el del disgusto real. Entre los campesinos que se trasladaban a la ciudad para buscar trabajo y no lo encontraban, los soldados que se daban de baja del ejército tras la derrota del Corso, y la nobleza, que parecía alérgica a ganar dinero por medio del comercio, quedaban muy pocos benefactores en la zona.
El sirviente volvió a concentrarse en las numerosas pinturas que había en las paredes.
—Cabría esperar que sir Joseph se contentase con ser propietario pero sin habitar su propiedad. Muchos lo hacen.
—Usted no tiene hijos, ¿verdad, Hamburg?
El hombre se irguió, sentado en el sofá rojo.
—Por supuesto que no, dado que todavía no hay ninguna señora Hamburg.
Con todo el libertinaje que se atribuía a la corte real, a su alteza le gustó pensar que al menos quedaba un puritano entre sus empleados, aunque no se tratase de uno particularmente inteligente.
—¿Usted cree que sir Joseph no advertirá que su propiedad no da beneficios? ¿Piensa que no leerá con detenimiento los informes de su administrador y que no se dará cuenta de que están comiéndose todo lo que hay en la casa? ¿Que no advertirá lo rápido que crecen los niños?
—No había pensado en eso. En el momento en que pensé en esta dificultad, sir Joseph no era más que un hombre al servicio de Wellington. Cabía esperar que el Todopoderoso solucionase el problema.
—Macabro de su parte, Hamburg, pero práctico.
Mientras el sirviente contemplaba con fijeza a un engolado cortesano de la pared este, el regente consideró sus opciones. Su cerebro real era de naturaleza práctica cuando estaba sobrio y sentimental el resto del tiempo. En ese momento estaba medio sobrio y un poco más sentimental de lo acostumbrado debido a la temporada navideña.
—Wellington habla muy bien de sir Joseph. El otro día vino a contarme maravillas acerca de él. La semana anterior, fue Moreland quien tarareó la misma melodía.
—Wellington es conocido por tener en gran estima a sus antiguos soldados.
Que la gente estuviera de acuerdo con los comentarios más simples era uno de los aspectos más extenuantes de ser soberano. Si hubiese tenido a un lacayo a mano…
—Tráigame el decantador, Hamburg, no vaya a ser que este frío nos enferme.
El hombre se puso en pie de un salto, con la presteza de una marioneta.
—Wellington aprueba a sir Joseph, dice que su puntería no tiene igual, y yo también lo apruebo. Cría enormes y apetitosos cerdos y aprecia el arte mucho más que la mayoría de sus superiores con títulos nobiliarios. Si disponemos de un título de vizconde, sir Joseph probablemente tenga un rincón en su patriótico corazón para acoger a algunos pequeños y pequeñas que necesitan ropa y libros de oraciones.
Hamburg se dio media vuelta con lentitud, con el decantador y una copa en una bandeja.
—¿Un vizcondado, su alteza real?
—Como mínimo. Aprecio bastante el cerdo. Ahora tráigame la maldita bebida, lárguese y haga pasar a los lacayos. Cuando tenga los borradores de los nombramientos reales, puede volver a molestarme.
La boca de Hamburg adquirió otra vez la misma expresión de ciruela pasa. Colocó la bandeja junto al codo del soberano, hizo una ridícula reverencia y se retiró de la habitación con la lista en la mano. Su alteza real añadió una pizca más de alcohol a su ponche (porque era la temporada navideña y todo eso), bebió un trago y se reclinó, mientras los lacayos le acomodaban los cojines bajo sus reales pies.
El plan que tramaba iba a beneficiar a un caballero que lo merecía, complacería a dos influyentes duques y tranquilizaría a su leal pingüino. Todo aquello estaba muy bien, pero lo que al regente le proporcionaba placer en un inútil día de invierno como aquél era la idea de darle alimento, ropa y un hogar seguro a un puñado de huérfanos ingleses.
Y todo ello sin gastar ni un penique del presupuesto público ni del tesoro real.
—¿Le has preguntado a mi padre si puedes proponerme matrimonio?
Louisa intentó mantener la voz calmada, pero le suponía un gran esfuerzo. Joseph parecía más serio de lo habitual y también más cansado.
—Espero que no tengamos que llegar a tanto. ¿Nos sentamos?
Señaló el sofá, pero cambió de idea al verlo cojear un poco.
—Te molesta la pierna.
