Capítulo 12

—¡QUITARLE al muy bastardo el arma de un disparo, de su mano tramposa y deshonesta! —El regente le hizo señas a un lacayo, que se apresuró a servirle otro trago medicinal de coñac—. Es bastante como para hacer que nos olvidemos de este maldito tiempo, Hamburg. ¿Tienes las cartas con los nombramientos reales?

El hombre agitó una pila de pergaminos atada con un lazo.

—Un vizcondado para Carrington, su alteza real, y cada pequeña parcela de tierra que le corresponde en West Riding.

—Todo caballero necesita un páramo con urogallos, especialmente un hombre con semejante puntería.

El príncipe revisó el documento que le tendía, que afortunadamente estaba escrito en una letra lo bastante grande como para que no necesitara anteojos sobre su real nariz.

Un pequeño y elegante vizcondado, completado con un campo de urogallos. El premio era… adecuado pero insignificante; no era más que lo que un monarca medianamente generoso concedería.

No había clase en ese gesto.

No era como quitarle de un tiro el arma a un oponente cuando el muy condenado había disparado antes de tiempo.

—¿Cuántos niños ha mantenido sir Joseph en esa propiedad de barón durante todos estos años, Hamburg?

Manteniéndolos sin siquiera saberlo, lo que hizo sentir una punzada de vergüenza al regente.

El sirviente se mostró acongojado y dijo un número que superaba la docena que el príncipe habría esperado. Los niños pobres parecían una especie que se multiplicaba como conejos, cosa que no podrían hacer solos debido a su tierna edad.

—¿Su primo no está bien?

—No, nada bien. Los asuntos del hombre están en perfecto orden y le dejará bastante a sir Joseph, porque es su único heredero.

Bien. Así pues, Joseph iba a ser bastante rico, y un astuto regente no tenía gestos insignificantes para con un hombre que había servido con valentía en la Península, se había desenvuelto con maestría en el campo del honor, se había granjeado el aprecio de Wellington y había conseguido la mano de nada menos que la más atractiva y exótica de las hijas de Moreland.

Mucho menos alguien que había conseguido además criar unos cerdos muy sabrosos.

—Un marquesado quizá sea demasiado —reflexionó—. No le dejaría mucho margen de acción a Moreland dentro del territorio familiar y al viejo muchacho le encanta mantener su dominio en esa zona.

—No, su alteza real.

—Oh, por el amor de Dios, Hamburg. Parece que hubiese hablado de traer otra vez la maldita peste a Londres.

—Pero eso sólo deja un condado, su alteza real. Para un granjero que cría cerdos, a pesar de su puntería con la pistola, está claro que… —La voz del sirviente se apagó y bajó la vista. Tras un par de segundos de incómodo silencio, continuó—: Me ocuparé de ello.

—Un condado y un páramo de urogallos, y quizá un buen cerdo para el regente. Eso suena bastante bien. Me gusta esa última parte, la del cerdo. Así es, me gusta mucho. De hecho, me pone de un humor bastante navideño.

—Por supuesto, su alteza real.

Cuando Hamburg se hubo marchado de la habitación real, el príncipe se puso en pie y recorrió Carlton House, prestando especial atención a todos los lugares donde todavía había muérdago colgado.

 

 

 

—¿No sigues la tradición de tener todas las plantas decorativas fuera de la casa hasta el día de Navidad?

Joseph echó un vacilante vistazo a la rama de muérdago que había en el vestíbulo de entrada. Louisa le besó sonoramente la mejilla.

—Esto no es una planta decorativa. Es muérdago. La duquesa dice que es bueno para el ánimo del personal y el duque dice que las tradiciones deben mantenerse, siempre y cuando no impidan el progreso ni contradigan el sentido común.

Lo besó otra vez.

—¿Eso ha sido para el ánimo o por la tradición?

—Por las dos cosas. ¿Te quedarás en Surrey más de una noche? —Louisa intentaba sonar animada y poco sentimental y decirse a sí misma que el hecho de que Joseph la dejase sola a cargo de la casa tan pronto no era más que un signo de confianza por su parte.

—Eso depende del clima. ¿Podrás con todo?

—Estaremos bien, ¿verdad, niñas?

Amanda y Fleur se bajaron del peldaño donde estaban sentadas.

—Seremos buenas, papá. Nuestra madrastra dice que vamos a decorar un árbol y que haremos copos de nieve de papel dorado y hornearemos un bollo de Navidad si podemos robarle el secreto de la receta de la tía Sophie.

Joseph frunció el cejo.

