Capítulo 9

—¿DÓNDE se puede haber metido?

Sólo los actos de Dios inspiraban una preocupación que Esther Windham manifestase en voz alta, y el duque siempre se ocupaba de averiguar cuándo estaban a punto de producirse esos cataclismos. Por fortuna, no había ninguno programado para esa noche.

—Bébete el té, querida. Es una mezcla agradable y te ayudará a calmar los nervios. —Alzó la taza de su esposa y se la tendió con la más complaciente de sus sonrisas, aunque no se explicaba cómo podía beber tal cantidad de aquella endemoniada infusión.

—Percival Windham —respondió ella con frialdad—, corres un gran peligro al tratarme con tanta condescendencia.

«Mejor así», pensó él, pero adoptó una expresión sumisa.

—¿Dices que Louisa se ha marchado en dirección norte, acompañada de un lacayo?

La duquesa cogió el tambor de su bordado y clavó la aguja en la tela.

—Las tiendas están cerradas a esta hora, Percy, y Louisa no es de las que hacen compras navideñas de último minuto. ¿Por qué se dirigiría hacia Oxford Street?

—Mi amor, ¿es posible que se dirigiese a la casa de sir Joseph? Le espera una mañana agitada.

—¡Dios santo! —La duquesa dejó el bordado a un lado—. ¿Crees que ha ido a anticipar sus votos? ¿A organizar un melodrama que podría arrojarla a un escándalo mayor del que la espera si sir Joseph muere?

—No, no lo creo. Me parece que ha ido a pasar un rato con su prometido, un hombre por el que siente cada vez más cariño. Sir Joseph la quiere demasiado como para permitir que algo la perjudique. Vamos a reunirnos con Eve y con Jenny y disfrutemos de una agradable cena.

La duquesa se levantó de su asiento, con los ojos encendidos por la determinación.

—Sus hermanas sabrán dónde está y no nos ocultarán semejante información.

El duque le dio una palmadita en la mano y ella aceptó su escolta. Él sabía que su esposa se preocupaba por Louisa más que por el resto de sus hijos, porque alguna vez le había confiado que se trataba de la única a quien no entendía realmente.

Quizá las madres rara vez entendiesen a los hijos que más se les parecían.

El duque se detuvo ante el salón donde se hallaban sus otras dos hijas y llamó a la puerta.

—Vamos, preciosas. Debemos dirigirnos al banquete.

Jenny abrió la puerta.

—¿Ya es hora de cenar? —Esbozaba una sonrisa que podría engañar a cualquiera en la vieja y alegre Inglaterra, menos a sus padres.

—¡Estoy famélica! —exclamó Eve, apareciendo junto a su hermana y exhibiendo una expresión igualmente falsa y vivaz—. El frío siempre me da hambre.

—¿Dónde está Louisa? —preguntó la duquesa.

Para los oídos de su marido, había una nota en su voz que delataba su urgencia.

—Le duele la cabeza.

—Tiene un ligero dolor de estómago.

Las dos hermanas hablaron a la vez y luego miraron en cualquier dirección excepto a los ojos de la otra.

—Qué lástima… —murmuró el duque—. Ser víctima de las dos dolencias al mismo tiempo. Le guardaremos un pedazo de pastel con la esperanza de que se recupere pronto. Vamos, pequeñas.

Ignoró la consternación que se encendió fugazmente en los ojos de su esposa, consciente de que ella nunca lo pondría en evidencia delante de sus hijos. Con las dos menores siguiendo sus pasos con docilidad, la duquesa llegó a la cena del brazo de su marido y, tal como él había anticipado, la comida resultó bastante agradable.

El duque sintió una punzada de orgullo en el momento en que su esposa incluso recordó enviar un trozo de pastel de chocolate a la habitación de Louisa cuando se sirvió el postre.

 

 

 

—Esto no es lo que tenía pensado como postre, Louisa Windham.

Sir Joseph murmuró esas palabras a su oído, pero ella estaba demasiado encantada con el peso de él sobre su cuerpo como para discutir.

—Nunca había luchado con un hombre adulto.

—El factor sorpresa te ha ayudado. Cuando seas mi esposa, no me rendiré tan fácilmente ni terminaré tumbado en la alfombra, frente a mi propia chimenea, sean cuales sean los sorprendentes placeres que pueda encontrar allí.

Louisa supo que lo había sometido por completo, porque él no se apartó cuando ella se tumbó en la alfombra a su lado.

—Joseph, ¿acabas de lamerme…?

—Estoy saboreándote, comprobando si tienes el gusto de tu perfume navideño, con el que has seducido mi olfato en tantas ocasiones.

Su voz se había vuelto un ronroneo; era un sonido que se arremolinaba en el interior de Louisa y llegaba a sus más tiernos y delicados rincones.

—Creo que voy a disfrutar del matrimonio contigo.

—Chis. —Le recorrió la curva de la oreja con la nariz, lo que la hizo estremecerse de un modo maravilloso—. Estoy luchando con mi conciencia, y tengo la intención de salir victorioso de al menos una de las batallas que libro esta noche, aunque te aseguro que sí, que en ciertas ocasiones disfrutarás mucho de haberte casado conmigo.

—Eso es lo que cabría esperar del… ¡oh, Joseph!

Él se movió y apretó su cuerpo con fuerza contra el suyo para hacerle notar su erección.

—«La dama guarda silencio —recitó Louisa—. Está claro que ha llegado el tiempo de los milagros.»

Cerró los ojos para apreciar mejor las maravillosas sensaciones que la mano de Joseph provocaba en su pecho. Él sabía lo que hacía, acariciándola con suavidad pero con seguridad, enviando oleadas de calor por todo su interior.

—Quiero quitarme la ropa —dijo ella, retorciéndose bajo su cuerpo—. Quiero que tú te la quites también.