—Así es.
No disimuló. Eso era algo que le gustaba de él, a pesar del absurdo tema que había sacado.
—¿Te ayuda el calor?
Él inclinó la cabeza y la miró.
—El calor sí. Pero este tiempo no. De todos modos, Grattingly ha escogido pistolas, así que si estabas preocupada por que llegase cojeando a un duelo con espadas…
Louisa echó un par de cojines junto a la chimenea y él se quedó en silencio.
—Podemos sentarnos junto al fuego, mientras tengo la amabilidad de escuchar lo que tienes que decirme.
Joseph le tendió una mano y ella se sentó en un cojín. El descenso de él fue incómodo y lo obligó a mantener la pierna derecha extendida al tiempo que bajaba hasta el cojín. Luego se volvió para mirarla, colocando su pierna coja más cerca de la pantalla de la chimenea.
—Si piensas llamar para pedir té o alguna otra maniobra evasiva, será mejor que lo hagas cuanto antes.
—Ninguna maniobra evasiva, dispara cuando estés listo.
Él era directo, otra cosa que a Louisa también le gustaba. No se le ocurría permitir que el personal del duque viera a su visita sentada en el suelo junto a la chimenea.
—Disparo, pues. ¿Estás enamorada de Lionel Honiton?
—¿Qué demonios…? —Había formulado la pregunta de una manera tan desapasionada y desinteresada que resultó alarmante.
—Es un joven decente, Louisa. Tengo motivos para preguntarlo porque es primo segundo de mi difunta esposa. Sus circunstancias familiares lo obligan tener que buscarse la vida. Vio bastante de lo que ocurrió en ese invernadero, pero no lo usará en tu contra.
Louisa se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la barbilla en ellas.
—Lo que explica por qué, al cuarto día del episodio, lord Encajes no me ha visitado ni ha bailado con mis hermanas, y mucho menos conmigo.
—Me ha visitado a mí.
Louisa volvió la cabeza para mirarlo.
—Pareces sorprendido.
—Grattingly es su amigo, o su compinche. Su compañero de copas, en todo caso. Lionel quería que supiese que había insistido para que el joven ofreciese una disculpa y advertirme que no disparará al aire para concluir el duelo.
—Pero Lionel no será tu padrino, ¿verdad?
Joseph frunció el cejo y se frotó el muslo con la mano derecha.
—Tampoco el de Grattingly. Si se lo hubiese pedido, habría sido el mío, pero cuanto menos tenga que ver tu futuro esposo con este lío, mejor.
—Vaya, esto sí que es raro. —Louisa miraba la mano de él al hablar—. Tenía la impresión de que un hombre tenía que hacer una proposición antes de convertirse en esposo y, sin embargo, no veo a Lionel por aquí. ¿Quizá esté ocultándose detrás de los cortinajes?
Ella no iba a aceptar la proposición de Lionel Honiton en aquellas circunstancias… ni en ninguna otra. Dejando el pachulí de lado, era precisamente la clase de marido que no soportaría una esposa con un escándalo acechando en su pasado, y mucho menos con un escándalo que tenía consecuencias en el presente.
—Ciertamente espero que no esté por aquí. Si no te apetece un té, ¿quizá pueda servirte un trago del aparador?
—Es mi aparador, Joseph. Puedo servirme un trago si quiero. ¿Estás andándote con rodeos?
Sus labios se arquearon en una pequeña sonrisa.
—Sí. ¿Puedo ser franco?
—Claro.
Su sonrisa se hizo más radiante, lo que dio un aire travieso a aquel hombre alto y serio. Ahora, Louisa centró su atención en su boca en lugar de mirar la mano que usaba para masajearse la pierna.
Y luego la sonrisa desapareció, como una vela que se apaga con la brisa.
—Si yo interviniese en las finanzas de Lionel, estoy seguro de que se le podría persuadir de que te propusiera matrimonio.
—¿Intervenir…? —Louisa sintió frío a pesar del calor del fuego—. ¿Me comprarías un esposo?
¿Tan desesperada era la situación?
—Lionel era el favorito de mi esposa. Tómalo como un tardío sentido de lealtad familiar por mi parte.
Por mucho que lo intentase, Louisa no conseguía sentirse insultada. Viniendo de cualquier otra persona, habría recibido ese plan con desdén, furia o, en un buen día, con humor condescendiente. Pero tratándose de Joseph, era el acto de un hombre honorable a quien podía, en confianza, considerar un amigo.