—No creo que «robar un secreto» pueda considerarse tarea de una dama. Quizá permanezca en Surrey un poco más de tiempo después de todo.

—Estoy segura de que Westhaven estará encantado de recibirte. —Louisa le había enviado una nota a su hermano, sólo para asegurarse—. Decidle adiós a vuestro padre, señoritas, y luego lo acompañaremos hasta su caballo.

Joseph se arrodilló con dificultad y extendió los brazos abiertos hacia las niñas, que se abalanzaron sobre él como un par de pequeños torbellinos, colgándose de su cuello con feroz cariño.

—Adiós, papá. Nos portaremos bien y te guardaremos un poco de bollo.

Él besó las dos naricillas.

—Os comeréis todo el budín de ciruelas, soltaréis a Lady Ophelia y no cabe duda de que lustraréis las barandillas en mi ausencia. Esposa, manda a buscarme si el mobile vulgus amenaza con invadir la casa.

Las niñas se marcharon corriendo en dirección a la cocina y Louisa entrelazó su brazo con el de Joseph y lo acompañó al establo. Junto a un banco de montar, el caballo estaba al cuidado de un mozo de cuadra, lo que la decepcionó un poquito.

Habría sido bonito tener tiempo para robarle un par de besos más.

—Te morirás de frío. —Joseph abrió su capa y la envolvió entre sus pliegues, lo que, por suerte para ella, lo obligó a abrazarla contra su pecho—. Regresaré lo más pronto posible.

—Tenemos muchas cosas que hacer en tu ausencia.

—Nunca he visto esta casa tan decorada para las fiestas. No puedo creer que haya algo más que hacer.

Louisa sintió que le apoyaba la barbilla en la cabeza.

—Tenemos mucho que hornear si queremos enviarles canastas a los arrendatarios y vecinos. También debo escribir a las agencias para que busquen otra institutriz y tú me has encargado que piense en una obra de beneficencia que merezca tu donación. Además, estoy atrasada con mi correspondencia y, si todo lo demás falla, tengo tu biblioteca para explorar. Me mantendré ocupada.

—Mientras yo me congelo el trasero, recorriendo el reino a toda velocidad sin ti. —No sonaba contento al pensar en su viaje, lo cual alegró inmensamente a su esposa.

—Podría ir contigo.

Él se apartó, llevándose con él el calor de su capa.

—Viajaré más rápido de este modo y creo que a las muchachas y a ti os vendrá bien un tiempo a solas. Y, Louisa…

Se puso los guantes y volvió la vista hacia el camino.

—¿Sí?

—Cuando regrese, será la «semana próxima».

—Dos o tres días no… —Louisa notó que se ruborizaba al comprender el significado de sus palabras. Se puso de puntillas y esta vez lo besó en la boca—. Que tengas un buen viaje, esposo, y que sea rápido también.

—Espero que sí.

Se puso el sombrero y la dejó allí, de pie ante los peldaños de la entrada, donde ella permaneció hasta que él montó en Soneto, hizo hacer al caballo una cuidadosa reverencia en su honor y se marchó al galope por el nevado camino.

Estar casada era difícil por varias cosas de las que ni siquiera tu madre y tus hermanas te advertían. Te preocupabas por tu esposo cuando éste no hacía más que ir a controlar una propiedad a una hora de distancia a caballo. Te preocupabas por sus hijas, ocupándote día a día de que recordaran cómo sonreír y reírse en presencia de su padre.

Te preocupabas también un poco por ti misma, en especial cuando todavía había que localizar dos docenas de pequeños libros rojos y, ahora que estabas bajo el atento ojo de tu marido, la recuperación de esos ejemplares se volvía mucho más difícil.

Louisa regresó a la casa, con la intención de ponerse al día con su correspondencia antes de llevar a las niñas a visitar a Sophie y su barón en Sidling. Con ese objetivo, se dirigió a la biblioteca, se sentó en la silla de su esposo, se puso las gafas y cogió el paquete de cartas que se había llevado de la ciudad.

La primera era de varios días atrás, porque había llegado la misma noche que la advertencia de Valentine acerca de las pistolas torcidas de Grattingly. Al no ver dirección de ningún remitente ni franqueo, Louisa abrió el sello.

¿Cuánto pagarías para mantener en la ignorancia a tu campeón acerca de tu facilidad con los versos obscenos, una vez que te hayas casado con él y seas su esposa?

La invadió el terror, como una gélida losa de ansiedad que le pesase en el pecho y anulase la calidez que la despedida de Joseph le había dejado. Arrugó la carta, la convirtió en una pequeña y apretada bola y la lanzó al fuego con fuerza. Veintisiete libros no eran muchos, pero deseó que Joseph estuviese allí, en la biblioteca, con ella. Por terrorífica que fuese la carta, por mucho caos que amenazase con crear, no sólo para ella sino para su familia, deseó que su marido estuviese con ella.