De repente, la idea de casarse, de casarse con él adquirió un irresistible atractivo.

Joseph se levantó un poco, apoyándose en las manos y las rodillas y ella deseó gritar por esa distancia que los separaba.

—Me asustas, Louisa Windham. En nuestra noche de bodas, recuérdame que quite de nuestro dormitorio todas las sogas, cuchillos, fustas, mordazas y vendas para los ojos.

Ella advirtió la nota burlona de su voz al tiempo que abría los ojos para mirarlo.

—¿Te parece gracioso? Estoy enardecida por un hombre por primera vez en mi vida ¿y a ti te divierte?

Su sonrisa desapareció, pero la ternura de sus ojos no.

—¿Por primera vez, Louisa?

Ella ocultó la cara en su hombro.

—Ya me has oído.

Él le rodeó la nuca con su gran mano y se irguió sobre ella; aquella vigorosa, reconfortante y excitante masculinidad la hizo olvidarse de todo lo demás.

—Puedo darte placer, Louisa, pero mi conciencia no me permitirá anticipar nuestros votos.

Ella tuvo la firme sospecha de que Joseph intentaba ser galante. Por su parte, quería despachar esa conciencia a Escocia cuanto antes, a golpes si hiciese falta.

—¿Por qué no?

—Porque Grattingly usa pistolas con el cañón torcido y porque te aprecio demasiado.

Dijo esas palabras con tanta suavidad que a Louisa le sonaron como los versos finales de un poema, por mucho que aborreciese la verdad que expresaban. Lo último que sus padres necesitaban en ese momento era un nieto ilegítimo, fruto de una noche de pasión.

De un único momento de pasión.

—¿A qué placer te refieres?

Él se rio.

—Suenas muy desconfiada, Louisa. Me refiero al íntimo placer que un hombre le proporciona a la mujer que ama, un placer que tú misma puedes darte si estás muy motivada, y uno que me ocuparé de darte a menudo cuando estemos casados.

A medida que hablaba, Louisa le acariciaba el pelo. Tuvo la extraña idea de que le gustaba que fuese moreno como ella, no un rubio dios perfecto y brillante; y aunque hasta su voz era áspera, su cabello era suave.

—Silencio, Joseph. Bésame.

Él se calló y Louisa cerró los ojos, anticipando el placer de sentir su boca. Sin embargo, Joseph posó sus labios en el punto donde su hombro se encontraba con su cuello, un lugar tierno y vulnerable que ardió con el contacto de su boca.

—No seas impaciente.

Ella había nacido impaciente, porque desde su nacimiento había tenido que esperar a aquellos cerebros rezagados que sólo avanzaban por la vida a trompicones, pero cuando Joseph le recorrió el cuello con la boca una vez más, fue el cerebro de Louisa el que se detuvo.

—Eso me gusta.

—Me alegro, porque yo estoy divirtiéndome bastante.

Su tono era arrogante, pero a ella no le importó. A medida que una lenta y dulce calidez la invadía por dentro, le sacó la camisa de la cintura del pantalón.

—¿Tienes prisa, Louisa?

¿Cuándo había formulado nadie una pregunta tan simple con tanto arrobamiento?

—Si no quieres que te desvista, hazlo tú mismo.

Él se irguió, se quitó la camisa y continuó besándole el cuello, sin darle tiempo más que para inspirar hondo una vez más.

—Mejor.

Mucho, mucho mejor. Sentir el calor de su piel, el exacto contorno de sus músculos bajo sus manos era maravilloso.

—Entonces, no te importará un cambio de planes. —Joseph se movió de nuevo, esta vez colocándose junto a ella—. ¿Apago las velas, Louisa?

Él se tumbó a su lado, con la cabeza apoyada en una mano, mirándola con una peculiar luz en los ojos. Ella quería verlo entero, pero se dio cuenta de que Joseph también esperaría lo mismo. Su audaz comentario sobre quitarse la ropa había sido dictado por un deseo que galopaba muy por delante de su coraje.

—Sí, por favor, apágalas.

Él recorrió la habitación sin más ropa que los pantalones y las botas, dándole una oportunidad de observarlo. Contempló sus tensos músculos, cierta gracia al caminar, a pesar de su leve cojera, y la prueba de su excitación bajo los pantalones.

O eso sospechó. Había algunas frases y palabras que no había conseguido traducir del latín y sus hermanos, inútiles, idiotas y charlatanes, se habían burlado ruidosamente de sus consultas.

—Aún estás a tiempo de arrepentirte —dijo Joseph, mientras se sentaba en la alfombra y se quitaba las botas—. Dentro de unos días estaremos casados y no habrá nada ilícito respecto a las intimidades.

Louisa observó el juego de sombras de la chimenea sobre sus facciones.

—Eso siempre me ha parecido ridículo. El mismo acto es un pecado por la mañana, pero es un sacramento por la noche, siempre que digas unas palabras mágicas y que lleves el vestido adecuado.

—Voy a casarme con una mujer de ideas radicales y blasfemas. —Joseph colocó en el suelo algunos cojines del sofá y se tumbó a su lado—. Veo que tendremos conversaciones muy animadas.

Comenzó a desabrocharle el vestido, que, por fortuna, tenía los botones delante. Sus manos eran grandes y tenía una mancha de tinta en la palma derecha.

—Me gusta que no te desanimes fácilmente, Joseph. Sí que tendremos conversaciones animadas.

—Quizá incluso lleguemos a discutir. —Él sonrió, luego se inclinó sobre su esternón e inspiró hondo—. Tengo la intención de estar casado contigo bastante tiempo y no poseo tantas reservas de modales caballerosos como la mayoría de los hombres con los que estás acostumbrada a tratar.

—¿Levantaremos la voz?

Lentamente, él le pasó un dedo por la turgencia de sus pechos.