O quizá el problema era que, en la privacidad de su corazón, que sólo a regañadientes cedía al imperio de su cerebro, había empezado a considerarlo algo más que un amigo.
—¿Tengo que casarme con Lionel o simplemente debo permanecer comprometida con él hasta que mis hermanas hayan encontrado esposo?
Él detuvo el movimiento de su mano.
—¿No quieres casarte con él, Louisa? Es guapo, no es estúpido y no tiene ningún vicio. Posee una posición adecuada…
Ella le retiró las manos y usó su mano izquierda para masajearle el muslo. Hacer algo, cualquier cosa, le daba algo en qué pensar para distraerse del extraño sentimiento de decepción.
Tenía delante la oportunidad de casarse con un hombre guapo y apropiado, un hombre que bailaba bien y que se lucía maravillosamente en público; un hombre que cualquiera consideraría un trofeo para una mujer como ella… aunque fuese el hombre equivocado.
Lo sabía en lo más profundo de su ser, con su cerebro pensante y su corazón. No podía decir en qué momento lo supo, pero ni el cerebro ni el corazón de una persona como ella podían ignorar esa clase de conocimiento.
Lionel era el hombre equivocado. Joseph… no, aunque en ese preciso instante el matrimonio con él tampoco pareciese lo correcto. La imagen de un pequeño libro rojo apareció en la mente de Louisa como algo que siempre regresaba y de lo que no podía librarse, como una moneda falsa.
Cuando Joseph intentó rozarle el dorso de la mano, ella se acercó más.
—Puedo ver las cosas mejor que tú. No voy a casarme con Lionel y no pienso ganarme fama por dejar plantado a un hombre, además de la fama de mujerzuela que ya tengo.
—Pero tus hermanas…, Louisa, ¿no deberías…? Dios, esto me sienta muy bien.
—Mis hermanas no tienen ninguna intención de casarse. —Y ella no tenía ninguna intención de comportarse como una muchachita remilgada, así que continuó dándole el masaje en la pierna. Había pasado años viendo cómo su hermano Victor moría poco a poco…—. Si les dices a sus excelencias que Jenny y Eve me han contado este secreto, te pondré veneno en la petaca, Joseph Carrington. Tienes un nudo aquí, encima de la rodilla. —Con el pulgar resiguió el cordón que notaba a lo largo de sus músculos—. Varios nudos.
—Si tus hermanas no tienen intenciones de casarse, podrías comprometerte con Lionel hasta que se acallen los rumores. Un compromiso te protegería del escándalo, tranquilizaría a tus padres y me permitiría atender a un pariente que me necesita.
Amasó un poco más el músculo por encima de la tela de su pantalón.
—Mis hermanas creen que no quieren casarse, pero terminarán haciéndolo.
—¿Puedes adivinar el futuro?
Su voz sonó apagada y un poco tensa. Louisa conjeturó que le hacía daño y alivió la presión.
—Las dos se mueren por los niños, echan de menos a nuestros hermanos felizmente casados y se imaginan vidas dedicadas a cuidar a nuestros padres en su vejez y a adorar a sus sobrinos. Pero merecen algo mejor.
—¿Y tú no? —La indignación que había en su voz al hablar en su defensa la maravilló.
—Tengo libros, Joseph. Y telescopios. Me escribo con conocidos con los que comparto intereses literarios. También me dedico a la escritura como pasatiempo y estudio cálculo cuando me aburro. Soy de naturaleza solitaria y simple… ¿Qué?
Él le cubrió la mano con la suya.
—No estás siendo totalmente honesta, Louisa. ¿Cuál es tu verdadera objeción a este plan?
Ella no retiró la mano ni la apartó de su pierna. Tampoco lo miró a los ojos, para que no viese su frustración. Sentía el calor de la chimenea en la espalda, pero la mano de Joseph sobre la suya irradiaba un calor absolutamente diferente… y el muy condenado estaba intentando colocarle a Lionel Honiton.
No lo iba a tolerar.
—Alguien le ha dicho a Lionel que me gusta la poesía. ¿Ese alguien podrías ser tú?
—Es posible. —Él se movió y sus manos quedaron entrelazadas. ¿Pensaba que Louisa se pondría en pie y comenzaría a pasearse por el salón?—. A muchas personas les gusta la poesía.