No era que pudiese confesarle su estupidez, no todavía. «Por favor, Dios, permite que sea yo quien encuentre los libros primero y quizá entonces…» En ese momento, seguro que sí podría decírselo. Pero aún no.

 

 

 

—Las mujeres tienen muchos recursos.

Soneto agitó una de sus orejas hacia atrás, como si estuviera considerando el comentario del jinete. Joseph estaba manteniendo esa conversación unilateral con su caballo desde que se había marchado de su propiedad, hacía más de una hora.

—No me echarán de menos. Eso es tan evidente como la nariz que tienes en tu cara, muchacho. Harán muchas cosas. Ya viste cómo mis hijas se las ingeniaron para salir adelante bajo la tiranía de una rencorosa bruja.

Soneto agitó la oreja adelante y luego otra vez atrás, al tiempo que Joseph se deshacía en silencio de un ataque mental de furia. Y pensar que esa horrible mujer las había privado de comida y abrigo… y, lo que era peor, había socavado mutuamente la imagen del padre y de las hijas.

La culpa y la rabia lo destrozaban, así que puso el caballo al galope. En el frío aire invernal, Soneto parecía contento de obedecer.

—Le diré a Louisa que no tiene dos hijastras, sino catorce. Ella es pragmática y su propio padre no fue precisamente un santo antes de casarse.

Aunque Moreland en realidad sólo tenía dos hijos ilegítimos. Dos era bastante menos que doce. Con lo buena que era con los números, Louisa probablemente lo advertiría.

—Deja de irte a la derecha, eres peor que una pistola torcida.

Hizo que el caballo cambiara de pata en el aire y, sin embargo, la maldita bestia seguía inclinándose hacia la rienda derecha.

—Surrey es en esa dirección, tonto. Al menos tira hacia donde está tu próxima comida. Londres está toda sucia por el humo del carbón, y allí no hay compañía ni lugar donde quiera estar sin mi esposa… y mis hijas.

Soneto ni siquiera agitó una oreja ni titubeó en su ritmo.

En lugar de batallar con su caballo, Joseph volvió a sus cavilaciones.

—No le he dado un regalo por la mañana. Eso ha sido un descuido de mi parte.

Medio kilómetro más tarde:

—Muy descuidado. Tengo intención de consumar el matrimonio y lamento sacar un tema como éste con un compañero que no podrá tener su propia compensación en ese sentido.

Aunque la bestia no parecía molesta por la falta.

—No podría haber pasado una noche más con esa mujer volviéndome loco y sin poder hacer nada al respecto. Me vengaré de ella, ya lo verás.

Las ideas de la erótica venganza no eran algo muy cómodo cuando un hombre cabalgaba.

—Y hay algo más que me ha estado molestando. Lady Ophelia no tenía nada que opinar acerca de este asunto, pero ¿por qué mi esposa tiene tres ejemplares del mismo librito de versos picarescos que encontré asimismo en posesión de Westhaven? Se trata de un volumen notable, si quieres saber mi opinión.

Un volumen muy notable. Un concienzudo examen le había indicado a Joseph que la palabra «picaresco» no le hacía ninguna justicia.

Podría comprarle un libro de poesía a su esposa en Londres.

La idea cristalizó en su ocupada mente como la afinada nota de un oboe, en torno a la cual una orquesta entera organizaba su actuación. Un desvío hacia la ciudad no necesariamente significaba un día más fuera de casa, pero sí tendría que apresurarse.

Londres se hallaba a la derecha. En el siguiente cruce de caminos, Joseph condujo su caballo en esa dirección, después de lo cual Soneto comenzó a inclinarse hacia la rienda izquierda.

 

 

 

—¿Qué haces, madrastra? —Fleur intentaba mezclar un mazo de naipes, con poco éxito.

—¿Quieres jugar a encontrar los pares con nosotras? —preguntó Amanda desde el suelo, sentada en la alfombra que había frente a la chimenea de la biblioteca, donde se hallaban.

Louisa miró la hoja de papel que tenía sobre el escritorio de Joseph.

—Estoy echando un vistazo a una lista que me ha enviado mi hermana Sophie.

Fleur le pasó el mazo a Amanda.

—Ahora es nuestra tía, ¿no es así?

—Ahora tenemos muchas tías —señaló Amanda—. ¿Es una lista de regalos?