—Nunca te levantaré la voz cuando esté enfadado, Louisa Windham, que pronto serás Louisa Carrington.

Ella suspiró, cerró los ojos y se le hizo un nudo en la garganta. Mientras Joseph le quitaba la ropa con lentitud, casi con reverencia, Louisa los imaginó envejeciendo en una casa llena de niños, con animadas conversaciones en la mesa de la cena, presagiando la tierna manera en que harían el amor después, en la intimidad de su dormitorio.

Ella no había buscado aquello, ni pensaba que pudiera tenerlo, pero tumbada allí, con su prometido acariciándola con suavidad de aquella íntima manera, sintió que un sentimiento adorable y dulce se entremezclaba con el deseo.

Sintió esperanza. Esperanza por sí misma, esperanza por aquel increíble matrimonio.

—Louisa, querida, tu ropa interior es una revelación.

Le miraba fijamente la camisola: una prenda de seda roja con el escote bordado en hilo verde, dorado y blanco, con dibujos de muérdagos.

—Jenny la confecciona para todas nosotras y este corsé también es idea suya.

El corsé se ataba por delante, una forma anticuada que ya no se consideraba apropiada para la ropa de ciudad. Maniobrando un poco, podía ponerse y quitarse sin la ayuda de una doncella… O de un prometido.

Joseph comenzó a desatar las cintas, provocando unos tironeos que Louisa había sentido muchas veces antes, pero nunca en un contexto que la obligara a prestar atención a sus sensaciones.

—Me pregunto si el duque sabe que las mujeres de su familia son tan emprendedoras. Lady Jenny podría ganar una fortuna con esto.

Louisa le acarició el pelo.

—¿Hablas para tranquilizarme?

Él le quitó el corsé y comenzó con los lazos de la camisola.

—¿Está funcionando?

—No estoy nerviosa, Joseph, estoy… impaciente. Por dentro.

La besó en la boca.

—Las cosas que dices, Louisa. Las cosas que quiero hacer contigo…

Ella no mentía, porque realmente estaba impaciente, pero también vacilaba acerca de cómo continuar. Detestaba no saber qué hacer. Joseph terminó de desatarle los lazos de la camisola y, por primera vez en su vida, ella sintió el peso de la mirada de un hombre adulto sobre sus pechos desnudos.

—Estás mirándome fijamente. Eso no está muy bien de tu parte.

—Tú me mirabas fijamente cuando me he quitado la camisa.

—Es diferente. —Y, dicho eso, intentó cruzarse de brazos para cubrirse los pechos. Sin embargo, Joseph lo evitó con un gesto suave pero implacable.

—Lady Jenny debería hacerte un corsé nuevo, Louisa. Uno que no te ajuste tanto. Ésa será mi primera petición cuando sea tu esposo.

Seguía con la vista clavada en sus pechos y Louisa sintió esa manera de mirarla como una caricia.

—Los vestidos no me quedarán bien si uso un corsé más holgado.

—Pero querida futura esposa, podrás respirar. —Se sentó, cruzándose de piernas e inclinándose sobre ella—. El Creador se ha ocupado con mucha generosidad de distribuir tus femeninos atributos y podemos mandar hacer un nuevo guardarropa completo si lo deseas, pero preferiría que mi esposa pudiese respirar… especialmente si tiene que gritarme en algún momento.

Posó una mano, tibia y ligeramente callosa, sobre su esternón. La sensación que le despertó, la inmediatez del contacto en esa parte del cuerpo tan íntima, la obligó a cerrar los ojos. Durante varios silenciosos y largos minutos, se concentró en el contacto al tiempo que él descubría la forma y la textura de sus pechos y ella nuevas y extrañas sensaciones.

—¿Debería sentir placer?

Joseph no dejó de tocarla.

—Espero que sí. Yo sí lo siento, sin duda. —Su tono era ensimismado, casi indiferente. En medio de la niebla de su creciente excitación, algo dentro de Louisa le dijo que él no debería tener tanto control sobre sí mismo.

Sin previo aviso, ella extendió una mano y le acarició el pecho. Joseph dejó un momento de trazarle círculos alrededor del pezón izquierdo, pero al cabo de un instante continuó.

Louisa le acarició las tetillas. Si experimentaban la mitad de las sensaciones que se agitaban en el interior de Louisa al tocar él la parte análoga de su anatomía…

—Voy a casarme con una mujer audaz. —Joseph le cogió la mano, le besó los nudillos y le colocó la palma abierta directamente sobre su corazón—. Adoro a las mujeres audaces.

Louisa se incorporó y lo besó. Había aprendido algo de él: un poco de contención en el beso hacía que el placer se encendiera aún más.

Pero al cabo de un momento la contención resultó imposible. Era consciente de que Joseph estaba tumbándola en la alfombra, con las bocas todavía unidas, su mano descendiendo por su vientre y ella aferrándose a sus hombros, aunque tuviera la espalda apoyada con seguridad en el suelo sobre el que estaban tendidos.

—Separa las piernas, Louisa.

Esas palabras fueron un gruñido que sonó al tiempo que ella percibía el húmedo y ardiente placer de la boca de él sobre su pezón. Reforzó su orden colocando suavemente una mano en su rodilla y deslizó los dedos hasta los rizos de su monte de Venus.

¿Cuándo se le había subido la falda hasta la cintura?

Louisa lo peinó con los dedos, preguntándose si no sería aquel encuentro la verdadera razón por la que había corrido en medio de la noche para ir a ver a su prometido. En lugar de enviarle una nota, la había movido el ansia de compartir escandalosas intimidades con él, aunque al día siguiente ocurriera lo peor.

La idea de que Joseph pudiese no sobrevivir al duelo se entremezcló con la necesidad que crecía en su cuerpo y el resultado fue una vertiginosa urgencia.