—Lionel no es una de ellas. Me abordó la semana pasada en los establos de Hirtschorn, antes de toda esta tontería, y comenzó a declamar esa pieza obscena de Marvell.
—«A la púdica amada.» —Joseph sonaba desconcertado.
—Espero que no se la hayas sugerido tú.
—Por supuesto que no, no es un poema decente, aunque sea encantador, persuasivo y vaya al grano. «Si universo y tiempo nos sobrara, no sería crimen tu pudor, señora…» —Frunció el cejo y la miró a los ojos—. ¿Resultó persuasivo?
Louisa se permitió soltar un suspiro, porque era Joseph quien recitaba el poema en ese momento y sí resultaba muy persuasivo.
—Cuando se declama con cierta arrogancia, pierde su efecto. Es un poema escrito por un amante ardiente, no por un decidido cazafortunas.
—¿Así que rechazas a Lionel porque sus habilidades oratorias dejan mucho que desear? Eso no me parece muy justo. La oratoria está bien para los lores, Louisa, pero no evitará el escándalo ni pagará tu costosa ropa.
Le cogía la mano con firmeza mientras la regañaba. A pesar de su resentimiento, ella admitió para sí misma que le gustaba cómo le cogía la mano. No había nada vacilante ni débil en el gesto. Si alguna vez descubría su desafortunada aventura como autora publicada, era posible que estuviese dispuesto a cogerle la mano así a pesar de todo.
Sintió que se le detenía el corazón, luego se le aceleró cuando una idea cristalizó: que quizá eso fuese más que «posible». Imploró que así fuera.
—Joseph, mi propia dote pagará mi costosa ropa. Estoy segura de que la idea que había detrás de la declamación de Lionel era poder comprar su ropa y no la mía.
—Estás sacando una conclusión importante basándote en muy poca información, Louisa Windham. Un poema no debería destruir un futuro matrimonio.
Y una pregunta no debería crear un futuro matrimonio, pero dado que todo su futuro estaba en juego, ella la formuló de todos modos.
—¿Y qué hay de un beso?
—¿Sir Joseph le va a presentar la petición de Honiton a Louisa? —Su excelencia la duquesa de Moreland no frunció el cejo, aunque un observador atento habría advertido que arqueó muy ligeramente las cejas.
—Es lo que me ha dicho. ¿Más té, mi amor? —El duque lo dijo automáticamente, aunque sabía bien que a su esposa le encantaba la infusión fuerte y caliente.
—Media taza. No sabía que Louisa tuviese más interés en lord Lionel que el de un simple coqueteo. Su familia es ciertamente adecuada, pero al muchacho le falta un poco… —Su voz se apagó y cogió la taza de manos de su esposo—. Gracias, Percival.
Éste se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—¿Cuál es tu verdadera objeción respecto a Honiton, Esther? Sir Joseph tiene un plan alternativo si éste no funciona.
Ella dejó la taza en el platillo y recostó la cabeza en el hombro de su esposo.
—Poco importan mis objeciones, ¿no es así? Si Louisa quiere a lord Lionel, yo no me interpondré en su camino y tú tampoco. Pero no es de este modo como quiero celebrar la Navidad, Percy.
—No crees que Louisa lo acepte. —Lo más probable era que la duquesa supiese la opinión de su hija al respecto, aunque cómo sabía semejantes cosas era algo que un esposo prudente no se atrevía a averiguar.
—No estoy segura, pero vi algo la semana pasada que me lleva a dudar de que acepte el generoso ofrecimiento de sir Joseph en nombre de Lionel.
El duque sólo había dejado dos bollos, y lo había hecho para no distraer a su esposa con su falta de control.
—¿Qué viste, mi amor?
—Pensarás que debería habértelo dicho antes, Percy, pero en ese momento me pareció insignificante.
—¿Estás segura de que no querrás estos últimos bollos, Esther?
—¿Cómo puedes pensar en…? Cómetelos, Percival. De lo contrario, los sirvientes se pelearán por ellos.
Él se metió los dos en la boca. Tenían un sabor delicioso, gracias en gran parte al hecho de que su dama le había ordenado que se los comiera.
—Vi a Louisa besar a sir Joseph.
—¿Que viste a…? ¡Dios santo! —Antes de que terminase de balbucear y de toser, la duquesa le había dado varias palmadas en la espalda—. ¿Viste a Louisa besar a sir Joseph? Quizá esté haciéndome viejo, querida, pero por lo que recuerdo de mi juventud, solía ser al revés. Era el pretendiente quien besaba a la damisela.