En cierto modo lo era. Sophie, muy amablemente, le había hecho una lista con las obras de beneficencia que conocía y que cumplían con los requisitos de Louisa: que no se hallaran lejos geográficamente, que no contasen con un patrocinio importante y que estuviesen dedicadas a los niños.

—Estoy escogiendo una obra de beneficencia para vuestro padre. Cuando terminéis con las cartas, ¿queréis que intentemos la receta del bollo de Navidad de la tía Sophie?

Fleur se puso en pie de inmediato.

—¿Podemos, madrastra?

—¿Podemos? —repitió Amanda, ordenando los naipes en una cuidada pila.

Louisa echó un vistazo al reloj que había sobre la chimenea, preguntándose dónde estaría Joseph en ese momento. Lo echaba de menos. Lo echaba de menos y disfrutaba su añoranza.

Jamás había tenido un esposo al que echar de menos, uno que esperase que ella mantuviera la casa en su ausencia, y nunca le habían encargado la tarea de escoger una obra de beneficencia.

La organización que Sophie recomendaba con más entusiasmo estaba a una hora a caballo en dirección este, en Surrey. Los niños eran huérfanos de la campaña de la Península, cuyos «parientes ingleses» no tenían medios para ocuparse de ellos.

Un niño nacido en España, con parientes ingleses indiferentes, era probablemente el hijo bastardo de algún oficial. Louisa dibujó un círculo alrededor de la primera sugerencia de Sophie. Una excursión a Surrey sería una bonita salida navideña y Joseph aprobaría su elección… Sabía que lo haría.

Trazó una línea debajo del nombre ya marcado y se puso en pie.

—Venid conmigo, queridas. Vamos a hornear algo muy rico y especial para mimar a vuestro padre cuando regrese a casa.

 

 

 

—Busco un libro. —Ése era el tercer lugar donde Joseph comenzaba el diálogo con la misma frase—. Un libro especial, preferiblemente de poesía, si puede ser en inglés, pero también podría ser en francés o italiano, así como en latín o griego clásico.

Con cada lengua que mencionaba, las pobladas cejas blancas del librero ascendían un poco más hacia la rosada curva de su calva. Se mesaba asimismo la barba del color de la nieve que le caía por el pecho.

—¿Buscamos algo contemporáneo o algo de la Antigüedad?

—No lo sé. El libro debe ser especial. Hermoso. —Joseph frunció el cejo al mirar el revuelo de volúmenes apilados en todas direcciones, del suelo al techo; había tantos que hacían que la librería oliese a cerrado, a papel y a cuero—. Las palabras tienen que ser hermosas, y no vendría mal si la encuadernación también está bien hecha.

El librero se apoyó en los talones y luego se echó hacia delante, llevándose un dedo a la nariz mientras pensaba. Era un hombre corpulento, vestido con un chaleco de terciopelo verde y una levita también verde, un poco desgastada en los codos.

—¿Es un regalo, entonces, buen señor?

—Para una mujer. —El librero dejó caer las cejas—. Para una dama, en realidad. Una dama inteligente y de gustos literarios muy sofisticados.

Y como su gusto literario era tan sofisticado, Joseph no visitaba las tiendas refinadas de las mejores calles de Mayfair. Por el contrario, se congelaba el trasero en los estrechos callejones de Bloomsbury.

—Su regalo es un desafío, mi amigo, pero Christopher K. North es su hombre si es un libro lo que está buscando.

El anciano se sacó un pañuelo verde del bolsillo, se limpió las gafas como si lustrase un escudo antes de una batalla y se subió a una de las muchas escaleras que se hallaban en la habitación.

—Tengo una bonita colección de obras francesas aquí arriba… —La escalera crujió de un modo ominoso, pero Joseph no dijo nada. El trasero de North estaba bastante acolchado. Si el hombre se caía de una escalera rota, era improbable que se lastimara más que el orgullo.

—O quizá italianas. —Con un ruidoso deslizamiento, la escalera se movió varios centímetros de lado, con lo que Joseph advirtió que estaba montada sobre unas ruedecillas—. O incluso flamencas. No muchos conocen a los flamencos por aquí. —La escalera se trabó con un volumen que sobresalía de una de las estanterías más bajas, y el libro cayó al suelo, junto a los pies de Joseph.

—Ay, bendito sea. —North se deslizó otra vez, montado en su escalera—. Creía que ése había ido a la casa Moreland la semana pasada. Me temo que ese volumen no está a la venta.

Joseph y aquel librito rojo en particular ya eran viejos amigos y, por lo visto, también parecía tener buenas relaciones con la familia de Louisa.