—Joseph, deseo más. Deseo estar más cerca de ti.

Él no dijo nada, pero le pasó los dedos por una parte íntima de su anatomía de tal modo que le provocó oleadas de sensaciones que se propagaron desde su vientre. Su contacto le daba placer, pero también encendía una horrible inquietud.

—Otra vez, por favor.

La besó.

—Todas las que quieras.

El condenado estaba en todas partes, tenía el pecho contra el suyo, su boca devoraba la de ella, su mano… Le había pasado una pierna por encima del muslo, sujetándola mientras ella balanceaba las caderas siguiendo el ritmo de su caricia.

Aquella manera de tocarla le daba la sensación de que se ahogaba y le costaba respirar.

—No puedo… No sé…

—Yo sí sé. Ten paciencia. Estás cerca.

Aumentó un poco la presión, de una manera adorable, y todo en el cuerpo de Louisa se sacudió. Lo que la había impulsado a apartarse del hombre que tenía a su lado, ahora la obligaba a aferrarse a él, y en su interior, lo que se esforzaba por disolverse, se unió y se transformó en intensos espasmos de placer.

Se revolvió, clavó las uñas en la masculina piel y se oyó soltar desconocidos sonidos, que estaban entre los suspiros y los gemidos. Todo ese tiempo, Joseph la llenaba de un placer tan intenso que rozaba lo insoportable.

Cuando las sensaciones disminuyeron, Louisa se encontró tumbada de costado, envuelta en toda su ropa amontonada y arrugada, pegada al pecho de Joseph, con una pierna por encima de sus caderas y la cara aplastada contra su garganta. Algunas palabras y frases en latín finalmente tuvieron sentido para ella, aunque sus emociones y todo su cuerpo no lo tenían.

—¿Esto forma parte del matrimonio?

Joseph le acarició el pelo lentamente y Louisa pensó por un momento que no había oído su pregunta… o que quizá ella no había hablado en voz alta.

—Es una parte del matrimonio que tú contraerás conmigo.

Había en sus palabras un significado que Louisa estaba demasiado dispersa para poder analizar. En la bruma que nublaba sus pensamientos, distinguió algunas revelaciones… acerca de algunos pasajes de antiguos versos, de la devoción matrimonial de sus hermanos, de la de sus propios padres.

—¿Esto se puede hacer repetidas veces? ¿Veces sucesivas? ¿Nueve veces seguidas?

—Se puede si se es mujer y se dispone de tiempo. Los hombres nos encontramos ante otra clase de desafío para mantener este ritmo… aunque el intento seguramente sería placentero en la compañía adecuada.

Su tono daba a entender que Louisa era la compañía adecuada para él, lo que no la ayudó en absoluto a recuperar su compostura.

—¿Por qué nadie advierte de estas cosas a una joven dama?

—Los hombres jóvenes de toda Inglaterra les susurran al oído cosas como éstas a sus enamoradas. Quizá los mayores también, si tienen suerte. —Movió la mano, cubriéndole el trasero y levantándola sobre su cuerpo para que quedara a horcajadas encima de él.

—Voy a casarme con un bruto. —Se acurrucó contra su pecho y notó que la rodeaba con los brazos.

—Pareces bastante satisfecha con la idea.

Aunque el pudor demandara más autodisciplina y ropa de los que Louisa tenía en ese momento, se posó cómodamente sobre su prometido. A través de la tela, su erección provocaba una intrigante presión contra su sexo, una que evocaba recuerdos de las sensaciones que acababa de disfrutar.

—En general no me gustan las sorpresas, Joseph Carrington.

—Me doy por advertido.

—Ésta me ha gustado. Me estoy quedando dormida.

Él le besó la cabeza.

—Te has ganado un merecido descanso. Cuando estés lo bastante recuperada, te acompañaré a tu casa.

Ella suspiró entrecortadamente, cerró los ojos e inspiró una gran bocanada del olor de la satisfacción y de su futuro esposo. Louisa había creído que el honor y una propiedad muy próspera eran lo más importante que sir Joseph aportaba al matrimonio, pero estaba equivocada.

Aportaba además amabilidad, inteligencia y una generosidad en los asuntos pasionales que la dejaba sin aliento. Incluso se atrevió a abrigar la esperanza de que, de todos los hombres del mundo, quizá Joseph Carrington tuviera algún día la capacidad de comprenderla.

Al tiempo que cedía al sueño, rogó que tuviera mucha suerte y una puntería firme y precisa. Si Joseph podía manejar eso, y si sus propias indiscreciones de juventud permanecían en el pasado, su matrimonio superaría hasta sus más fervientes sueños.

 

 

 

—Su excelencia, ¿hace falta que le recuerde que los duelos son ilegales?

Joseph habló en voz baja, aunque Grattingly aún no había llegado y el rincón de Hyde Park estaba muy oculto; el duque de Moreland había llegado a tiempo.

—¿Ilegales, dice? Qué pena. Entonces quizá no debería haber abandonado a mi esposa y mi confortable cama en mitad de la noche para venir aquí a congelarme las partes. Usted se ve bastante descansado, Carrington.

—Lo estoy. —Joseph desmontó, contento de no padecer ninguna rigidez en la pierna, aunque hiciese bastante frío en aquel amanecer invernal. Si sobrevivía a aquella mañana, se esforzaría por permanecer medio desnudo con su dama sobre la alfombra de la chimenea, ante el chisporroteante fuego, muy a menudo y durante mucho tiempo.

—Escuche, Carrington… —Con una agilidad y gracia dignas de un hombre de la mitad de su edad, Moreland se bajó de su reluciente bayo castrado—. No quisiera entrometerme y, si insiste, lo dejaré en paz, pero ayer recibí una nota de mi hijo menor.

—¿De lord Valentine?