Ella lo miró, arqueando significativamente las cejas.
—No siempre.
«Bueno…» Varios recuerdos de su cortejo de hacía muchos años desplazaron la inmediata consternación de un padre imaginando a su hija cometer semejante indecencia.
—Esther, tú eras una duquesa muy traviesa. Me encanta eso de ti, pero ¿qué tiene que ver un beso de hace unos días con las actuales dificultades?
—Le vi la cara, Percy. Creo que su intención era besarle la mejilla, pero el beso se transformó en algo completamente distinto. Sir Joseph no se aprovechó de ella, eso hay que decirlo. Sin embargo, captó su atención y consiguió retenerla. Me parece que eso la sorprendió y que nuestra hija se ha quedado pensando en esa sorpresa desde entonces.
—Aunque críe cerdos, sir Joseph es un hombre decente. Louisa podría encontrar un candidato mucho peor. Le he mencionado su nombre al regente, ahora que se prepara otra lista de títulos honoríficos.
Su esposa permaneció en silencio. Como no quedaban más bollos, el duque se contentó con el placer de compartir el abrazo y otro desafío paternal con su adorada duquesa; en la competencia, las dos cosas triunfaban sobre los bollos con facilidad.
—Entonces, ¿ése es el plan alternativo de sir Joseph? ¿Le ofrecerá matrimonio a Louisa él mismo?
—No espera que ella lo acepte. Cree que en todo caso será un compromiso temporal, pero yo tengo mis dudas.
Se produjo otro silencio, mientras el duque se divertía obligando a su esposa a que ella también ejercitase la paciencia.
—Percival, ¿qué es lo que no me estás diciendo?
—Ese beso que viste, el de Louisa y Joseph…
—Acababan de bailar un vals encantador en una tranquila terraza. Vi el final de la pieza desde un balcón del segundo piso, adonde había ido para tener un momento de soledad.
—Y yo estaba al otro lado de la terraza, disfrutando de un momento privado junto a la puerta de la galería. No vi más que un par de compases, pero, Esther, ¿recuerdas el salón de baile en la casa de Heathgate?
—Había una pared toda cubierta de espejos. Ostentosa, pero sé de lo que hablas. Louisa y Joseph se parecen mucho a nosotros cuando bailábamos. No creo que ella sea consciente del potencial de la situación.
—Desde donde yo estaba, pude ver la expresión de Carrington, Esther. Estaba embobado, enamorado, enloquecido, llámalo como quieras. Quizá Louisa no comprenda del todo qué está ocurriendo, pero sir Joseph sí. Parecía un hombre que se despierta la mañana de Navidad y descubre que todos sus deseos se han cumplido.
—Entonces debemos confiar en que no sólo sepa lo que está en juego, sino que tenga el coraje y la habilidad para conseguirlo.
—Así es, mi amor.
El duque la besó en la sien y elevó una silenciosa plegaria al Todopoderoso para que si el coraje y la habilidad no servían para que los jóvenes solucionaran sus asuntos, la lujuria ciega, alguna rama de muérdago bien ubicada y una buena cantidad de ponche navideño lograran arreglar las cosas.
Joseph intentó recurrir a los instintos que le habían salvado la vida más de una vez en España: sus analíticas y objetivas funciones mentales, que no advertían la creciente excitación provocada por el simple contacto de la mano de Louisa en sus pantalones.
La misma parte de su mente que quería creer que le sostenía la mano sólo para evitar que le masajeara el muslo.
«El objetivo es proteger a Louisa de un escándalo que no merece. Lo ideal sería verla tranquilamente comprometida con Honiton, lo que serviría, como acabas de explicarle, para solucionar varios problemas a la vez.»
No era momento de añadir que a él le rompería el corazón entregar a la dama a un matrimonio sin amor.
—Has mencionado un beso, Louisa. Si la falta de habilidad en ese sentido es tu objeción al matrimonio con Honiton, puedo asegurarte que décadas de felicidad matrimonial te darán numerosas oportunidades de practicar.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿He de pasar décadas enseñándole cómo besar, a un hombre que, según tú, no es estúpido?
—Estás hablando en el indescifrable código de las mujeres que quieren confundir a los hombres, Louisa. ¿Estás diciéndome que quieres probar los besos de Honiton antes de aceptarlo como esposo?