—¿No está a la venta? —Joseph lo recogió del suelo—. Conozco a alguien que parece coleccionar estos versos.

North se bajó, en medio de los crujidos de la madera de la escalera y de sus propios gruñidos.

—Cuando doy con un ejemplar, tengo que apartarlo. Hay un duque que compra todos los que pueda encontrar. Se ha convertido en una especie de cacería. Mi competidor, el señor Heilig, dice que hay un conde que lo fastidia con lo mismo, y tengo un conocido en Knightsbridge que afirma que también tiene no sólo un conde sino también un barón preguntando con regularidad por esos poemas.

Joseph abrió el libro por una página al azar y encontró uno de sus poemas favoritos, en el que el viejo Catulo le hacía salvajes afirmaciones a su amante acerca de hacer el amor nueve veces seguidas.

Quizá no fuese tan viejo cuando escribió ese poema. Puede que fuese la primera vez que se enamoraba y yaciera ante un crepitante fuego, con una mujer cuya mirada contenía más maravilla y pasión…

Joseph dejó de ver lo que lo rodeaba. Las joviales prédicas de North acerca del placer de encontrar el libro correcto se desvanecieron y fueron reemplazadas por la voz de Louisa, llena de curiosidad y de entusiasmo sexual.

«¿Esto se puede hacer repetidas veces? ¿Veces sucesivas? ¿Nueve veces seguidas?»

Los tres volúmenes en su bolso.

El ejemplar de la biblioteca de Westhaven, que había sido ocultado sumariamente de la vista de Joseph.

La pura excelencia de la traducción y la extraña inocencia de los términos elegidos para los conceptos más vulgares.

La pasión que transmitían las palabras, a pesar de alguna que otra frase ingenua.

Joseph miró fijamente el librito.

—Oh, mi querida y brillante esposa.

—¿Estamos buscando inspiración, acaso? —North volvió a lustrar sus gafas—. Es la obra de un genio, me atrevería a decir. Otros no son tan liberales en su apreciación, sin intención de hacer ningún juego de palabras. Lo siento, pero no puedo permitir que se lo quede.

Joseph consideró decirle que Moreland era su suegro, pero North parecía ser la clase de hombre que hablaba de más y aquellos eran poemas bastante atrevidos.

—¿Cuánto le paga Moreland?

North entrecerró los ojos y dijo una cifra.

—Le pagaré diez veces esa suma y le aseguro que jamás permitiré que este libro deje de pertenecer a mi familia.

El librero lo observó detenidamente y todo rastro de su bonhomía desapareció.

—¿Para quién ha dicho que compraba este regalo?

—No lo he dicho.

North se cruzó de brazos, separó las piernas y alzó la barbilla.

—¿Para quién quiere comprar estos versos, buen señor?

En un instante, el librero había pasado de ser un anciano alegre, distraído y un poco torpe a convertirse en la personificación del viento norte, listo para llevarse al incauto con una repentina ráfaga de desaprobación.

—Quiero regalárselo a mi señora esposa. Sus gustos son educados e inusuales y se deleitará con este volumen por el resto de sus días. Y también se deleitará conmigo por haberlo encontrado.

El viento norte desapareció de las facciones del anciano y, en su lugar, le guiñó un ojo.

—Confieso que, alguna vez, hasta mi propia esposa ha tomado prestado de la tienda un ejemplar de este librito. Me niego a permitir que lo haga bajo mi responsabilidad. En su honor, le doy el libro como regalo… para su señora esposa.

Joseph garabateó su dirección de la propiedad de Surrey en el dorso de una tarjeta de visita y obtuvo del librero la promesa de que lo avisaría de cualquier otro ejemplar del librito rojo que apareciese en el futuro.

—Estaré en Surrey hasta el día de Navidad —explicó Joseph—, pero cobrará usted antes del día de Año Nuevo si envía las facturas a esa dirección.

Al parecer, los libreros eran gente extraña. Mientras Joseph visitaba una oscura y pequeña tienda tras otra, un anciano jovial tras otro, todos vestidos de navideño terciopelo, le ponían los rojos volúmenes en las manos y, con un guiño o una sonrisa, les deseaban a él y a su señora esposa felices fiestas, antes de darle las mismas exactas indicaciones para llegar a la siguiente tienda.

Para cuando se marchó hacia Surrey a la mañana siguiente, Joseph tenía una docena de ejemplares guardados en sus alforjas. No obstante, para cuando llegó a su casa de Kent (gracias a una escapada clandestina a los establos del conde de Windham), se aseguró de que sus alforjas estuviesen otra vez vacías.