Su excelencia asintió con la cabeza y acarició el cuello de su animal con una mano enguantada.

—Creo que ya viene su padrino.

Joseph siguió con la vista la mirada del duque y vio un elegante carruaje que avanzaba por el irregular camino.

—Harrison. Le dije que viniese en un maldito carruaje de alquiler.

—Por el amor de Dios, hombre, mi propio carruaje está al otro lado de aquellos árboles.

—¿Y qué pasará si derramo toda mi sangre en su elegante vehículo, su excelencia?

—No sea imbécil. Valentine le ha enviado una advertencia. Tanto con una paloma mensajera como por correo, así que téngalo en cuenta: las pistolas de Grattingly, al menos las que usaba hace diez años, apuntan a la izquierda. Son reliquias de familia, por lo que mi hijo supone que sigue usando las mismas.

—Recibí la advertencia de lord Valentine ayer, su excelencia. Aprecio el hecho de que usted se asegure también.

—Por el amor de Dios, es usted tan desesperante como Louisa.

Joseph desvió la vista del elegante carruaje de Harrison (¿qué demonios hacía un mero retratista con semejante atuendo?) para observar la expresión de Moreland.

—¿Cómo dice?

—Su prometida, Louisa. Es incorregible. La muchacha tiene a su familia a su disposición, debería decir a su entera disposición, y sin embargo debe hacer las cosas por sí misma. Siempre ha sido de las que quieren abrirse su propio camino y me temo que en usted ha encontrado la horma de su zapato, por así decirlo.

El duque intentaba comunicarle algo, al tiempo que Joseph intentaba distinguir el emblema del carruaje de Harrison.

—No es buena idea que esté usted aquí, su excelencia. Es probable que en este lugar se cometan delitos que se castigan con la horca.

Moreland dio un golpe con la fusta en sus brillantes botas.

—Escúcheme, jovencito, no tiene usted padre, hermanos, tíos, ni siquiera un condenado primo segundo para que lo acompañe en esto. Si un futuro suegro es lo único que tiene, entonces, por Dios, es lo que debe aceptar.

Había algo alentador y familiar en la manera en que Moreland lo regañaba. Joseph notó que una inesperada y agradable calidez le llenaba el pecho.

—Su excelencia, ante todo, quiero darle las gracias y, en segundo lugar, decirle que es usted tan obstinado como Louisa.

—¿A quién cree que ha salido? Me pregunto qué tendrá que decirle a Arthur si alguna vez se digna sacar sus huesos de su carruaje.

El elegante vehículo se detuvo y, por la mención de «Arthur», Joseph supo de quién era el escudo que había estado contemplando.

—¿Lo ha mandado llamar?

—¿Yo? —La mirada de inocencia del duque era una representación excelente—. La habilidad de Wellington para estar al tanto de todo sólo puede competir con la de mi esposa. Tenga la certeza de que jamás intentaría involucrar a un noble del reino en un asunto tan turbio como éste.

—Por supuesto que no.

Wellington se apeó de su carruaje, vio a Moreland y esbozó una gran sonrisa.

—¡Su excelencia! Bonito día para un paseo, aunque nuestro propósito aquí poco tenga que ver con la temporada navideña que se aproxima. Carrington, buenos días.

Moreland y Wellington intercambiaron un derroche de ducal bonhomía, al tiempo que Joseph veía con alivio que de un coche de alquiler se bajaba Elijah Harrison, sobriamente vestido. Un segundo hombre se apeó del carruaje también, con ropa un poco más elegante que el primero.

—Espléndido —dijo Moreland—. Lord Fairly nos acompañará para ocuparse de que se atienda cualquier necesidad médica.

Fairly era alto, rubio y llevaba un maletín negro que Joseph no se permitió mirar por mucho tiempo.

—Milord, Harrison. —Joseph hizo una reverencia al desconocido, aunque quizá ese movimiento incluyese también al ominoso maletín—. Gracias por acompañarnos. Su excelencia, tal vez debería hacerle saber que…

—No hace falta —lo interrumpió Moreland—. Fairly es como de la familia. Wellington, es un placer presentarle a David, vizconde de Fairly, y a Harrison creo todos lo conocemos de los oscuros rincones de varios clubes. Sir Joseph, si su oponente… ¡Oh, ahí llega! Veo que el muy canalla presentará batalla después de todo.

Había algo a favor de tener a un par de duques que se habían invitado a sí mismos al primer duelo que uno libraba en muchos años. Moreland no sólo se ocupó de las presentaciones, sino que determinó el terreno y cuántos minutos más debían esperar antes de que asomase el sol por el horizonte. Wellington les seguía los pasos a los padrinos de Grattingly todo el tiempo y Fairly conversaba con Joseph.

—¿Nervioso? —El médico formuló la pregunta en voz baja, aunque el viento soplase desde donde se hallaba Grattingly, lo que indicaba que el hombre no era ningún tonto.

—¿Por qué admitiría semejante cosa ante un desconocido?

—No hace falta que lo haga. Hay tensión en su boca y en sus ojos, su respiración es superficial y no deja de empujar la nieve con la punta de la bota.

Joseph se volvió para mirarlo.

—Si su agudeza como médico es equivalente a su poder de observación, quizá no tenga motivos para estar nervioso.

—También puedo decirle que el aliento de Grattingly apestaba a ginebra cuando ha llegado con sus refuerzos. Es muy probable que todavía le duren los efectos de los excesos de anoche.

—Lo cual lo hace impredecible.

Fairly asintió y no dijo nada más.

Moreland se acercó, removiendo la nieve que había en el suelo.

—Creo que todo está preparado, a menos que el padrino del bufón pueda convencerlo de que se disculpe en el último momento.

Wellington se colocó a su otro lado.