Joseph no alzó la voz, pero supo que estaba peligrosamente cerca de discutir con una dama. Una vez más. Y aun entre los meros caballeros que criaban cerdos, eso era inadmisible. Sólo resistió el impulso de poner distancia entre él y la tonta mujer que tenía al lado, con su perfume a clavo y limón, por la idea del espectáculo que daría si intentaba ponerse en pie.
Con su «nudo» de encima de la rodilla.
—Por supuesto que querría probar antes los besos de cualquier hombre con quien considerase casarme, y no me digas que eso te parece una tontería. Tu beso no estuvo nada mal, en caso de que te lo preguntes.
Louisa soltó esa observación como una andanada, obligándolo a distraerse de qué era lo mejor para ella y obligándolo a recordar dulces curvas, suaves y curiosos labios y un vals privado.
—Te agradezco esa amable consideración. —Se inclinó hacia delante y tendió ambas manos hacia la chimenea—. Debería marcharme, así te dejo pensar en la orientación que le concederás a Honiton para que pueda merecer el mismo elogio.
Advirtió que ella lo cogía por el codo para ayudarlo a ponerse en pie.
—Te expresas tan bien como Westhaven y eres tan orgulloso como su excelencia, también tan terco como los dos juntos, y probablemente tan cabezota como todos los hombres Windham, vivos y muertos. ¿Por qué no usas un bastón?
Joseph recuperó el equilibrio al tiempo que soportaba su mirada fulminante.
—¿Un bastón? ¿Crees que un bastón preservaría mi dignidad? Tengo muy poco más de treinta años, milady, y si no fuera por el maldito tiempo, si me disculpas la expresión, sería tan ágil como una pulga.
Estaba discutiendo con una dama y, como se trataba de esa dama en particular, tenía que disculparse con ella antes de marcharse.
—Te pido disculpas. Un bastón es una excelente idea.
—Casarse con Honiton no lo es.
El mal humor de ella había desaparecido y lo miraba fijamente con sus serios ojos verdes. Tenía el brazo entrelazado con el suyo y Joseph no pudo moverse para huir de aquella mirada.
—Querida, vivir el resto de la vida entre libros y sobrinos es una idea terrible, así como lo es condenar a tus hermanas al mismo destino. A la sociedad le encanta que los poderosos fracasen, y tu traspié servirá para arruinar el futuro matrimonial de ellas. Soy viudo, Louisa. Puedo decirte que tener un esposo con quien enfadarte, con quien cotillear, con quien reír, es mejor que la idea que tienes ahora. Tienes tanta pasión…
Ella le miraba la boca, la boca idiota que casi había susurrado aquellas ardientes y sinceras palabras.
—¿La gente ya está hablando, pues?
Estaban destrozando su reputación, las mujeres mucho más que los hombres. Joseph asintió y no dijo nada.
—Mi padre me ha dicho que tenías varias alternativas que ofrecerme. ¿Qué más hay, además de la lunática propuesta de que me case con un hombre que no tiene ningún vicio, ni la menor inclinación por robarles besos a las damas?
Ahora era él quien miraba la boca de ella.
—La única otra alternativa que veo, Louisa Windham, es que te cases conmigo. —Estaba preparado para que ella se diese media vuelta y se marchase, que se riese o que hiciera un mohín ante semejante atrevimiento—. Di algo, por favor. No era mi intención insultarte, espero que lo sepas.
—¿Crees que voy a sentirme insultada porque crías cerdos y yo soy la hija de un duque?
Permaneció sin moverse y a Joseph lo distrajo un dejo de su perfume a clavo y limón.
—Ésa es la realidad más patente, pero también está el asunto de los hijos. Yo debo tenerlos, Louisa, por lo del maldito título. No podría ofrecerte la unión meramente afectuosa que quizá tú estés buscando.
—¿Por meramente afectuosa quieres decir que no implicase la consumación del matrimonio?
Él consiguió asentir una vez más con la cabeza. El solo hecho de estar de pie a su lado, con sus brazos entrelazados, sus dedos unidos (¿cuándo había ocurrido aquello?), estaba provocando estragos en su compostura.
Ella miró el fuego detrás de él con el cejo fruncido.