—He consultado con la familia, Joseph. Su oponente es una comadreja que es la vergüenza de las alimañas de todo el reino. Haga lo que obliga el honor, que ni siquiera otras comadrejas lamentarán la pérdida.

Él miró a su alrededor y vio al menos a tres hombres con título nobiliario (o posiblemente cuatro, si los dudosos antecedentes de Harrison contaban), todos allí en el frío amanecer, arriesgando sus respectivas reputaciones por él.

—Caballeros, nunca he disfrutado tanto de defender el honor de una dama. ¿Quién va a contar?

—Ese honor recae sobre mí —respondió Harrison—. El padrino de Grattingly tiene las pistolas.

Los hombres que rodeaban a Joseph intercambiaron una mirada.

Joseph formuló la pregunta delicada.

—¿Alguien las ha inspeccionado?

La expresión de Harrison era seria.

—Yo lo he hecho.

—Bueno —dijo Moreland—, yo no. Arthur, ven conmigo.

Ambos duques se dirigieron a la mesa donde el juego de pistolas de Grattingly se hallaba en una caja abierta, forrada de terciopelo.

—A simple vista, parecen bastante normales —murmuró Harrison—. No se me ocurre ningún motivo para usar otro par, ningún motivo, quiero decir, que no nos lleve a provocar otro duelo.

—¿Otro par de pistolas o de duques?

Al tiempo que Joseph decía eso, Moreland resbaló y un duque cayó sobre el otro, viéndose lanzados ambos hacia delante. La mesa plegadiza se desplomó bajo su peso y las pistolas salieron disparadas de su bonita caja, cayendo en medio de la nieve.

—Oh, bien hecho —dijo Fairly suavemente. Cuando Joseph le echó un curioso vistazo, el hombre se encogió de hombros—. No soy partidario de que se usen armas antiguas para asuntos tan serios como éste. Quedan muy bonitas sobre la chimenea del salón, pero no estamos aquí por un asunto de salón.

Los padrinos se reunieron para hablar y, al tiempo que Grattingly soltaba maldiciones y le dirigía a Joseph fulminantes miradas, los duques regresaron a sus carruajes y trajeron consigo dos juegos de pistolas de duelo en sus respectivas cajas.

A partir de ahí, todo transcurrió con rapidez. Grattingly escogió el juego de pistolas de Moreland, Joseph ocupó su lugar de espaldas a su oponente y Harrison comenzó a contar.

Más tarde, Joseph llegó a la conclusión de que la nieve le había salvado la vida… si es que no lo habían hecho sus excelencias. La voz de Harrison empezó a contar los pasos, pero cuando sólo faltaba uno para darse la vuelta, Joseph oyó que la nieve debajo de los pies de Grattingly crujía a destiempo, con dos pasos en lugar de uno.

Un tiro por la espalda era un poco menos letal que uno disparado al pecho, así que Joseph no imitó a su contrincante y no se volvió antes de tiempo. Grattingly disparó su pistola antes de que terminara la cuenta y Joseph oyó el silbido de la bala junto a su oreja.

Cuando Joseph se dio media vuelta, Grattingly tenía una rodilla en el suelo, el brazo derecho todavía extendido y la pistola humeante en la mano.

—¡Deténganse! —exclamó Harrison desde los carruajes—. Falta del señor Grattingly por disparar antes de tiempo.

—¡Se ha resbalado! —replicó el padrino, pero sus palabras carecían de convicción.

La voz nítida de Wellington se abrió paso en el gélido silencio.

—Su turno de disparar, sir Joseph.

Éste apuntó, inspiró, exhaló parte del aire y, cuando debería haber disparado una limpia bala que le atravesara a Grattingly su negro corazón, se le apareció en la mente una imagen de Louisa Windham acurrucada sobre su pecho, abandonándose a él, medio dormida. Le había dado permiso para que le diera una lección al joven Timothy, pero sólo una lección. Joseph apuntó de nuevo y disparó.

La pistola salió volando de la mano de Grattingly y, a unos pocos metros de distancia, Moreland aceptó un billete de diez libras de Wellington.

 

 

 

—Le debo un nuevo juego de pistolas a su excelencia. —Joseph evitó mirar la mano de Grattingly, que el médico envolvía en vendajes. No se había derramado sangre, pero el dedo corazón de su oponente se había dislocado al arrancarle la pistola de la mano.

—Considérelo un presente —dijo Moreland—. Vendrá a nuestra casa a desayunar, ¿no es así?

Desayunar. Joseph se imaginó a sí mismo en el escritorio de su helada biblioteca, con el té enfriándose junto a su codo, con los huevos también fríos en un plato y una tostada con mantequilla igualmente fría completando la imagen.

—Un desayuno no me vendría mal. Después de un duelo, ¿uno invita a desayunar a los padrinos y a los duques que se encuentran por allí por casualidad?

Moreland alzó sus blancas cejas.

—Arthur llevará a Harrison y a Fairly a comer un bistec al club. Dejemos que los muchachos escuchen sus gloriosas hazañas de la India y de España. Estoy seguro de que usted ya las ha oído en tantas ocasiones como yo.

Wellington no era particularmente dado a los relatos, pero Joseph no quería discutir con su futuro suegro. Sin embargo, sí tenía intención de marcharse de aquel frío lugar antes de que su pierna pagase las consecuencias.

Moreland señaló a su cochero.

—Yo haré los honores. Será mejor que mientras tanto usted beba un trago. Parece un poco enfermo y no debemos preocupar a las damas con un drama innecesario.

Joseph se sacó la petaca de un bolsillo interior y siguió el excelente consejo del duque. Éste se dirigió al médico para decirle algo, al tiempo que Wellington aparecía junto a Joseph como… siguiendo alguna imperceptible indicación.

—Así que va a casarse para Navidad, Carrington.

—No me cabe duda de que su excelencia lo ha invitado a la boda. Sin embargo, no me ofenderé si rechaza la invitación.

Wellington negó con la cabeza cuando le ofreció la petaca.

—¿Rechazar? ¿Y despertar la legendaria furia de mi querido Percival? Maldición, claro que no. Además, es probable que pueda poner mi nombre en el carnet de baile de Esther Windham, y uno no deja pasar una oportunidad como ésa así como así. ¿Su joven dama aprueba su negocio de importación?

Era una pregunta que le formulaba un hombre que podía ser brusco, directo y descarado hasta la grosería; todas ésas eran cualidades que a Joseph le gustaban del duque. También era la cuestión planteada por un duque militar que se tomaba muy en serio el bienestar de sus oficiales.

—No hemos hablado del asunto todavía, su excelencia.

—Ejem. —Wellington recorrió a Joseph con la vista—. A las damas no les gustan las sorpresas, Carrington. Mi propia esposa me ha informado cumplidamente de ello en varias ocasiones.

—No cabe duda de que eso es verdad para la mayoría, señor. —Pero no era verdad en el caso de ciertas damas y de ciertas sorpresas.

—Cuando mi esposa se molesta en dar su opinión, rara vez se equivoca. Ah, Percy ya ha terminado con Grattingly. Qué espectáculo tan indigno ha dado el pobre muchacho. Meándose encima como el más novato de los reclutas, me temo, porque me pregunto por qué tendría el abrigo cerrado de ese modo si no. ¡Lo veré en su boda, Carrington!

Wellington se marchó, Joseph bebió otro trago y esperó que Moreland abandonara su función de niñera ducal, atendiendo a su oponente como si se tratase de un crío.

—Vámonos de aquí —dijo finalmente el duque, montando en su bayo—. Mi esposa me aguarda con el desayuno y no tengo intenciones de hacerla esperar.

Cuando llegaron al establo de Moreland y los mozos de cuadra cogieron las riendas de Soneto, su excelencia señaló una puerta en un alto muro de ladrillos.

—Por allí, a menos que quiera que lo vean frente a la puerta principal a estas horas. El resultado del duelo llegará a los clubes antes del mediodía si algún alma valiente se atreve a preguntárselo directamente a Arthur. Fairly se ocupará del asunto si Wellington de repente se vuelve inoportunamente discreto y me imagino que Harrison le seguirá los pasos si hace falta.

Así que ésa era la estrategia que se ocultaba en un bistec ducal… La idea era abrumadora.

Joseph siguió a Moreland por un jardín nevado, una puerta muy poco atractiva y un pasillo pobremente iluminado. El olor del pan recién horneado llegó a su nariz como una bendición.

—Moreland. —La duquesa se detuvo en el recodo del pasillo—. Y sir Joseph. Espero que hayan disfrutado de su cabalgata matinal.

«¿Su cabalgata matinal?»

Un lacayo le cogió a Joseph el abrigo de los hombros y la duquesa hizo lo mismo con el del duque. La dama le entregó luego la prenda a un sirviente y observó a su marido, claramente esperando una respuesta.

—Casi sin incidentes, querida.

Ante la mirada de Joseph y antes de que el lacayo se hubiese retirado, Moreland besó a su esposa en la mejilla.

—Nos encontramos con Arthur en el parque. Tendrás que reservarle un vals en el baile de la boda, o será el cuento de nunca acabar. Espero que la novia haga lo mismo o, si no, el novio padecerá el interminable acoso de su excelencia, con sus infinitos suspiros y públicas recriminaciones. Fairly manda saludos y sir Joseph está famélico.

La duquesa desvió la mirada al atuendo de montar del invitado.

—Una salida matinal puede despertarle a uno el apetito, especialmente con el frío que hace. Sir Joseph, si desea refrescarse, Hans le mostrará una habitación de invitados.

Hans era otro lacayo que apareció como por arte de magia. Él se dejó conducir por una escalera, tras haber presenciado entre los duques un fascinante ejercicio de lo que Joseph calificó como «código matrimonial». La duquesa sabía muy bien lo que había ocurrido aquella mañana y que Wellington estaba invitado…

Demonios, probablemente hubiese sido idea suya enviar refuerzos.

A la izquierda de Joseph se abrió una puerta, mientras el lacayo Hans continuaba con su parsimonioso paseo por la casa.

—Joseph.

Se volvió y vio la silueta de Louisa en el umbral de una puerta. Llevaba un vestido de día de terciopelo verde y el pelo recogido en un sencillo moño en la nuca. Su expresión pasó de la sorpresa a la alegría, con una brillante y magnífica sonrisa.

—Milady, buenos días. —No pudo evitar devolverle la sonrisa.

Estaba calculando cuánto podrían aguantar su cadera y su rodilla si se inclinaba en una reverencia, cuando ella se arrojó a sus brazos.

—Por favor, dime que estás bien. Por favor, dime que todo se ha resuelto y que no te han herido.

El lacayo podía irse al demonio. Joseph rodeó a su prometida con los brazos.

—Estoy bien. —Corría el riesgo de morir asfixiado y que ella lo hiciera caer al suelo, pero daba igual. No tenía la menor importancia.

Louisa le hizo más y más preguntas, pero él se extravió por un momento en la tibieza y femenina voluptuosidad que tenía entre los brazos; su perfume a clavo se le subía a la cabeza y su sonrisa lo volvía loco.

—Es todo…

—¿No tendrás que huir al Continente? ¿No tendremos que hacerlo?

—Grattingly ha salido con un dedo herido, según me han dicho, y se han cumplido las demandas del honor. No habrá ninguna precipitada marcha hacia Francia.

Ella pensó que, de haber habido necesidad de huir de la ley, habría ido con él… Era una idea desatinada, pero emocionante.

—¿Un dedo herido? —Louisa se apartó, cogiéndose de su brazo y avanzando con él—. ¿Cómo es posible?