—Me gustan los niños. Son honestos. Quizá mientan sobre si han robado un pastel, pero no se engañan a sí mismos cuando quieren divertirse. Los niños adoran una buena historia, no fruncen la nariz ante un animado relato porque no sirve para «alimentar el alma». Eve y Jenny adoran a los niños.
¿Qué demonios estaba diciendo?
—Louisa, estoy ofreciéndote un matrimonio de verdad, aunque no sea el mejor de los negocios.
Así de cerca, Joseph podía ver los destellos dorados en sus ojos verdes, mientras la luz del fuego resaltaba los reflejos rojos de su pelo oscuro, y contuvo el deseo de acariciárselo, de percibir su calidez y suavidad con sus propias manos.
—Ya nos besamos una vez —dijo Louisa suavemente y bajó la vista—. Te aprecio mucho, Joseph Carrington, aunque me temo que todos los esfuerzos que deposité en ese beso fueron lo bastante indignos de recordar como para que lamentes el episodio.
Él estaba tan ocupado intentando hacer acopio de la disciplina necesaria para soltarle la mano y retirarse que su confusa mente no registró de inmediato sus palabras.
¿Ella lo apreciaba «mucho»?
—Louisa, tus esfuerzos no fueron… indignos de recordar.
Él advirtió en sus ojos que ocultaba su vulnerabilidad tras un manto de gélida cortesía, vio cómo erguía imperceptiblemente la columna… y supo que había dicho algo incorrecto. No podía soportar esas reacciones, por muy sutiles que fuesen.
—Louisa, desde que nos besamos, no he podido pensar en otra cosa y yo también te aprecio mucho. Realmente mucho.
Bajo su atenta mirada, por el hermoso cuello de Louisa Windham ascendió un hermoso y rosado rubor.
—Yo misma he tenido ocasión de pensar en ese beso una o dos veces —admitió.
Él creyó advertir un dejo ronco en su voz.
La esperanza, una esperanza inmensa, floreció en su pecho.
—¿Quizá quieras un pequeño recordatorio ahora?
Le encantaría dárselo. Un recordatorio que les llevase el resto de la tarde y que terminase con toda su ropa esparcida por la habitación. Doce días de recordatorios serían perfectos, en particular para una parte del cuerpo de Joseph que parecía acusarlo con fuerza.
No la presionaría, pero conseguiría un bastón para apoyarse mejor en caso de que una aleatoria debilidad amenazara sus rodillas en el futuro.
Louisa alzó la vista y pareció inventariar sus rasgos con la mirada. Tras sufrir su escrutinio durante lo que le pareció una eternidad, Joseph soltó un suspiro cuando ella entrelazó los brazos con lentitud alrededor de su cuello. No la acosaría. Sería un beso casto, un beso para tranquilizar…
Louisa Windham no necesitaba ningún recordatorio sobre cómo besar a un hombre. Con suavidad, se apoderó de la boca de él, haciéndole perder el sentido y aniquilando sus buenas intenciones. Joseph la rodeó con sus brazos, estrechándola con fuerza contra su cuerpo. Siguiendo el camino de las sinceras atenciones propias de un caballero, su lujuria galopaba como un gran caballo desbocado que arrasaba con su autodisciplina.
Cuando estaba a punto de apartarse un poco para evitar ofender a la dama, ella se estrechó contra él, desde sus pechos hasta las caderas, sin dejar nada a la imaginación.
—Louisa…
La muy osada usó su intento de recuperar la cordura para introducir la lengua entre sus labios. Dios del cielo, hasta en su sabor había un dejo a clavo y cítricos.
—Bésame, Joseph Carrington… —le ordenó junto a su boca y él obedeció. Por Dios, obedeció con todo el anhelo que tenía en su interior… pero sin forzarla.
Recurrió a la cautela, jugando con la lengua en las comisuras de su boca y deslizando las manos por sus caderas. En el momento en que ella respondió, entrelazando los dedos con el pelo de su nuca, él se acercó aún más, deseando sentirla contra su cuerpo. Todo le encantaba: descubrir la forma de sus caderas con las manos, su femenina figura y la sensación de sus cuerpos presionados tan estrechamente.
Pero también se preocupaba por ella, así que interrumpió el beso y le apoyó la mejilla contra la sien. Louisa respiraba tan agitada como él y advertirlo le proporcionó un gran placer.
—¿Te casarás conmigo? Me veo obligado a señalar que no deberías hacerlo si existe una alternativa mejor.