Joseph ni siquiera pensó en andarse con rodeos.

—Ha disparado antes de tiempo y, cuando ha llegado mi turno, le he quitado el arma de la mano de un disparo. Tu padre me ha dado el juego de pistolas como regalo de bodas.

Louisa se detuvo en medio del pasillo y su sonrisa se volvió, si eso era posible, más radiante.

—¿Le has quitado la pistola de la mano de un disparo? Eso es, eso es… ¡excelente! Es brillante. St. Just estará celoso. Todos los muchachos lo estarán. ¡Yo misma estoy celosa! ¡Le has quitado la pistola de la mano de un disparo! Estoy muy orgullosa de ti, Joseph. Bien hecho. Muy bien hecho.

Continuaron caminando hacia el agua, el jabón y las toallas (lo que en realidad Joseph se encontró fue agua caliente, jabón perfumado y tibias toallas), al tiempo que Louisa continuaba inundándolo con una avalancha de felicitaciones. También permaneció junto a él, casi tocándolo, durante el abundante desayuno e insistió en acompañarlo hasta el establo cuando terminaron de comer.

—Cuando te he visto esta mañana, sano y salvo, quería besarte —le confesó, mientras esperaban que le trajeran a Soneto—. ¿Tú querías besarme?

Bajo la luz del sol de la mañana, sus ojos verdes brillaron como el césped húmedo de rocío y a su alrededor resplandecía una especie de energía contenida.

Y aquella magnífica y hermosa mujer, que iba a ser su esposa, le confesaba una frustrada urgencia por besarlo, por besarlo a él. Los mozos de cuadra estaban ocupados en el establo y el callejón estaba lo bastante desierto como para que Joseph fuese honesto.

—Me temo, Louisa Windham, que pronto será Carrington, que siempre deseo besarte. Este estado de cosas me lleva otra vez a las Navidades de mi infancia, a la emoción y… alegría que había en las fiestas. Como si siempre me esperasen deliciosas novedades.

No sonó alegre a sus propios oídos, pero al ver la sonrisa de su prometida, al sentir su mano cogiendo la suya varias veces por debajo de la mesa del desayuno, había experimentado verdadera alegría. Alegría, alivio, calidez…

Y deseo, por supuesto.

Louisa le pasó una mano por la solapa.

—Si no estuviésemos a la vista de al menos media docena de vecinos, yo misma expresaría mucho más todo lo que siento. ¿Sabes que celebraremos un baile después del desayuno de nuestra boda?

Él tenía la esperanza de que lo besase. En cambio, le cogió los dedos y se los llevó a los labios.

—Si no quieres un baile, Louisa, probablemente pueda detenerlo. ¿Dónde están tus guantes?

—¿Dónde están los tuyos? —La joven no intentó retirar su mano—. Creo que el baile es idea de la duquesa, un gran gesto para acallar a las viejas cotillas y frenar los rumores. Pero, en realidad, mamá y papá no han dado una fiesta desde hace bastante tiempo.

Joseph intentó descifrar lo que le estaba diciendo.

—Entonces, ¿quieres un baile de boda?

Su expresión se ensombreció un poco.

—¿Te molestaría?

—Ven conmigo. —La cogió de la mano, las tenía cálidas, incluso en el frío de la mañana, y la condujo hasta un banco fuera del establo. Se sentó a su lado, ignorando el extraño impulso de sentarla en su regazo—. La pregunta no es si a mí me molestaría dar un baile, Louisa, sino si tú quieres uno.

—Si mamá y papá lo quieren, ¿qué problema hay?

—Lo hay para mí. Si sólo vamos a dar un baile para acallar los rumores, un baile lujoso aunque organizado con prisas, después de un desayuno nupcial igualmente lujoso y una concurrida ceremonia en la iglesia de San Jorge, ya estaremos confirmando tácitamente todos los rumores, ¿no es así?

Preocupada, ella se mordió el labio inferior con un gesto que le daba un aire infantil y extrañamente vacilante.

—No es una buena idea, ¿verdad? Si lo hacemos con tanta pompa es porque estamos intentando enfrentarnos al escándalo. Si no lo hacemos, una boda medio secreta es prácticamente un preludio de un escándalo.

Al ver a Louisa preocupada, el modo en que los rumores alteraban su paz mental, Joseph advirtió que había algo que no podía decirle. No obstante, reservárselo para sí mismo no era exactamente mentir.

Ella se casaba con él para evitar el escándalo. Sin embargo, él era afortunado por contraer ese matrimonio, desde cualquier punto de vista honorable que pudiera encontrar. Por eso se sentía en vísperas de Navidad siempre que Louisa estaba cerca, porque sus sueños se habían hecho realidad, había cumplido deseos inalcanzables y había recuperado la esperanza.

Le besó la mejilla justo antes de oler una pizca de su perfume.

—Tendremos ese baile. Wellington ya ha pedido figurar en tu carnet de baile.

Louisa dejó caer la frente en el hombro de él, con evidente alivio.

—Es un buen bailarín y bastante ingenioso.

Permanecieron allí, en el duro y frío banco, hasta que Soneto salió. Joseph montó en su caballo y se despidió de su prometida, pensando que cuando volviese a verla sería con motivo de su boda.

Mientras cabalgaba en el frío aire de la mañana, no pudo evitar sonreír al recordar la mención de uno de los mayores héroes de la tierra como un «buen bailarín» y alguien «bastante ingenioso».

Pero luego se le borró la sonrisa. Incluso la oferta de Wellington de bailar con Louisa era probablemente una táctica que perseguía el objetivo de acallar los rumores y evitar el escándalo. ¿Qué demonios pensaría la nueva lady Carrington si supiera que su caballero de reluciente armadura era padre de no menos de doce hijos bastardos?